Algo había salido mal. Félix no había visto a Charlotte desde el mediodía, cuando le trajo una palangana, una jarra de agua, una toalla y una pastilla de jabón. Habrían surgido problemas que le habían impedido venir; quizá la habían obligado a irse de casa, o tal vez tenía la sensación de que la espiaban. Pero, evidentemente, no lo había delatado, porque aún seguía allí.
De todos modos, él ya no la necesitaba.
Sabía dónde se encontraba Orlov y sabía dónde estaban las armas. No podía entrar en la habitación de Orlov, ya que las medidas de seguridad eran muy estrictas; tendría que hacer salir a Orlov. Y sabía cómo hacerlo.
No había usado el agua y el jabón, porque el pequeño escondite era muy reducido y no le permitiría estar de pie y lavarse, y de todos modos tampoco le preocupaba demasiado su aseo, pero ahora tenía mucho calor y se sentía pegajoso, y quería refrescarse antes de comenzar su trabajo, así que se llevó el agua al cuarto de los niños.
Le parecía muy raro encontrarse en el mismo lugar en el que Charlotte había pasado tantas horas de su infancia. Apartó aquel pensamiento de su mente: no era momento para sentimentalismos. Se quitó toda la ropa y se lavó a la luz de una sola vela. Un agradable sentimiento familiar de anticipación y excitación se apoderó de él, y se sentía como si le brillara la piel. «Triunfaré esta noche —pensó con fiereza—, no me importa a cuántos tenga que matar.» Se secó enérgicamente con la toalla todo el cuerpo. Sus movimientos eran bruscos, y en la parte posterior de la garganta notó una sensación de aspereza que le producía ganas de gritar. «Esta debe ser la razón por la que combatientes lanzan gritos de guerra», pensó. Miró su cuerpo y vio cómo se iniciaba una erección.
Entonces oyó decir a Lydia:
—¡Vaya, pero si te has dejado barba!
Se volvió y miró hacia la oscuridad, estupefacto.
Ella se adelantó, entrando en el círculo de luz de la vela. Llevaba el pelo suelto y le caía sobre los hombros. Vestía un camisón largo, de color pálido, ceñido al cuerpo y de cintura alta. Sus blancos brazos quedaban al descubierto. Sonreía.
Se quedaron inmóviles, mirándose el uno al otro. Ella abrió varias veces la boca para hablar, pero las palabras no salieron. Félix sintió que se excitaba. «¿Cuánto tiempo hace —se preguntó—, cuánto tiempo hace que no me desnudo ante una mujer?» Ella se movió, sin romper el embrujo. Avanzó y se arrodilló a sus pies, Cerró los ojos y lo acarició.
Cuando Félix la miró a la cara, la luz de la vela le permitió ver el brillo de las lágrimas sobre sus mejillas.
Lydia tenía otra vez diecinueve años, y su cuerpo era joven, fuerte e insaciable. La sencilla boda había terminado y se encontraba con su nuevo marido en el hotelito que habían alquilado en el campo. Fuera, la nieve caía silenciosamente en el jardín. Se amaron a la luz de la vela. Ella lo besó por todas partes y él le dijo: «Siempre te he amado, todos estos años», aunque sólo hacía semanas que se conocían. La barba le acariciaba los pechos, aunque ella no recordaba que se hubiera dejado crecer la barba.
Ella observó sus manos, que recorrían todo su cuerpo, todos los lugares secretos, y le dijo: «Eres tú, tú me estás haciendo esto, eres tú, Félix, Félix», como si hubiera habido otro que le hiciera esas cosas, que le causara ese placer ondulante y esponjoso. Le arañó la espalda con sus largas uñas. Vio cómo empezaba a brotar la sangre; luego se inclinó hacia delante y la lamió con glotonería. «Eres un animal», dijo él. Se tocaban el uno al otro sin darse un momento de respiro; eran como niños sueltos en una confitería, moviéndose incesantemente de un lugar a otro, tocando, mirando, saboreando, sin acabar de creer en su extraordinaria buena suerte. Ella le dijo: «Me alegro mucho de que nos hayamos podido escapar juntos», y por algún motivo eso la entristeció, así que dijo: «Méteme el dedo», y la tristeza se le fue de la cara y el deseo se apoderó de ella, pero ella se dio cuenta de que lloraba y no podía comprender por qué. De repente, advirtió que era un sueño y la aterrorizaba despertarse, así que dijo:
«Hagámoslo ahora, deprisa», y se unieron y ella sonrió entre lágrimas y él dijo: «Nos ajustamos perfectamente el uno al otro.» Parecían moverse como bailarines, o mariposas enamoradas, y Lydia exclamó:
«Esto es siempre tan agradable, querido, esto es siempre tan agradable», y añadió: «Pensé que esto no volvería a ocurrirme», y su respiración se convirtió en sollozos. Félix hundió la cara en su cuello, pero ella le tomó la cabeza con las manos y la retiró para poderlo ver.
