Tony Cox estaba en una cabina telefónica en la esquina de Quill Street, Bethnal Green, con el receptor en el oído. Estaba sudando debajo de su cálido abrigo con cuello de terciopelo. En la mano sostenía la cadena sujeta al cuello del perro que había fuera. El perro también sudaba.
El teléfono del otro lado de la línea respondió y Tony introdujo una moneda en la ranura.
—¿Diga? —respondió una voz con el tono de quien no está realmente acostumbrado a estos nuevos teléfonos caprichosos.
Tony se expresó en términos breves.
—Es hoy. Prepáralo. —Colgó sin dar su nombre o esperar una respuesta.
Se alejó a grandes pasos por la estrecha calzada, tirando del perro detrás de él. Era un bóxer de pura raza, de cuerpo cuidado y poderoso y Tony tenía que tirar continuamente de la cadena para mantener el paso igual. El perro era fuerte, pero su amo era mucho más fuerte.
Las puertas de las viejas casas con terraza daban directamente a la calle. Tony se detuvo delante de aquélla donde estaba estacionado el «Rolls Royce» de color gris. Empujó la puerta abierta de la casa. Nunca estaba cerrada con llave, pues los ocupantes no temían a los ladrones.
La pequeña casa olía a comida. Tirando del perro que le seguía, Tony se dirigió a la cocina y se sentó en una silla.
Desenganchó la cadena del collar del perro y lo alejó con una palmada amistosa en el anca. Se levantó y se quitó el abrigo.
En el fogón de gas se calentaba una tetera y sobre un pedazo de papel parafinado había unas lonchas de tocino. Tony abrió un cajón y sacó un cuchillo de cocina con una hoja de diez pulgadas. Probó el filo con el pulgar, decidió que necesitaba un afilado y salió al patio.
Había una vieja rueda de afilar debajo del cobertizo inclinado. Tony se sentó al lado en un taburete de madera y pedaleó como había visto hacer a su padre años atrás. Le hacía sentirse bien hacer las cosas como su padre las había hecho. Lo recordó: un hombre alto y atractivo, de cabello ondulado y ojos brillantes, haciendo chispas con la piedra de afilar mientras sus hijos reían a gritos. Había sido vendedor en un mercado callejero. Vendía porcelana y cacharros, y pregonaba su mercancía con voz atractiva y fuerte. Solía hacer comedia fingiendo fastidiar al vendedor de comestibles contiguo, al que gritaba:
—Vaya, ahí estás. Acabo de vender un cazo por diez peniques. ¿Cuántas patatas has de vender tú antes de juntar medio chelín?
Avistaba a cualquier mujer forastera a muchos metros de distancia y utilizaba desvergonzadamente su atractivo personal.
—Oye, cariño, escúchame. —Esto se lo decía a una mujer de mediana edad con una redecilla en la cabeza—. Por esta parte del mercado no vienen muchas chicas guapas, así que estoy dispuesto a venderte esto perdiendo dinero y espero que vuelvas otro día. Fíjate… culo sólido de cobre, perdona la palabra, y es el último que me queda; ya he hecho mi ganancia con los otros de modo que puedes quedártelo por dos libras, la mitad de lo que me ha costado, sólo porque has hecho latir más de prisa el corazón de un viejo, y tómalo en seguida antes de que cambie de idea.
A Tony le había sorprendido el rápido cambio experimentado por su viejo después de perder un pulmón. Su cabello se volvió blanco, las mejillas se le hundieron y su espléndida voz se volvió aguda y rechinante. La parada le pertenecía por derecho a Tony, pero por aquel entonces ya disponía de sus propias fuentes de ingreso de modo que se la había cedido al joven Harry, su hermano mudo, que se había casado con una hermosa chica de Whitechapel con paciencia suficiente para aprender a hablar con las manos. Se necesitaban redaños para que un mudo se hiciese cargo de una parada del mercado, escribiendo en una pizarra cuando quería hablar con los clientes, y guardando en el bolsillo una tarjeta postal con la palabra GRACIAS en letras mayúsculas que exhibía cuando se hacía una venta. Pero lo hacía bien y Tony le prestó el dinero para trasladarse a una tienda adecuada y contratar un encargado; y también con esa tienda tuvo éxito. Redaños… era cosa de familia.
