Felix Laski no tenía mucho dinero a pesar de que era muy rico. Su riqueza tomaba la forma de acciones, tierras, edificios y, ocasionalmente, propiedades más vagas, como el guión de una película o la tercera parte de un invento para preparar patatas fritas instantáneas. Los periódicos solían comentar que si todas las riquezas de Laski se convirtieran en dinero contante y sonante, Laski tendría muchos millones de libras; y Laski solía decir, igualmente, que sería casi imposible convertir su riqueza en dinero.
Desde la estación de ferrocarril de Waterloo hasta la City iba andando porque creía que la pereza provocaba infartos en los hombres de su edad. Esta preocupación por su salud era una tontería porque a sus cincuenta años gozaba de una salud tan buena como la mejor que pudiera encontrarse en una milla cuadrada. Con una estatura de casi un metro ochenta y dos centímetros y un pecho como la popa de un navío de guerra, era tan vulnerable a un ataque cardíaco como un joven buey.
Su figura resultaba impresionante mientras cruzaba el puente Blackfriars, bajo el tímido sol mañanero. Sus ropas eran caras, desde la camisa de seda azul hasta los zapatos hechos a mano; según las normas de la City, Felix Laski era un dandy. Lo era porque en el pueblo donde Laski había nacido todo el mundo usaba mono de algodón y una gorra de tela; ahora los buenos trajes le producían placer al recordarle lo que había dejado atrás.
Su manera de vestir formaba parte de su imagen, que era la imagen de un pirata. Sus tratos solían involucrar riesgo, u oportunismo, o ambas cosas; y él procuraba que desde fuera parecieran más astutos de lo que eran. La reputación de poseer el toque mágico era más valiosa que un banco mercantil.
Esa imagen era lo que había seducido a Peters. Laski pensaba en Peters mientras caminaba decididamente por delante de la catedral de San Pablo hacia su cita. Hombre de miras estrechas, intolerante, su especialidad era el movimiento del dinero: no en créditos, sino fondos físicos, papel moneda. Trabajaba para el Banco de Inglaterra, la fuente de la moneda de curso legal. Su trabajo consistía en disponer la creación y la destrucción de monedas y billetes. Él no dictaba las reglas —eso se hacía a un nivel superior, quizás en el Ministerio—, pero sabía cuántos billetes de cinco libras necesitaba el «Barclays Bank» antes que ellos.
Laski le había conocido en la fiesta de inauguración de un bloque de oficinas construido por una financiera. Laski solía acudir a reuniones semejantes sin otro interés que conocer a personas como Peters, que algún día podrían serle de utilidad. Cinco años después, Peters le era útil. Laski le llamó al Banco y le pidió que le recomendara un numismático que le aconsejara sobre una compra ficticia de monedas antiguas. Peters le dijo que él mismo era coleccionista, aunque modesto, y que él examinaría aquellas monedas, si Laski quería. Espléndido, dijo Laski, y se apresuró a ir en busca de las monedas. Peters le aconsejó que las comprase. De pronto, ya eran amigos.
(La compra se convirtió en la base de una colección que ahora valía el doble de lo que Laski había pagado por ella. Eso fue incidental en cuanto a su propósito, pero Laski se sentía extraordinariamente orgulloso del hecho.)
Resultó que Peters era un hombre madrugador, en parte porque le gustaba, pero también porque el dinero tenía su movimiento por la mañana, de modo que la mayor parte de su trabajo se tenía que realizar antes de las nueve de la mañana. Laski supo que Peters tenía la costumbre de tomar café todos los días, alrededor de las seis de la mañana, en un determinado café, y comenzó a reunirse con él, al principio de vez en cuando, y más adelante regularmente. Laski fingía ser también un hombre madrugador, y se unía a los comentarios de Peters en sus elogios a las calles tranquilas y el aire fresco de la madrugada. A decir verdad, a Laski le gustaba levantarse tarde, pero estaba dispuesto a hacer muchos sacrificios si había alguna posibilidad de que su poco probable proyecto tuviera éxito.
Entró en el café, jadeante. A su edad, incluso un hombre en buena forma tenía derecho a resoplar después de una larga caminata. El lugar olía a café y pan fresco. De las paredes colgaban tomates de plástico y acuarelas del lugar de nacimiento del propietario, en Italia. Detrás del mostrador, una mujer con bata y un joven de cabello largo preparaban montañas de bocadillos para los centenares de personas que comen algo a toda prisa en sus escritorios al mediodía. En algún lugar del local había una radio, pero no se oía con fuerza. Peters ya estaba allí, en un asiento junto a la ventana.