Así sabía que aquello no era un sueño. Estaba despierta. Había una cuerda tirante desde la parte posterior de su garganta hasta la base de su columna, y cada vez que vibraba todo el cuerpo prorrumpía en una sola nota de placer que se hacía cada vez más fuerte.
«Mírame», le dijo ella al tiempo que perdía el control, y él le dijo gentilmente: «Te estoy mirando», y se incrementó la sensación de gozo. «¡Soy perversa!, gritó al tiempo que le llegaba el orgasmo. «¡Mírame, soy perversa!», y su cuerpo se crispó, la cuerda se tensó aún más y el placer se hizo penetrante hasta sentir que se le iba la cabeza, y luego la última y más alta nota de placer rompió la cuerda y cayó desvanecida.
Félix la depositó delicadamente en el suelo. Su cara, a la luz de la vela, irradiaba paz, toda la tensión había desaparecido; parecía una persona que hubiera muerto feliz. Estaba pálida, pero respiraba con normalidad. Había estado medio dormida, quizá drogada —Félix lo sabía—, pero le daba igual. Se sentía agotado, débil, incapaz, agradecido y muy enamorado. «Podríamos empezar de nuevo —pensó—; es una mujer libre, podría dejar a su marido, podríamos vivir en Suiza; Charlotte podría venirse con nosotros…» «Este no es un sueño causado por el opio», se dijo a sí mismo. Él y Lydia ya habían hecho planes como aquellos anteriormente en San Petersburgo, hacía diecinueve años, pero no habían podido actuar contra los deseos de las personas respetables. «Esto no sucede, por lo menos en la vida real; nos frustraría otra vez. Nunca me dejarán tenerla. Pero me vengaré.» Se puso en pie y se vistió con prisa. Cogió la vela. La miró una vez más. Sus ojos seguían cerrados. Quería tocarla una vez más, besar su tierna boca. Endureció su corazón. «Nunca más», pensó. Dio media vuelta y cruzó la puerta.
Anduvo quedamente sobre la alfombra del pasillo, y bajó las escaleras. La vela trazaba raras sombras en movimiento. «Quizá muera esta noche, pero no sin matar antes a Orlov y a Walden —pensó—. He visto a mi hija, me he acostado con mi mujer; ahora mataré —a mis enemigos, y luego ya podré morir.» Al llegar a la segunda planta pisó suelo duro y sus botas hicieron ruido. Se quedó como helado y escuchó. Vio que allí no había moqueta, sino suelo de mármol. Esperó. No llegaban ruidos de ninguna parte de la casa.
Se quitó las botas y continuó descalzo; no llevaba calcetines.
Las luces estaban apagadas en toda la casa. ¿Habría alguien rondando? ¿Podría bajar alguien, con hambre, a coger algo de la alacena a medianoche? ¿Podría un mayordomo soñar que oía ruidos y recorrer la casa para asegurarse? ¿Podrían los guardaespaldas de Orlov sentir necesidad de ir al cuarto de baño? Félix aguzó el oído, listo para apagar la vela y ocultarse al más mínimo ruido.
Se detuvo en el vestíbulo y sacó del bolsillo de su chaqueta los planos de la casa que Charlotte le había hecho. Consultó brevemente el de la planta baja, sosteniendo la vela cerca del papel, luego giró a su derecha y recorrió el pasillo.
Cruzó la biblioteca y pasó a la sala de armas.
Cerró la puerta, sin hacer ruido, y miró a su alrededor. Una horrible cabeza parecía querer abalanzarse hacia él desde la pared, se sobresaltó y gruñó asustado. La vela se apagó. En la oscuridad se dio cuenta de que había visto la cabeza de un tigre, disecada y montada en la pared. Encendió la vela otra vez. Había trofeos en todas las paredes: un león, un venado y hasta un rinoceronte. Walden se había dedicado a la caza mayor en sus buenos tiempos. También había un gran pez en una urna de cristal.
Félix colocó la vela sobre la mesa. Las armas colgaban de la pared. Había tres pares de escopetas de doble cañón, un rifle «Winchester» y algo que Félix pensó que sería un arma para la caza de elefantes. Nunca había visto un arma para elefantes. Nunca había visto un elefante. Las armas estaban sujetas mediante cadenas que pasaban por los gatillos. Félix observó la cadena. Estaba sujeta, mediante un gran candado, a una anilla atornillada al extremo de madera del armero.
Reflexionó sobre lo que iba a hacer. Necesitaba un arma. Pensó que podría hacer saltar el candado si tuviera un trozo de hierro, un destornillador, para usarlo como palanca, pero le pareció que sería más fácil desatornillar la anilla de la madera del armero y luego pasar la cadena, candado y anilla a través de los gatillos para soltar las armas.