El cuchillo de cocina ya estaba bastante afilado. Lo probó y se hizo un corte en el pulgar. Manteniéndolo contra los labios, entró en la cocina.
Su madre estaba allí. Lillian Cox era bajita y algo gorda —su hijo había heredado la tendencia a engordar sin ser bajo— y tenía mucha más energía que lo que era corriente en una mujer de sesenta y tres años. Le dijo a Tony:
—Te estoy preparando un poco de pan frito.
—Estupendo. —Dejó el cuchillo y buscó una venda—. Ten cuidado con ese cuchillo; lo he afilado demasiado.
Ella atendió el corte en el dedo, manteniéndolo bajo el grifo de agua fría y contó hasta cien, poniéndole después una pomada antiséptica y gasa, y finalmente una pequeña venda sujeta con un imperdible. Tony se quedó quieto dejándole hacer lo que quería.
—Eres un buen chico al procurar que tenga los cuchillos afilados —le dijo ella—. ¿Dónde has ido tan de mañana?
—He llevado el perro al parque. Y tenía que llamar a alguien por teléfono.
Ella hizo un ruido de disgusto.
—Que yo sepa, no le pasa nada malo al teléfono de la salita.
Tony se inclinó sobre la sartén para olfatear el tocino que se freía.
—Ya sabes lo que pasa, mamá. El Viejo Bill escucha por ese teléfono.
Ella le puso en la mano un bote de té.
—Entonces ve ahí y prepara el té.
Tony se llevó la tetera a la sala de estar y la dejó sobre un salvamanteles. La mesa redonda estaba puesta con un mantel bordado, cubiertos para dos personas, sal y pimienta y botellas de salsa.
Tony se sentó cerca de la chimenea, donde solía sentarse el viejo. Desde allí cogió del aparador dos tazas y dos platos. Pensó otra vez en su padre, controlando las comidas con el dorso de la mano y una buena dosis de rimas en argot. «Aparta las pezuñas», vociferaba si ellos ponían los codos en la mesa. Lo único que Tony tenía contra él era su manera de tratar a mamá. Como era tan atractivo y simpático, tenía relaciones con otras mujeres, y algunas veces se gastaba el dinero en comprarles ginebra en vez de llevarlo a casa.
En aquellas ocasiones, Tony y su hermano iban al mercado de Smithfield y robaban los desperdicios de debajo de los mostradores para vendérselos a la fábrica de jabón por unas pocas monedas. Y no entró en el ejército; pero en aquellos días de guerra muchos chicos listos consiguieron escapar.
—¿Qué haces… te vas a dormir otra vez o vas a servir ese té? —Lillian puso un plato delante de Tony y se sentó frente a él—. No importa, ya lo haré yo.
Tony cogió su cubierto sosteniendo el cuchillo como si fuese un lápiz, y empezó a comer. Había salchichas, dos huevos fritos, tomates de lata y algunas rebanadas de pan frito. Tomó un bocado antes de probar la salsa marrón. Después de sus esfuerzos matinales estaba hambriento.
Su madre le pasó el té.
—No sé —dijo—, nunca tuvimos miedo de usar el teléfono cuando tu padre vivía, que en paz descanse. Tenía mucho cuidado en no meterse en el camino del Viejo Bill.
Tony pensó que en tiempos de su padre no tenían teléfono, pero lo dejó correr.
—Sí —comentó—, tenía tanto cuidado que murió pobre.
—Pero honrado.
—¿Lo era, de verdad?
—Sabes jodidamente bien que lo era y que no te oiga decir nunca lo contrario.
—Mamá, no me gusta que digas palabrotas.
—No deberías provocarme.
Tony comió en silencio y acabó con rapidez. Vació su taza de té y comenzó a desenvolver un cigarro.
Su madre le cogió la taza.
—¿Más té?
Tony miró su reloj.
—No, gracias. He de hacer un par de cosas. —Encendió el cigarro y se levantó—. Me ha sentado muy bien este desayuno.
Ella achicó los ojos.
—¿Algún problema?
Eso le molestó. Lanzó humo al aire.
—¿Y a quién le importa?
—Es tu vida, de acuerdo. Ya nos veremos después. Pero procura cuidarte.
