Tony Cox conducía lentamente, siguiendo el camino fangoso marcado con roderas, más para su propia comodidad que por consideración hacia el propietario del coche «prestado». Aquella carretera rural, que no tenía nombre, llevaba desde una carretera de segundo orden hasta una granja con granero. El granero, la casa en ruinas y el acre de tierra yerma que los rodeaba eran propiedad de una compañía llamada «Land Development Ltd.»; que a su vez era propiedad de un jugador que debía a Tony Cox un montón de dinero. El granero se utilizaba ocasionalmente para almacenar partidas de artículos dañados por el fuego comprados a precio de saldo, de modo que no era anormal que una furgoneta, y un coche se acercaran al patio de la granja.
La puerta de cinco tablones del final del camino estaba abierta y Tony la cruzó. No se veía por ninguna parte la furgoneta azul, pero Jesse estaba apoyado en la pared de la granja fumando un cigarrillo. Cruzó el patio para abrirle la puerta del coche a Tony.
—No ha sido todo tan suave, Tony —dijo inmediatamente.
Tony salió del auto.
—¿Está aquí el dinero?
—En la furgoneta. —Jesse hizo una señal con la cabeza indicando el vehículo—. Pero las cosas no han ido bien.
—Entremos… Hace demasiado calor aquí fuera.
Tony dio un empujón a la puerta del granero y entró. Jesse le siguió. Algunas cajas de embalaje ocupaban una tercera parte del suelo. Tony leyó las etiquetas de un par de cajas: contenían uniformes y chaquetas del Ejército. La furgoneta azul estaba frente a la puerta. Tony observó que sobre las placas originales de la matrícula había unas placas atadas con un cordel.
—¿A qué has estado jugando? —preguntó con incredulidad.
—Oh, maldita sea, Tony, espera a oír lo que he tenido que hacer.
—Bueno, ¡dímelo de una puñetera vez!
—Bueno, he tenido un encontronazo, sabes… no mucho, sólo un pequeño golpe. Pero el tío sale de su coche y quiere llamar a la Policía. De modo que me largo, verás. Pero él se queda en medio, y yo le atropello.
Tony lanzó un juramento por lo bajo.
El miedo se expresó ahora en la cara de Jesse.
—Bueno, yo sabía que la ley me buscaría, ya sabes. De modo que me paro en un garaje, y doy la vuelta, al retrete, y estiro un par de placas y este mono. —Asintió ansiosamente, como si se autoaprobara por lo que había hecho—. Y después vengo aquí.
Tony se quedó mirándole asombrado y después estalló en una risotada.
—¡Loco bastardo! —dijo entre risas.
Jesse parecía aliviado.
—Lo he hecho lo mejor que podía, ¿eh?
Tony fue aplacando su risa.
—Loco bastardo —repitió—. Aquí estás tú, con una fortuna en dinero que quema en la furgoneta, y te paras… —Se le infló el pecho, y estalló en nuevas risas—. ¡Y te paras en un garaje para robar un mono!
Jesse sonrió también, no por diversión, sino por el placer de ver desaparecer su miedo. Después se puso serio de nuevo.
—Pero hay noticias malas de verdad, sí.
—Maldita sea, ¿qué más hay?
—El conductor de la furgoneta ha querido ser un héroe.
—¿No le habrás matado, verdad? —preguntó Tony ansiosamente.
—No, sólo un culatazo en la cabeza. Pero la pipa de Jacko se disparó con todo ese jaleo —pronunció mal la palabra—, y Willie el Sordo se la cargó. En la jeta. Está mal, Tony.
—Oh, cojones. —Tony se sentó de golpe en un taburete de tres patas—. Oh, pobre Willie. ¿Le habréis llevado al hospital, verdad?
Jesse asintió con la cabeza.
—Por eso no está Jacko aquí. Él lo ha llevado. Aunque, si ha llegado vivo…
—¿Tan mal estaba?
Jesse asintió.
—Oh, mierda. —Permaneció silencioso un momento—. Willie el Sordo no tiene suerte. Primero pierde una oreja, y su chico, ya ves, un caso mental, y su mujer se parece a Henry Cooper… Y ahora esto. —Chasqueó la lengua, apenado—. Le daremos doble parte, pero eso no va a componer su cabeza. —Se levantó.
Jesse abrió la furgoneta, aliviado por haber conseguido dar las malas noticias sin tener que sufrir las iras de Tony. Tony se frotó las manos.
—Bien, veamos lo que hemos conseguido.
En la parte trasera de la furgoneta había nueve cajas grises de acero. Parecían maletas cuadradas de metal, cada una con manecillas a ambos lados, y cada una cerrada con doble cerradura. Eran pesadas. Los dos hombres las descargaron, una después de otra y las alinearon en medio del granero. Tony las contemplaba avariciosamente. Su expresión mostraba un placer casi sensual.
—Es casi como Ali Babá y los malditos cuarenta ladrones, amigo —dijo.
Jesse estaba sacando plástico explosivo, cables y detonadores de un macuto que había en un rincón del granero.
—Me gustaría que Willie estuviera aquí para hacer los bang-bang.
—A mí me gustaría que estuviera aquí, nada más —replicó Tony.
