14

Ron Biggins estaba pensando en su hija. No era correcto en aquel momento: hubiera debido estar pensando en la camioneta que conducía, en su cargamento de varios centenares de miles de libras en billetes; papel moneda; sucios, rotos, doblados, con anotaciones, y dignos solamente para ser destinados a la planta de destrucción del Banco de Inglaterra en Loughton, Essex. Pero quizá su distracción era perdonable: para un hombre es más importante su hija que los billetes de Banco: y cuando, además, es su única hija, la chica es una reina; y cuando, además, es hija única, no tiene hermanos, bueno, en ese caso la hija llena toda su vida.

Después de todo, pensaba Ron, uno ha pasado la vida educándola, con la esperanza de que cuando sea mayor de edad pueda confiarla a un tipo seguro, de confianza, que cuidará de ella como antes lo había hecho su padre. No a un borracho, sucio, de pelo largo, fumador de droga, un jodido vagabundo sin empleo…

¿Qué? —dijo Max Fitch.

Ron volvió repentinamente al presente.

—¿He dicho algo?

—Estabas murmurando —le dijo Max—. ¿Te preocupa algo?

—Puede que sí, hijo —dijo Ron. Puede ser que quiera matar a alguien, pensó, pero sabía que no lo decía en serio.

Aceleró ligeramente para mantener la distancia reglamentaria entre la camioneta y los motoristas. Sin embargo, ya casi había agarrado a ese joven cerdo por el pescuezo cuando él le había dicho:

«Yo y Judy hemos pensado que podríamos vivir juntos, ¿sabe?, algún tiempo, para ver cómo va la cosa.»

Lo dijo con tanta indiferencia como si se tratase de ir a una matinal. El tipo tenía veintidós años, cinco años más que Judy. Gracias a Dios, ella era todavía una menor, estaba obligada a obedecer a su padre. El amiguito —se llamaba Lou— estaba sentado en la salita, con aspecto nervioso, con una camisa indescriptible, unos vaqueros mugrientos sujetos con un cinturón de cuero muy adornado, como un instrumento de tortura medieval, y sandalias abiertas que dejaban ver sus asquerosos pies sucios. Cuando Ron le preguntó en qué se ganaba la vida, él respondió que era un poeta sin empleo, y Ron sospechó que el muchacho estaba tomándole el pelo.

Después de decir lo de vivir juntos, Ron le echó de casa. A partir de entonces no habían cesado las peleas. Al principio, le había dicho a Judy que no debía vivir con Lou porque tenía que reservarse para su marido; entonces ella se echó a reír en su cara y le dijo que ya se había acostado con Lou por lo menos una docena de veces cuando creían que pasaba la noche con una amiga en Finchley. Ron le dijo que suponía que ella iba a decirle que ya estaba en el grupo de las preñadas; y ella le respondió que no fuese tan estúpido, que desde que cumplió los dieciséis había estado tomando la píldora, cuando su madre la había llevado a una clínica de planificación familiar. En ese momento fue cuando Ron casi pegó a su esposa por primera vez después de veinte años de matrimonio.

Ron le pidió a un compañero policía que comprobase datos sobre Louis Thurley, de veintidós años, sin empleo, de Barracks Road, Harringey. La Oficina de Archivos Criminales había informado de dos arrestos: uno por posesión de resina de cannabis en el festival pop de Reading y otro por haber robado comida de «Tesco’s» en Muswell Hill. Esa información hubiera debido terminar ahí. Convenció a la mujer de Ron, pero Judy dijo solamente que ella ya conocía esos dos incidentes. La marihuana no tenía por qué ser un delito, declaró, y en cuanto se refería al robo, Ron y sus amigos simplemente se habían sentado en el suelo del supermercado y comieron empanadas de cerdo que cogían del estante hasta que les arrestaron. Lo habían hecho porque creían que la comida tenía que ser libre, y porque tenían hambre y estaban sin dinero. Judy parecía considerar esa actitud totalmente razonable.

Incapaz de hacerla entrar en razón, Ron le había prohibido finalmente que saliera por las noches. Ella lo había tomado con calma. Haría lo que él le ordenaba, y dentro de cuatro meses, cuando cumpliera los dieciocho, se trasladaría al estudio de Lou con sus tres compañeros y la muchacha que todos compartían.

