El joven Billy Johnson estaba buscando a Tony Cox, pero se olvidaba continuamente de ello.
Había salido de casa muy de prisa después de regresar del hospital. Su madre gritaba mucho, había algunos policías por allí, y se habían llevado Jacko a la Comisaría para ayudarles en la investigación. Los vecinos y los parientes que pasaban por la casa sin parar hacían que se sintiese más confuso. A Billy le gustaba la tranquilidad.
Nadie parecía estar dispuesto a prepararle el almuerzo o a prestarle atención, de modo que comió un paquete de galletas de jengibre y salió a la calle por la puerta de atrás diciéndole a Mrs. Glebe, que vivía tres puertas más abajo, que iba a casa de su tía para ver la televisión en color.
Había estado meditando las cosas mientras caminaba. Caminar le ayudaba a pensar. Cuando se sentía desconcertado, podía mirar los autos y las tiendas y la gente pobre un rato, para descansar la mente.
Primero se dirigió hacia la casa de su tía, hasta que recordó que realmente no era allí donde quería ir; solamente lo había dicho para evitar que Mrs. Glebe creara problemas. Entonces tuvo que recordar hacia dónde iba. Se detuvo, miró el escaparate de una tienda de discos, leyendo dificultosamente los nombres de las extravagantes fundas e intentando acoplarlos a canciones que había oído por la radio. Tenía un tocadiscos pero nunca disponía de dinero para comprar discos, y los gustos de sus padres no eran como los de él. A mamá le gustaban las canciones sentimentales, a papá le gustaban las bandas musicales y a, Billy le gustaba el rock-and-roll. La única persona que conocía a quien le gustase también el rock-and-roll era Tony Cox…
Era eso. Estaba buscando a Tony Cox.
Se encaminó hacia lo que creía que era más o menos la dirección de Bethnal Green. Conocía muy bien el East End, cada calle, cada tienda, todas las bombas de incendios, los solares de tierra estéril, canales y parques; pero lo conocía de forma fragmentaria. Pasó junto a un lugar de demolición, y recordó que la abuelita Parker había vivido ahí, y se había sentado, testaruda, en su habitación del frente mientras derribaban las casas de ambos lados de la suya, hasta que había cogido una pulmonía y se había muerto, solucionando al «London Borough of Tower Hamlets» el problema de lo que debían hacer con ella. Billy había seguido con interés la historia: era como algo en la televisión. Si, él conocía cada partícula del paisaje del East London; pero no podía conectarlas en su mente. Conocía el Commercial Road y también el Mile End Road, pero no sabía que se unen en Aldgate. A pesar de ello casi siempre encontraba el camino de casa, aunque algunas veces tardaba más de lo que esperaba; y si realmente se perdía, el Viejo Bill le llevaba de regreso a casa en un coche patrulla. Todos los polis conocían a su papá.
Cuando llegó a Wapping había olvidado otra vez su destino; pero creyó que era probable que fuese a ver los barcos. Se metió por el agujero de una valla; el mismo agujero que había utilizado con Snowy White y Tubby Toms aquel día, cuando atraparon una rata y los otros le dijeron a Billy que la llevara a casa para su madre porque ella estaría contenta y la cocinaría para él té. Ella se mostró contenta, naturalmente; dio un salto y un grito y dejó caer una bolsa de azúcar y más tarde lloró y dijo que no tenían que burlarse de Billy. La gente le engañaba con frecuencia, pero a él no le importaba porque era agradable tener compañeros.
Estuvo errando algún tiempo. Tenía el presentimiento de que ahí solía haber más barcos en los tiempos de su niñez. Hoy solamente veía uno. Era un barco grande, muy hundido en el agua, con un nombre en el costado que no podía leer. Los hombres habían colocado un tubo desde el barco hasta un almacén.
Estuvo mirando un rato, y después le preguntó a uno de los hombres:
— ¿Qué hay ahí?
El hombre, que llevaba gorra de tela y chaleco, le miró.
—Vino, amigo.
Billy quedó sorprendido.
—¿En el barco? ¿Todo es vino? ¿Todo?
—Sí, amigo. «Cháteau Morocco», cosecha aproximadamente del jueves pasado. —Todos los hombres se echaron a reír al oírlo, pero Billy no lo entendió. También se echó a reír. Los hombres siguieron trabajando un rato, y después el que había hablado dijo—: Bueno, y tú, ¿qué haces aquí?