Jesse hizo los preparativos para abrir las cajas con el explosivo. Pegó el material parecido a la gelatina alrededor de las cerraduras, sujetó los cables y los detonadores, y conectó cada pequeña bomba al disparador de émbolo.
Mientras le observaba, Tony dijo:
—Parece que sabes lo que estás haciendo.
—Se lo he visto hacer a Willie muchas veces. —Sonrió—. A lo mejor podría convertirme en el dinamitero de la firma…
Willie cogió el disparador y, arrastrando los cables, lo llevó fuera del granero. Tony le siguió.
—Saca la furgoneta —dijo Tony—, por si la gasolina se incendia, ¿entiendes lo que quiero decir?
—No hay peligro…
—Nunca has manejado esto antes, y no voy a correr el riesgo.
—De acuerdo.
Jesse cerró las puertas de atrás e hizo retroceder la furgoneta hasta el patio. Después abrió el capó y utilizó pinzas de cocodrilo para conectar el disparador a la batería de la furgoneta.
—Aguanta la respiración —dijo, y apretó el disparador. Se oyó un estallido ahogado.
Los dos hombres entraron. Las cajas seguían alineadas, abiertas las tapas formando ángulos retorcidos.
—Has hecho un buen trabajo —dijo Tony.
Los billetes estaban fuertemente atados y ordenados dentro de las cajas. Había veinte fajos de billetes colocados de través, diez a lo ancho y cinco en profundidad: cada caja contenía un millar de fajos. Cada fajo contenía cien billetes. Eso sumaba cien mil billetes por caja.
Las primeras seis cajas contenían billetes de diez chelines, viejos y sin valor.
— ¡Dios mío! —exclamó Tony.
La caja siguiente contenía guineas, pero no estaba totalmente llena. Tony contó ochocientos fajos. La penúltima caja también contenía billetes de una libra, y estaba llena.
—Esto es mejor —dijo Tony—. Casi perfecto.
La última caja contenía billetes de diez libras en apretados fajos.
—Que Dios nos ayude —murmuró Tony.
Los ojos de Jesse estaban desorbitados.
—¿Cuánto es eso, Tony?
—Un millón ciento ochenta mil libras esterlinas, hijo mío. Jesse dio un grito de entusiasmo.
—¡Somos ricos! ¡Estamos podridos de pasta!
El rostro de Tony era sombrío.
—Supongo que podríamos quemar los billetes de diez.
—¿Qué estás diciendo? —Jesse le miró como si Tony se hubiera vuelto loco—. ¿Qué quieres decir, quemarlos? ¿Estás chiflado?
Tony dio media vuelta y agarró el brazo de Jesse, apretándolo con fuerza.
—Escúchame, si entras en la «Rose and Crown», y pides una media de cerveza y un pastel de carne y pagas con un billete de diez, y si haces eso todos los días durante una semana, ¿qué crees que van a pensar?
—Pensarán que he tenido un golpe de suerte. Me estás haciendo daño, Tony.
—¿Y cuánto crees que tardaría uno de esos pequeños y asquerosos fisgones en ir derecho a la Comisaría y contarlo? ¿Cinco minutos?
Le soltó.
—Es demasiado, Jess. El problema tuyo es que nunca piensas. Tanto dinero como hay aquí, hay que guardarlo en alguna parte… y si se guarda en alguna parte, el Viejo Bill puede encontrarlo.
Jesse pensó que ese punto de vista era demasiado radical para digerirlo.
—Pero no puedes destruir el dinero.
—No me escuchas, ¿verdad que no? Tienen a Willie el Sordo, ¿verdad que sí? Su conductor relacionará a Willie con el asalto, ¿verdad? Y saben que Willie está conmigo, de modo que saben quién ha hecho el trabajo, ¿verdad que sí? Apuesto algo a que esta noche ya estarán en tu casa, rompiendo colchones y hurgando entre las patateras. Ahora bien, cinco de los grandes en guineas podrían ser los ahorros de tu vida, pero cincuenta de los grandes en billetes de diez, eso ya resulta incriminador, ¿entendidos?
—Nunca lo habría pensado de esa manera —replicó Jesse.
—Eso se llama contragolpe.
—Supongo que no se puede meter tanto dinero en el «Abbey National». Cualquiera podría tener una buena noche en el canódromo, pero si tienes demasiado, eso demuestra que has dado un golpe, ¿sabes? —Jesse estaba explicándoselo a Tony como para demostrar que lo había entendido—. ¿Es eso verdad?
—Sí. —Tony había perdido interés en el sermón. Estaba intentando dar con una manera segura de terminar con una gran cantidad de dinero caliente.
—¿Y tampoco puedes entrar en el «Barclays Bank» con más de un millón de pasta y pedir que te abran una libreta de ahorros, verdad que no?
—Lo estás entendiendo —dijo Tony sarcásticamente. De pronto miró fijamente a Jesse—. Ah, pero ¿quién puede entrar en el Banco con un montón de dinero sin levantar sospechas?
Jesse estaba perdido.
—Bueno, nadie puede hacerlo.
—¿Apuestas algo? —Tony señaló las cajas de excedentes de ropa del Ejército—. Abre un par de esas cajas. Quiero que te vistas como un marinero de la Marina Real. Acabo de tener una puñetera idea formidable.