Tim Fitzpeterson había agotado las lágrimas, pero el llanto no le había ayudado. Estaba tumbado en la cama con la cara enterrada en la húmeda almohada. Moverse era una agonía. Intentaba no pensar en absoluto, rechazando los pensamientos de su mente como un hotelero con la casa llena. En cierto momento su cerebro sé apagó completamente y dormitó un momento, pero la huida del dolor y la desesperación fue breve y volvió a despertarse.
No se levantó de la cama porque no había nada que deseara hacer, ningún sitio adonde quisiera ir, nadie con quien pudiera encararse. Todo lo que era capaz de hacer era pensar en la promesa de felicidad que había resultado ser tan falsa. Cox tenía razón cuando le había dicho tan groseramente: «Ha sido la mejor noche de juerguecita que ha tenido en su vida.» Tim no conseguía expulsar del todo las rápidas reminiscencias del cuerpo esbelto y flexible; pero ahora tenían un terrible y amargo sabor. Ella le había mostrado el Paraíso y después había dado un portazo. Ella, naturalmente, había estado fingiendo el éxtasis; pero no había nada de falso en el placer experimentado por Tim. Unas horas antes había estado pensando en una nueva vida, enriquecida por aquella clase de amor sexual cuya existencia ya había olvidado. Ahora era difícil esperar nada del mañana.
Podía oír el ruido de los niños en el patio de juegos cercano, el vocerío, los chillidos y las peleas; y envidió la gran trivialidad de sus vidas. Se vio a sí mismo cuando era escolar, con su chaqueta negra y los pantalones cortos y grises, cruzando los cinco kilómetros de caminos rurales de Dorset para ir a la escuela primaria de una sola clase. Fue el alumno más brillante que tuvieron allí, aunque eso no era decir mucho. Pero le enseñaron aritmética y le consiguieron una plaza en el Instituto y eso era todo lo que necesitaba.
En el Instituto había prosperado, recordaba. Fue el líder del grupo, el que organizaba juegos y rebeliones en las aulas. Hasta que tuvo que ponerse gafas.
Fue entonces; había intentado recordar cuándo había sentido anteriormente una desesperación parecida; ahora lo sabía. Había sido el primer día en que se puso las gafas para ir a clase. Al principio, los miembros de su pandilla habían quedado consternados, más tarde divertidos y finalmente se burlaron. Cuando llegó la hora del recreo le seguía una multitud entonando «Cuatro-ojos». Después del almuerzo intentó organizar un partido de fútbol, pero John Wilcott había dicho: Tú no juegas. Tim puso las gafas en el estuche y le dio un puñetazo a Wilcott en la cabeza; pero Wilcott era grandote, y Tim, que solía dominar por la fuerza o la personalidad, no era luchador. Tim acabó en los lavabos restañando la sangre de su nariz mientras Wilcott escogía los equipos.
Intentó recuperar el prestigio durante la clase de Historia, enviando bolitas de papel entintadas a Wilcott ante las narices de Miss Percival, conocida como la buena de Percy. Pero la buena de Percy, normalmente indulgente, decidió dar un escarmiento aquel día, y Tim tuvo que ir a ver al director como uno de los seis peores. Camino de casa tuvo otra pelea, perdió de nuevo, y se rasgó la chaqueta; su madre cogió el dinero para comprarle una chaqueta nueva de los ahorros que Tim estaba haciendo para comprarse un receptor con detector de cristal, lo que le atrasó seis meses más. Fue el día más negro en la vida del joven Tim, y sus aptitudes de líder quedaron ahogadas hasta que fue a la Universidad y se unió al Partido.
Una pelea perdida, una chaqueta rasgada, y entre los seis peores: ahora le gustaría tener problemas como aquéllos. Sonó un silbato en el patio de juegos próximo al apartamento, y el ruido de los niños cesó bruscamente. Si yo pudiera terminar mis problemas con la misma rapidez, pensó Tim; y la idea le encantó.
¿Para qué vivía yo ayer?, se preguntó. Un buen empleo, mi reputación, un gobierno próspero; hoy parecía que ninguna de esas cosas tenía importancia. El silbido de la escuela significaba que ya eran más de las nueve. Tim hubiera debido estar presidiendo un comité para discutir la productividad de los diferentes tipos de centrales eléctricas. ¿Cómo he podido estar alguna vez interesado en algo tan sin sentido? Pensó en su proyecto favorito, una previsión de las necesidades de energía de la industria británica en el año dos mil. Ahora no podía sentir ningún entusiasmo por eso. Pensó en sus hijas, y se asustó ante la idea de tener que verlas. Todo se convertía en cenizas en su boca. ¿Qué importaba quién ganase las próximas elecciones? La suerte de Gran Bretaña estaba decidida por fuerzas que escapaban al control de sus líderes. Siempre había sabido que era un juego, pero ahora ya no quería los premios.
No había nadie con quien pudiera hablar, nadie. Imaginaba la conversación con su esposa: «Cariño, he sido estúpido e infiel. Una puta me sedujo, una chica hermosa y agradable, y después me han hecho extorsión…» Julia se mostraría inflexible. Podía ver su cara, asumiendo una expresión de asco mientras huía de cualquier contacto emocional. Él tendería la mano, y ella diría: «No me toques.»
No, no podía contárselo a Julia; no podía hacerlo hasta estar seguro que sus propias heridas se habían curado, y no creía poder sobrevivir tanto tiempo.
