Doreen, la esposa de Willie el Sordo, estaba sentada muy tiesa en la parte delantera de coches de Jacko, agarrando fuertemente un bolso en su regazo. Tenía la cara pálida y los labios torcidos en una extraña expresión, una mezcla de furia y de temor. Era una mujer de esqueleto grande, muy alta, caderas anchas y con tendencia a engordar a causa de la afición de Willie por las patatas fritas. Iba pobremente vestida y esto se debía a la afición de Willie por la cerveza negra. Tenía la mirada fija delante de ella y hablaba con Jacko por un lado de la boca.
—Entonces ¿quién le ha llevado al hospital?
—No lo sé, Doreen —le mintió Jacko—. Quizás ha sido algún trabajillo y no querían que yo supiese quiénes eran, sabes. Todo lo que sé es que me han telefoneado, Willie el Sordo está en el hospital, díselo a su mujer, bang. —Hizo el gesto de un teléfono volviendo a su soporte.
—Mentiroso —dijo Doreen sin alterarse.
Jacko permaneció silencioso.
En la parte trasera del coche, Billy, el hijo de Willie, miraba sin ver por la ventanilla. Su cuerpo estirado y torpe estaba encogido en el pequeño espacio. Normalmente a Billy le gustaba ir en coche, pero hoy su madre estaba muy tensa y él sabía que había sucedido algo malo. Lo que era en concreto, lo ignoraba; todo estaba confuso. Ma parecía estar enfadada con Jacko, pero Jacko era un amigo. Jacko había dicho que Papá estaba en el hospital, pero no había dicho que estuviera enfermo; y, ciertamente, ¿cómo podía estarlo? Porque se encontraba bien cuando había salido aquella mañana de casa.
El hospital era un gran edificio de ladrillos, levemente gótico, que en otro tiempo había sido residencia del alcalde Southwark. Se habían añadido algunos edificios de tejado plano y los aparcamientos con cubiertas alquitranadas habían invadido el resto del terreno.
Jacko se detuvo cerca de la entrada de Urgencias. Nadie dijo nada mientras salían del vehículo y se dirigían hacia la puerta. Pasaron junto al conductor de una ambulancia, con una pipa en la boca, apoyado en el cartel de no fumar del costado de su vehículo.
Del calor del aparcamiento pasaron al ambiente fresco del hospital. El olor familiar de antiséptico provocó cierta náusea de pánico en el estómago de Doreen. A lo largo de las paredes se alineaban sillas de plástico verde y en el centro de la pieza había una mesa, frente a la entrada. Doreen vio a un muchachito al que asistían por un corte de vidrio, un joven con el brazo apoyado en un cabestrillo improvisado y una chica con la cabeza entre las manos. En algún lugar cercano gemía una mujer.
Doreen sintió pánico.
La enfermera que estaba en la mesa, una joven de las Indias Occidentales, hablaba por teléfono. Esperaron a que terminase y entonces Doreen le preguntó:
—¿Han ingresado ustedes esta mañana a un hombre llamado William Johnson?
La enfermera no la miró.
—Un momento —dijo—, por favor. —Tomó una nota en un bloc de papel y después alzó la mirada en el momento en que llegaba una ambulancia al hospital—. ¿Quieren ustedes sentarse, por favor? —dijo. Dio la vuelta a la mesa y se encaminó hacia la puerta.
Jacko se apartó, como si fuera a sentarse, pero Doreen le agarró fuertemente del brazo.
—¡Quédate aquí! —le ordenó—. No voy a estar esperando ahí durante malditas horas… Me quedo aquí hasta que ella me lo diga.
Vieron cómo entraban una camilla. La figura tumbada iba envuelta en una manta manchada de sangre. La enfermera acompañó a los camilleros a través de un par de puertas basculantes.
Por otra puerta entró una mujer blanca y regordeta, con el uniforme de enfermera jefe, y Doreen la abordó.
—¿Por qué no puedo saber si mi marido está aquí? —dijo con voz chillona.
La enfermera se detuvo y les echó una rápida ojeada a los tres. La enfermera negra regresó.
—Se lo he preguntado y ella no me ha respondido —dijo Doreen.
—Enfermera —dijo la enfermera jefe——, ¿por qué no han sido atendidas estas personas?
—Me ha parecido que el caso del accidente de carretera con dos piernas cortadas tenía peor aspecto que esta señora.
—Ha hecho lo que debía, pero no es necesario que ironice. —La enfermera regordeta se volvió hacia Doreen—. ¿Cómo se llama su marido?
—William Johnson.
