Peter «Jesse» James estaba sudando. El sol de mediodía calentaba más de lo normal en la estación y el amplio cristal del parabrisas de la furgoneta aumentaba el calor, de modo que los rayos le estaban quemando los antebrazos desnudos, carnosos, y abrasaban las perneras de sus pantalones. Sentía un calor terrible.
Y, además de eso, estaba aterrorizado.
Jacko le había dicho que condujera despacio. La advertencia era superflua. A un kilómetro del cementerio de coches había entrado en un tráfico denso: y a partir de ese momento todo había sido un avance lento, cruzando la mitad del sur de Londres. No hubiera podido correr aunque hubiese querido.
Tenía abiertas las dos puertas correderas laterales de la furgoneta, pero esto no ayudaba mucho. No había viento cuando el vehículo estaba parado, y todo lo que conseguía al moverse era una ligera brisa del humo caliente de los tubos de escape.
Jesse creía que conducir un coche era una aventura. Adoraba los coches desde que robó su primera máquina, un «Zephyr—Zodiac» a la edad de doce años. Le gustaba correr para pasar las luces de tráfico, acelerar en las curvas y asustar a los conductores domingueros. Cuando otro conductor se atrevía a tocarle la bocina, Jesse lanzaba juramentos y agitaba el puño, simulando que le disparaba a aquel bastardo en la cabeza. En la guantera de su propio coche llevaba una pistola. Nunca la había usado.
Pero conducir no era divertido cuando detrás de ti llevabas una fortuna en dinero robado. Tenías que acelerar gradualmente y frenar con suavidad, hacer la señal convenida para reducir la marcha y ceder el paso a los peatones en los cruces. Se le ocurrió pensar que un buen comportamiento podía ser sospechoso; un policía inteligente, al ver a un tipo joven en una furgoneta avanzando como un abuelito en un examen de conducción, podría oler gato encerrado.
Llegó a otro cruce en el interminable cinturón de ronda del sur. El semáforo pasó de verde a color ámbar. El instinto de Jesse fue el de pisar a fondo el acelerador y pasar la señal. Suspiró malhumoradamente, sacó el brazo por la ventanilla como un maldito imbécil y paró cuidadosamente.
Hubiera debido intentar no inquietarse, la gente nerviosa comete errores. Hubiera debido olvidarse del dinero, pensar en alguna otra cosa. Había conducido millares de kilómetros a través del exasperante tráfico de Londres sin que jamás le detuviera la ley: ¿por qué hoy tenía que ser diferente? Ni el Viejo Bill podía oler el dinero caliente.
Las luces cambiaron y él avanzó. La carretera se estrechaba en un centro comercial en donde los camiones de reparto se alineaban a lo largo de la acera y una serie de pasos de peatones obstaculizaban la circulación de los vehículos. Las estrechas aceras estaban llenas de compradores cuyo paso obstruían diversos vendedores ambulantes que exhibían bisutería de baja calidad y fundas para tablas de planchar.
Las mujeres llevaban vestidos veraniegos. Había algo en favor del tiempo caluroso. Jesse comenzó a fijarse en las estrechas camisetas, los deliciosos vestidos sueltos y las rodillas al aire mientras iba avanzando unos pocos metros cada vez. Le gustaban las chicas que tenían el trasero gordo, y buscó entre la multitud un ejemplar conveniente para desnudarlo con los ojos.
La descubrió a unos cincuenta metros de distancia. Llevaba un jersey azul de nylon y pantalones blancos muy ajustados. Probablemente la chica se creería demasiado llenita, pero Jesse le habría dicho lo contrario. Llevaba un sostén bonito, al viejo estilo, que daba a sus pechos aspecto de torpedos; y sus pantalones de cintura alta lucían sobre unas amplias caderas. Jesse la miró atentamente, confiando ver bailar sus pechos. Así ocurrió.