Miró otra vez el plano de Charlotte. A continuación de la sala de armas venía la de las flores. Cogió la vela y atravesó la puerta de comunicación. Se encontró en una habitación pequeña, fría, con una mesa de mármol y un fregadero de piedra. Oyó un paso. Apagó la vela y se agachó. El ruido había venido de fuera, del paseo de grava; tenía que ser uno de los centinelas. La luz de una linterna oscilaba fuera. Félix se arrimó a la puerta próxima a la ventana. La luz fue aumentando y también los pasos se hicieron más audibles.
Pararon justo delante de la habitación y la linterna brilló a través de la ventana. Con aquella luz, Félix vio un soporte sobre el fregadero, y varias herramientas colgadas de unos ganchos: cizallas, podadoras, una pequeña manguera y un cuchillo. El centinela comprobó la puerta contra la que se apoyaba Félix. Tenía echada la llave. Los pasos se alejaron y la luz se disipó. Félix esperó un momento. ¿Qué hará el centinela?
Presumiblemente, había visto el centelleo de la vela de Félix. Pero pudo pensar que había sido el reflejo de su propia linterna. O alguien de la casa que pudo haber tenido una razón perfectamente justificable para entrar en la habitación de las flores. El centinela podría ser uno de esos tipos extremadamente cautos que volviera para cerciorarse de todo.
Dejando las puertas abiertas, Félix pasó de la habitación de las flores, a través de la sala de armas, hasta la biblioteca, tanteando en la oscuridad, con la vela apagada en la mano.
Se sentó en el suelo de la biblioteca detrás de un gran sofá, tapizado en piel, y contó lentamente hasta mil. No apareció nadie. El centinela no era de los cautos.
Volvió a la sala de armas y encendió la vela. Allí las cortinas eran gruesas. No había cortinas en la habitación de labores. Se dirigió a esta con cautela, tomó el cuchillo que había visto en el soporte, volvió a la sala de armas y se inclinó sobre el armero. Usó la hoja del cuchillo para aflojar los tornillos que sujetaban la anilla a la madera. La madera estaba vieja y dura, pero finalmente los tornillos cedieron y pudo soltar las armas.
Había tres armarios en la habitación. Uno contenía botellas de coñac, whisky y vasos; otro ejemplares encuadernados de una revista llamada Caballo y galgo y un enorme libro encuadernado en piel, titulado Libro de caza. El tercer armario estaba cerrado con llave: allí se debía guardar la munición.
Félix rompió la cerradura con el cuchillo.
De los tres tipos de armas disponibles —«Winchester», escopeta y arma de elefante—prefirió el «Winchester”. Sin embargo, a medida que buscaba en los cajones la munición se dio cuenta de que allí no había cartuchos ni para el «Winchester» ni para el arma de elefantes, pues esas armas se guardaban sólo como recuerdo. Tendría que contentarse con una escopeta. Los tres pares eran del calibre 12 y toda la munición eran cartuchos del número 6. Para asegurarse de que mataba a su hombre tendría que disparar desde muy cerca, a veinte metros como máximo. Y sólo podría efectuar dos disparos antes de cargar de nuevo.
«Sin embargo —pensó—, sólo quiero matar a dos personas.» La imagen de Lydia tumbada en el suelo del cuarto de los niños no se borraba de su mente. Cuando pensaba en cómo se habían amado, se sentía alborozado. Ya no experimentaba el fatalismo que se había apoderado de él inmediatamente después. «¿Por qué he de morir? —pensó—. Y cuando haya matado a Walden, ¿quién sabe lo que puede ocurrir?» Cargó el arma.
«Y ahora —pensó Lydia— tendré que matarme.» No veía otra posibilidad. Había descendido hasta las profundidades de la depravación por segunda vez en su vida. Todos sus años de autodisciplina no habían servido de nada, sólo porque había vuelto Félix. ella no podría vivir sabiendo lo que era. Quería morir en aquel mismo instante.
Reflexionó sobre cómo podría hacerlo. ¿Qué tipo de veneno podía tomar? Seguro que había algún veneno matarratas en algún lugar de la casa, pero ella, por supuesto, no sabía dónde. ¿Una sobredosis de láudano? No estaba segura de que fuera suficiente. Se acordó de que se podía matar con gas, pero que Stephen ya había cambiado la instalación de gas por la eléctrica. Se preguntó si las plantas superiores estaban a una altura suficiente como para matarse arrojándose desde una ventana. Temía romperse simplemente la columna y quedarse paralítica durante años. No creía tener valor para cortarse las venas, y, además, le llevaría mucho tiempo morir desangrándose. La manera más rápida sería pegándose un tiro. Pensó que probablemente podría cargar un arma y disparársela; había visto hacerlo innumerables veces. Pero se acordó de que las armas estaban bajo llave.
Después pensó en el lago. Sí, esa era la solución. Iría a su habitación a ponerse una bata; luego saldría de la casa por una puerta lateral, para que los policías no la vieran, y cruzaría a pie el lado oeste del parque, bordeando los rododendros, y, por el bosque, llegaría a la orilla del lago. Entonces continuaría andando hasta que el agua fría le cubriera la cabeza; después abriría la boca y al cabo de un minuto, más o menos, todo habría terminado.
