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Lo bueno de ser una tijereta, había descubierto Bertie Chieseman, era que uno podía hacer casi todo lo que quisiera mientras escuchaba la radio de la Policía. Y la tragedia, desde su punto de vista, era que no tenía ganas de hacer casi nada.

Esta mañana ya había barrido la alfombra —un proceso que consistía en levantar el polvo para dejarlo caer poco después—, mientras las ondas se llenaban de mensajes poco interesantes sobre el tráfico en Old Kent Road. También se había afeitado en el lavabo que había en un rincón, utilizando una maquinilla y agua caliente de Ascot; y había frito una loncha de tocino para desayunar en el fogón que tenía en la misma habitación. Comía muy poco.

Había llamado al Evening Post solamente una vez desde su primera información a las ocho en punto, avisándoles de que habían pedido una ambulancia para un bloque de pisos en Westminster. No se había mencionado el nombre del paciente, pero Bertie había supuesto, por la dirección, que posiblemente se trataría de alguien de importancia. Correspondía al periódico llamar por teléfono a la central de ambulancias y preguntar el nombre; y si la central conocía ese nombre, les darían la información. A menudo los enfermeros de las ambulancias no informaban a la central hasta que habían dejado al paciente en el hospital. Ocasionalmente, Bertie hablaba con los periodistas y siempre les preguntaba cómo utilizaban la información que él les daba y la convertían en noticias. Estaba muy informado sobre la mecánica del periodismo.

Aparte de aquello y del tráfico, solamente había habido casos de ratería, vandalismo menor, un par de accidentes, una pequeña manifestación en Downing Street y un misterio,

El misterio se había producido en East London, pero eso era todo lo que Bertie sabía. Había escuchado una alerta para todos los coches, pero el mensaje siguiente no había sido informativo: se pidió a todos los coches que buscasen una furgoneta azul con cierto número de matrícula. Podía haber sido robada con un cargamento de cigarrillos, o quizá la conducía alguien que la Policía quería interrogar, o podía haber participado en un robo. Habían utilizado la palabra «Obadiah»; Bertie desconocía el porqué. Inmediatamente después de la alerta, tres coches habían sido apartados de su patrulla normal para ir en busca de la furgoneta. Eso significaba muy poco.

Todo ese jaleo podía ser por nada; podía ser incluso por la fuga de la esposa de un inspector de la Patrulla Volante; Bertie sabía que eso ya había ocurrido antes. Por otra parte, podía tratarse de algo gordo. Estaba esperando más información.

La patrona subió mientras Bertie limpiaba su sartén con agua caliente y un trapo. Se secó las manos en el suéter y sacó el libro del alquiler. Mrs. Keeney, con delantal y rulos, contemplaba fijamente el equipo de radio, aunque lo veía todas las semanas.

Bertie le dio el dinero y ella firmó en el libro. Después le entregó una carta.

—No sé por qué no pone música agradable —dijo ella. Bertie sonrió. Nunca le había dicho el uso que daba a la radio, ya que no era legal escuchar la radio de la Policía. —No soy muy musical —le respondió.

Ella sacudió la cabeza resignadamente, y salió. Bertie abrió la carta. Era su cheque mensual del Evenig Post. Había tenido una buena racha: el cheque estaba extendido por quinientas libras. Bertie no pagaba impuestos. No sabía cómo gastar todo ese dinero. El trabajo le obligaba a vivir con bastante sencillez. Lo gastaba todo en pubs, y los domingos salía en su coche, su único lujo un «Ford Capri» nuevo y resplandeciente. Iba a todos los lugares, como un turista: había estado en la catedral de Canterbury, el castillo de Windsor, Beaulieu, St. Albans, Bath, Oxford; había visitado Safari parks, mansiones regias, antiguos monumentos, ciudades históricas, pistas de carreras y ferias con atracciones, todo con el mismo entusiasmo. Nunca había tenido mucho dinero en su vida. Había bastante para comprar todo lo que deseaba, y aún le quedaba un poco para ahorrar.

Puso el cheque en un cajón y acabó de limpiar la sartén. Mientras estaba guardándola se oyeron crujidos por la radio y un sexto sentido le aconsejó prestar atención.

—Eso es, un «Bedford» azul de seis ruedas. Alfa Charlie Londres dos cero tres madre. ¿Tiene qué? ¿Marcas especiales? Sí, si miras dentro verás algo muy poco corriente; seis grandes cajas de billetes de Banco usados.

Bertie frunció el entrecejo. El operador de la radio de la central estaba de broma, obviamente; pero lo que decía suponía que la furgoneta desaparecida llevaba una gran suma de dinero. Ese tipo de furgoneta no desaparecía accidentalmente. Debían haberla secuestrado.

Bertie se sentó a la mesa y cogió el teléfono.