Fue la noche más feliz en la vida de Tim Fitzpeterson.
Esto es lo que él pensó en el momento en que abrió los ojos y vio a la chica en la cama, a su lado, durmiendo todavía.
No se movió por temor a despertarla; pero la miró, casi furtivamente, a la luz fría del alba londinense. Dormía boca arriba, con la total relajación de un niño. Tim recordó a su Adrienne cuando era pequeña. Apartó de su mente ese pensamiento inoportuno.
La chica acostada a su lado tenía el cabello rojizo, acoplado a su pequeña cabeza como una gorra, dejando ver sus diminutas orejas. Todos sus rasgos eran pequeños: nariz, barbilla, pómulos, dientes delicados. En una ocasión, durante la noche, le había cubierto la cara con sus manos torpes y anchas, y le apretó suavemente con los dedos las concavidades de los ojos y de las mejillas, abriéndole con los pulgares los blandos labios, como si la piel de sus dedos pudiera sentir la belleza de ella como el calor de un fuego.
Su brazo izquierdo descansaba lánguidamente fuera del cobertor que estaba corrido hacia abajo y dejaba al descubierto unos hombros estrechos y delicados y un pecho pequeño, con el pezón adormecido.
Yacían separados, sin tocarse, aunque él percibía el calor de la cadera femenina próxima a la suya. Apartó la mirada de la chica para dirigirla al techo y por un momento se dejó invadir por el placer puro del recuerdo de la fornicación, como un estremecimiento físico; después se levantó.
Permaneció en pie junto a la cama y volvió a mirarla. Ella seguía durmiendo. La débil luz matutina no le restaba belleza a pesar de sus cabellos alborotados y los restos desaliñados de lo que había sido un elaborado maquillaje. El alba era menos amable con Tim Fitzpeterson, él lo sabía. Por esto intentó no despertarla; quería verse en un espejo antes de que ella le mirase.
Se dirigió desnudo al cuarto de baño, pisando sin hacer ruido la alfombra de un verde descolorido de la sala. Por un momento vio aquel lugar como si fuese la primera vez y le pareció desesperanzadoramente sin interés. La alfombra hacía juego con un sofá de un verde más triste todavía y unos almohadones floreados y descoloridos. Había también un escritorio sencillo de madera, como los que pueden verse en un millón de oficinas; un antiguo aparato de televisión en blanco y negro; un mueble archivador y un estante con libros de leyes y de economía más algunos volúmenes de Hansard. En otro tiempo le había parecido audaz tener un pied-á-terre en Londres.
En el cuarto de baño había un espejo de cuerpo entero que no había comprado Tim, sino su esposa, en la época en que ella todavía no se había retirado del todo de la vida de la ciudad. Tim se contempló en el espejo mientras esperaba que se llenara la bañera, preguntándose qué habría en aquel cuerpo de mediana edad que pudiese llevar a una hermosa chica de —¿cuántos, veinticinco años?— a un frenesí de lujuria. Era un hombre sano, pero no estaba en forma, no en el sentido en que se usa esa palabra para describir a los hombres que hacen ejercicio y visitan el gimnasio. Era un hombre bajo, y su complexión corpulenta la subrayaba una ligera grasa superflua, especialmente en el pecho, la cintura y las nalgas. Su físico era bueno, para un hombre de cuarenta y un años, pero no tenía nada que pudiera excitar ni a la más ardiente de las mujeres.
El espejo se empañó con el vapor y Tim se metió en la bañera. Apoyó la cabeza y cerró los ojos. Pensó para sí que había dormido menos de dos horas y sin embargo se sentía vigoroso. Por su educación tendría que creer que el dolor y el malestar, e incluso la enfermedad, eran consecuencia de noches perdidas, bailes, adulterios y exceso de bebidas. Todos aquellos pecados juntos deberían provocar la ira de Dios.
Pero no era así; las consecuencias del pecado eran una pura delicia. Comenzó a enjabonarse lánguidamente. Todo había comenzado en una de aquellas espantosas cenas: cóctel de pomelo, bistec demasiado hecho y bomba sin sorpresa para trescientos miembros de una organización inútil. El discurso de Tim había sido solamente otra exposición de la estrategia actual del Gobierno, subrayado emotivamente para despertar la simpatía de la audiencia. Más tarde había accedido a ir a algún otro lugar para tomar un trago con uno de sus colegas —un joven y brillante economista— y dos personas del público de escaso interés.