Salió de la habitación y cruzó el pasillo a oscuras. Vio luz por debajo de la puerta de Charlotte y vaciló. Quería ver a su hija por última vez. La llave estaba en la cerradura.
Dio la vuelta a la llave, abrió la puerta y entró.
Charlotte estaba sentada junto a la ventana, vestida pero dormida. Tenía la cara pálida y el cerco de sus ojos estaba enrojecido. Se había soltado el pelo. Lydia cerró la puerta y se acercó a ella. Charlotte abrió los ojos.
—¿Qué ha pasado? —exclamó.
—Nada —contestó Lydia, y se sentó.
—¿Te acuerdas de cuándo se fue Nannie? —preguntó.
—Sí. Ya tenías edad para una institutriz, y yo no tuve ningún otro bebé.
—Me había olvidado de todo durante años. Ahora lo acabo de recordar. ¿Verdad que tú no te enteraste de que yo creía que Nannie era mi madre?
—No sé…, ¿lo creías? Siempre me llamabas mamá y a ella —Nannie…
—Sí. —Charlotte hablaba lentamente, casi ausente, como si estuviera perdida en la niebla de un recuerdo distante—. Tú eras mamá y Nannie era Nannie, pero todos tenían una madre, ¿sabes?, y cuando Nannie me dijo que tú eras mi madre, le contesté: «Déjate de tonterías, Nannie, tú eres mi madre.» Y Nannie simplemente se echó a reír. Luego la despediste.
Yo estaba angustiada.
—Nunca me imaginé…
—Marga nunca te lo dijo, por supuesto. ¿Qué institutriz lo haría?
Charlotte sólo iba rememorando; no acusaba a su madre, sólo iba explicando algo.
Continuó:
—Así que tuve una madre falsa, y ahora también tengo un padre falso. Veo que lo nuevo me ha hecho recordar lo viejo.
Lydia dijo:
—Debes odiarme. Lo comprendo. Yo misma me odio.
—No te odio, mamá, He estado muy enfadada contigo, pero nunca te he odiado.
—Pero crees que soy una hipócrita.
—Ni siquiera eso.
Un sentimiento de paz inundó a Lydia.
—Empiezo a comprender por qué eres tan vehementemente respetable —prosiguió Charlotte—, por qué estabas tan empeñada en que yo nunca supiera nada acerca del sexo… Simplemente querías salvarme de lo que te ocurrió. Y he descubierto que hay decisiones difíciles, y que a veces no se sabe si lo que una hace es correcto, y creo que te he juzgado duramente, cuando no tenía derecho a juzgarte en absoluto… y no estoy orgullosa de mí misma.
—¿Sabes que te quiero?
—Sí… Y yo te quiero, mamá, y por eso me siento tan desdichada.
Lydia estaba ofuscada. Esto era lo último que habría esperado. Después de todo lo que había pasado —las mentiras, la traición, el enfado, la amargura—, Charlotte seguía queriéndola. Se sentía inundada por una especie de serena alegría. «¿Matarme? —pensó—. ¿Por qué he de matarme?».
—Deberíamos haber hablado así antes —reconoció Lydia.
—Tú no tienes ni idea de cómo lo deseaba —aseguró Charlotte—. Siempre me explicabas tan bien la manera de hacer las reverencias, y recoger la cola de mi vestido, y sentarme con gracia, y arreglarme el pelo… y echaba de menos que me explicaras del mismo modo las cosas que consideraba importantes, como lo relacionado con el amor y los hijos, pero eso no lo hiciste nunca.
—Nunca pude —confesó Lydia—. No sé por qué.
Charlotte bostezó y se levantó.
—Creo que ahora podré dormir.
Lydia la besó en la mejilla y la abrazó.
—También quiero a Félix, ¿sabes? —añadió Charlotte—. Eso no ha cambiado.
—Lo comprendo —dijo Lydia—. Yo también.
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches.
Lydia salió presurosa de la habitación y cerró la puerta. Una vez fuera no supo qué hacer.
¿Qué haría Charlotte si la puerta se quedaba sin cerrar? Lydia decidió ahorrarse la ansiedad de la decisión, y dio vuelta a la llave.
Bajó las escaleras en dirección a su habitación. Se alegró de haber hablado con Charlotte.
«Quizá —pensó— esta familia, después de todo, podría salvarse; no sé cómo, pero seguro que es posible.»
Entró en su habitación.
—¿Dónde has estado? —preguntó Stephen.
Ahora que Félix ya tenía un arma, sólo tenía que lograr que Orlov saliera de su habitación. Sabía cómo hacerlo. Iba a pegar fuego a la casa.
