12

La oficina de Felix Laski, situada en Poultry, no exhibía su nombre en ninguna parte. Era un viejo edificio, flanqueado por otros dos de diferente diseño. Si hubiera conseguido el permiso para derribarlo y construir un rascacielos, hubiera ganado millones. En vez de eso se alzaba como vivo ejemplo de la manera en que tenía bloqueada su fortuna. Pero confiaba que a largo plazo se anularían por simple presión las restricciones planificadoras; y él un hombre paciente en cuanto se refería a los negocios.

La mayor parte del edificio estaba subarrendada. La mayoría de los inquilinos eran bancos extranjeros menores que necesitaban de una dirección cerca de la calle Threadneedle, y sus nombres estaban claramente expuestos. La gente solía pensar que Laski tenía intereses en esos bancos y Laski mantenía ese error en todos los aspectos sin incurrir en una negativa directa. Además, él era el propietario de uno de los Bancos.

El mobiliario del interior era adecuado pero barato; antiguas y sólidas máquinas de escribir, muebles de archivo deteriorados, escritorios de segunda mano y una alfombra raída que cubría un mínimo espacio del suelo. Como todos los hombres maduros y prósperos, a Laski le gustaba explicar su éxito con aforismos; uno de sus favoritos era: «Nunca gasto dinero; lo invierto.» Era más cierto que la mayoría de dichos de este tipo. Su propia casa, una pequeña mansión en Kent, había estado subiendo de valor desde que la compró poco después de la guerra; sus comidas a menudo eran a cargo de la empresa y por motivos de negocio; e incluso las pinturas que poseía —guardadas en una caja fuerte, no colgadas de las paredes— habían sido compradas porque su especialista en arte le había dicho que se valorarían. Para él, el dinero era como los billetes de Banco, que se jugaban en el Monopoly; lo quería, no por lo que podía comprar con él, sino porque lo necesitaba para seguir en el juego.

A pesar de todo, su estilo de vida era cómodo. Un maestro de la escuela primaria o la esposa de un obrero del campo hubieran creído que Felix Laski vivía con un lujo imperdonable.

La habitación que utilizaba como despacho era pequeña. Había una mesa escritorio con tres teléfonos, una butaca giratoria detrás, dos butacas más para los visitantes, y un largo sofá tapizado arrimado a la pared. El estante junto a la caja fuerte sostenía montones de pesadas obras sobre impuestos y la ley empresarial. Era una habitación sin personalidad; no había fotografía de personas queridas sobre la mesa, ni cuadros en las paredes, recipiente ridículo de plástico regalado por un nieto bien intencionado, cenicero procedente de Clovelly o robado al «Hilton».

La secretaria de Laski era una muchacha eficiente, regordeta, que llevaba faldas demasiado cortas. Laski comentaba frecuentemente:

«Cuando estaban repartiendo el atractivo sexual, Carol estaba en alguna otra parte consiguiendo una ración extra de cerebro.» Era un buen chiste, un chiste inglés, de esos que los directores suelen contarse en la cantina de los ejecutivos. Carol había llegado a las nueve y veinticinco y encontró la bandeja de «salidas» de su patrón llena de trabajo que no había estado allí la noche anterior. A Laski le gustaba hacer cosas parecidas: causaba impresión en el personal y ayudaba a contrarrestar la envidia. Carol no había tocado los papeles hasta haberle preparado un café. También eso le gustaba a Laski.

Estaba sentado en el sofá, escondido detrás del Times, con el café cerca de él, en el brazo de la butaca, cuando entró Ellen Hamilton.

Ellen cerró la puerta silenciosamente y cruzó de puntillas la alfombra, de modo que Laski no la vio hasta que ella empujó el periódico hacia abajo y le miró por encima del papel. El repentino crujido le sobresaltó.

—¡Mr. Laski! —dijo ella.

—¡Mrs. Hamilton! —dijo él.

Ella se levantó la falda hasta la cintura y dijo:

—Dame un beso de buenos días.

Debajo de la falda llevaba medias al viejo estilo, sin bragas. Laski se inclinó y frotó con su cara el vello púbico, áspero y oloroso. El corazón le latió un poco más aprisa y se sintió deliciosamente pícaro, como se había sentido la primera vez que besó la vulva de una mujer.

Volvió a sentarse y alzó la mirada hacia Ellen.

—Lo que me gusta de ti es tu manera de hacer que el sexo parezca impuro —dijo. Dobló el periódico y lo dejó caer al suelo.

Ellen se bajó la falda y dijo:

—Es que algunas veces me siento cachonda.