Tony la miró un largo rato. Aunque ella cedía ante él, era una mujer fuerte. Había mandado en la familia desde que el viejo murió: componiendo matrimonios, pidiéndole prestado a un hijo para darle a otro, aconsejando y utilizando su desaprobación como una poderosa sanción. Se había resistido a todos los esfuerzos para trasladarla de Quill Street a un agradable y pequeño bungalow en Bournemouth, sospechando —certeramente— que la vieja casa y sus recuerdos eran un símbolo poderoso de su autoridad. En otro tiempo había habido una arrogancia real en su nariz de puente alto y su puntiaguda barbilla: ahora era regia pero en forma resignada, como un monarca abdicado; sabiendo que era sensato aflojar las riendas del poder pero lamentándolo igualmente. Tony se daba cuenta de que por ese motivo ella le necesitaba: él era ahora el rey, y al tenerle viviendo con ella eso la mantenía cerca del trono. Tony la quería porque ella le necesitaba. Nadie más le necesitaba.
Ella se levantó.
—Bueno, ¿te vas?
—Sí.
Tony advirtió que se había perdido en sus pensamientos. La rodeó con los brazos y le dio un breve apretón. Nunca la besaba.
—Adiós, mamá.
Cogió su abrigo, le dio un golpecito cariñoso al perro y salió.
El interior del «Rolls» estaba caliente. Apretó el botón que bajaba la ventanilla antes de acomodarse en el asiento de cuero y alejarse.
Le complacía conducir el coche por las callejuelas del East End. El lujo insolente del vehículo, en contraste con las calles estrechas y las viejas casas miserables contaba la historia de la vida de Tony Cox y la gente contemplaba el coche —amas de casa, vendedores de periódicos, trabajadores y villanos— y se decían: «Ahí va Tony Cox. Ha prosperado.»
Sacudió la ceniza de su cigarro por la ventanilla abierta. Había prosperado. Compró su primer coche por seis libras esterlinas cuando tenía dieciséis años. El certificado del Ministerio de Transporte que compró en el mercado negro le había costado treinta chelines. Rellenó los formularios y volvió a vender el coche por ochenta libras.
No tardó mucho en tener un negocio de coches usados que pronto se convirtió en legítimo. Después lo vendió, con la mercancía, por cinco mil libras y entró en el mundo de los grandes negocios.
Utilizó las cinco mil libras para abrir una cuenta bancaria dando como referencia el nombre del que le había comprado el negocio de coches usados. Dio su nombre verdadero al director del Banco, pero una dirección falsa: la misma dirección falsa que había dado al comprador del negocio de coches.
Alquiló un almacén pagando tres meses por adelantado. Compró pequeñas cantidades de aparatos de radio y televisión y equipos de alta fidelidad a los fabricantes y los revendió a las tiendas de Londres. Pagaba a los suministradores al contado, y su cuenta bancaria tenía movimiento. Al cabo de un par de meses tenía pequeñas pérdidas pero se había ganado una reputación como persona digna de crédito.
En aquel momento hizo una serie de pedidos importantes. Los pequeños fabricantes a los que había pagado puntualmente un par de billetes de quinientas libras esterlinas le suministraron gustosamente mercancías por valor de tres o cuatro mil libras en las mismas condiciones de crédito: prometía ser un buen cliente.
Con el almacén lleno de caros aparatos electrónicos por los que no había pagado nada, hizo una liquidación. Toca—discos, aparatos de televisión en color, relojes digitales, grabadoras, amplificadores y radios, todo fue vendido a un precio de regalo, algunas veces a la mitad de su precio de mercado. El almacén se vació en dos días y Tony Cox guardó tres mil libras contantes y sonantes en dos maletas. Cerró el almacén y se marchó a casa.
Se estremeció en el asiento delantero del confortable coche al recordarlo. Jamás volvería a correr un riesgo semejante.
¿Y si uno de los suministradores se hubiera enterado de la liquidación? ¿Y si el director del Banco hubiera visto a Tony en un pub unos días después?
Ocasionalmente realizaba alguna estafa de compra a crédito, pero ahora utilizaba hombres de paja, que tan pronto como caía el hacha se iban a España a pasar unas largas vacaciones. Y nadie le veía la cara a Tony.