Billy estuvo pensándolo un momento y dijo finalmente:
—Lo he olvidado.
El hombre le miró fijamente y le murmuró algo a uno de los otros. Billy oyó parte de la respuesta:
—…podría caer en la condenada bebida. —El primer hombre entró en el almacén.
Al cabo de un rato, llegó un policía del puerto. Preguntó a los hombres:
—¿Es éste el muchacho? —Ellos asintieron y el policía se dirigió a Billy—: ¿Te has perdido?
—No —dijo Billy.
—¿A dónde vas?
Billy estaba a punto de decir que no iba a ninguna parte pero eso parecía una respuesta equivocada. De pronto lo recordó:
—Bethnal Green.
—De acuerdo, ven conmigo y yo te indicaré el camino. Siempre deseoso de seguir la línea de menor resistencia,
Billy caminó al lado del policía hasta la puerta del muelle.
—¿Dónde vives?
—Yew Street.
—¿Y tu madre ya sabe dónde estás?
Billy decidió que el policía era otra Mrs. Glebe y que era preciso contarle una mentira.
—Sí, voy a casa de mi tía.
—¿Seguro que conoces el camino?
—Sí.
Estaban en la puerta. El policía le miró especulativamente, y después tomó una decisión.
—Muy bien, entonces, vete. No andes vagando por los muelles… Es más seguro quedarse fuera.
—Gracias —dijo Billy. Cuando dudaba le daba las gracias a la gente. Se alejó de allí.
Ahora era más fácil recordar. Papá estaba en el hospital. Iba a quedarse ciego y era por culpa de Tony Cox. Billy conocía a un hombre ciego… bueno, a dos, si incluía a Squint Thatcher, que solamente era ciego cuando iba al Oeste de Londres con su acordeón. Pero ciego de verdad, solamente Hoperaft, que vivía solo en una casa maloliente en la Isla de los Perros y llevaba un bastón de color blanco. ¿Tendría que llevar papá unas gafas oscuras y caminar muy despacio dando golpecitos en el bordillo de la acera con su bastón? Este pensamiento sacó de quicio a Billy.
La gente solía pensar que Billy era incapaz de alterarse porque nunca lloraba. Así fue como descubrieron que era diferente, siendo todavía un bebé: se hacía daño pero nunca lloraba. Mamá decía algunas veces: «Siente las cosas, pero nunca lo demuestra.»
Papá acostumbraba a decir que mamá ya se alteraba por los dos con demasiada frecuencia.
Cuando sucedían cosas realmente terribles, como la broma de la rata que le hicieron Snowy y Tubby, Billy se sentía furioso por dentro y quería hacer algo drástico, como gritar, pero nunca lo conseguía.
Había matado a la rata, y eso le ayudó. La había sostenido con una mano y con la otra le golpeó en la cabeza con un ladrillo hasta que dejó de retorcerse.
A Tony Cox también le haría algo parecido.
Se le ocurrió que Tony era más grande que una rata, y, además, mayor que Billy. Eso le desconcertaba, de modo que lo apartó de su mente.
Se detuvo al final de una calle. La casa de la esquina tenía una tienda en la planta baja; una de las viejas tiendas en que vendían montones de cosas. Billy conocía a la hija del propietario, una chica bonita con el cabello largo que se llamaba Sharon. Un par de años antes ella le dejó palparle las tetas, pero después huyó de él corriendo y no le dirigió más la palabra. Durante muchos días después de ese hecho, Billy no había pensado en nada sino en los pequeños bultos redondos debajo de la blusa de Sharon y en la manera en que él se había sentido cuando la tocó. Finalmente se dio cuenta de que aquella experiencia era una de esas cosas agradables que nunca suceden dos veces.
Entró en la tienda. La madre de Sharon estaba detrás del mostrador y llevaba una bata de nylon a rayas. No reconoció a Billy.
Billy sonrió y dijo:
—Hola.
—¿Puedo ayudarte? —La mujer estaba incómoda.
—¿Cómo está Sharon? —inquirió Billy.
—Bien, gracias. No está en casa en este momento. ¿La conoces?
—Sí. —Billy miró alrededor por la tienda, el surtido de alimentos, quincalla, libros, artículos de fantasía, tabaco y golosinas. Deseaba decir: ella me dejó tocarle las tetas una vez, pero sabía que no estaría bien—. Solía jugar con ella.
