El editor del Evening Post se hacía la ilusión de pertenecer a la clase dominante. Hijo de un empleado de ferrocarriles, había ascendido en la escala social muy rápidamente, en veinte años desde que acabó los estudios. Cuando necesitaba seguridad, se recordaba que era director de «Evening Post Ltd.» y un forjador de opiniones, y que sus ingresos le colocaban entre el grupo más alto del nueve por ciento de los cabezas de familia. No se le había ocurrido pensar que nunca se habría convertido en un forjador de opiniones a no ser que sus propias opiniones coincidieran exactamente con las del propietario del periódico; ni que su puesto de editor estaba a merced del propietario; ni que la clase dominante se definía más por su riqueza que por sus ingresos. Y no tenía ni idea de que su traje de confección, de Cardin, su acento afectado y tembloroso y su hogar de ejecutivo con cuatro habitaciones en Chislehurst le señalaba claramente, ante los envidiosos ojos de cínicos como Arthur Cole, como un pobre chico llegado a más: con mucha más evidencia que si hubiera llevado una gorra de paño y clips de ciclistas en los pantalones.
Cole llegó a la oficina del editor a las diez en punto, la corbata derecha, los pensamientos en orden y la lista mecanografiada. Al instante se dio cuenta de que aquello era un error. Hubiera debido irrumpir con dos minutos de retraso, en mangas de camisa para dar la impresión de que se había arrancado de su importante asiento en el centro de energía del periódico con el propósito de dar a conocer a miembros menos esenciales del personal un breve y rápido resumen de lo que ocurría en los departamentos realmente vitales. Pero siempre se le ocurrían esas cosas demasiado tarde: no servía para llevar una buena política en la oficina. Sería interesante observar cómo hacían su entrada los otros ejecutivos para asistir a la conferencia de la mañana.
La oficina del editor era elegante, moderna. Su escritorio era blanco y las butacas procedían de «Habitat». Las persianas venecianas verticales protegían la alfombra azul de la luz del sol y la librería de aluminio y melamina tenía puertas de cristal ahumado. En una mesita auxiliar había ejemplares de los periódicos de la mañana y una pila de las ediciones del Evening Post del día anterior.
El editor estaba sentado detrás del escritorio blanco, fumando un cigarro delgado y leyendo el Mirror. Al verle, Cole sintió el deseo de fumar un cigarrillo. Como sustituto, puso en su boca una pastilla de menta.
Los otros entraron en grupo: el jefe de ilustración, con la camisa ajustada y el cabello largo hasta los hombros, que muchas mujeres envidiarían; el cronista deportivo, con una chaqueta de tweed y camisa lila; el columnista, con su pipa y su ligera mueca permanente, y el encargado de circulación, un hombre joven, vestido impecablemente con un traje gris, que había comenzado vendiendo enciclopedias y se había encumbrado a este alto puesto sólo en cinco años. La dramática entrada en el último momento la hizo el coordinador, que preparaba el diseño, un hombre bajo, con el cabello muy corto, que usaba tirantes. Llevaba un lápiz detrás de la oreja.
Cuando todos estuvieron sentados, el editor arrojó el Mirror encima de la mesa auxiliar y acercó más su butaca al escritorio.
—¿No hay primera edición todavía? —preguntó.
—No. —El coordinador miró su reloj—. Hemos perdido ocho minutos por interrupción de la red.
El editor pasó la mirada al encargado de circulación. —¿En qué os afecta?
El hombre estaba mirando también, su reloj.
—Si solamente son ocho minutos, y si se puede compensar en la próxima edición, podemos soportarlo.
—Parece que cada día tengamos que pasar por una puñetera interrupción —dijo el editor.
—Es a causa de, este periódico decadente que publicamos —dijo el coordinador.
—Bueno, tendremos que soportarlo hasta que empecemos otra vez a sacarle beneficios. —El editor cogió la lista anotada de noticias que Cole había dejado sobre su escritorio—. Aquí no hay nada para darle un buen empujón a la venta, Arthur.
—Ha sido una mañana tranquila. Con suerte, a mediodía tendremos una crisis de gabinete.
—Han perdido interés por este condenado gobierno. —El editor siguió leyendo la lista—. Me gusta esta noticia del Stradivarius.
Cole revisó la lista de arriba abajo, refiriéndose breve—mente a cada uno de los puntos. Cuando terminó, el editor le dijo:
—Nada espectacular entre todo esto. No me gusta desembocar todo el día en política. Se supone que hemos de cubrir todas las facetas de la vida londinense, según nuestra propia publicidad indica. ¿No podríamos convertir este Stradivarius en un violín de un millón de libras?
—Es una buena idea —dijo Cole—. Pero no creo que llegue a ese precio. De todos modos, podemos intentarlo.
—Si no funciona en esterlinas podemos intentarlo con el violín de un millón de dólares —dijo el coordinador—. O, mejor todavía, el fiddle de un millón de dólares. (Fiddle: término coloquial para designar un violín)
—Bien pensado —dijo el editor—. Busquemos en la biblioteca una fotografía de un fiddle parecido, y entrevistas con tres violinistas famosos sobre cómo se sentirían si perdieran su instrumento predilecto. —Hizo una pausa—. También quiero un buen artículo sobre el permiso del campo de petróleo. La gente está interesada por ese petróleo del mar del Norte; se supone que va a ser nuestra salvación económica.
—El anuncio se hará a las doce y media —dijo Cole—. Entretanto ya tenemos preparado un borrador.
—Cuidado con lo que se dice. Nuestra propia compañía madre es uno de los aspirantes, por si no lo sabíais. Recordad que un pozo de petróleo no significa riqueza inmediata… Significa algunos años de grandes inversiones en primer lugar.
—Seguro —dijo Cole asintiendo.
El encargado de circulación se dirigió al coordinador.
—Preparemos unas fotos de la calle para esa historia del violín, y ese fuego en el East End…
La puerta se abrió ruidosamente y el encargado de circulación dejó de hablar. Todos alzaron la mirada y vieron a Kevin Hart de pie en la puerta, excitado y enrojecido. Cole gruñó interiormente.
—Siento interrumpir —dijo Hart—, pero creo que ésta es la gorda del día.
—¿Qué es? —preguntó suavemente el editor.
—Acabo de recibir una llamada de Timothy Fitzpeterson, un funcionario del…
—Sé quién es —dijo el editor—. ¿Qué te ha dicho? —Declara que dos personas llamadas Laski y Cox le están haciendo chantaje. Parecía muy excitado. Ha… El editor le interrumpió nuevamente.
—¿Conoces su voz?
El joven periodista parecía confuso. Obviamente había esperado un pánico repentino y no un interrogatorio.
—Nunca había hablado anteriormente con Fitzpeterson —dijo.
Cole intervino:
—Esta mañana alguien me ha llamado para darme una fea información sobre ese hombre. Lo comprobé después con él, y la ha negado.
El editor hizo una mueca.
—Huele mal —dijo.
El coordinador asintió con la cabeza. Hart parecía alicaído.
—Muy bien, Kevin —dijo Cole—, ya lo discutiremos cuando salga.
Hart salió y cerró la puerta.
—Un tipo excitable —comentó el editor.
—No es estúpido —dijo Cole—, pero todavía ha de aprender mucho.
—Pues enséñale —dijo el editor—. Vamos a ver qué tenemos preparado para el hueco.