Lo que entonces le gustaría hacer era estar en pie detrás de ella, bajarle los pantalones poco a poco, y después…
El coche de delante de él avanzó unos veinte metros y Jesse le siguió. Era un «Marina» nuevo con techo de vinilo. A lo mejor podría comprarse uno igual con su parte. La hilera de coches se detuvo otra vez. Jesse tiró del freno de mano y buscó a la chica llenita.
No la descubrió hasta que el tráfico se movió otra vez. Al soltar la palanca la vio, parada ante el escaparate de una zapatería, dándole la espalda. Los pantalones eran tan ajustados que podía ver la orilla de sus bragas, dos líneas diagonales marcadas hacia la unión de sus caderas. Le gustaba poder ver las bragas debajo de los pantalones; le excitaba casi tanto como un culo desnudo. Después deslizaría sus bragas hacia abajo, pensó, y…
Hubo un estruendo de acero contra acero. La furgoneta se paró con una sacudida lanzando a Jesse contra el volante. Las puertas se cerraron con un doble golpe. Supo, antes de comprobarlo, lo que había hecho; y el sabor del miedo le hizo sentirse enfermo.
El «Marina» de delante había parado antes de lo necesario y Jesse, con la atención fija en la chica llenita con sus pantalones ajustados, había ido a dar directamente contra su parte posterior.
Salió de la furgoneta. El conductor del turismo ya estaba examinando los daños. Alzó la mirada hacia Jesse, rojo de ira.
—Maldito loco bastardo —escupió—. ¿Qué coño eres… ciego o estúpido? —Tenía acento de Lancashire.
Jesse le ignoró y miró los parachoques de los dos vehículos, unidos en un beso de acero. Hizo un esfuerzo para conservar la calma.
—Lo siento, colega. Es culpa mía.
—iLo siente! Deberían expulsaros de la maldita carretera.
Jesse se quedó mirando al hombre. Era bajito y gordo, v llevaba traje. Su cara redonda era la imagen de la justa indignación. Tenía la agresividad rápida de la gente menuda, y la característica inclinación hacía atrás de la cabeza. Jesse sintió odio hacia él inmediatamente. Parecía un sargento mayor. A Jesse le hubiera gustado darle un puñetazo en la cara; o, mejor todavía, dispararle a la cabeza.
—Todos cometemos errores —le dijo con amabilidad forzada—. Intercambiemos nuestros nombres y lo que sea y sigamos. Sólo es una pequeña abolladura. No convierta esto en un caso federal.
Era lo peor que podía decir. El hombrecillo se puso todavía más colorado.
—No va usted a librarse tan fácilmente —dijo.
El tráfico de delante se había alejado, y los conductores de atrás se impacientaban. Algunos tocaban la bocina. Un hombre salió de su coche,
El conductor del «Marina» estaba anotando el número de la furgoneta en una pequeña libreta. Ese tipo de hombre siempre lleva una libretita y un lápiz en el bolsillo de la chaqueta, pensó Jesse.
Cerró la libreta.
—Jodida conducción irresponsable. Voy a llamar a la Policía.
El conductor de detrás dijo:
—¿Y qué les parece si quitan de en medio este pequeño lío y nos dejan pasar a los de atrás?
Jesse presintió un aliado.
—Nada me gustaría más, amigo, pero aquí este tipo quiere llamar a Kojak para que lleve el caso.
El hombre gordo agitó un dedo:
—Ya conozco a los de su calaña; conducen como gamberros y dejan que el seguro pague. Esta vez te he atrapado, muchacho.
Jesse avanzó un paso, apretando los puños; después se controló. Le estaba entrando pánico.
—La Policía ya tiene bastante que hacer —suplicó.
Los ojos del otro hombre se entornaron. Había adivinado el miedo de Jesse.
—Dejemos que ellos decidan si tienen cosas mejores que hacer. —Miró a su alrededor y descubrió una cabina de teléfonos—. Tú espérame aquí. —Y se alejó.
