—«Smith y Bernstein» al teléfono, Mr. Laski.
—Gracias, Carol, Pásamelo. Hola ¿George?
—Felix, ¿cómo estás?
Laski puso animación en su voz. No era fácil.
—No podría estar mejor. ¿Has progresado en tu saque? —George Bernstein jugaba al tenis.
—Ni un ápice. ¿Recuerdas que estaba enseñando a jugar a George hijo?
—Sí.
—Pues ahora ya me gana.
Laski se echó a reír.
—¿Y cómo está Rachel?
—No está más delgada. Anoche hablábamos de ti. Ella decía que deberías casarte. Y yo respondí: «¿Es que no lo sabes? Felix es gay.» Y ella me dijo: «¿Gay? ¿Y por qué no puede casarse la gente feliz?» Y yo respondí: «No, quiero decir que es homosexual, Rachel.» Ella dejó caer la labor. ¡Me creyó, Félix! ¿No te parece increíble?
Laski forzó otra risa. No estaba seguro de cuánto rato podría seguir fingiendo.
—Estoy pensando en ello, George.
—¿En el matrimonio? ¡No lo hagas! ¿Es por eso por lo que me has llamado?
—Es sólo una idea que me anda revoloteando por el cerebro.
—Bueno, ¿qué quieres de mí, entonces?
—Es algo sin importancia. Necesito un millón de libras durante veinticuatro horas, y he creído que podía hablar contigo del asunto. —Laski contuvo la respiración.
Siguió un corto silencio.
—Un millón. ¿Desde cuándo ha estado Felix Laski en el mercado del dinero?
—Desde que descubrí cómo ganar unos beneficios de verdad en una noche.
—Déjame participar del secreto, ¿quieres?
—De acuerdo. Después de que me prestes el dinero. Sin bromas, George: ¿puedes hacerlo?
—Claro que puedo. ¿Quién es tu garantía?
—Ejem… ¿Seguramente no se piden garantías para una suma durante veinticuatro horas? —El puño de Laski estaba apretando el teléfono hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—Tienes razón. Y nosotros no solemos prestar sumas como ésta a Bancos como el tuyo.
—De acuerdo. Mi garantía son quinientas diez mil acciones de «Hamilton Holdings».
—Un momento.
Hubo un silencio. Laski imaginaba a George Bernstein: un hombre corpulento, con una cabeza grande, gran nariz y una amplia sonrisa permanente; sentado en un viejo escritorio, en una oficina pequeña con vista a la catedral de San Pablo; comprobando cifras en The Financial Times, y sus dedos jugueteando ligeramente con las teclas de un ordenador de sobremesa.
Bernstein volvió a la línea.
—Al precio de hoy, Felix, no es bastante.
—Oh, vamos, esto es una formalidad. Ya sabes que no voy a estafarte. Soy yo, Felix, tu amigo. —Se enjugó la frente con la manga.
—Me gustaría complacerte, pero tengo un socio.
—Tu socio está durmiendo tan pesadamente que se dice por ahí que está muerto.
—Un trato como éste le despertaría aunque estuviera en la tumba. Inténtalo con Larry Wakely, Felix. Él podría hacer algo por ti.
Laski ya lo había intentado con Larry Wakely, pero no se lo dijo.
—Lo haré. ¿Qué te parece un partido este fin de semana?
—¡Espléndido! —Era obvio el alivio en la voz de Bernstein—. ¿El sábado por la mañana en el club?
—¿Diez libras la partida?
—Me romperá el corazón quedarme con tu dinero.
—Así lo espero. Adiós, George.
—Ten cuidado.
Laski cerró los ojos un momento, manteniendo el teléfono colgando de la mano. Había supuesto que Bernstein no le prestaría el dinero; pero ahora estaba intentando cualquier cosa. Se frotó la cara con los dedos. Todavía no estaba vencido.
Apretó el soporte y le llegó el tono ronroneante. Marcó los números con un lápiz mordido.
El número marcado sonó largo rato. Laski iba a marcar de nuevo cuando le respondieron.
—Departamento de Energía.
—Oficina de Prensa —dijo Laski.
—Voy a ponerle.
Otra voz femenina.
—Oficina de Prensa.
—Buenas tardes —dijo Laski—. ¿Podría usted decirme cuándo piensa el Secretario de Estado anunciar lo concerniente al petróleo…?
—El Secretario de Estado se ha retrasado —le interrumpió la mujer—Ya se ha informado a su oficina y se da una amplia explicación por cable PA. —Y colgó.
Laski volvió a sentarse. Se estaba asustando, y eso no le gustaba. Lo suyo era dominar ese tipo de situaciones. Le gustaba ser el único en el ajo, el manipulador que les hacía correr a todos intentando imaginar lo que estaba ocurriendo. Acercarse a los prestamistas de dinero con la gorra en la mano no era su estilo.
Sonó nuevamente el teléfono.
—Un tal Mr. Hart en la línea —le dijo Carol.
—¿Conozco a ese hombre?
—No, pero ha dicho que tiene relación con el dinero que necesita el «Cotton Bank».
—Pásamelo. Hola, aquí Laski.