Ron estaba derrotado. El problema le había estado obsesionando durante ocho días y aún no había podido encontrar un medio para rescatar a su hija de una vida de miseria, ya que era eso lo que significaba, sin ninguna duda. Ron ya lo había presenciado anteriormente. Una jovencita se casa con el hombre equivocado. Ella va a trabajar mientras él se queda en casa siguiendo las carreras en la televisión. De vez en cuando el hombre comete algún pequeño delito para poder beber cerveza y fumar. Ella tiene algunos hijos, a él le meten en la cárcel y permanece allí algún tiempo y de pronto la pobre chica sin marido se encuentra intentando levantar una familia con la ayuda de la Beneficencia.

Ron daría su propia vida por Judy —ya le había dado sus dieciocho años de vida— y todo lo que ella quería era arrojar por la borda todo aquello que Ron valoraba y escupirle en la cara. Ron hubiera llorado si hubiera recordado cómo hacerlo.

No podía apartar ese asunto de la mente, de modo que todavía seguía preocupado con eso a las 10.16 horas de la mañana de ese día. Por tal motivo no se dio cuenta antes de la emboscada. Pero su falta de concentración no supuso gran diferencia para lo que sucedió en los pocos segundos siguientes.

Giró por debajo de un arco del ferrocarril y entró en una carretera larga y sinuosa que tenía el río a la izquierda y un cementerio de coches a la derecha. Era un día claro y mientras seguía la suave curva vio sin dificultad el gran camión de transporte con su gran pila de coches destrozados y arrugados que giraba dificultosamente dentro del cementerio de vehículos.

Al principio parecía que el camión no entorpecería el camino del convoy cuando éste llegase. Pero el conductor, obviamente, había calculado mal el tiempo de su llegada pues se adelantó y bloqueó completamente la carretera.

Los dos motoristas de delante frenaron y se detuvieron y Ron avanzó con la furgoneta hasta situarse detrás de ellos. Uno de los motoristas apoyó la motocicleta en el suelo y saltó a la plataforma de la cabina para avisar al conductor. El motor del transporte funcionaba ruidosamente y de su tubo de escape salían pequeñas nubecillas de humo negro.

—Informa de una parada no programada —dijo Ron—. Cumplamos con la rutina como indica el manual.

Max cogió el micrófono de la radio.

—Móvil a Control Obadiah.

Ron observaba el camión. Llevaba un surtido extraño de vehículos. Había una vieja furgoneta verde con el letrero de una «Carnicería Familia Cooper» pintado en un costado; un «Ford Anglia» hundido y sin ruedas; dos «Volkswagen Escarabajo» uno encima del otro; y en el piso superior un gran «Ford» australiano de color blanco con un autocar y un «Triumph» con aspecto de nuevo. El conjunto parecía algo incoherente, especialmente los dos Escarabajo en un abrazo de óxido como una pareja de insectos copulando. Ron volvió a mirar la cabina; el motorista estaba haciendo señales al conductor para que saliera del paso del convoy.

Max seguía repitiendo:

—Móvil a Control Obadiah. Conteste, por favor.

Debemos estar muy bajos, pensó Ron, tan cerca del río. Quizá la recepción es mala. Miró nuevamente los vehículos cargados en el transporte y se dio cuenta de que no estaban atados. Aquello era peligroso, ciertamente. ¿Cuánto debía haber recorrido el transporte con su carga insegura de chatarra?

Repentinamente lo comprendió.

—¡Da la alarma! —gritó.

Algo golpeó el techo de la furgoneta con gran estruendo. El conductor del camión saltó de su cabina abalanzándose contra el motorista. Por encima del muro que rodeaba el solar saltaron algunos hombres con medias cubriéndoles el rostro. Ron miró por el espejo retrovisor y vio que los dos motoristas que seguían a la camioneta eran derribados de sus máquinas.

La furgoneta dio una sacudida, y después, incomprensiblemente, pareció que se alzaba en el aire. Ron miró a su derecha y vio el brazo de una grúa que, pasando por encima de la pared, llegaba hasta el techo de la furgoneta. Le arrebató el micrófono al confuso Max mientras uno de los enmascarados corría hacia la camioneta. El hombre lanzó algo, pequeño y negro como una pelota de críquet, contra el parabrisas.