Sin embargo, sus intereses comerciales se habían diversificado. Tenía propiedades en el centro de Londres que alquilaba a jóvenes damitas a precios exorbitantes; poseía locales nocturnos; incluso dirigía un par de grupos pop. Algunos de sus negocios eran legítimos y otros eran delictivos; algunos eran ambas cosas y otros estaban en el límite nebuloso entre las dos, en ese punto en que la ley está insegura pero donde los comerciantes respetables que cuidan su reputación temen pisar.
El Viejo Bill sabía de sus actividades, naturalmente. Hoy en día, había tantos soplones que nadie podía convertirse en un delincuente respetable sin que su nombre figurase en los archivos de Scotland Yard. El problema estaba en conseguir pruebas, especialmente habiendo algunos detectives por ahí dispuestos a avisar por adelantado a Tony de cualquier incursión. No escatimaba el dinero que dedicaba a ese objetivo. Todos los agostos había tres o cuatro familias de policías veraneando en Benidorm con el dinero de Tony.
No es que confiase en ellos. Eran útiles pero todos se decían que un día pagarían su deuda de lealtad denunciándole. Un policía corrupto seguía siendo, finalmente, un policía. De modo que todas las transacciones se hacían al contado; no había anotaciones en los libros, solamente en la cabeza de Tony; todos los trabajos los llevaban a cabo sus compinches siguiendo instrucciones verbales.
Con el tiempo, se movía incluso con más seguridad, sencillamente actuando como banquero. Un organizador conseguía información privada y trazaba un plan; Tony encontraba después al cabecilla que organizaba el equipo y sus miembros. Los dos visitaban entonces a Tony y le contaban sus planes. Si Tony estaba de acuerdo, les prestaba el dinero para los sobornos, las armas, los coches, los explosivos y todo cuanto hiciera falta. Cuando habían realizado el trabajo, con los beneficios obtenidos le devolvían el préstamo aumentando cinco o seis veces en su valor.
El trabajillo de hoy no era tan sencillo. En éste, él era el organizador al mismo tiempo que el banquero. Eso significaba que tendría que andar con sumo cuidado.
Paró el coche en una callejuela y se apeó. Aquí las casas eran mayores —se habían construido para capataces y artesanos en vez de descargadores y obreros—, pero no eran mejores que las barracas de Quill Street. Las fachadas de cemento se resquebrajaban, los marcos de madera de las ventanas estaban podridos y los jardines frontales eran más pequeños que el portaequipajes del coche de Tony. Solamente media docena de aquellas casas estaban habitadas: el resto eran almacenes, oficinas o tiendas.
La puerta donde Tony llamó con los nudillos exhibía el letrero «Billiards and Snooker» y faltaba la mayor parte del «and». Le abrieron inmediatamente y Tony entró.
Estrechó la mano a Walter Burden y después le siguió al piso superior. Un accidente de carretera había dejado cojo y tartamudo a Walter, impidiéndole seguir en su trabajo de estibador. Tony le había confiado la dirección de la sala de billar, sabiendo que ese gesto —que a Tony no le costaba nada— le sería recompensado con un mayor respeto entre los habitantes del East End y una lealtad inquebrantable por parte de Walter.
—¿Quieres una taza de té, Tony? —le ofreció Walter.
—No, gracias, Walter, acabo de desayunar. —Miró a su alrededor la sala del primer piso con aires de propietario. Las mesas estaban cubiertas, el suelo de linóleo barrido y los palos ordenados en su lugar—. Tienes esto muy bien ordenado.
—Solamente hago mi trabajo, Tony. Tú cuidaste de mí, ya sabes.
—Sí. —Cox se acercó a la ventana y miró hacia abajo, a la calle. Al otro lado de la calzada, a unos pocos metros de distancia, había un «Morris 1100» estacionado. Dentro del vehículo había dos personas. Tony se sintió extrañamente satisfecho: había sido sensato al tomar esa precaución—.
¿Dónde tienes el teléfono, Walter?
—En la oficina. —Walter abrió una puerta, hizo entrar a Tony, cerró, quedándose él fuera.
La oficina estaba ordenada y limpia. Tony se sentó ante el escritorio y marcó un número.
—¿Diga? —respondió una voz.