—Buenas tardes, Mr. Laski. —Era la voz de un hombre joven—. Soy Kevin Hart, del Evening Post.
Laski se sobresaltó.
—Me pareció que me habían dicho… No importa.
—Es sobre el dinero que necesita el «Cotton Bank». Sí, bueno, cuando un Banco tiene problemas necesita dinero, ¿no es así?
—Me parece, joven —dijo Laski—, que no tengo deseos de hablar con usted.
Antes de que Laski pudiera colgar, Hart le dijo:
—Tim Fitzpeterson.
Laski palideció.
—¿Qué?
—Los problemas del «Cotton Bank», ¿no tendrán nada que ver con el intento de suicidio de Tim Fitzpeterson?
¿Cómo demonios lo sabían? La mente de Laski se precipitaba. Quizá no lo sabían. Podían estar adivinando: levantar una liebre, lo llamaban; fingían saber algo para descubrir si la gente lo negaba.
—¿Sabe su director —dijo Laski— que usted está haciendo esta llamada?
—Hum…, claro que no.
Algo en la voz del reportero le dijo a Laski que había tocado una fibra sensible al miedo. Y presionó en su réplica.
—No sé qué tipo de juego es el que usted se lleva entre manos, joven, pero si escucho algo más sobre esta necedad, ya sabré dónde se han originado los rumores.
—¿Cuál es su relación —continuó Hart— con Tony Cox?
—¿Quién? Adiós, joven. —Laski dejó el teléfono. Miró su reloj de pulsera: eran las tres y cuarto. No tenía manera de conseguir un millón de libras en quince minutos. Todo había terminado, según parecía.
El Banco iba a hundirse; la reputación de Laski se arruinaría; y probablemente él se encontraría envuelto en un proceso criminal. Pensó en salir del país aquella misma tarde. No podría llevarse nada. Empezar de nuevo. ¿En Nueva York o en Beirut? Era demasiado viejo. Si se quedaba podría salvar lo suficiente de su imperio para vivir el resto de su vida. Pero, ¿qué infernal vida sería la suya?
Hizo girar su butaca y miró por la ventana. El día se estaba enfriando; después de todo no estaban en verano. Los altos edificios de la City proyectaban sombras alargadas y en ambos lados de la calle había oscuridad. Laski observó el tránsito y pensó en Ellen Hamilton.
Hoy, precisamente, había decidido casarse con ella. Era una penosa ironía. Durante veinte años hubiera podido escoger la mujer que quisiera: modelos, actrices, debutantes, incluso princesas. Y, cuando finalmente había escogido una, se arruinaba. Un hombre supersticioso tomaría aquello como una señal de que no debía casarse.
Quizás esa posibilidad ya no se le brindaría en el futuro. Felix Laski, playboy millonario, era una cosa; Felix Laski, ex convicto insolvente, era algo muy distinto. Estaba seguro de que su relación con Ellen no era el tipo de amor que pudiera sobrevivir a ese nivel de desastre. Su amor era algo sensual, autoindulgente, hedonista, muy diferente de la devoción eterna del Book of Common Prayer.
Por lo menos, así era como había sido siempre. Laski había teorizado que el afecto permanente podía surgir después, más adelante, por el simple hecho de vivir juntos y compartir las cosas; después de todo, la lujuria casi histérica que les había unido seguro que se desvanecería con el tiempo.
No debería estar teorizando, pensó; a mi edad ya debería saberlo.
Esta mañana la decisión de casarme con ella me parecía algo que podía decidir fríamente, con ligereza, incluso cínicamente, imaginando lo que conseguiría con ello como si se tratase tan sólo de otro golpe en el mercado de valores. Pero ahora que ya no dominaba la situación, se daba cuenta, y ese pensamiento le hizo el mismo efecto que un golpe físico, de que la necesitaba desesperadamente. Quería una devoción eterna; quería que alguien cuidase de él y gozase de su compañía, y le tocase el hombro afectuosamente cuando pasara por su lado: alguien que siempre estuviera presente, alguien que le dijera «te quiero», alguien que compartiera con él su vejez. Había estado solo toda su vida: ya era suficiente.
Habiendo admitido ante sí mismo todo aquello, aún fue más allá. Si podía tenerla a ella, observaría alegremente cómo se derrumbaba su imperio, el negocio de «Hamilton Holdings» colapsado, su reputación destruida. Incluso iría a la cárcel con Tony Cox si creía que ella iba a estar esperándole cuando él saliera.
Deseó no haber conocido jamás a Tony Cox.
Laski había imaginado que sería fácil controlar a un delincuente de cuatro cuartos como Cox. Aquel hombre podía ser muy poderoso dentro de su propio y pequeño mundo, pero seguramente no podía hacerle daño a un hombre de negocios respetable. Quizá no: pero cuando ese hombre de negocios formaba sociedad, aunque fuese in—formalmente, con el matón, ya dejaba de ser respetable. Era Laski, y no Cox, el que se comprometía en la relación.
Laski oyó que se abría la puerta de la oficina, y dio la vuelta en su butaca para ver a Tony Cox que entraba en su despacho.
Laski le miró boquiabierto. Era como si viera un fantasma.