El segundo siguiente pasó despacio, en una serie de cuadros, como una película vista en imágenes congeladas: un casco protector volando por el aire: una porra de madera golpeando la cabeza de alguien; Max agarrando la palanca de velocidades mientras la furgoneta se inclinaba; el propio pulgar de Ron pulsando el botón para hablar por el micrófono mientras decía «Obadiah, alarm… »; la pequeña bomba que se parecía a una pelota de criquet golpeando el parabrisas y explotando, enviando al aire una lluvia de fragmentos de cristal endurecido; y después el golpe físico cuando la onda del golpe llegó a ellos y la oscuridad silenciosa de la inconsciencia.

El sargento Wilkinson oyó la señal «Obadiah» lanzada desde la furgoneta que transportaba el dinero, pero no hizo caso. Había sido una mañana muy atareada, con tres atascos importantes en el tráfico, la caza a través de Londres de un conductor que huyó después de un atropello, dos accidentes graves, el incendio de un almacén, y una manifestación improvisada de un grupo de anarquistas en Downing Street. Cuando llegó la llamada estaba tomando una taza de café instantáneo y un panecillo con jamón que le había dado una joven de las Indias Occidentales y estaba diciendo:

—¿Qué opina tu marido de que vengas a trabajar sin sostén?

La chica, que tenía abundante pecho, dijo:

—No se ha dado cuenta. —Y soltó una risita maliciosa. El agente Jones, al otro lado de la consola, comentó: —Bien, Dave, ahí lo tienes, aprovecha la insinuación. —¿Qué vas a hacer esta noche? —dijo Wilkinson.

Ella rió nuevamente, sabiendo que él no hablaba en serio.

—Trabajar —respondió.

La radió decía:

—Móvil a Control Obadiah. Responda, por favor.

—¿Otro empleo? ¿Qué es? —decía Wilkinson.

—Soy go-go en un pub.

—¿Topless?

—Tendrás que venir si quieres saberlo; ¿lo harás? —dijo la chica, y siguió empujando su carrito.

La radio decía:

—Al… —y se oyó un ruido ahogado, como un estallido de estática o una explosión.

La sonrisa se desvaneció rápidamente del rostro juvenil de Wilkinson. Maniobró un interruptor y habló al micrófono:

—Control Obadiah, responda, Mobile.

No hubo respuesta. Wilkinson llamó a su supervisor imprimiendo una nota de urgencia en la voz.

—¡Jefe!

El inspector «Harry» Harrison se acercó a Wilkinson. Era un hombre alto y había estado pasando los dedos entre sus cabellos escasos. Por ello parecía más turbado de lo que estaba en realidad. Respondió:

—¿Todo bajo control, sargento?

—Creo que he recibido una señal de alarma de Obadiah, jefe.

—¿Qué quiere decir que crees? —dijo airado Harrison. Wilkinson no había llegado a sargento admitiendo sus errores.

—Mensaje distorsionado, señor —dijo.

Harrison cogió el micrófono.

—Control Obadiah a Mobile, ¿me oyes? Cambio. —Esperó, y repitió el mensaje.

No hubo respuesta. Le dijo entonces a Wilkinson:

—Un mensaje con distorsión y después se interrumpe. Hemos de considerarlo como un atraco. Es todo lo que necesito. —Tenía el aire de un hombre con quien el Destino no ha sido solamente injusto sino positivamente vengativo.

—No he conseguido localizarles —dijo Wilkinson.

Ambos se volvieron para estudiar el gigantesco mapa de Londres pegado a la pared.

—Tomaron la ruta del río —dijo Wilkinson—. La última vez que hubo control estaban en Aldgate. El tránsito es normal, de modo que deberían estar en algún lugar cerca de Dagenham.

—Fantástico —dijo sarcásticamente Harrison. Estuvo pensando un momento—. Lanza una alerta a todos los coches. Después manda tres patrullas desde East London para que investiguen. Avisa a Essex y asegúrate de que aquellos cerdos perezosos sepan la cantidad de jodido dinero que transporta esa furgoneta. Vamos, adelante.

Wilkinson empezó a hacer las llamadas. Harrison permaneció un momento detrás de él, sumido en sus pensamientos.

—Deberíamos recibir alguna llamada, no puede tardar… Alguien ha de haber visto lo que ha sucedido —murmuró. Reflexionó un poco más—. Aunque, si ese colega es lo bastante inteligente para cerrar la radio antes de que los chicos puedan llamarnos, también lo es para hacer el trabajo en algún lugar tranquilo. —Hubo una pausa más prolongada. Finalmente Harrison dijo—: Personalmente, no creo que tengamos ni la más puñetera posibilidad.