Con el arma en una mano y la vela en la otra, caminó, todavía descalzo, por el ala oeste y cruzó el vestíbulo hasta llegar a la sala de estar. «Tan sólo unos minutos más —pensó—; tan sólo unos minutos más y habré acabado.» Pasó por dos comedores y el cuarto de servicio, y entró en las cocinas. Aquí, los planos de Charlotte estaban sin definir y tuvo que buscar por dónde salir. Encontró una puerta grande, de acabado basto, que estaba cerrada con una barra. Levantó la barra y abrió lentamente la puerta.
Apagó la vela y esperó en el umbral. Un minuto después descubrió que, prácticamente, podía distinguir el perfil de los edificios. Fue un alivio, pues temía usar la vela fuera a causa de los centinelas.
Frente a él había un patio pequeño adoquinado. En el otro extremo, si el plano era correcto, había un garaje, un taller, y… un depósito de gasolina.
Cruzó el patio. Supuso que el edificio que tenía delante había sido en otro tiempo un granero. Una parte estaba cerrada, el taller quizás, y el resto no. Podía distinguir vagamente los grandes faros redondos de dos coches enormes. ¿Dónde estará el depósito de combustible? Miró hacia arriba. El edificio era bastante alto. Avanzó hacia delante, y su frente chocó contra algo. Era una extensión de tubo flexible con una boquilla en su extremo. Colgaba de la parte superior del edificio.
Era de sentido común: tenían los coches en el granero y el depósito de gasolina en el henil. Tenían que sacar los coches al patio para llenarlos de combustible con el tubo.
«¡Bien!», pensó.
Ahora necesitaba un recipiente y uno de diez litros sería lo ideal. Entró en el garaje y pasó junto a los coches, tanteando con los pies para no tropezar con nada que produjera ruido.
No había ningún recipiente.
Recordó los planos otra vez, Estaba cerca del jardín de la cocina. Podría haber una regadera por allí. Se disponía a ir hacia aquella zona para buscarlo cuando oyó a alguien aspirar por la nariz.
Se quedó helado.
El policía pasó de largo.
Félix oía los latidos de su corazón.
La luz de la lámpara de aceite del policía osciló en el patio. «¿Habré cerrado la puerta de la cocina?», pensó Félix consternado. La luz de la lámpara quedó reflejada en la puerta: parecía cerrada.
El policía siguió su camino.
Félix se dio cuenta de que había contenido la respiración y se relajó con un prolongado suspiro.
Le dio al policía un minuto para alejarse, luego se movió en la misma dirección, en busca del jardín de la cocina.
Allí no encontró ningún recipiente, pero tropezó con una manguera enroscada. Calculó que tendría unos treinta metros de longitud, y esto le sugirió una idea maquiavélica.
Primero necesitaba saber con qué frecuencia hacía su recorrido el policía. Empezó a contar. Sin dejar de contar, trasladó la manguera al patio y la ocultó con él detrás de los coches.
Había contado ya hasta novecientos dos cuando el policía hizo de nuevo su aparición.
Disponía de unos quince minutos.
Unió un extremo de la manguera a la boquilla del tubo de la gasolina, luego cruzó el patio, tirando de la manguera a medida que avanzaba. Entró en la cocina para buscar una broqueta afilada y para encender de nuevo la vela. Luego volvió sobre sus pasos por la casa, extendiendo la manguera a lo largo de la cocina, el cuarto de servicio, los comedores, la sala de estar, el vestíbulo, el pasillo, y hasta el interior de la biblioteca. La manguera era pesada y resultaba difícil efectuar aquel trabajo sin hacer ruido. Estaba atento a las pisadas, pero sólo oía los rumores propios de una casa vieja en plena noche.
Todos estaban acostados —de eso estaba seguro—, pero ¿bajaría alguien a coger un libro de la biblioteca o una copa de coñac de la sala de estar, o un bocadillo de la cocina?
«Si ocurriera eso ahora —pensó—, el juego se habría acabado.» Tan sólo unos minutos más… ¡Tan sólo unos minutos más!
Le había preocupado si la manguera sería lo suficientemente larga, pero llegaba justo hasta la puerta de la biblioteca. Dio media vuelta y recorrió todo el trayecto de la manguera, pinchándola una y otra vez con la broqueta.
Salió por la puerta de la cocina y se quedó en el garaje. Asió la escopeta con las dos manos como si fuera un bate.
Parecía que llevaba esperando una eternidad.
Al fin oyó pisadas. El policía pasó por su lado y se detuvo, iluminó con su antorcha la manguera y lanzó un gruñido de sorpresa.
Félix lo golpeó con la escopeta. El policía se tambaleó.
—Cae de una vez, maldito —murmuró Félix, y volvió a golpearlo con todas sus fuerzas.
El policía cayó y Félix le pegó otra vez con una satisfacción salvaje.
El hombre se quedó inmóvil.
Félix se dirigió hacia el tubo de la gasolina y encontró el lugar por donde conectaba con la manguera. Había un grifo para cerrar y abrir la salida de la gasolina. Abrió el grifo.