Jesse le agarró por el hombro. Ahora estaba asustado.
—Esto no tiene nada que ver con la Policía —dijo.
El hombre se volvió y apartó con brusquedad la mano de Jesse.
—Suéltame, miserable gamberrito…
Jesse le agarró por las solapas y le alzó del suelo, poniéndole de puntillas.
—Ya te daré yo eso de gamberrito…
De pronto se dio cuenta del gentío que se había agrupado a su alrededor y les observaba con interés. Habría una docena de personas. Las miró fijamente. En su mayoría eran amas de casa con sus cestas de la compra. La chica con los pantalones ajustados estaba en primera fila. Jesse pensó que lo estaba haciendo todo mal.
Y decidió acabar el asunto de una vez.
Soltó al hombre agraviado y se metió en la furgoneta. El hombre se quedó mirándole con expresión de incredulidad.
Jesse volvió a poner en marcha el motor y retrocedió. Se oyó un ruido estruendoso cuando los vehículos se separaron. Jesse podía ver el parachoques del «Marina» suelto, colgante, y los intermitentes destrozados. Con cincuenta libras todo arreglado, pensó salvajemente, y si tú mismo te haces el trabajillo te basta con diez.
El hombrecillo gordo se colocó delante de la furgoneta inmóvil como Neptuno, agitando un dedo nervioso. —¡Tú no te mueves de aquí! —gritó.
El gentío iba creciendo a medida que la discusión se hacía más espectacular. Hubo un respiro en el tráfico y los coches empezaron a pasar de largo al lado del accidente.
Jesse buscó la primera velocidad y aceleró el motor. El hombre se mantuvo firme. Jesse dio un pisotón al acelerador y la furgoneta dio una sacudida y avanzó.
Demasiado tarde, el hombrecillo gordo se lanzó hacia la acera. Jesse oyó un golpe sordo del guardabarros más cercano mientras giraba. Un coche que venía detrás frenó con un chirrido de neumáticos. Jesse cambió la velocidad y se alejó velozmente sin mirar atrás.
La calle parecía más estrecha y más opresiva, como una trampa, a medida que se alejaba rápidamente, ignorando los pasos de peatones, girando y frenando. Intentaba desesperadamente pensar. Lo había enredado todo. El asalto había ido como una seda, y Jesse James se había dado un trastazo con el coche de la huida. Una furgoneta cargada de billetes de Banco en un encontronazo de cincuenta libras. Gilipollas.
Calma, se dijo. No sería un fracaso hasta que le encerraran. Todavía quedaba tiempo, si por lo menos pudiera pensar.
Disminuyó la velocidad de la furgoneta y salió de la calle principal. Tenía que evitar atraer de nuevo la atención. Recorrió una serie de callejuelas mientras reflexionaba sobre lo ocurrido.
¿Qué sucedería ahora? Uno de los mirones llamaría por teléfono a la Policía, especialmente después del golpe que le había dado al hombrecillo gordo. El número de la matrícula de la furgoneta estaba anotado en la libretita; además, alguien entre el gentío también podía haber tomado nota. El caso quedaría registrado como atropello y fuga y el número de su matrícula sería comunicado por radio a los coches patrulla. Tardarían de tres a quince minutos en llegar a ese punto. Otros cinco minutos y darían una descripción de Jesse. ¿Qué llevaba? Pantalones azules y una camisa color naranja. Gilipollas.
¿Que le respondería a Tony Cox si estuviera ahí y pudiera preguntarle? Jesse recordó el rostro sano del jefe y oyó su voz. Plantéate cuál es el problema, ¿entiendes?
Jesse dijo en voz alta:
—La Policía tiene el número de la matrícula y una descripción mía.
Piensa lo que has de hacer para solucionar el problema. —¿Qué coño puedo hacer, Tony? ¿Cambiar el número de la matrícula y mi apariencia?
Pues hazlo, ¿entiendes?