Todo iba como en un sueño, pensó Jacko. La furgoneta del dinero había sido alzada por encima de la pared y depositada dulcemente junto al equipo de cortar. Las cuatro motocicletas de la Policía habían sido cargadas en el camión de transporte, que a su vez había retrocedido y entrado nuevamente en el solar. Los motoristas yacían alineados ordenadamente, todos esposados de pies y manos, y las puertas del local estaban cerradas.

Dos de los muchachos que llevaban gafas protectoras sobre sus máscaras de media, hicieron un agujero del tamaño de un hombre en un costado de la furgoneta del dinero mientras otra furgoneta de color azul se acercaba retrocediendo. Cayó un gran rectángulo de acero y de dentro salió un policía uniformado con las manos sobre la cabeza. Jesse le puso las esposas y le obligó a tumbarse junto a los policías de la escolta.

Apartaron rápidamente el equipo para cortar y otros dos hombres se metieron dentro de la furgoneta del dinero y empezaron a sacar cajas y a colocarlas inmediatamente en la segunda furgoneta.

Jacko les echó una ojeada a los prisioneros. Todos habían sido golpeados, pero no gravemente. Todos estaban conscientes. Jacko estaba sudando debajo de su máscara, pero no se atrevía a quitársela.

Hubo un grito de aviso desde la cabina de la grúa, en donde uno de los muchachos estaba vigilando. Jacko alzó la mirada. Al mismo tiempo oyó el sonido de una sirena.

Miró a su alrededor. ¡No podía ser! El plan era que dejarían inconscientes a los guardias antes de que tuvieran tiempo de pedir auxilio por la radio. Lanzó una maldición. Los hombres le miraban esperando instrucciones.

Habían colocado el camión de transporte detrás de una pila de neumáticos, de modo que las motocicletas blancas no estaban a la vista. Las dos furgonetas y la grúa no daban motivo para la sospecha. Jacko gritó:

—¡Todo el mundo a cubierto!

Entonces recordó a los prisioneros. No quedaba tiempo para arrastrarlos y esconderlos. Vio una lona. La echó por encima de los cinco cuerpos y después se ocultó apresuradamente detrás de una jaula.

La sirena se aproximaba. El vehículo viajaba muy de prisa. Oyó el chirrido de los neumáticos cuando giró por debajo del arco del ferrocarril, y el chillido del motor cuando el coche rozó los 120 km/h en tercera antes de cambiar. El sonido aumentó, y de pronto disminuyó el tono alto de la sirena y el ruido se fue alejando. Jacko suspiró aliviado y entonces oyó una segunda sirena.

—¡No os levantéis! —aulló.

Pasó un segundo coche y oyó un tercero. Se produjo el mismo chirrido debajo del arco, el mismo estallido de la tercera marcha después de la esquina, pero esta vez el auto fue parando junto a la entrada.

Todo parecía muy tranquilo. El rostro de Jacko estaba insoportablemente caluroso debajo del nailon. Se sentía a punto de ahogarse. Oyó un ruido como el de unas botas de policía rascando contra la puerta. Uno de ellos debía estar encaramándose para echar una ojeada. De pronto Jacko recordó que había dos guardias más en la cabina de la furgoneta. Esperó, por Cristo, que no se les ocurriera volver atrás en ese momento.

¿Qué demonios hacía ese policía? Ni había saltado, ni había retrocedido. Si entraban para echar una buena ojeada, se descubriría el pastel. No, no te asustes, pensó, diez de los nuestros pueden con un coche lleno de polis. Pero pasaría el tiempo, y podían haber dejado a uno dentro del coche que podía llamar por radio y pedir refuerzos…

Jacko casi tenía, la sensación de todo aquel dinero escurriéndosele entre los dedos. Quería arriesgar una ojeada al otro lado de la jaula, pero se dijo que no serviría de nada: sabría cuándo se marchaban por el ruido del coche.

¿Qué demonios estaban haciendo?

Miró otra vez la furgoneta del dinero. Jesús, uno de los tipos se estaba moviendo. Jacko levantó su pistola. Se estaba preparando una pelea. Susurró:

—¡Mierda…!

Hubo un ruido desde la furgoneta, un grito ronco. Jacko se puso en pie y dio la vuelta a la jaula con la pistola a punto. Allí no había nadie.