Parecía ser la respuesta que la mujer deseaba: se mostró aliviada. Sonrió y Billy vio que sus dientes estaban manchados de marrón, como los de su padre.
—¿Puedo servirte algo? —le preguntó ella.
Hubo ruido de pisadas sobre unos peldaños y Sharon entró en la tienda por la puerta de detrás del mostrador. Billy quedó sorprendido: parecía mucho más vieja. Llevaba el cabello corto, y sus tetas eran muy grandes y se balanceaban debajo de su camiseta. Tenía unas piernas largas enfundadas en unos pantalones vaqueros ajustados.
—Adiós, madre —dijo ella. Se marchaba corriendo.
—¡Hola, Sharon! —dijo Billy.
Ella se detuvo y le miró. Su cara reflejó que le había reconocido.
—Oh, Billy, hola. No puedo entretenerme. —Y se marchó.
Su madre parecía avergonzada.
—Lo siento… había olvidado que aún estaba arriba…
—Está bien. Yo me olvido de montones de cosas.
—Bueno, ¿quieres algo? —repitió la mujer.
—Quiero un cuchillo.
Eso había aparecido en la cabeza de Billy desde ninguna parte, pero Billy supo en seguida que era lo acertado. No servía de nada golpearle en la cabeza con una piedra a un hombre fuerte como Tony Cox; él devolvería los golpes. De modo que era preciso clavarle un cuchillo en la espalda, como un indio.
—¿Para ti o para tu madre?
—Para mí.
—¿Para qué es?
Billy sabía que no tenía que decírselo. Frunció el ceño y dijo:
—Para cortar cosas. Cordel, cosas así.
—Ah. —La mujer metió la mano en el escaparate y sacó un cuchillo dentro de una funda, del tipo de los que tenían los Boy Scouts.
Billy sacó todo el dinero que llevaba en el bolsillo de los pantalones. El dinero era algo que no entendía; siempre dejaba que el vendedor cogiera lo necesario.
La madre de Sharon miró y le dijo:
—Pero solamente tienes ocho peniques.
—¿Es bastante?
Ella suspiró.
—No, lo siento.
—Bueno; entonces, ¿puedo comprar un poco de goma de mascar?
La mujer volvió a colocar el cuchillo en el escaparate y sacó un paquete de goma de mascar de un estante.
—Seis peniques.
Billy ofreció su puñado de monedas y la mujer cogió algunas.
—Gracias —dijo Billy.
Salió a la calle y abrió el paquete. Le gustaba ponérselo todo a la vez en la boca. Caminó, masticando con entusiasmo. De momento había olvidado el lugar adonde iba.
Se detuvo para mirar a unos hombres que abrían un hoyo en el pavimento. Las cimas de sus cabezas estaban al nivel de los pies de Billy. Vio, interesado, que la pared de la trinchera cambiaba de color a medida que profundizaban en ella. Primero había pavimento, después algún material negro, como alquitrán, y después tierra suelta, de color marrón, y después arcilla húmeda. En el fondo había un tubo de cemento nuevo y limpio. ¿Por qué ponían tubos debajo del pavimento? Billy no tenía ni idea. Se inclinó y preguntó:
—¿Por qué están colocando un tubo debajo del pavimento?
Uno de los obreros alzó la cabeza y le dijo:
—Estamos escondiéndolo de los rusos.
—Ah —respondió Billy, asintiendo como si lo comprendiera. Transcurrido un momento siguió su camino.
Tenía hambre, pero debía hacer algo antes de ir a casa a comer. ¿Comer? Se había comido un paquete de galletas porque papá estaba en el hospital. Eso tenía algo que ver con el motivo de que él estuviera aquí, en Bethnal Green, pero no podía encontrar la relación.
Dio vuelta a una esquina, miró el nombre de la calle en un letrero pegado alto en la pared, y vio que estaba en la calle Quill. Ahora lo recordaba. Ahí era donde vivía Tony Cox… en el número diecinueve. Llamaría a la puerta…
No. No sabía bien por qué, pero estaba seguro que tenía que deslizarse por la puerta de atrás. Había un camino detrás del patio. Billy lo recorrió hasta llegar a la parte posterior de la casa de Tony.
Su goma de mascar ya había perdido todo el sabor, de modo que la sacó de la boca y la tiró antes de abrir sigilosamente la puerta posterior y entrar sin hacer ningún ruido.