El lugar había resultado ser un local nocturno que normalmente hubiera excedido los recursos de Tim; pero fue otro el que pagó la entrada. Una vez dentro, Tim empezó a divertirse, hasta el punto en que invitó a los otros a una botella de champán utilizando su tarjeta de crédito. Otras personas se unieron al grupo: el ejecutivo de una compañía cinematográfica del que Tim había oído hablar vagamente; un guionista del que no sabía nada; un economista de izquierda que daba apretones de manos sonriendo irónicamente y que evitaba hablar de sus ocupaciones; y las chicas.
El champán y el espectáculo le excitaron ligeramente. En los viejos tiempos, al llegar a ese punto hubiera llevado a Julia a casa y le hubiera hecho el amor con rudeza; a ella le gustaba eso de vez en cuando. Pero ahora Julia iba raramente a la ciudad, y él ya no iba a los locales nocturnos; no, normalmente.
No le habían, presentado a las chicas. Tim inició una conversación con la más cercana, una pelirroja de pecho liso que llevaba un traje largo de color pálido. Tenía aspecto de modelo y le dijo que era actriz. Tim esperaba encontrarla aburrida y parecerle lo mismo a ella. Fue entonces cuando tuvo el primer presentimiento de que esa noche sería especial: ella parecía encontrarle fascinante.
Su conversación íntima les aisló poco a poco del resto del grupo, hasta que alguien sugirió ir a otro club. Tim dijo inmediatamente que él se iba a casa. La pelirroja le cogió del brazo y le pidió que no lo hiciese; y Tim, galante con una mujer bella por primera vez en veinte años, estuvo de acuerdo al instante en acompañarles.
Se preguntó, mientras salía de la bañera, de qué habían estado hablando durante tanto tiempo. El trabajo de un funcionario menor del Departamento de Energía no era tema para una conversación en una fiesta: cuando no resultaba técnico era altamente confidencial. Quizás habían estado discutiendo de política. ¿Le habría contado quizás anécdotas irónicas sobre políticos senior, con aquel tono inexpresivo que era su única manera de resultar ser gracioso? No podía recordarlo. Todo lo que recordaba era la manera en que ella se sentaba, con todas las partes de su cuerpo vueltas hacia él: cabeza, hombros, rodillas, pies; una actitud corporal que resultaba a la vez íntima y provocativa.
Secó el vapor del espejo del lavabo y se frotó la barbilla especulativamente, contemplando la tarea a realizar. Su cabello era muy oscuro, y la barba, si la dejara crecer sería espesa. El resto de su cara era, por no decir más, ordinario. Tenía la barbilla hundida y la nariz puntiaguda, con dos marcas iguales, blanquecinas, a ambos lados del puente, donde las gafas se habían apoyado durante treinta y cinco años; la boca no era demasiado pequeña pero estaba un poco torcida; las orejas eran demasiado grandes, y la frente alta, de intelectual. En ese rostro no podía leerse ningún carácter. Era un rostro entrenado para disimular sus pensamientos en lugar de manifestar emociones.
Conectó la máquina de afeitar e hizo una mueca para colocar toda su mejilla izquierda a la vista. Tim no era ni siquiera feo. Había oído decir que algunas chicas sentían inclinación por los hombres feos. No estaba en condiciones de comprobar semejantes generalizaciones sobre las mujeres, pero Tim Fitzpeterson no llegaba siquiera a encajar en esa categoría de dudosa suerte.
Pero quizás había llegado el momento de pensar nuevamente en las categorías en las que encajaba. El segundo local nocturno que visitaron había resultado ser el tipo de lugar donde él nunca hubiera entrado voluntariamente. No le gustaba la música, y si le hubiera gustado su gusto no hubiese incluido aquel ruido estridente y continuo que ahogaba todas las conversaciones en The Black Hole. Sin embargo, había bailado siguiendo esa música, el baile contorsionado, exhibicionista, que parecía ser de rigueur allí. Se divirtió bailando, y pensó que había salido suficientemente airoso; no vio miradas divertidas en los otros bailarines, cosa que había temido. Quizá sería porque muchos de ellos tenían la misma edad que él.