Jesse frunció el ceño. El pensamiento analítico de Tony no llegaba más allá. ¿Dónde demonios podía conseguir placas de matrícula y cómo las colocaría?
Claro, eso era fácil.
Buscó una salida a una calle principal y siguió adelante hasta encontrar un garaje. Se detuvo en el patio.
Había un taller detrás de las bombas. Un camión cisterna estaba descargando en el otro lado.
El empleado se acercó, limpiándose las gafas con un trapo grasiento.
—Por cinco libras —dijo Jesse—. ¿Dónde está la mezquita?
—A la vuelta.
Jesse siguió la dirección del pulgar. Un camión de cemento iba a lo largo de un lado del garaje. Encontró una puerta rota con el letrero «Caballeros» y pasó de largo.
Detrás del garaje había un pequeño espacio de suelo árido en donde coches más o menos nuevos, que esperaban ser reparados, se codeaban con puertas oxidadas, guardabarros torcidos y piezas de maquinaria desechadas. Jesse no veía lo que estaba buscando.
La entrada posterior al taller le invitaba a entrar con su espacio suficiente para dejar pasar un autobús. No servía de nada parecer furtivo. Entró sencillamente.
Tardó un momento en hacerse a la penumbra después de la luz del sol de fuera. El aire olía a aceite de motor y ozono. A la altura de la cabeza, en una rampa, había un «Mini», cuyas entrañas colgaban obscenamente. La parte frontal de un camión articulado estaba conectada a un tester Krypton. Un «Jaguar» sin ruedas estaba sobre unas cuñas. No había nadie por allí. Miró su reloj de pulsera: debían de estar comiendo. Miró a su alrededor.
Y descubrió lo que necesitaba:
Un par de placas rojo y blanco colocadas sobre un depósito de petróleo, en un rincón. Cruzó la pieza y las cogió. Miró nuevamente alrededor y robó dos cosas más: un mono limpio que colgaba de una percha en la pared de ladrillo y un trozo de cordel sucio del suelo.
—¿Busca algo, hermano? —le dijo una voz.
Jesse se volvió de golpe, con el corazón en un puño. Un mecánico negro con un mono mugriento estaba en pie, al fondo de] taller, apoyado en el blanco y— reluciente guardabarros del «Jaguar», con la boca llena de comida. Su corte de pelo «afro» se levantaba con el movimiento de su masticación. Jesse intentó ocultar las placas de matrícula con el mono.
—La mezquita —dijo—. Quiero cambiarme de ropa. —Contuvo la respiración.
El mecánico señaló.
—Ahí fuera —dijo. Tragó y dio otro mordisco al huevo escocés.
—Gracias —dijo Jesse, y se apresuró a salir.
—A su servicio —gritó el mecánico. Jesse se dio cuenta de que aquel hombre tenía acento irlandés. ¿Morenos irlandeses? Eso era nuevo.
El empleado de la gasolinera le esperaba junto a la furgoneta. Jesse entró y arrojó el mono y su contenido hacia atrás. El empleado miró con curiosidad el bulto. Jesse le dijo:
—Tenía el mono colgando en la puerta de atrás. Debe estar sucio. ¿Cuánto debo?
—Generalmente cobramos un fiver por el valor de cinco quids. No me he dado cuenta.
Se había alejado poco de su ruta, lo que era bueno. Aquella zona era más tranquila que los lugares por los que había viajado antes. En ambos lados había casas, bastante viejas, aisladas, separadas de la carretera. En las aceras se alineaban los castaños. Vio una parada de autobús de la Línea Verde.
Necesitaba un lugar tranquilo donde hacer el cambio. Comprobó de nuevo la hora. Debían haber transcurrido quince minutos desde el accidente. No quedaba tiempo para andar con remilgos.
Giró por la primera bocacalle. Era la Avenida Brook. Todas las cosas eran semi. ¡Necesitaba un lugar menos visible, por el amor de Dios! No podía cambiar las matrículas a la vista de sesenta amas de casa fisgonas.
