15

A Felix Laski le gustaba la oficina de Nathaniel Fett. Era una habitación confortable, con un decorado simple, un buen lugar en el que hacer negocios. No tenía ninguno de los trucos que Laski utilizaba en su propia oficina para ganar ventaja, como un escritorio junto a la ventana situado de modo que su cara quedara en la sombra, o las sillas bajas, inseguras, para los visitantes, o las valiosas tazas de café de fina porcelana que los visitantes temían horrorizados dejar caer. En la oficina de Fett el ambiente era el de un club para presidentes de consejo de administración; sin duda era algo deliberado. Laski observó dos cosas mientras estrechaba la mano larga y estrecha de Fett: primero, que había un gran escritorio que parecía poco usado; y, segundo, que Fett llevaba una corbata de club. Era algo curioso para un judío, pensó; después, pensándolo mejor, decidió que no era nada extraño. Fett la usaba por la misma razón que Laski usaba un bonito traje a rayas de Saville Road: como una etiqueta que decía: yo también soy inglés. Así que Laski pensó; incluso después de seis generaciones de Fetts en el mundo bancario, Nathaniel todavía se sentía algo inseguro. Era una información que podía aprovechar.

—Siéntese, Laski —dijo Fett—. ¿Quiere usted café?

—Estoy tomando café todo el día. Es malo para el corazón. No, gracias.

—¿Algo de beber?

Laski negó con la cabeza. Rehusar la hospitalidad era una de sus argucias para poner en desventaja a su anfitrión.

—Conocí muy bien a su padre —dijo Laski— hasta que se retiró. Su muerte fue una gran pérdida. Suele decirse lo mismo de mucha gente, pero en este caso es verdad.

—Gracias. —Fett se acomodó en una butaca frente a Laski y cruzó las piernas. Sus ojos eran inescrutables detrás de sus gruesas gafas—. Hace diez años —añadió.

—¿Tanto tiempo ya? Era mucho más viejo que yo, naturalmente, pero sabía que yo, como sus antepasados, procedía de Varsovia.

Fett asintió con la cabeza.

—El primer Nathaniel Fett cruzó Europa con un saquito de oro y un asno.

—Yo hice el mismo viaje en una moto robada a los nazis y con una maleta llena de marcos alemanes sin valor.

—Sin embargo su encumbramiento fue mucho más meteórico.

Con esa expresión le ponía en su lugar, pensó Laski: Fett le estaba diciendo: Nosotros podemos ser judío—polacos oportunistas, pero no somos ni la mitad de oportunistas que tú. En aquel juego, el agente de Bolsa era un contrincante digno de Laski; y con aquellos gruesos cristales de sus gafas no necesitaba tener la luz a su espalda. Laski sonrió:

—Es usted como su padre. Uno nunca podía adivinar lo que estaba pensando.

—Todavía no me ha dado usted nada en lo que pensar.

—Vaya. —De modo que la cháchara ha terminado, pensó Laski—. Siento que mi llamada telefónica fuese algo misterioso. Ha sido usted muy amable al recibirme tan de prisa.

—Usted ha dicho que tenía una proposición de siete cifras para uno de mis clientes; ¿cómo podía yo no recibirle en seguida? ¿Quiere usted un cigarro? —Fett se levantó y tomó una caja de una mesa lateral.

—Gracias —dijo Laski. Se entretuvo escogiendo; después, mientras alargaba la mano para coger un cigarro, dijo—: Quiero comprarle «Hamilton Holdings» a Derek Hamilton.

El momento estaba calculado perfectamente, pero Fett no mostró la menor sorpresa. Laski había esperado que dejase caer la caja. Pero, naturalmente, Fett sabía que Laski escogería aquel momento para dejar caer la bomba; había creado aquel momento a propósito.

Cerró la caja y ofreció fuego a Laski sin responderle. Se sentó nuevamente y cruzó las piernas.

—«Hamilton Holdings», por siete cifras.

—Exactamente un millón de libras. Cuando un hombre vende el trabajo de toda su vida, tiene derecho a una cifra bonita y redonda.

—Ah, ya veo la psicología de su oferta —dijo Fett ligeramente—. Esto no es enteramente inesperado.

—¿Qué?

—No quiero decir que le esperase a usted. Esperábamos a alguien. El momento está maduro.

—Mi oferta es sustancialmente superior al valor de las acciones al precio actual.

—El margen es casi exacto —dijo Fett.

Laski extendió sus manos, las palmas hacia arriba, en un gesto de súplica.

—No discutamos —dijo—. Es una buena oferta.

—Pero muy inferior a lo que valdrán las acciones si el sindicato de Derek consigue el pozo de petróleo.

—Lo cual me conduce a mi única condición. La oferta depende de que el trato se cierre esta mañana.

Fett miró su reloj.

—Casi son las once. ¿Cree usted que esto podría hacerse realmente en una hora, incluso suponiendo que Derek estuviera interesado…

Laski dio unos golpecitos en su cartera de mano.

—Tengo aquí redactados todos los documentos necesarios.

—Casi no tendríamos tiempo de leerlos…

—Tengo también una carta de compromiso con los encabezamientos de los acuerdos. Con eso me contentaré.

—Hubiera debido suponer que vendría usted preparado. —Fett estuvo pensando un momento—. Naturalmente, si Derek no obtiene el permiso del pozo de petróleo, las acciones probablemente bajarán un poco.

—Soy un jugador. —Laski sonrió.

Fett continuó:

—En cuyo caso, usted venderá las propiedades de la compañía y cerrará las sucursales que no dan beneficio.

—De ninguna manera —mintió Laski—. Yo creo que tal como está ahora habría beneficios con una nueva dirección.

—Probablemente tiene usted razón. En fin, es una buena oferta; una oferta que me veo obligado a presentar a mi cliente.

—No se haga el remolón. Piense en la comisión sobre un millón de libras. —Sí —respondió Fett fríamente—. Llamaré a Derek. —Cogió un teléfono de una mesa auxiliar y dijo—: Derek Hamilton, por favor. Laski chupaba su cigarro disimulando la ansiedad. —Derek, aquí Nathaniel. Tengo en mi oficina a Felix Laski. Ha hecho una oferta. —Siguió una pausa—. Sí, lo hicimos, ¿verdad? Un millón en cifras redondas. Deberías…, de acuerdo. Estaremos aquí. ¿Qué? Ah, entiendo. —Soltó una risita levemente avergonzada—. Diez minutos. —Dejó el teléfono—. Bien, Laski va a venir. Leamos esos documentos que usted ha traído mientras le esperamos. Laski no pudo resistirse a hacer el comentario: —De modo que está interesado. —Pudiera ser. —Dijo algo más, ¿no es cierto? Fett volvió a reír levemente, con cierto disimulo. —Supongo que no hay nada malo en decírselo a usted. Ha dicho que si le entrega a usted la compañía al mediodía, quiere tener el dinero en la mano a las doce.