—Antes de casarnos —dijo Lydia impulsivamente— tuve un amante.
—¡Pero qué dices! —exclamó Stephen.
«¿Por qué lo habré dicho? —pensó—. Porque al mentir he hecho a todos desgraciados, y yo misma he llegado al límite de mis fuerzas.»
—Mi padre lo descubrió —continuó—. Hizo encarcelar y torturar a mi amante. Me dijo que si yo consentía en casarme contigo, la tortura cesaría inmediatamente, y que en cuanto tú y yo saliéramos para Inglaterra, mi amante quedaría en libertad.
Ella observaba su cara. No estaba tan herido como ella había esperado, pero sí horrorizado.
—Tu padre fue un malvado —dijo.
—La malvada fui yo por casarme sin amor.
—Oh… —ahora Stephen parecía apenado—. Tampoco yo estaba enamorado de ti. Me declaré a ti porque mi padre había muerto y yo necesitaba una mujer que fuera la condesa de Walden. Fue más tarde cuando me enamoré locamente de ti. Iba a decir que te perdono, pero no hay nada que perdonar.
«¿Podrá ser todo tan fácil? —pensó—. ¿Podrá perdonármelo todo y seguir queriéndome?»
Parecía que, por estar la muerte rondando, cualquier cosa era posible.
—Todavía hay más que contar —prosiguió ella—, y ahora viene lo peor.
La expresión de Stephen reflejaba una angustia dolorosa.
—Será mejor que me lo cuentes todo.
—Yo… ya estaba embarazada cuando me casé contigo. Stephen palideció.
—¡Charlotte!
Lydia asintió en silencio.
—¿Ella…, ella no es mía?
—No.
—¡Dios mío!
«Ahora sí te he herido —pensó—; nunca te lo habías imaginado.»
—¡Oh, Stephen, lo siento mucho…! —añadió. Él la miró fijamente.
—No es mía —repitió con expresión estúpida—. No es mía.
Lydia pensó en todo lo que aquello significaba para él. Era sobre todo la nobleza inglesa la que hablaba de buenos modales y de pureza de sangre. Él lo recordaba mirando a Charlotte y murmurando: «Hueso de mis huesos y carne de mi carne.» Era el único versículo de la Biblia que le había oído citar. Pensó en sus propios sentimientos, en el misterio de un niño que empieza su vida como parte de una misma y luego se separa para convertirse en otro individuo, pero nunca completamente separada. «Tiene que ser lo mismo para los hombres —pensó—, a veces una piensa que no es así, pero así tiene que ser.» Estaba acongojado. De repente parecía haber envejecido.
——¿Por qué me estás diciendo esto ahora? —le preguntó.
«No puedo —pensó—, no puedo revelar nada más; ya lo he herido bastante.» Pero era como si estuviera rodando por la ladera de una montaña sin poderse detener. Y le dijo sin más:
Porque Charlotte ha conocido a su verdadero padre y lo sabe todo.
—Oh, pobre niña.
Stephen se tapó la cara con las manos.
Lydia se imaginó que la siguiente pregunta sería: «¿Quién es el padre?» Estaba llena de pánico. Ella no podía decírselo. Lo mataría. Pero necesitaba decírselo; quería quitarse de encima aquel peso de secretos culpables, de una vez para siempre.
«No preguntes —pensó—; todavía no, es demasiado.» Levantó la vista hacia ella. Su cara era inexpresiva. «Parecía un juez —pensó— pronunciando impasible la sentencia, y yo soy la prisionera culpable del banquillo.» «No preguntes.»
—Y el padre es Félix, por supuesto —dijo él. Lydia dio un respingo.
Él movió la cabeza, como si aquella reacción fuera la confirmación que necesitaba.
«¿Qué hará?», pensó temerosa. Estudió la cara de él sin saber interpretar su expresión; le parecía una persona extraña.
—Oh, Dios de los cielos, ¿qué es lo que hemos hecho? —exclamó Walden.
Lydia, de repente, se puso a hablar de corrido:
—Apareció justo cuando ella empezaba a ver a sus padres como personas débiles, por supuesto; y ahí estaba él, lleno de vida y de ideas iconoclastas…, exactamente el tipo de cosas que pueden entusiasmar a una joven de carácter independiente… Lo sé, algo parecido me ocurrió a mí…, así empezó a conocerlo, a estimarlo y a ayudarlo…, pero ella te quiere, Stephen, y en este sentido es tuya. La gente no puede dejar de quererte…, no se puede evitar…
Su cara parecía de mármol. Ojalá la insultara o llorara, o la maltratara, o incluso le pegara, pero seguía sentado mirándola con aquella cara de juez, y le preguntó:
—¿Y tú lo ayudaste?
—Intencionadamente, no…, pero tampoco te he ayudado a ti. Soy una mujer odiosa y malvada.
Se levantó y la cogió por los hombros. Tenía las manos frías como una tumba. Le preguntó:
—Pero ¿eres mía?
