¿Qué consigo yo con mi trabajo? Derek Hamilton se había estado haciendo esta pregunta toda la mañana mientras el efecto del medicamento se desvanecía y el dolor de su úlcera se hacía más agudo y más frecuente. Como aquel dolor, la pregunta surgía en momentos de tensión. Hamilton había empezado mal el día, en una reunión con el director contable que había propuesto un programa para reducir gastos que dejaba todo su plan reducido a la mitad. El plan no era bueno; incrementaría el movimiento del dinero pero acabaría con los beneficios. Hamilton, no obstante, no veía alternativa posible y el dilema le había enfurecido, y le había gritado al contable: «¡Le estoy pidiendo soluciones y usted me aconseja que cierre el jodido negocio!» Un comportamiento semejante con los directivos era absolutamente intolerable, ya lo sabía. Aquel hombre seguramente dimitiría, y no se le podría convencer de lo contrario. Después, su secretaria, una mujer casada, elegante y tranquila, que hablaba tres idiomas, le había molestado con una lista de trivialidades, y también a ella le había gritado. Siendo como era ella, probablemente la mujer pensaría que formaba parte de su trabajo aceptar aquel tipo de rudeza, pero eso no era una excusa, pensó Derek Hamilton.
Y cada vez que se maldecía, y maldecía a su personal y a su úlcera, acababa pensando: ¿qué estoy haciendo aquí?
Pensó en diversas respuestas posibles mientras el coche recorría la corta distancia que había entre su oficina y la de Nathaniel Fett. El dinero, como incentivo, no podía rechazarse tan fácilmente como él pretendía algunas veces. Era cierto que él y Ellen podían vivir confortablemente de su capital, o incluso de los intereses de su capital. Pero sus sueños iban más allá de una vida confortable. Un auténtico éxito en los negocios significaría un yate de un millón de libras y una villa en Cannes, y un embarcadero propio y la posibilidad de comprar los Picassos que le gustasen en vez de mirar solamente las reproducciones en libros satinados. Aquéllos eran sus sueños: o así habían sido. Probablemente era ya demasiado tarde. Hamilton Holdings no tendría unos beneficios sensacionales mientras él viviera.
En su juventud había deseado poder y prestigio, o así lo creía ahora. Había fracasado. No había prestigio alguno en ser el presidente de una empresa enferma, fuese cual fuese su importancia; y su poder no tenía valor alguno con las censuras de los contables.
No estaba seguro de lo que la gente quería decir al hablar de la satisfacción del trabajo. Era una expresión extraña, que sugería la imagen de un artesano construyendo una mesa con un trozo de madera, o un granjero conduciendo un rebaño de gordas ovejas al mercado. Los negocios no eran así: aunque uno consiguiera un éxito discreto, siempre había nuevas frustraciones. Y para Hamilton no había otra cosa que los negocios. Aunque lo hubiera querido, no tenía destreza para construir mesas o criar ganado, escribir libros de texto o diseñar bloques de oficinas.
Pensó en sus dos hijos. Ellen tenía razón: ninguno de ellos contaba con su herencia. Si les pidiera consejo, ellos le dirían seguramente: «Es vuestro dinero ¡gastadlo!» Sin embargo iba contra su instinto disponer del negocio que había enriquecido a su familia. Quizá, pensó, debería desobedecer a mi instinto ya que no me ha hecho feliz.
Por primera vez pensó en lo que haría si no tenía que ir a la oficina. No tenía ningún interés en la vida rural. Caminar hasta el pub tirando de un perro, como su vecino el coronel Quinton, aburriría a Hamilton. Los periódicos no tendrían interés alguno; ahora solamente leía las páginas de negocios y si él no tenía ningún negocio incluso ésas serían aburridas. Le gustaba cuidar de su jardín pero no podía imaginarse pasando todo el día arrancando malas hierbas y aplicando fertilizantes.
¿Qué era lo que solíamos hacer cuando éramos jóvenes? Le parecía, retrospectivamente, que Ellen y él habían dado grandes paseos en su dos plazas y algunas veces se encontraban con unos amigos para hacer una comida en el campo. ¿Por qué? ¿Por qué meterse en un coche, recorrer un largo camino, comer bocadillos y regresar a casa? Habían ido a espectáculos y restaurantes, pero eso por la noche. Sin embargo, parecía que siempre había habido un exceso de días libres que pasar juntos.
Bueno, quizás había llegado el momento en que él y Ellen tenían que redescubrirse mutuamente. Y un millón de libras compraría algunos de sus sueños. Podían comprar una villa, no en Cannes, quizá, pero sí en algún lugar del Sur. Podía comprar un yate lo bastante grande para recorrer el Mediterráneo y lo bastante pequeño para llevarlo el mismo. El embarcadero de propiedad estaba fuera de toda discusión, pero quedaría lo suficiente para comprar una o dos pinturas decentes.
Aquel individuo, Laski, estaba comprando un dolor de cabeza. Sin embargo, los dolores de cabeza parecían ser su especialidad. Hamilton sabía poco de ese hombre. No tenía antecedentes, ni educación, ni familia; pero tenía cerebro y dinero, y en tiempos difíciles esas cosas contaban más que la buena crianza. Posiblemente Laski y Hamilton Holdings eran merecedores el uno del otro.
Era algo raro lo que Hamilton le había dicho a Nathaniel Fett:
—Dígale a Laski que si le entrego la compañía al mediodía quiero tener el dinero en la mano a las doce.
Era una excentricidad pedir el dinero al contado como el propietario de una tienda de licores de Glasgow. Pero sabía por qué lo había hecho. La cuestión era dejar la decisión en otras manos: si Laski podía conseguir el dinero, se haría el trato; si no, no se haría. Incapaz de tomar una decisión, Hamilton había lanzado una moneda al aire.
De pronto deseó fervientemente que Laski pudiera conseguir el dinero. Derek Hamilton no deseaba volver jamás a la oficina.
El coche se detuvo delante de la oficina de Fett, y Hamilton salió.