¿Alguien más? Los colegas del gabinete le dirían: «Dios mío, Tim, amigo mío… lo siento terriblemente…», inmediatamente empezarían a pensar en un puesto discreto para que él lo ocupase en el momento en que todo se supiera. Tendrían mucha precaución en no relacionarse con nada de lo que él patrocinara y en que les viesen frecuentemente con él; incluso podrían hacerle un sermón moralista para dejar sentadas sus credenciales puritanas. Tim no les odiaba por la conducta que preveía en ellos: su previsión se basaba en lo que él mismo haría en una situación semejante.
Su agente se había acercado mucho a ser amigo suyo, en una o dos ocasiones. Pero el hombre era joven; podía no saber cuánto dependía de la fidelidad en un matrimonio de veinte años de duración; cínicamente, quizá le recomendaría correr un velo prudentemente y olvidar el daño ya hecho al alma de un hombre.
¿Su hermana, entonces? Una mujer vulgar, casada con un carpintero, que siempre había envidiado un poco a Tim. Se revolcaría de gusto. Era impensable, decidió Tim.
Su padre estaba muerto, su madre estaba senil. ¿Tan escaso andaba de amigos? ¿Qué había hecho con su vida que ahora no le quedaba nadie que le amase, en los buenos momentos y en los malos? Quizás ese tipo de compromiso tenía dos direcciones y él había tenido gran cuidado en no comprometerse con nadie a quien no pudiera abandonar en caso de convertirse en un riesgo.
No podía encontrar ninguna ayuda. Disponía únicamente de sus propios recursos. ¿Qué hacemos, pensó malhumoradamente, cuando perdemos las elecciones en una derrota arrolladora? Nos reagrupamos, planeamos el escenario para los años venideros en la oposición, comenzamos a podar desde la base y usamos nuestra ira y nuestra desilusión como combustible para la lucha. Buscó dentro de sí mismo valor, odio y amargura que le permitieran negarle la victoria a Tony Cox, y solamente encontró cobardía y despecho. Otras veces había perdido batallas y sufrido humillaciones, pero era un hombre y los hombres tenían fuerzas para seguir luchando, ¿no es cierto?
Su fuerza siempre se había originado en cierta imagen de sí mismo: un hombre civilizado, constante, digno de confianza, leal y audaz; capaz de ganar con orgullo y de perder con gracia. Tony Cox le había mostrado una imagen nueva: lo bastante ingenuo para dejarse seducir por una chica ligera de cascos; lo bastante débil para traicionar su confianza ante la primera amenaza de extorsión; y lo bastante arrastrarse por el suelo pidiendo misericordia.
Se restregó con fuerza los ojos, pero la imagen seguía invadiendo su mente. Permanecería con él durante el resto de su vida.
Pero su vida no tenía por qué ser larga.
Finalmente se movió. Se sentó en el borde de la cama, y después se levantó. En la sábana había sangre, su sangre, un vergonzoso recuerdo. El sol se había elevado en el cielo y su luz brillante penetraba ahora por la ventana. Le hubiera gustado cerrarla, pero el esfuerzo era excesivo. Salió cojeando de la habitación, cruzó la salita y se dirigió a la cocina. La tetera y el bote del té estaban allí donde ella los había dejado, después de preparar la infusión. Había esparcido descuidadamente algunas hojas de té por la superficie de formica y no se había molestado en volver a poner la botella de leche dentro del pequeño frigorífico.
El botiquín de primeros auxilios estaba en un armario alto, cerrado con llave, donde los niños no pudieran alcanzar. Tim arrastró un taburete por el suelo de mosaico Marley y se subió en él. La llave estaba encima del armarito. Abrió la puerta y sacó un pequeño bote de metal con una fotografía de la catedral de Durham en la tapa.
Bajó del taburete y dejó el bote. Dentro encontró vendas, un rollo de vendaje, tijeras, crema antiséptica, agua medicinal para cólicos infantiles, un tubo equivocado de «Ambré Solaire» y un gran frasco lleno de píldoras para dormir. Sacó las píldoras y volvió a tapar el frasco. Buscó después un vaso en otro armario.
Se esforzó en no hacer cosas: en no guardar la leche, en no limpiar las hojas de té dispersas, en no meter en el botiquín la lata de primeros auxilios, en no cerrar la puerta del armario de la vajilla. No había necesidad alguna, se repetía constantemente.
Llevó el vaso y las píldoras a la sala de estar y los colocó encima del escritorio. No había nada más en la mesa excepto un teléfono: siempre la dejaba limpia al terminar el trabajo.
Abrió el armario de debajo del aparato de la televisión. Ahí estaba la bebida que había planeado ofrecerle a la chica. Había whisky, gin, jerez seco, un buen brandy y una botella intacta de eau de vie de ciruelas, que alguien le había traído de Dordoña. Tim escogió a ginebra, aunque no le gustaba.
Puso un poco en el vaso que tenía sobre el escritorio, y después se sentó en la butaca de alto respaldo.
No tenía voluntad para esperar, quizá durante años, la venganza que le devolviera su autoestima. Sin embargo, en esos momentos no podía perjudicar a Cox sin perjudicarse él mismo mucho más. Denunciar a Cox significaba denunciar a Tim.
Pero los muertos no sentían dolor alguno.
Podía destruir a Cox y morir.
En las presentes circunstancias parecía la única salida.