Carol se escurrió dentro detrás de Cox, molestándole como un terrier. Carol le dijo a Laski:
—Le he pedido que esperase, pero no ha querido… ¡Se ha metido aquí dentro!
—De acuerdo, Carol. Yo me ocuparé de esto —dijo Laski. La chica salió y cerró la puerta.
Laski estalló.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? ¡Nada podría ser más peligroso! Ya he tenido a los periódicos fastidiando, preguntándome por ti y sobre Fitzpeterson… ¿Sabes que ha intentado matarse?
—Cálmate. No te alborotes —le dijo Cox.
—¿Que me calme? ¡Todo el asunto es un completo desastre! Lo he perdido todo, y si me ven contigo acabaré en chirona…
Cox dio un largo paso al frente, cogió a Laski por la garganta y le sacudió.
—Cierra la boca de una vez —gruñó. Le empujó hacia atrás en su butaca—. Y ahora, escúchame, necesito tu ayuda.
—Ni hablar —murmuró Laski.
—¡Cállate! Necesito tu ayuda y tú vas a ayudarme, o yo me aseguraré de que vayas a la cárcel. Ya sabes que esta mañana he hecho ese trabajillo, una furgoneta de billetes de Banco.
—No sé nada de eso.
Cox ignoró la observación.
—Bueno, pues no sé dónde esconder el dinero, de modo que voy a ponerlo en tu Banco.
—No seas ridículo —dijo Laski con ligereza. Y después frunció el entrecejo—. ¿Cuánto hay?
—Justo por encima del millón.
—¿Dónde?
—Está ahí fuera, en la furgoneta.
Laski se puso en pie de un salto.
—¿Tienes un millón de libras en dinero robado, ahí fuera, en una jodida furgoneta?
—Sí.
—Estás chiflado. —Los pensamientos de Laski se precipitaban—. ¿En qué forma está ese dinero?
—En billetes de Banco diferentes.
—¿Van dentro de las cajas originales.
—No soy tan imbécil. Los he pasado a cajas de embalaje.
—¿Los números de serie no siguen una secuencia?
—Poco a poco vas cogiendo la idea. Si no te pones pronto en movimiento la grúa va a llevarse la furgoneta por estacionar en zona amarilla.
Laski se rascó la cabeza.
—¿Cómo piensas trasladarlo a la caja fuerte?
—Tengo ahí fuera a seis de los muchachos.
—No puedo permitir que seis de tus matones trasladen todo ese dinero a mi caja fuerte! Mi personal sospecharía…
—Llevan uniformes… guerreras de excedentes de la Marina, pantalones, camisa y corbata. Parecen guardias de seguridad, Felix. Si quieres jugar a las veinte preguntas, déjalo para después, ¿eh?
Laski tomó una decisión.
—De acuerdo, en marcha. —Acompañó a Cox fuera, siguiéndole hasta la mesa de Carol—. Llama abajo, al sótano —le dijo a la chica—. Diles que se preparen para aceptar inmediatamente una entrega de dinero en efectivo. Yo me ocuparé personalmente del papeleo. Y dame una línea exterior por mi teléfono.
Volvió a entrar corriendo en su oficina, recogió el teléfono y llamó al «Banco de Inglaterra». Miró su reloj. Eran las tres y veinticinco minutos. Le conectaron con Mr. Ley,
—Aquí Laski —dijo.
—Ah, sí. —El banquero era cauto.
Laski se esforzó por parecer tranquilo.
—Ya he resuelto ese pequeño problema, Ley. Tengo en mi caja el dinero necesario. Ahora puedo disponer la entrega inmediata, como ha sugerido usted antes; o puede usted hacer la inspección hoy y realizar la entrega mañana.
—Hum. —Ley reflexionó un momento—. No creo que sea necesario ninguna de las dos cosas, Laski. Es muy tarde y nos ocuparía demasiado tiempo tener que contar todo ese dinero. Si puede usted hacer la entrega a primera hora de la mañana, mañana mismo liquidaremos el cheque.
—Gracias. —Laski decidió frotar sal en la herida——. Siento mucho haberle irritado tanto antes.
—Quizá yo he sido un poco brusco. Adiós, Laski.
Laski colgó el teléfono. Sus pensamientos corrían veloces todavía. Calculó que podría recoger unas cien mil libras en efectivo aquella misma noche. Probablemente Cox conseguiría una cantidad semejante de sus clubes. Podrían cambiar aquel dinero por doscientas mil en billetes robados. Solamente por precaución: si todos los billetes que entregaba mañana eran demasiados usados alguien podría pensar en la coincidencia del robo un día y un depósito al siguiente. Si había dinero en buenas condiciones, aquella sospecha podía eliminarse.
Le parecía que todo estaba cubierto. Se permitió un momento de relajación. Otra vez lo he conseguido, pensó: he ganado. Y de su garganta escapó una risotada de puro triunfo.
Ahora convenía revisar los detalles. Sería mejor que bajase a la caja fuerte para dar seguridad a su personal que sin duda estaría asombrado. Y quería que Cox y su gente salieran cuanto antes del local.
Después llamaría a Ellen.