Giró nuevamente, y otra vez, y encontró una pequeña carretera de servicio detrás de una hilera de tiendas. Se acercó a un lado y paró. Había garajes y cubos de basura y las puertas traseras por donde entraban las mercancías en las tiendas. Era lo mejor que podía desear.
Pasó por encima del asiento hacia la parte de atrás de la furgoneta. Hacía mucho calor. Se sentó en una de las cajas de dinero y se subió los pantalones del mono por las piernas. Jesús, casi había llegado: dame un par de minutos más, pensó, casi como una plegaria.
Se puso en pie, inclinándose, y se deslizó dentro de la prenda. Si hubiera estropeado el asunto Tony me degollaría, pensó. Se estremeció. Tony Cox era un bastardo duro. Tenía algo de loco cuando se trataba de castigar.
Jesse subió la cremallera del mono. Sabía algo de las descripciones de los testigos. La Policía estaría ahora buscando a un tipo grandote, de aspecto malvado, con una mirada desesperada, que llevaba una camisa color naranja y pantalones vaqueros. Cualquiera que viese ahora a Jesse solamente vería un mecánico.
Cogió las placas de matrícula. No estaba el cordel; seguramente lo habría dejado caer. ¡Maldita sea, siempre hay algún pedazo de cuerda tirada por el suelo de una furgoneta! Abrió la caja de herramientas y encontró un trozo de bramante oleoso alrededor del gato.
Salió y se dirigió a la parte delantera de la furgoneta. Trabajaba cuidadosamente, temeroso de malograr el trabajo por apresuramiento. Ató la matrícula roja y blanca sobre la placa original, como solían hacerlo en los garajes cuando se llevaban un vehículo comercial para hacer una prueba de carretera. Se apartó, en pie, y examinó su trabajo. Parecía bueno.
Se dirigió a la parte de atrás de la furgoneta y repitió la tarea con la matrícula posterior. Ya estaba hecho. Respiraba con más facilidad.
—¿Cambiando las placas, eh?
Jesse dio un salto y se volvió. El corazón se le encogió. La voz pertenecía a un policía.
Para Jesse fue la última gota. Ya no le quedaban excusas, ni mentiras plausibles, ni truco ninguno. Su instinto le había abandonado. No supo pronunciar una sola palabra.
El policía se acercó a él. Era muy joven, con patillas de pelo rojizo y nariz pecosa.
—¿Algún problema?
Jesse se asombró al verle sonreír. En su cerebro petrificado penetró un rayo de sol. Encontró la voz.
—Las placas estaban flojas dijo—. Las he sujetado mejor.
El policía asintió.
—Yo solía llevar una de éstas —dijo amistosamente—. Es mejor que conducir un coche. Están bien construidas.
Por la mente de Jesse cruzó la idea de que el hombre podía estar jugando sádicamente al gato y el ratón, sabiendo perfectamente bien que Jesse era el conductor de la furgoneta huida del atropello pero fingiendo ignorancia para darle un susto en el último momento.
—Es fácil cuando andan bien —dijo. Sentía un sudor frío en la cara.
—Bueno, ya lo ha hecho. Váyase ahora, está entorpeciendo el paso.
Jesse entró en la furgoneta como un sonámbulo y puso en marcha el motor. ¿Dónde estaba el coche del policía? ¿Tenía la radio desconectada? ¿Le habrían engañado las placas y el mono?
Si caminase hasta la parte delantera de la furgoneta, dándole la vuelta y viese la abolladura que había hecho el parachoques del «Marina»…
Jesse emprendió la marcha lentamente por la carretera de servicio. Se paró al final y miró a ambos lados. En su espejo retrovisor vio al policía, al otro extremo del camino, que entraba en un coche patrulla.
Jesse se metió en la calle principal y perdió de vista el coche patrulla. Se secó la frente. Estaba temblando. —Dios. ¡La madre que…! —murmuró.