La sala de, redacción cobró vida repentinamente. A las ocho de la mañana todavía estaba tan silenciosa como un depósito de cadáveres, y ese silencio solamente lo interrumpían ruidos inanimados como el tartamudeo del tele-tipo y el susurro de los periódicos que Cole estaba leyendo. Ahora tres mecanógrafas estaban pulsando las teclas, uno de los Muchachos silbaba una canción pop y un fotógrafo con chaqueta de cuero estaba discutiendo con un subdirector sobre un partido de fútbol. Los periodistas iban entrando. La mayoría de ellos tenían su rutina mañanera: uno compraba té, otro encendía un cigarrillo, otro volvía la página tercera del Sun para mirar el desnudo; cada uno de ellos tenía una rutina que le ayudaba a empezar el día.
Cole creía que dejarle un respiro de algunos minutos a la gente antes de empujarla al trabajo contribuía a crear un ambiente ordenado y tranquilo. Su director, Cliff Poulson, lo planteaba de otra manera. Poulson, con sus ojos verdes de batracio y su acento de Yorkshire, solía decir:
—No te quites el abrigo, muchacho.
Su deleite era tomar decisiones bruscas, con su eterna prisa y su aire frágil afable, creaba un ambiente frenético. Poulson era un monstruo de la velocidad. Cole no recordaba que ninguna noticia se hubiera perdido una edición porque alguien hubiera perdido un minuto meditándola.
Ya hacía cinco minutos que estaba Kevin Hart. Leía el Mirror, apoyando una cadera en el borde de la mesa, mostrando la elegante caída de los pantalones de su traje rayado. Cole le llamó:
—Hay una llamada al Yard, Kevin, por favor. —El joven cogió un teléfono.
Los avisos de Bertie Chieseman estaban sobre la mesa: un montoncito grueso de notas. Cole miró a su alrededor. La mayoría de los periodistas había llegado. Ya era hora de ponerse a trabajar. Escogió entre los avisos, clavando algunos en un pincho afilado de metal y repartió los otros entre los periodistas dándoles breves instrucciones.
—Anna, un agente tuvo problemas en Holloway Road… Llama por teléfono a la comisaría más cercana y pregunta lo que pasó. Si es cosa de borrachos, olvídalo. Joe, este incendio en el East End… Compruébalo con la Brigada. Un robo en una casa de Chelsea, Phillip. Mira la dirección en el Directorio de Kelly por si allí vive alguien famoso. Barney… «La Policía persiguió y arrestó a un irlandés en una casa de la calle Queenstown, Camdem.» Llama al Yard y pregúntales si tiene que ver con el IRA.
Sonó un teléfono interior y Cole lo cogió.
—Arthur Cole.
—¿Qué tienes para mí, Arthur?
Cole reconoció la voz del jefe de ilustración.
—De momento —respondió Cole— parece que el punto fuerte será la votación de anoche en los Comunes.
—¡Pero eso ya estuvo en la televisión de ayer!
—¿Me has llamado para preguntarme algo o para contarme cosas?
—Supongo que será mejor que envíe a alguien a Downing Street para tomarle una fotografía de hoy al Primer Ministro. ¿Algo más?
—Nada que no esté en los periódicos de la mañana.
—Gracias, Arthur.
Cole colgó el teléfono. Resultaba pobre seguir con la noticia de ayer. Estaba haciendo todo lo posible para ponerla al día; dos periodistas estaban investigando las reacciones. Llamaban por teléfono a miembros del Parlamento, pero no a los ministros.
Un periodista de mediana edad, que filmaba en pipa, dio una voz:
—Acaba de llamar Mrs. Poulson. Cliff no vendrá hoy. Tiene cólico Delhi.
Cole lanzó un gruñido.
—¿Y cómo ha podido atrapar eso en Orpington?
—Una cena con curry.
—Vaya. —Todo iba muy bien, pensó Cole. Según las perspectivas, ése sería el día más pobre del mes en noticias, y Poulson no aparecería porque estaba enfermo. Con el secretario de redacción de vacaciones, Cole se quedaba solo. Kevin Hart se acercó a su escritorio.
—Nada en Scotland Yard —dijo—. Tranquilidad toda la noche.