—Recógeme —dijo Tony.
—Cinco minutos.
Tony colgó el receptor. Se le había apagado el cigarro.
Cuando las cosas le ponían nervioso dejaba que se le apagara el cigarro. Lo encendió nuevamente con un «Dunhill» dorado, y salió después.
Se dejó ver nuevamente por la ventana.
—De acuerdo, colega, me marcho —le dijo a Walter—. Si uno de esos jóvenes detectives del coche azul se empeña en llamar a la puerta, no respondas. Volveré dentro de media hora.
—No t-t-te preocupes. Puedes confiar en mí, ya lo sabes. Walter movía la cabeza como un pájaro.
—Sí, ya lo sé. —Tony tocó brevemente el hombro del hombre maduro y se dirigió al fondo del vestíbulo. Abrió la puerta y bajó apresuradamente por la escalera de incendios.
Rodeó un carrito infantil oxidado, un colchón empapado y los restos de un viejo vehículo. Entre las grietas de cemento del suelo brotaba tercamente la hierba. Un gato mugriento se apartó corriendo de su camino. Se le ensuciaron los zapatos de manufactura italiana.
Un portón conducía del patio a una calle estrecha. Tony fue hasta el fondo de esa callejuela. Al llegar al final un pequeño «Fiat» con tres hombres en su interior se acercó a la acera. Tony entró y ocupó el asiento vacío de atrás. El coche emprendió inmediatamente la marcha.
El conductor era Jacko, el lugarteniente de Tony. Al lado de Jacko se encontraba Willie el Sordo, que sabía ahora mucho más de explosivos que veinte años antes, cuando había perdido el oído izquierdo. En la parte de atrás, junto a Tony, estaba Peter «Jesse» James, cuyas dos obsesiones eran las armas y las chicas con voluminoso trasero. Eran buena gente; todos miembros permanentes de la empresa de Tony.
—¿Cómo está tu chico, Willie? —le preguntó Tony. Willie el Sordo dirigió su oreja sana hacia Tony. —¿Qué?
—Te he preguntado cómo está el joven Billy.
—Hoy cumple dieciocho —dijo Willie—. Es lo mismo, Tony. Nunca podrá cuidar de sí mismo. La asistenta social nos ha dicho que lo llevemos a una residencia.
Tony hizo un gesto de simpatía. Se esforzaba por ser amable con Willie el Sordo hablándole de su hijo retrasado; la enfermedad mental le asustaba.
—Tú no quieres hacerlo.
—Yo le dije a la mujer —dijo Willie—, ¿qué sabe una asistenta social? Es una chica de unos veinte años. Universitaria. Aunque no se impone.
Jacko intervino impaciente.
—Todos estamos a punto, Tony. Los muchachos están ahí, con los motores a punto.
—Bien. —Tony miró a Jesse James—. ¿Pipas?
—Un par de pistolas y una «Uzi».
—¿Una qué?
Jesse sonrió orgullosamente.
—Es una metralleta de nueve milímetros. Israelí.
—En marcha —murmuró Tony.
—Aquí estamos —dijo Jacko.
Tony sacó una gorra de trapo del bolsillo y se la encasquetó.
—Habéis llevado a los chicos adentro, ¿verdad?
—Sí —dijo Jacko.
—No me importa que sepan que es un trabajo de Tony Cox, pero no quiero que puedan decir que me han visto.
—Lo sé.
El coche entró en un patio lleno de chatarra. Estaba notablemente ordenado. Los capós de los coches estaban apilados de tres en tres en ordenadas hileras y las piezas amontonadas pulcramente: columnas de neumáticos, una pirámide de ejes traseros, un cubo de cilindros.
Cerca de la entrada había una grúa y un gran camión de transporte. Más adentro había una sencilla furgoneta «Ford» de color azul con las ruedas posteriores dobles junto al pesado equipo de oxiacetileno para cortar.
El coche se detuvo y Tony salió. Se sentía complacido. Le gustaban las cosas ordenadas. Los otros tres permanecieron cerca de él, esperando que Tony hiciera algo. Jacko encendió un cigarrillo.
—¿Te has asegurado del dueño?
Jacko asintió.