Laski pidió café y un bocadillo de leberwurst y se sentó frente a Peters, que estaba comiendo buñuelos; parecía ser una de esas personas que nunca engordan. Laski le dijo:
—Tendremos un buen día. —Su voz era resonante y profunda, como la de un actor, con un ligero acento de Europa Oriental.
—Precioso —respondió Peters—. Y a las cuatro y media ya estaré en mi jardín.
Laski bebía el café a pequeños sorbos y miraba al otro hombre. Peters llevaba el cabello muy corto, un bigote pequeño, y su cara era pálida. Todavía no había empezado a trabajar y ya estaba pensando en volver a casa; Laski pensó que aquello era trágico. Experimentó una momentánea punzada de compasión por Peters y por todos los demás hombrecillos para quienes el trabajo era un medio en vez de un fin.
—Me gusta mi trabajo —dijo Peters, como si hubiera leído la mente de Laski.
Laski disimuló su sorpresa.
—Pero le gusta más su jardín.
—Cuando hace este tiempo, sí. ¿Tiene usted un jardín… Félix?
—Mi ama de llaves cuida de las jardineras de las ventanas. No soy hombre de pasatiempos. —Laski se fijó en la inseguridad de Peters al usar su nombre de pila. El hombre estaba algo desconcertado, decidió. Tanto mejor.
—No tendrá usted tiempo, supongo. Debe usted trabajar muy duramente.
—Así suelen decírmelo. Pero la verdad es que prefiero pasar las horas entre las seis de la tarde y la media noche ganando cincuenta mil dólares a estar contemplando actores que fingen matarse el uno al otro en la televisión.
Peters se echó a reír.
—Ahora resulta que el cerebro más imaginativo de la City no tiene imaginación.
—No le entiendo.
—Usted tampoco lee novelas ni va al cine, ¿verdad?
—No.
—¿Lo ve? Hay en usted un punto ciego…, no puede compenetrarse con la ficción. Esto es común en la mayoría de los financieros más emprendedores. Esa incapacidad parece estar unida a una perspicacia superior, del mismo modo que un ciego posee un oído supersensible.
Laski frunció el ceño. Ser analizado le colocaba en situación de desventaja.
—Quizá —respondió.
Peters pareció observar su contrariedad.
—Me fascinan las carreras de los grandes hombres de empresa —dijo.
—También a mí —respondió Laski—. Creo que es muy interesante ahondar en las ideas luminosas de los otros. —¿Cuál fue su primer éxito, Félix?
Laski se relajó. Ése era territorio familiar para él.
—Supongo que fue «Woolwich Chemicals» —dijo—. Era un pequeño fabricante de productos farmacéuticos. Después de la guerra establecieron una pequeña cadena de farmacias en calles principales con objeto de asegurarse el mercado. El problema estaba en que sabían mucho de química y nada sobre la venta al por menor y las tiendas absorbieron la mayor parte de los beneficios producidos por la fábrica.
»En aquellos tiempos yo trabajaba para un agente de Bolsa y había ganado algún dinero comprando y vendiendo acciones. Hablé con mi jefe y le ofrecí la mitad de las ganancias si quería financiar el trato. Compramos la empresa y casi inmediatamente vendimos la fábrica a ICI casi por la misma cantidad que nos habían costado las acciones. Después cerramos las tiendas y las vendimos una por una… Todas estaban situadas en lugares de privilegio.
—Nunca llegaré a comprender este tipo de cosas —dijo Peters—. Si la fábrica y las tiendas tenían tanto valor, ¿por qué se vendían baratas las acciones?
—Porque la empresa estaba perdiendo dinero. No habían pagado ningún dividendo durante años. Los directivos no tuvieron valor para jugarse las fichas que les quedaban, por decirlo así. Nosotros lo hicimos. En el negocio todo es cuestión de valor. —Empezó a comer el bocadillo.
—Es fascinante —dijo Peters. Miró su reloj—. Tengo que irme.
—¿Mucho trabajo? —preguntó Laski casualmente. —Hoy es precisamente uno de esos días… y eso significa siempre dolores de cabeza.
—¿Pudo usted solucionar aquel problema?
—¿Cuál?
—El de las rutas. —Laski bajó una fracción el tono de voz—. Su gente de seguridad quería que enviase el convoy por una ruta diferente cada vez.
—No. —Peters estaba molesto: había cometido una indiscreción al hablarle a Laski de aquel problema—. Realmente sólo hay un camino sensato para llegar allí. Sin embargo… —Se levantó.
Laski sonrió y mantuvo la indiferencia en su voz.
— De modo que hoy el gran cargamento seguirá la vieja ruta directa.
Peters se colocó un dedo en los labios.
—Seguridad —dijo.
—Claro.
Peters cogió su impermeable.
—Adiós.
—Nos veremos mañana —dijo Laski con una amplia sonrisa.