—Quise serlo, Stephen…, de veras lo quise.
Él le acarició la mejilla, pero su cara no mostraba amor alguno. Ella se estremeció.
—Empecé diciéndote que sería demasiado para perdonar —dijo.
Él preguntó:
—¿Sabes dónde está Félix?
No contestó. «Si se lo digo —pensó—, será como matar a Félix. Si no se lo digo, será como matar a Stephen.»
—Sí lo sabes —aseguró.
Ella asintió en silencio.
—¿Quieres decírmelo?
Le miró a los ojos. «Si se lo digo —pensó—, ¿me perdonará?»
—Decídete —insistió Stephen.
Tenía la sensación de estar cayendo en un pozo cabeza abajo.
Stephen enarcó las cejas con expectación.
—Está en la casa —murmuró Lydia.
—¡Dios mío!
¿Dónde?
Los hombros de Lydia se hundieron. Ya estaba hecho. Había traicionado a Félix por última vez.
—Ha estado escondido en el cuarto de los niños —dijo abatida.
Su expresión ya no era de mármol. Le volvió el color a las mejillas y sus ojos se inflamaron de rabia.
—Di que me perdonas…, por favor —rogó Lydia.
Dio media vuelta y salió presuroso de la habitación.
Félix cruzó corriendo la cocina y el cuarto de servicio; llevaba la vela, la escopeta y las cerillas. Podía oler el vapor dulce y ligeramente desagradable de la gasolina. En el comedor, un chorro fino y continuo salía a través del agujero de la manguera. Félix cambió la manguera al otro lado de la habitación para que el fuego no la destruyera tan deprisa, luego encendió una cerilla y la arrojó al trozo de alfombra que ya estaba empapada de gasolina. El fuego prendió en la alfombra.
En el rostro de Félix se dibujó una mueca y salió corriendo.
En la sala de estar cogió un almohadón de terciopelo y lo sostuvo junto a otro agujero de la manguera durante un minuto. Dejó el cojín sobre el sofá, le prendió fuego y luego echó varios cojines más. Las llamas cobraron viveza.
Corrió al otro lado del vestíbulo y por el pasillo hasta la biblioteca. Allí la gasolina salía por el extremo de la manguera y corría por todo el pavimento. Félix sacó montones de libros de los estantes y los desparramó por el suelo, en el charco que se iba agrandando.
Luego cruzó la habitación y abrió la puerta que comunicaba con la sala de armas. Se quedó en el umbral un momento y luego tiró la vela en el charco.
Se produjo un ruido como el de una ráfaga de viento y la biblioteca quedó envuelta en llamas. Los libros y la gasolina ardían con ferocidad. En un momento, se prendió fuego en las cortinas, luego en la sillería y en los paneles. La gasolina seguía saliendo de la boquilla de la manguera, alimentando el fuego. Félix se reía a carcajadas.
Entró en la sala de armas…, se metió en el bolsillo de la chaqueta más cartuchos. Pasó de esta sala a la de las flores. Quitó el cerrojo a la puerta que daba al jardín, la abrió sin hacer ruido y salió al exterior.
Se dirigió en línea recta hacia el Oeste, alejándose de la casa unos doscientos pasos, dominando su impaciencia. Luego giró hacia el Sur y recorrió la misma distancia, y finalmente se dirigió hacia el Este hasta situarse directamente frente a la entrada principal de la casa, observándola desde el otro lado del oscuro campo de césped.
Veía al segundo policía parado delante del portal iluminado por dos lámparas y fumando en pipa. Su colega yacía inconsciente, o tal vez muerto, en el patio de la cocina. Félix distinguía las llamas en las ventanas de la biblioteca, pero el policía estaba algo alejado y no las había advertido aún. Las vería de un momento a otro.
Entre Félix y la casa, a unos veinte metros del portal, había un viejo castaño. Se dirigió a él atravesando el césped. El policía parecía mirar, más o menos, hacia donde estaba Félix, pero no lo veía. A Félix le daba igual. «Si me ve —pensó—, lo mataré de un disparo.
Ahora ya no importa. Nadie podrá atajar el fuego. Todos tendrán que abandonar la casa.
Dentro de unos instantes… dentro de unos instantes los mataré a los dos.»
Se colocó detrás del árbol, apoyándose en él, con la escopeta en las manos.
Ahora divisaba las llamas al otro lado de la casa, en las ventanas del comedor.
«¿Qué están haciendo ahí dentro?», pensó.
Walden corrió por el pasillo hasta el ala de las habitaciones individuales y llamó a la puerta del cuarto azul, donde dormía Thomson. Entró.
—¿Qué sucede? —se oyó preguntar a Thomson desde la cama.
Walden encendió la luz.
—Félix está en la casa.
—¡Dios mío! —Thomson abandonó la cama—. ¿Cómo?
—Charlotte lo dejó entrar —contestó Walden amargamente.
Thomson se puso rápido los pantalones y la chaqueta.
