25

Felix Laski estaba sentado en su oficina, viendo una pantalla de televisión y rasgando un sobre en tiras estrechas. El circuito cerrado de televisión era el equivalente moderno de la cinta de cotizaciones; y Laski se, sentía como el agente de Bolsa en una vieja película, inquieto por la crisis económica del 1929. El aparato mostraba continuamente noticias del mercado y movimiento de precios en acciones, mercancías y monedas. No había habido mención del permiso de explotación. Las acciones de Hamilton habían bajado cinco puntos desde el día anterior y el movimiento era moderado.

Acabó de rasgar el sobre y dejó caer los restos en una papelera de metal. El permiso para el petróleo se tenía que haber anunciado una hora antes.

Cogió el teléfono azul y marcó el 123.

—A la tercera señal, será la una, cuarenta y siete minutos y cincuenta segundos.

Más de una ahora de retraso en anunciarlo. Llamó al Departamento de Energía y pidió por la Oficina de Prensa. Una mujer le dijo:

—El Secretario de Estado ha sufrido un retraso. La conferencia de Prensa empezará en cuanto llegue y el anuncio se hará tan pronto como se inicie la conferencia.

A la mierda con tus retrasos, pensó Laski; tengo una fortuna pendiente en este asunto.

Apretó el intercomunicador:

—¿Carol? —No hubo respuesta. Vociferó—: ¡Carol! La muchacha asomó la cabeza por la puerta.

—Lo siento, estaba archivando.

—Tráeme un poco de café.

—En seguida.

Cogió de su bandeja de «entradas» una carpeta marcada: Tubería de Precisión — Informe de Ventas, Primer Trimestre. Era una muestra de espionaje rutinario de una firma de la que planeaba apoderarse. Laski tenía la teoría de que era bueno invertir capital cuando la baja tocaba fondo. Pero ¿tendrá «Precisión» posibilidades de expansión? se preguntó.

Miró la primera página del informe, frunció el ceño ante la prosa indigerible del jefe de ventas y arrojó la carpeta a un lado. Cuando se arriesgaba y perdía, lo aceptaba con ecuanimidad. Lo que le enfurecía era lo que no daba buen resultado por motivos desconocidos. Sabía que ahora no podría concentrarse en nada hasta que estuviera resuelto el asunto «Shieki».

Pasó el dedo por la raya bien planchada de sus pantalones y pensó en Tony Cox. Sentía simpatía por el joven delincuente, a pesar de su obvia homosexualidad, ya que adivinaba en él aquello que los ingleses denominan un espíritu afín. Igual que Laski, Cox había salido de la pobreza con decisión, oportunismo, implacabilidad. Y también, igual que Laski, intentaba de modo sutil pulir sus modales de clase baja; Laski lo hacía mejor, pero solamente porque se había dedicado a ello mucho antes. Cox quería ser como Laski, y lo conseguiría; cuando llegase a cincuentón sería un caballero de la City, distinguido y de cabello canoso.

Laski se dio cuenta de que no tenía ni un solo motivo convincente para confiar en Cox. Naturalmente tenía su instinto, que le decía que el joven era sincero con las personas que conocía: pero los Tony Cox de este mundo solían estafar por costumbre. ¿Habría inventado acaso todo ese asunto sobre Tim Fitzpeterson?

La pantalla de televisión volvió a mostrar los precios de «Hamilton Holdings»; habían bajado otro punto. Laski deseó que no utilizaran aquel maldito modelo de ordenador, todo rayas horizontales y verticales: le dolían los ojos. Empezó a calcular lo que perdería si «Hamilton» no había conseguido el permiso.

Si pudiera vender las 510.000 acciones en este momento solamente perdería algunos millares de libras. Pero no sería posible vender todo el lote al valor de mercado. Y el precio seguía bajando. Digamos una pérdida de veinte mil libras más o menos. Y un fracaso psicológico; daño para su reputación de ganador.

¿Arriesgaba algo más? Seguro que Cox planeaba algo criminal con la información que le había dado Laski. Sin embargo, puesto que Laski no sabía nada de ello, a él no podrían acusarle de complicidad. Ahí estaba aún el Decreto Británico sobre Secretos Oficiales, moderado según las normas europeas, pero una formidable pieza legislativa. Era ilegal acercarse a un funcionario civil para obtener datos confidenciales. Demostrar que Laski había hecho eso sería difícil, pero no imposible. Había preguntado a Peters si le esperaba un día atareado, y Peters había respondido:

—Es uno de esos días.

Después Laski había dicho a Cox: —Hoy es el día.