El disc-jockey, un joven barbudo que llevaba una camiseta con las palabras «Harvard Business School», probablemente impropias, puso caprichosamente una balada lenta, cantada por un americano con un fuerte resfriado. En ese momento estaban en la pequeña pista. La chica se le acercó y le rodeó con los brazos. En ese momento supo lo que ella se proponía; y él tenía que decidir si lo tomaba con la misma seriedad. Con aquel pequeño cuerpo flexible y ardiente pegado a él como una toalla húmeda, pronto se decidió. Inclinó la cabeza —ella era algo más baja que él—y le murmuró en el oído:
—Ven a tomar una copa en mi piso.
La besó en el taxi —¡eso era algo que no había hecho hacía años!—. Ese beso fue tan exquisito, como un beso en sueños, que él le tocó los pechos, maravillosamente pequeños y duros bajo el amplio vestido; después de eso les fue difícil contenerse hasta llegar a casa.
La copa quedó olvidada. Debimos meternos en la cama en menos de un minuto, pensó Tim maliciosamente. Acabó de afeitarse y miró a su alrededor buscando la colonia. En el armarito de la pared había una vieja botella.
Volvió al dormitorio. Ella seguía durmiendo. Tim buscó su bata y sus cigarrillos y se sentó en la silla de alto respaldo junto a la ventana. He estado tremendo en la cama, pensó. Sabía que se estaba engañando: ella había sido la activa, la creativa. Por decisión de ella habían hecho cosas que Tim no hubiera podido sugerirle a Julia después de quince años en la misma cama.
Sí, Julia. Miró sin ver, desde la ventana del primer piso, al otro lado de la estrecha calle, la escuela victoriana de ladrillos rojos, con su patio pequeño pintado con las descoloridas líneas amarillas de una pista de tenis. Seguía sintiendo lo mismo por Julia: si antes la había amado, también la amaba ahora. Esa chica era algo distinto. Pero ¿no era eso mismo lo que los tontos se decían antes de embarcarse en una aventura?
No nos precipitemos, se dijo. Para ella esto puede ser simplemente la escapada de una noche. No podía suponer que ella quisiera volver a verle. Sin embargo, Tim quería decidir cuáles eran sus propios propósitos antes de preguntarle a ella cuáles eran las alternativas: el gobierno le había enseñado a informarse brevemente antes de las reuniones.
Tim tenía una fórmula para enfrentarse con las decisiones complicadas. En primer lugar, ¿qué puedo perder?
De nuevo, Julia: robusta, inteligente, satisfecha; reduciendo inexorablemente sus horizontes con cada año de maternidad. Hubo un tiempo en que él vivía por ella: le compraba los vestidos que a ella le gustaban, leía novelas porque a ella le interesaban y sus éxitos políticos le complacían mucho más porque también complacían a Julia. Pero el centro de gravedad de su vida se había desviado. Ahora Julia solamente se interesaba por trivialidades. Quería vivir en Hampshire, y a él no le importaba, de modo que allí vivían. Quería que él llevase chaquetas a cuadros, pero la elegancia de Westminster exigía trajes más sobrios, de modo que Tim Fitzpeterson usaba trajes oscuros, grises, de ligero diseño, y azul marino.
Al analizar sus sentimientos, descubrió que no había mucho que le atase a Julia. Un ligero sentimiento, quizás; un recuerdo nostálgico de Julia con su cabello en cola de caballo, con una falda estrecha, bailando jazz. ¿Era eso amor o algo parecido? Lo dudaba.
¿Las niñas? Eso ya era otra cosa. Katie, Penny y Adrienne: solamente Katie era lo bastante mayor para comprender el amor y el matrimonio. No le veían demasiado, pero él opinaba que un poco de amor paternal recorre un largo camino y es muchísimo mejor que carecer enteramente de padre. En ese aspecto no había lugar a discusión: su opinión era inmutable.
Y estaba su carrera. Un divorcio quizá no perjudicaría a un pequeño funcionario como él, pero podría arruinar a un hombre situado más arriba. No había existido nunca un Primer Ministro divorciado. Y Tim Fitzpeterson quería ese trabajo.