Laski sonrió comprensivamente, y dejó que su mirada le recorriera el cuerpo. Ellen tenía casi cincuenta años, y era muy delgada, con pequeños pechos puntiagudos. Su complexión madura estaba disimulada por un bronceado profundo que ella nutría todo el invierno bajo una lámpara ultravioleta. Su cabello era negro, liso y estaba cortado; y los cabellos grises que de vez en cuando aparecían eran eliminados rápidamente en un lujoso salón de belleza de Knightsbridge. Llevaba un conjunto color crema muy elegante, muy caro y muy inglés. Laski pasó su mano subiendo por el interior del muslo de Ellen, por debajo de la falda de impecable corte. Con íntima insolencia hurgó con los dedos entre las nalgas de ella. Se preguntó si alguien creería que la solemne esposa del honorable Derek Hamilton andaba por ahí sin bragas para que Felix Laski pudiera sobarle el trasero cada vez que a él le apeteciera.

Ella se retorcía con deleite, y después se alejó ligeramente y se sentó al lado de él, en el sofá donde durante los últimos meses había complacido las fantasías sexuales más caprichosas de Felix Laski.

La intención de él había sido la de convertir a Mrs. Hamilton en un personaje menor dentro de su gran escenario, pero ella había resultado ser una prima muy agradable.

La había conocido en una fiesta. Los anfitriones eran amigos de los Hamilton, no amigos de Felix; pero consiguió una invitación fingiendo estar interesado en la compañía del anfitrión, una empresa de ingeniería. Ocurrió en julio, en un día muy caluroso. Las mujeres llevaban vestidos veraniegos y los hombres chaquetas de algodón; Laski llevaba un traje blanco. Con su figura alta y distinguida y su ligero aspecto de extranjero, causaba impresión, y él lo sabía.

Había croquet para los invitados maduros, tenis para los jóvenes y una piscina para los niños. Los anfitriones ofrecían champán inacabable y fresas con nata. Laski realizó su trabajillo con el anfitrión —hasta su afectación era minuciosa— y sabía que aquél difícilmente podía estar de acuerdo. Sin embargo, le habían invitado, de mala gana, solamente porque él lo había solicitado más o menos. ¿Por qué una pareja que tenía dificultades monetarias ofrecía una fiesta sin objeto para personas que no necesitaba? La sociedad inglesa le desconcertaba. Sí, conocía sus normas y comprendía su lógica; pero nunca sabría por qué la gente seguía el juego.

La psicología de las mujeres de mediana edad era algo que comprendía mucho más profundamente. Cogió la mano de Ellen Hamilton insinuando una inclinación cortés y vio una chispa en los ojos de ella. Aquello, y el hecho de que su marido fuese ordinario, mientras ella seguía siendo hermosa, fue suficiente para indicarle que ella respondería a un coqueteo. Una mujer como ella seguro que pasaba mucho tiempo pensando si todavía podía excitar el deseo en un hombre. También era posible que pensara si alguna vez volvería a conocer el placer sexual.

Laski se lanzó a desempeñar el papel del conquistador europeo como un viejo galán empalagoso. Le fue a buscar una silla, llamaba a los camareros para que le llenaran la copa, y la tocaba discreta pero frecuentemente; su mano, su brazo, sus hombros, su cadera. Presentía que no había motivo par la sutileza; si ella deseaba ser seducida, él podía enviar el mensaje de su disponibilidad con toda la claridad posible; y si ella no deseaba ser seducida, nada de lo que él hiciera la haría cambiar de opinión.

Cuando ella hubo terminado las fresas —él no comió ninguna: rehusar manjares sabrosos demostraba tener clase—, comenzó a guiarla alejándola de la casa. Fueron de un grupo a otro, deteniéndose allí donde la conversación les interesaba y dejando atrás rápidamente las murmuraciones de sociedad. Ella le presentó a algunas personas, y él pudo presentarla a dos agentes de Bolsa que conocía ligeramente. Contemplaron a los niños jugueteando en el agua y Laski le susurró al oído:

—¿Ha traído usted su biquini? —Ella soltó una risita. Se sentaron a la sombra de un gran roble y contemplaron a los jugadores de tenis que eran aburridamente profesionales. Recorrieron un sendero de grava que serpenteaba por un pequeño bosquecillo; y cuando nadie les veía, él le tomó la cara y la besó. Ella abrió los labios para él e introdujo sus manos debajo de la chaqueta para acariciarle, clavándole los dedos en el pecho con una fuerza que sorprendió a Laski; después Ellen se separó y miró furtivamente a ambos lados del sendero.

Felix le dijo entonces al instante:

—¿Cenarás conmigo? ¿Pronto?

—Pronto —respondió ella.

Después regresaron a la fiesta y se separaron. Ella se marchó sin despedirse de él. Al día siguiente él reservó una suite en un hotel en Park Lane y allí le ofreció una cena y champán y después la llevó a la cama. Fue en el dormitorio donde Laski descubrió lo equivocado que había estado acerca de ella. Esperaba que estuviera ansiosa. Y que quedara fácilmente satisfecha. Pero se encontró con que las preferencias sexuales de ella eran por lo menos tan singulares como las de él. Durante las semanas siguientes hicieron todas las cosas que dos personas pueden hacerse y, cuando las ideas se les terminaron, Laski hizo una llamada telefónica y llegó otra mujer para descubrirles toda una nueva serie de permutaciones. Ellen lo hacía todo con la minuciosidad encantada de un niño en una feria donde de repente todas las atracciones son gratuitas.