Bien, si se pudiera convencer a Cox y a Peters para que testificaran contra él, Laski saldría condenado. Pero Peters ni siquiera sabía que había dado a conocer un secreto, y nadie atinaría a preguntárselo. ¿Y si arrestasen a Cox? La Policía británica tenía medios para arrancar información de la gente, aunque no utilizasen bates de béisbol. Cox podría decir que había obtenido la información de Laski, y entonces ellos comprobarían los movimientos de Laski aquel día, y podrían descubrir que había tomado café con Peters…

Era una posibilidad bastante remota. Laski estaba más preocupado por concluir el trato con «Hamilton». Sonó el teléfono. Laski respondió:

—¿Diga?

—Es la calle Threadneedle … Mr. Ley —dijo Carol.

Laski hizo un sonido de desaprobación.

—Probablemente es para el asunto del «Cotton Bank». Pásaselo a Jones.

—Ya ha llamado al «Cotton Bank» y Mr. Jones no está, se ha ido a su casa.

—¿Se ha ido a su casa? De acuerdo, hablaré con él. Oyó que Carol decía:

—Le paso a Mr. Laski.

—¿Laski? —La voz era aguda, y su acento tenía cierto deje aristocrático.

—Sí.

—Aquí Ley, del «Banco de Inglaterra».

—¿Cómo está usted?

—Buenas tardes. Ahora, escuche, amigo mío. —Laski hizo rodar los ojos al oír esta frase—: le ha extendido usted un cheque bastante importante a «Fett and Company».

Laski palideció.

—Dios mío, ¿ya lo han presentado?

—Sí, bueno, me ha parecido que la tinta todavía estaba húmeda.

—Ahora, la cuestión es que va a cargo del «Cotton Bank», como usted sabe obviamente, y el pobrecillo del «Cotton Bank» no puede cubrirlo. ¿Me sigue usted?

—Naturalmente que le sigo. —Ese tipo condenado le estaba hablando como si él fuese un crío. No había nada que molestase más a Laski—. Está claro que mis instrucciones en cuanto a lo necesario para cubrir esos fondos no se han cumplido. Sin embargo, quizá pueda excusarlo pensando que mi personal habrá pensado que disponía de algo de tiempo para realizarlas.

—Hum… Realmente, es más agradable que los fondos estén disponibles antes de firmar ese maldito talón, sabe usted, sólo para pisar terreno seguro, ¿no cree?

Laski pensó con rapidez. Maldita sea, esto no hubiera sucedido si se hubiera hecho el anuncio a tiempo. Y ¿dónde demonios estaba Jones?

—Habrá usted adivinado que el cheque es un pago de un interés de control en «Hamilton Holdings». Yo creo que esas acciones podrían ser un aval de seguridad

—Oh, ay, ay, no —interrumpió Ley—. Eso realmente no puede ser. El «Banco de Inglaterra» no está en el negocio para financiar especulaciones en la Bolsa de Valores.

Quizá no, pensó Laski; pero si ya se supiera, si vosotros ya supierais que «Hamilton Holdings» tenía ahora el permiso para el petróleo, no estarías armando este jaleo. Se le ocurrió pensar que quizá ya lo sabían, y «Hamilton» no había conseguido el permiso; por eso le habían llamado por teléfono. Se enfadó.

—Oiga, ustedes son un Banco —dijo—. Les pagaré el interés de veinticuatro horas por ese dinero…

—El Banco no está acostumbrado a mezclarse en el mercado de dinero.

Laski elevó la voz.

—¡Usted sabe jodidamente bien que yo puedo cubrir fácilmente el importe de ese cheque, sólo necesito un poco de tiempo! Si usted lo devuelve, mi reputación se va a la mierda. ¿Va usted a arruinarme por un maldito millón una sola noche y por una tradición estúpida?

La voz de Ley se hizo muy fría.

—Mr. Laski, nuestras tradiciones existen específicamente con el propósito de arruinar a las personas que firman cheques que no pueden pagar. Si este importe no queda cubierto hoy mismo le diré al portador que lo vuelva a presentar. Eso significa, por tanto, que dispone usted de una hora y media para hacer un depósito de un millón de libras esterlinas en dinero en la calle Threadneedle. Buenos días.

—Maldito seas —dijo Laski, pero la línea estaba muda.

Devolvió el auricular al soporte, rompiendo el plástico del teléfono. Su mente se desbocó. Era preciso encontrar un medio para reunir inmediatamente un millón… ¿Cómo podía hacerlo?

Su café había llegado mientras hablaba por teléfono. No había observado que Carol había entrado. Lo probó e hizo una mueca.

—¡Carol! —gritó.

Ella abrió la puerta.

—¡Dígame!

Con la cara enrojecida y tembloroso, Laski arrojó la delicada taza de porcelana a la papelera donde se rompió ruidosamente. Vociferó:

—¡El jodido café está frío!

La chica dio media vuelta y huyó.