De modo que había mucho que perder: de hecho, todo lo que él apreciaba. Volvió la mirada de la ventana a la cama. La chica se había vuelto del lado opuesto. Había acertado dejándose el cabello corto; ponía de relieve su cuello esbelto y sus bonitos hombros. Su espalda se ahusaba marcadamente, terminando en una estrecha cintura, desapareciendo después bajo una sábana arrugada. Tenía la piel ligeramente bronceada.
La ganancia era importante. La palabra «alegría» no había significado mucho para Tim anteriormente, pero ahora flotaba en sus pensamientos. Si antes había sentido alegría, ya no lo recordaba. Satisfacción, sí: al escribir un informe global, concreto; al ganar una de esas innumerables y pequeñas batallas en los comités y en la Cámara de los Comunes; en un buen libro o con un buen vino. Pero la salvaje química del placer que había experimentado con esa chica era algo nuevo.
Hecho: aquéllos eran los pros y los contras. La fórmula decía, ahora súmalos y comprueba cuál es mayor. Pero esta vez la fórmula no funcionaría. Tim tenía conocidos que decían que nunca funcionaba. A lo mejor tenían razón. Podía ser un error creer que los razonamientos se podían contar como billetes de libra. Recordó, curiosamente, una frase de una lectura filosófica escolar: «el embrujamiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje». ¿Qué es más largo, un avión o una comedia en un acto? ¿Qué prefiero, la satisfacción o la alegría? Su pensamiento se estaba nublando. Hizo una mueca de contrariedad, y después miró rápidamente hacia la cama para ver si la había despertado. Ella seguía durmiendo. Bien.
Fuera, en la calle, un «Rolls-Royce» gris se detuvo junto al bordillo, a unos cien metros de distancia. Nadie saltó de él. Tim lo observó con más atención y vio que el conductor abría un periódico. ¿Un chófer, quizá, que acudía a recoger a alguna persona a las seis y media? ¿Un hombre de negocios que había viajado de noche y había llegado demasiado temprano? No podía distinguir la matrícula. Pero sí veía que el conductor era un hombre corpulento; con la corpulencia suficiente para que el interior del vehículo pareciera tan estrecho como un «Mini».
Volvió a pensar en su dilema. ¿Qué hacemos en política, pensó, cuando nos enfrentamos a dos exigencias apremiantes pero conflictivas? La respuesta le llegó inmediatamente: escogemos la trayectoria que, real o aparentemente, satisface ambas exigencias. El paralelo era obvio. Seguiría casado con Julia y tendría una aventura amorosa con esa chica. Le pareció una solución muy política y se sintió complacido.
Encendió otro cigarrillo y pensó en el futuro. Era un pasatiempo agradable. Habría muchas más noches como la pasada aquí, en el piso; algún fin de semana ocasional en un pequeño hotel rural; quizás, hasta una quincena al sol, en alguna pequeña playa discreta en el norte de África o las Indias Occidentales. La chica estaría sensacional en biquini.
Al lado de éstas, palidecían otras expectativas. Sentía la tentación de pensar que su vida anterior se había desperdiciado, pero sabía que la idea era extravagante. No se había desperdiciado, pero era como si hubiera pasado su juventud haciendo largas sumas sin descubrir jamás diferencias de cálculo.
Decidió hablar con ella del problema y de su solución. Ella respondería que no se podía hacer de esa manera, y él le respondería que llegar a soluciones de compromiso era un talento especial que él tenía.
¿Cómo empezar? «Cariño, quiero que lo hagamos otra vez, y a menudo.» Eso parecía bien. ¿Qué respondería ella? «Opino lo mismo.» 0: «Llámeme a este número.» O: «Lo siento, Timmy, soy chica de una sola noche.»
No, eso no; no era posible. La noche pasada también había sido buena para ella. Él era algo especial para ella. Ella lo había dicho.
Se levantó y apagó el cigarrillo. Me acercaré a la cama, pensó; apartaré dulcemente las ropas de la cama, la destaparé y contemplaré su desnudez un momento; después me tenderé a su lado, le besaré el vientre, y los muslos, y los pechos, hasta que se despierte; y después le haré otra vez el amor.
Apartó la mirada de la chica y miró otra vez por la ventana, saboreando anticipadamente la sensación. El Rolls seguía allí fuera, como una babosa gris en la calzada. Por alguna razón inconsciente, le molestó. Lo apartó de la cabeza y fue a despertar a la chica.