—El se ha cuidado de que la grúa, el transporte y el equipo cortador estuvieran aquí. Pero no sabe para qué son, y le hemos atado para cubrir las apariencias. —Comenzó a toser.
Tony le quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó caer en el barro.
—Esas cosas te hacen toser —dijo. Sacó un cigarro habano del bolsillo—. Fúmate esto y muere de vejez.
Tony regresó junto a la entrada. Los tres hombres le siguieron. Caminó esquivando los charcos y las manchas de barro pasando junto a una pila de millares de acumulaciones, entre montones de árboles de levas y cajas de cambios, hasta la grúa. Era un modelo pequeño, con tracción de oruga, capaz de levantar un coche, una camioneta o un camión ligero. Se desabrochó el abrigo y trepó por la escalerilla hasta la alta cabina.
Se sentó en el asiento del operador. Las ventanas circulares le permitían ver todo el patio. Era un terreno triangular. En un lado había un viaducto de ferrocarril y sus arcos de ladrillo estaban ocupados por almacenes. A un lado, un muro alto separaba aquel lugar de un parque de juegos infantiles y un solar baldío. La carretera pasaba por la parte delantera del patio y se curvaba ligeramente siguiendo el contorno del río unos metros más allá. Era una carretera amplia, pero poco transitada.
Al abrigo del viaducto había una choza construida con viejas puertas de madera que soportaban una cubierta de papel alquitranado. Los hombres debían estar allí, alrededor de una estufa eléctrica, bebiendo te y fumando nerviosamente.
Todo estaba en orden. Tony experimentó regocijo en su interior y el instinto le dijo que todo saldría bien. Salió de la grúa.
Mantuvo deliberadamente baja la voz, firme e indiferente.
—La furgoneta no sigue siempre la misma ruta. De la City a Loughton tienen muchas rutas para elegir. Pero este lugar está en la mayoría de las rutas, ¿cierto? Han de pasar por aquí a menos que quieran ir vía Birmingham o Watford. Ahora bien, de vez en cuando escogen rutas estúpidas. Y hoy podría ser uno de esos días. De modo que si el asunto no sale bien, les dais una compensación a los muchachos y los enviáis a casa hasta la próxima vez.
—Todos conocen las condiciones —dijo Jacko.
—Bien. ¿Algo más?
Los tres hombres siguieron en silencio.
Tony dio las instrucciones finales.
—Todos llevaréis máscara. Todos llevaréis guantes. Nadie hablará. —Miró a los hombres uno detrás de otro para comprobar su asentimiento. Después añadió—: De acuerdo, llevadme de regreso.
No hubo más conversación mientras el «Fiat» rojo recorría su camino girando por las pequeñas calles hasta la callejuela de detrás de la sala de billares.
Tony salió, después se inclinó ante la puerta delantera del pasajero y habló a través de la ventanilla.
—Es un buen plan y si lo hacéis bien dará resultado. Hay un par de espinas que desconocéis todavía… guardas de seguridad, hombres en el interior. Mantened la calma, haced bien las cosas, y lo conseguiremos igualmente. —Hizo una pausa—. Y no disparéis contra nadie con esa condenada arma, no jodáis.
Caminó por la callejuela y entró en la sala de billares por la puerta trasera. Walter estaba jugando al billar en una de las mesas. Se incorporó al oír la puerta.
—¿Todo bien, Tony?
Tony se acercó a la ventana.
—¿La compañía no se ha movido de ahí? —Podía ver el «Monis» azul en el mismo lugar.
—Ahí se han quedado fumando hasta reventar.
Era una suerte, pensó Tony, que la ley no dispusiera de hombres suficientes para vigilarle de noche como lo hacían durante el día. La vigilancia de nueve a cinco le era muy útil porque le permitía establecer coartadas sin restringir gravemente sus actividades. Cualquier día empezarían a seguirle las veinticuatro horas. Pero ya le avisarían con tiempo suficiente.
Walter hizo un gesto con el dedo hacia la mesa.
—¿Te apetece un descanso?
—No. —Tony se apartó de la ventana—. Tengo el día muy ocupado. —Bajó la escalera y Walter le siguió cojeando—. Adiós, Walter —dijo Tony mientras salía a la calle.
—Hasta pronto, Tony —respondió Walter—. Que Dios te bendiga, muchacho.