La enfermera revisó un registro.
—Aquí no tenemos ese nombre. —Hizo una pausa—. Pero tenemos un paciente no identificado. Varón, blanco, complexión media, de media edad, con heridas de bala en la cabeza.
—Es ése —dijo Jacko.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Doreen.
La enfermera cogió el teléfono.
—Es mejor que le vea, para saber si se trata de su marido. —Marcó un solo número y esperó un momento—. Ah, doctor, aquí la jefe Rowe, en Urgencias. Tengo a una mujer que podría ser la esposa del paciente con disparos. Sí. Lo haré…, nos encontraremos allí. —Colgó el teléfono y dijo—: Síganme, por favor.
Doreen se esforzó por controlar su desesperación mientras recorrían presurosos los corredores del hospital. Había temido que ocurriera esto desde el día en que, hacía más o menos quince años, descubrió que se había casado con un delincuente. Siempre lo había sospechado; Willie le había dicho que estaba metido en negocios, y ella no había preguntado nada más ya que en los tiempos de su noviazgo la chica que quería un marido sabía que no debía presionar demasiado. Pero en el matrimonio no era fácil guardar secretos. Hubo una llamada a la puerta, cuando el pequeño Billy iba todavía en pañales, y Willie había mirado por la ventana y había visto un policía. Antes de abrir la puerta le dijo a Doreen:
—Anoche hubo una partida de póquer en casa: yo, Harry el escocés y Tom Webster, y el viejo Gordon. Comenzó a las diez y duró hasta las cuatro de la mañana.
Doreen, que había estado en vela la mitad de la noche en una casa vacía, intentando que Billy se durmiera, había asentido tontamente; y cuando el Viejo Bill le preguntó, ella respondió lo que Willie le había ordenado decir. Desde entonces siempre había estado preocupada.
Cuando solamente se trata de una sospecha, una puede decirse que no hay motivo de inquietud; pero cuando sabes que tu marido anda por ahí, y entra a robar en una fábrica o en una tienda, o incluso en un Banco, no puedes evitar preguntarte si alguna vez podría no regresar a casa.
No estaba segura de por qué sentía tanta rabia y tanto miedo. No amaba a Willie, no en el sentido familiar de esa palabra. Tenía un marido bastante golfo; siempre fuera de casa por las noches, escaso proveedor de dinero y muy pobre en el amor. El matrimonio había pasado de ser tolerable a ser miserable. Doreen había tenido dos abortos, y después nació Billy; después de eso dejaron de intentarlo. Seguían juntos a causa de Billy, y ella suponía que no eran los únicos, la única pareja que hacía aquello. No era que Willie arrimase demasiado el hombro en la carga de criar a un niño atrasado, pero eso parecía hacerle sentir la culpa suficiente para seguir casado. El muchacho quería a su padre.
«No, Willie, no te quiero —pensó—. Pero te necesito y quiero que estés conmigo: me gusta tenerte a mi lado, en la cama, y sentado junto a mí, viendo la televisión, y rellenando tus quinielas en la mesa; y si a todo eso se le llama amor, entonces diría que te quiero.»
Se había detenido y la enfermera jefe estaba hablándoles:
—Les haré entrar cuando el doctor lo indique —dijo. Desapareció en la sala y cerró la puerta tras de sí.
Doreen se quedó mirando fijamente la pared desnuda de color crema, intentando no pensar lo que había detrás. Ya se había encontrado en la misma situación una vez, después del asunto de la nómina de «Componiparts». Pero entonces había sido diferente; habían ido a casa diciendo:
—Willie está en el hospital, pero está bien… Solamente sin sentido. —Había colocado demasiada gelignita en la puerta de la caja fuerte y había perdido el oído de un lado.
Ella había ido al hospital —otro hospital— y esperó; pero sabía que estaba bien.
Después de aquel asunto Doreen había intentado, por primera y única vez, que él viviera honradamente. Parecía que él estaba dispuesto a complacerla, hasta que salió del hospital y tuvo que enfrentarse con la perspectiva de tener que hacer algo al respecto. Estuvo rondando por la casa algunos días, y cuando se le acabó el dinero hizo otro trabajillo. Más adelante se le escapó decir que Tony Cox le había hecho entrar en su grupo. Willie estaba orgulloso y Doreen estaba furiosa.
A partir de entonces Doreen odió a Tony Cox. Tony también lo sabía. Había estado una vez en casa de Willie, comió un plato de patatas fritas y habló con Willie sobre boxeo. De pronto alzó la mirada hacia Doreen y le preguntó;
—¿Qué es lo que tienes contra mí, muchacha?