Cole alzó la mirada. Hart tendría unos veintitrés años y era muy alto, con cabello rizado que llevaba largo. Cole ahogó un espasmo de irritación.
—Eso es ridículo —dijo—. En Scotland Yard nunca hay una noche enteramente tranquila. ¿Qué pasa con la oficina de Prensa?
—Podríamos escribir un artículo: «La primera noche en un millar de años que en Scotland Yard reina la tranquilidad por ausencia de delitos» —dijo Hart con una mueca.
Su frivolidad irritó a Cole.
—No debes contentarte nunca con una respuesta semejante de Scotland Yard —dijo fríamente.
Hart enrojeció. Le avergonzaba ser amonestado como un aprendiz de periodista.
—Volveré a llamarles, ¿es eso?
—No —dijo Cole, viendo que ya había conseguido su propósito—. Quiero que escribas un artículo. ¿Conoces ese nuevo campo de petróleo del mar del Norte?
Hart asintió.
—Lo llaman Shield.
—Sí. El Ministerio de Energía no tardará en anunciar quién ha conseguido el permiso para explotarlo. Prepara un escrito para cuando se haga ese anuncio. Ambiente, lo que significará el permiso para la gente que lo pide, cómo toma la decisión el ministro. Esta tarde podemos entregar tu artículo dejando un espacio para la última noticia.
—De acuerdo. —Hart se volvió y se encaminó hacia la biblioteca.
Sabía que se le había encargado un trabajo aburrido como una especie de castigo, pero lo aceptaba serenamente, pensó Cole. Estuvo contemplando un momento la espalda del muchacho. Irritaba a Cole, con su cabello largo y sus trajes. Tenía demasiada confianza en sí mismo, pero, ciertamente, los periodistas necesitaban una buena dosis de cara dura.
Cole se levantó y se dirigió a la mesa de los redactores. El subjefe de redacción tenía delante la noticia recibida por cable sobre la presentación del Proyecto Industrial y los nuevos datos aportados por los periodistas de Cole. Cole miró por encima de su hombro. En un bloc de notas aquél había escrito:
MIEMBRO REBELDE DEL PARLAMENTO DIJO: «Únete a los libs.»
El subjefe se rascó la barba y alzó la mirada.
—¿Qué te parece?
—Parece una historia sobre el Movimiento Feminista —dijo Cole—. No me gusta.
—Tampoco a mí. —El subjefe arrancó la hoja del bloc, la arrugó y la arrojó a una papelera de metal—. ¿Qué otras novedades tenemos?
—Nada. Acabo de dar ahora mismo los soplos.
El hombre barbudo asintió y miró reflexivamente el reloj que colgaba del techo, delante de él.
—Esperemos conseguir algo decente para la segunda. Cole se inclinó por encima de él y escribió en el bloc de notas:
MIEMBRO REBELDE DEL PARLAMENTO DIJO: «UNÍOS A LOS LIBERALES.»
—Tiene más sentido —dijo—, pero es lo mismo. El subjefe hizo una mueca.
—¿Quieres un empleo?
Cole volvió a su escritorio. Se acercó Annela Sims y dijo:
—El incidente en Holloway Road acabó en nada. Un grupo de alborotadores, ningún arresto.
—Okay —dijo Cole.
Joe Barnard dejó el teléfono y dijo en voz alta:
—Nada importante en ese incendio, Arthur. Ningún herido.
—¿Cuánta gente vive ahí? —preguntó Cole casi automáticamente.
—Dos adultos, tres niños.
—De modo que una familia de cinco personas escaparon de la muerte. Escribe eso.
Phillip Jones dijo:
—El piso robado parece que pertenece a Nicholas Crost, un violinista famoso.
—Bien —replicó Cole—. Llama a la comisaría de Chelsea y descubre lo que robaron.
—Ya lo he hecho. —Phillip sonrió—. Falta un Stradivarius.
Cole sonrió a su vez.
—Buen chico. Escribe eso y después ve allí y procura entrevistar al maestro afligido.
Sonó el teléfono y Cole lo cogió.
Aunque no hubiera querido admitirlo, estaba divirtiéndose mucho.