Entonces oyó que el vehículo emprendía la marcha con un chirrido de los neumáticos. Empezó a oírse la sirena, que se perdió en la distancia.

Willie el Sordo salió de detrás del capó oxidado de un taxi «Mercedes». Juntos se dirigieron hacia la furgoneta.

—Buena diversión, ¿no crees? —dijo Willie.

—Sí —respondió Jacko—. Mejor que estar viendo la jodida televisión.

Miraron dentro de la furgoneta. El conductor gemía pero no parecía muy malherido.

—Sal de ahí, abuelo —dijo Jacko a través de la ventanilla rota—. Se acabó el descanso para el té.

La voz tranquilizó a Ron Biggins. Hasta aquel momento se había sentido aturdido y lleno de pánico. Le parecía oír mal, le dolía la cabeza, y cuando alzó la mano hasta su cara tocó algo pegajoso.

Ver a un hombre con una media haciendo de máscara era extrañamente vigorizante. Todo se aclaraba. Un asalto extraordinariamente eficiente; de hecho, Ron estaba algo atónito ante una operación tan suave. Conocían la ruta, y el horario de la furgoneta. Empezó a sentirse enfadado. Sin duda alguna un porcentaje del botín encontraría su camino hacia la cuenta secreta bancaria de un policía corrompido. Como la mayoría de policías y empleados de seguridad, odiaba más a los polis sobornados que a los delincuentes.

El hombre que le había llamado abuelo abrió la puerta después de pasar la mano por el cristal roto de la ventanilla lateral para maniobrar el cierre interior. Ron salió. El movimiento le hizo daño.

El hombre era joven; Ron pudo distinguir el cabello largo debajo de la media. Llevaba pantalones vaqueros y una pistola. Empujó despreciativamente a Ron y dijo:

—Extiende las manos, bien juntitas, papaíto. Podrás ir al hospital dentro de un minuto.

El dolor pareció aumentar en la cabeza de Ron, paralelamente a su ira. Reprimió el impulso de darle un puntapié a alguna cosa, y procuró recordar las instrucciones para el comportamiento a seguir en caso de asalto: No os resistáis, colaborad con ellos, dadles el dinero. Estamos asegurados y vuestra propia vida es más valiosa para nosotros, no queráis ser héroes.

Empezó a jadear. En su mente aturdida confundió al joven que sostenía la pistola con el policía corrompido y con Lou Thurley, jadeando y gruñendo encima de la inocente y virginal Judy, en alguna asquerosa cama en un sucio apartamento; y de pronto se dio cuenta de que era ese hombre que había malogrado su vida, la vida de Ron, y que quizá lo que hacía falta era un héroe para recuperar el respeto de su única hija; y que los malvados como ese policía corrompido que llevaba la cara cubierta con una media y estaba en la cama con Judy sin dejar la pistola era el tipo de gente que siempre había malogrado las vidas de las personas buenas como Ron Biggins; de modo que avanzó dos pasos y le dio un puñetazo en la nariz al asombrado joven, y el hombre vaciló y apretó los dos gatillos de su pistola y disparó, no contra Ron, sino contra otro hombre enmascarado que tenía al lado, que gritó, escupiendo sangre, y cayó al suelo; y Ron miró, fijamente, horrorizado, la sangre hasta que el primer hombre le asestó un gran golpe en la cabeza con la culata metálica de su pistola y Ron volvió a quedar inconsciente.

Jacko se arrodilló junto a Willie el Sordo y arrancó los jirones de la media del rostro del hombre mayor que él. La cara de Willie estaba horriblemente destrozada y Jacko palideció. Jacko y otros como él solían herir a sus víctimas, y herirse entre sí, con instrumentos cortantes; por consiguiente, Jacko no había visto nunca heridas de bala. Y dado que el entrenamiento en primeros auxilios no estaba en el programa de entrenamiento de Tony Cox, Jacko no sabía qué hacer realmente. Pero era capaz de pensar con rapidez.

Alzó la mirada. Los otros estaban en pie a su alrededor. Jacko vociferó:

—¡Vamos, continuad, bastardos gandules! —Todos dieron un salto.

Se inclinó un poco más hacia Willie y le dijo: —¿Puedes oírme, compañero?

El rostro de Willie se torció, pero Willie no pudo decir nada.

Jesse se arrodilló al otro lado de Willie.

—Hemos de llevarle al hospital —dijo.