Willie pareció molesto y dijo:
—Tranquilo, Tony.
Doreen sacudió la cabeza y respondió:
—Eres un malvado.
Tony se echó a reír al oír aquello enseñando un bocado de patatas a medio masticar. Después dijo:
—También lo es tu marido…, ¿no lo sabías? —Después de aquello volvieron a hablar de boxeo.
Doreen nunca había tenido respuestas rápidas para personas listas como Tony, de modo que no dijo nada más. De todos modos, su opinión no servía de nada. Nunca se le ocurrió a Willie pensar en el hecho de que si a ella no le gustaba una persona ése era un buen motivo para no llevarla a casa. Era la casa de Willie, aunque Doreen tuviera que pagar el alquiler con lo que ganaba cada dos semanas con las ventas por correo.
Hoy Willie había ido a un trabajo de Tony Cox. Doreen lo supo por la mujer de Jacko; Willie no se lo hubiese dicho nunca. Si Willie se muere, pensó, juro por Dios que haré colgar a Tony Cox. Oh, Dios mío, haz que esté bien…
Se abrió la puerta y la hermana asomó la cabeza.
—¿Quieren ustedes entrar, por favor?
Doreen entró la primera. Un médico bajo, de piel morena y cabello espeso y negro, estaba en pie cerca de la puerta. Ella le ignoró y se fue directamente hacia la cama.
Al principio quedó confusa. La figura que había en aquella alta cama de metal estaba cubierta hasta el cuello con una sábana y desde la barbilla hasta lo alto de la cabeza con vendas. Doreen había esperado ver un rostro y saber al instante que era Willie. Por un momento no supo qué hacer. Después se arrodilló y suavemente apartó la sábana.
—Mrs. Johnson —dijo el médico—, ¿es éste su marido?
—Oh, Dios, Willie —dijo Doreen—, ¿qué te han hecho? —Su cabeza cayó lentamente hasta apoyarse en el hombro desnudo de su marido.
En la distancia, oyó que Jacko decía:
—Es él, es William Johnson. —Y siguió dando datos de la dirección y la edad de Willie.
Doreen se dio cuenta de que Billy estaba en pie, muy cerca de ella. Transcurridos unos momentos, el muchacho colocó su mano en el hombro de su madre. Su presencia la obligaba a no dejarse abatir por la pena, o, por lo menos, a posponerla. Compuso sus facciones y se levantó.
El doctor tenía la expresión grave.
—Su marido vivirá —dijo.
Ella rodeó a su hijo con el brazo.
—¿Qué le han hecho?
—Perdigones de escopeta. Desde muy cerca.
Doreen agarraba fuertemente el hombro de Billy. No iba a llorar.
—Pero, ¿se pondrá bien?
—Ya le he dicho que vivirá, Mrs. Johnson. Pero posiblemente no podrá salvar la vista.
—¿Qué?
—Quedará ciego.
Doreen cerró fuertemente los ojos y gritó:
—No!
Todos la rodearon rápidamente; habían estado esperando la histeria. Ella les rechazó. Vio la cara de Jacko delante de ella, y vociferó:
—¡Tony Cox ha hecho esto, bastardo! —Y golpeó a Jacko—. ¡Eres un bastardo!
Oyó sollozar a Billy y se calmó inmediatamente. Se volvió hacia el muchacho y lo acercó a ella, abrazándole. Billy era algunos centímetros más alto que ella.
—Calma, calma, Billy —murmuró—. Papá está vivo, alégrate de ello.
—Debería usted ir a casa —le dijo el médico—. Denos un número de teléfono donde podamos llamarla…
—Yo la llevaré —dijo Jacko—. Es mi teléfono, pero vivo cerca.
Doreen se apartó de Billy y se acercó a la puerta. La enfermera jefe la abrió. Fuera había dos policías.
—¿Qué pasa? —dijo Jacko. Parecía ofendido.
—En casos como éste —dijo el médico— estamos obligados a avisar a la Policía.
Doreen vio que uno de los policías era una mujer. Le invadió un gran deseo de contar que Willie había recibido los disparos haciendo un trabajo para Tony Cox; con eso perjudicaría a Tony. Pero había adquirido el hábito de engañar a la Policía después de quince años de matrimonio con un ladrón. Y sabía, tan pronto como se le ocurrió aquella idea, que Willie nunca le perdonaría ser una soplona.
No podía contárselo a la Policía. Pero, de pronto, supo a quién podía contárselo.
—Quiero llamar por teléfono —dijo.