Laski la miraba, sentada a su lado en el sofá de su oficina, mientras recordaba; y se sintió invadido por un sentimiento que pensó que la gente probablemente llamaría amor.

—¿Qué es lo que te gusta de mí? —le preguntó. —¡Vaya una pregunta egocéntrica!

—Yo te he dicho lo que me gusta de ti. Vamos, satisface mi ego. ¿Qué es?

Ella bajó la vista al regazo de él.

—Te doy tres oportunidades.

Laski se echó a reír.

—¿Quieres tomar café?

—No, gracias. Voy a ir de compras. Solamente he entrado para un rápido manoseo.

—Eres una vieja maleta desvergonzada.

—Qué expresión tan rara.

—¿Cómo está Derek?

—Es otra cosa rara que me lo preguntes. Está deprimido. ¿Por qué te interesa?

Laski se encogió de hombros.

—Ese hombre me interesa. ¿Cómo ha podido poseer un premio —como Ellen Hamilton y permitir que se le escapase entre los dedos?

Ella desvió la mirada.

—Habla de otra cosa.

—De acuerdo. ¿Eres feliz?

Ella sonrió de nuevo.

—Sí. Sólo espero que dure.

—¿Y por qué no habría de durar? —dijo él ligeramente.

—No lo sé. Te he conocido y estoy jodiendo como… como…

—Como una coneja.

—¿Qué?

—Joder como una coneja. Ésta es la adecuada expresión inglesa.

Ella abrió la boca y después se echó a reír.

—Viejo tonto… Te quiero cuando eres tan prusiano y tan correcto. Sé que lo haces solamente para divertirme.

—Muy bien, así es: nos conocimos y jodemos como conejos y tú no crees que esto pueda durar.

—No puedes negarme que todo este asunto tiene cierto aire transitorio.

—¿Te gustaría que fuese de otra manera? —preguntó él cuidadosamente.

—No lo sé.

Era la única respuesta que ella podía darle. Laski se daba cuenta.

—¿Te gustaría a ti? —preguntó ella.

Laski escogió con cuidado su respuesta:

—Ésta es la primera vez que he tenido ocasión de reflexionar sobre la permanencia o la fugacidad de nuestra relación.

—Deja de hablar como el Informe Anual del Presidente.

—Sólo si tú dejas de hablar como la heroína de una novelita romántica. Y hablando de los Informes del Presidente, supongo que por eso se sentirá deprimido Derek.

—Sí. Él supone que es su úlcera lo que le hace sentirse mal, pero yo sé que es otra cosa.

¿Crees que vendería la empresa?

—Me gustaría que lo hiciera.

—Miró fijamente a Laski—. ¿La comprarías tú?

—Puede ser.

Ella se quedó mirándole un largo momento. Laski sabía que ella estaba valorando lo que él había dicho, sopesando posibilidades, considerando sus motivos. Era una mujer inteligente.

Ellen decidió dejarlo correr.

—Debo irme —dijo—. Quiero estar en casa a la hora del almuerzo.

Se levantaron. Laski la besó en la boca y pasó las manos por el cuerpo de ella, con una familiaridad sensual. Ella le puso un dedo en la boca, y él lo chupó.

—Adiós —dijo ella.

—Te llamaré —le dijo Laski.

Cuando ella se hubo marchado, Laski se dirigió al estante y se quedó mirando fijamente, sin verlo, el lomo de The Directory of Directors. Ella había dicho sólo espero que dure, y él necesitaba pensar en ello. Ellen tenía un modo de decir las cosas que le hacía pensar. Ellen era una mujer sutil. ¿Qué querría ella entonces… matrimonio? Le había dicho que no sabía lo que quería y, aunque difícilmente hubiera podido decirle otra cosa, Laski tenía el presentimiento de que Ellen era sincera. De modo que, ¿qué es lo que yo quiero?, pensó. ¿Quiero casarme con ella?

Se sentó a su escritorio. Tenía mucho que hacer. Presionó el interfono y le dijo a Carol.

—Llama por teléfono al Departamento de Energía en mi nombre y descubre exactamente cuándo…, quiero decir a qué hora, piensan anunciar el nombre de la empresa que ha ganado el permiso para el campo petrolífero Shield.

—Muy bien —dijo ella.

—Después llama a «Fett y Compañía». Quiero hablar con Nathaniel Fett, el patrón.

—Bien.

Apretó el interruptor hacia arriba. Y pensó nuevamente: ¿quiero casarme con Ellen Hamilton?

Repentinamente supo la respuesta y quedó atónito.