Jacko ya se le había adelantado:

—Necesito un coche rápido —dijo. Señaló un «Volvo» azul estacionado cerca—. ¿De quién es?

—Es del propietario del local —dijo Jesse.

—Perfecto. Ayúdame a meter a Willie ahí dentro.

Jacko le cogió por los hombros y Jesse por las piernas. Lo llevaron al coche mientras él gemía y lo colocaron en el asiento posterior. Las llaves estaban en el contacto.

Uno de los hombres dio una voz desde la camioneta del dinero.

—Todo listo, Jacko.

Jacko hubiera querido golpear al hombre por haber pronunciado su nombre, pero estaba preocupado.

—¿Sabes a dónde vas a ir? —le preguntó a Jesse.

—Sí, pero tú has de venir conmigo.

—Déjalo. Yo llevaré a Willie al hospital como sea y me encontraré contigo en la granja. Dile a Tony lo que ha pasado. Y, ahora, conduce despacio, cuidado con las luces, párate en los pasos cebra, conduce como si estuvieras haciendo un jodido examen de conductor, ¿entendido?

—Sí —respondió Jesse. Corrió hacia la furgoneta de huida, y probó las puertas posteriores. Arrancó el papel marrón de las matrículas —su propósito había sido impedir que los guardias pudieran ver el número; Tony Cox pensaba en todo—, y subió y se sentó al volante.

Jacko puso en marcha el «Volvo». Alguien abrió la puerta de entrada al solar. El resto de los hombres ya estaban entrando en sus propios vehículos y se quitaban los guantes y las máscaras. Jesse salió con la furgoneta y dobló hacia la derecha. Jacko le siguió al salir, y giró hacia el otro lado.

Mientras aceleraba calle abajo miró su reloj: las diez y veintisiete minutos. El asunto se había realizado en once minutos. Tony tenía razón: había dicho que todos estarían fuera y a salvo en el tiempo que necesitaba un coche patrulla para llegar de la Comisaría de la calle Vine a la Isla de los Perros. Había sido un espléndido trabajo, excepto por ese accidente con el pobre WiIlie el Sordo. Jacko confiaba que viviría para poder gastarse su parte.

Se acercaba al hospital. Había pensado de qué manera lo haría, pero era preciso que a Willie no le vieran. —¿Will? ¿Puedes echarte en el suelo? —dijo.

Pero no hubo respuesta. Jacko echó una mirada hacia atrás. Los ojos de Willie tenían un aspecto tan lastimoso que palabras como «abiertos» o «cerrados» no tenían significado. Pero el pobrecillo debía estar inconsciente. Jacko alargó la mano hacia atrás y tiró del cuerpo del asiento al suelo. Cayó produciendo un lastimoso ruido sordo.

Entró en el área del hospital y estacionó en el aparcamiento. Salió del auto y siguió los indicadores de Accidentes. Justo en la entrada encontró un teléfono público. Abrió el listín y buscó el número del hospital.

Marcó el número, echó una moneda en la ranura y pidió por Accidentes. Un teléfono en un escritorio cerca de donde él estaba sonó un par de veces, y la enfermera lo cogió.

—Un momento, por favor —dijo ella. Y dejó el auricular sobre la mesa. Era una mujer regordeta, cuarentona, que llevaba un uniforme almidonado y tenía aire preocupado.

Anotó algo en una libreta y después volvió a coger el teléfono.

—Accidentes, ¿en qué puedo ayudarle?

Jacko habló con suavidad, vigilando el rostro de la enfermera.

—Hay un hombre con heridas de bala en la parte de atrás de un «Volvo» azul que está estacionado en el aparcamiento del hospital.

La impecable enfermera palideció.

—¿Quiere usted decir aquí?

Jacko se enfadó.

—Sí, vieja vaca perezosa, en su propio hospital. ¡Y ahora levante el culo de la silla y vaya a buscarle! —Tuvo intención de colgar el teléfono de un buen golpe, pero se contuvo y apretó el soporte dulcemente; si él podía ver a la enfermera, también ella podía verle a él. Sostuvo el teléfono mudo en la oreja mientras ella dejaba el suyo, se ponía en pie, llamaba a una enfermera y salía hacia el aparcamiento.

Jacko se adentró más en el hospital y salió por otra puerta. Miró hacia el otro lado desde la entrada principal y vio que del aparcamiento se estaban llevando una camilla. Había hecho todo lo posible por Willie.

Ahora necesitaba otro vehículo.