—¿Sabe dónde?
—En el cuarto de los niños. ¿Tiene usted su revólver?
—No, pero hay tres hombres con Orlov, ¿recuerda? Me llevaré a dos de ellos y cogeré a Félix.
—Lo acompañaré.
—Preferiría…
—¡No discuta! —gritó Walden—. Quiero verlo morir.
Thomson le dirigió una mirada extraña y comprensiva; luego salió corriendo de la habitación. Walden lo siguió.
Por el pasillo llegaron a la habitación de Aleks. El guardaespaldas que estaba junto a la puerta se puso en pie y saludó a Thomson.
—Usted es Barret, ¿verdad? —dijo este.
—Sí, señor.
—¿Quién está dentro?
—Bishop y Anderson, señor.
—Dígales que abran.
Barret llamó a la puerta e inmediatamente se oyó una voz:
—Santo y seña.
—Mississippi —dijo Barret.
La puerta se abrió.
—¿Qué sucede, Charlie? Oh, ¿es usted, señor?
—¿Cómo está Orlov? —preguntó Thomson.
—Durmiendo como una criatura, señor.
«¡Vamos, adelante!», pensó Walden.
—Félix está en la casa —explicó Thomson—. Barre y Anderson, vengan conmigo y su señoría. Bishop, quédese dentro de la habitación. Asegúrense todos, absolutamente todos, de que sus pistolas están cargadas.
Walden iba delante guiándolos por el ala de solteros, y subió por las escaleras de atrás a la habitación de los niños. El corazón le latía con fuerza y experimentaba aquella curiosa mezcla de miedo y ansia que se apoderaba de él cuando tenía un león en la mira de su rifle.
Señaló la puerta de la habitación y Thomson susurró:
—¿Hay luz eléctrica en esa habitación?
—Sí —contestó Walden.
—¿Dónde está el interruptor?
—A la izquierda de la puerta, a la altura del hombro. Barret y Anderson sacaron las pistolas.
Walden y Thomson se situaron a ambos lados de la puerta, fuera de la línea de fuego.
Barret abrió la puerta de un empujón, Anderson entró como una exhalación y se hizo a un lado, Barret encendió la luz.
No pasó nada.
Walden miró dentro de la habitación.
Anderson registró el cuarto de estudio y él dormitorio.
Transcurridos unos instantes, Barret dijo:
—Aquí no hay nadie, señor.
La habitación estaba vacía y rebosante de luz. Había una palangana con agua sucia en el suelo y al lado una toalla arrugada.
Walden señaló hacia la puerta del gabinete.
—Al otro lado hay una pequeña buhardilla.
Barret abrió la puerta del gabinete. La tensión se apoderó de todos. Barret cruzó al otro lado, pistola en mano, y al poco rato volvió.
—Estuvo ahí.
Thomson se rascó la cabeza.
—Tenemos que registrar la casa —propuso Walden.
—¡Ojalá tuviéramos más hombres! exclamó Thomson.
—Empezaremos por el ala oeste —dijo Walden—. Vamos, adelante.
Salieron de la habitación y lo siguieron por el pasillo a la escalera. Mientras bajaban por la escalera, Walden notó el olor a humo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Thomson olfateó.
Walden miró a Barret y a Anderson; ninguno de ellos estaba fumando.
El olor se hizo más intenso, y ahora Walden pudo oír un ruido como el del viento entre los árboles.
De repente, el pavor hizo presa en él.
—¡Mi casa está ardiendo! —gritó, y bajó las escaleras a toda carrera.
El vestíbulo estaba lleno de humo.
Walden cruzó el vestíbulo corriendo y abrió la puerta de la sala de estar. Una oleada de calor le golpeó con fuerza y le hizo retroceder tambaleándose. La habitación era un infierno. El desespero se apoderó de él: aquello jamás se podría apagar. Miró hacia el ala oeste y vio que la biblioteca también estaba en llamas. Se volvió. Thomson estaba detrás de él.
—¡El fuego está destruyendo mi casa! —gritó Walden.
Thomson lo cogió por el brazo y lo condujo a la escalera. Anderson y Barret no se movieron. Walden constató que podía respirar y oír mejor en el centro del vestíbulo.
Thomson mantenía la calma y la compostura. Empezó a impartir órdenes.
—Anderson, vaya a despertar a los dos policías que hay fuera. Que uno de ellos se haga con una manguera y busque una toma de agua, y el otro que vaya corriendo al pueblo a telefonear a los bomberos. Luego suba por las escaleras traseras hasta las habitaciones de la servidumbre y despiértelos a todos. Dígales que salgan lo más deprisa que puedan y que vayan a reunirse ante el jardín de la entrada de la casa para poder contarlos. Barret, vaya a despertar a Mr. Churchill y asegúrese de que salga. Yo iré a buscar a Orlov.
Walden, usted encárguese de Lydia y Charlotte. ¡En marcha!
Walden subió las escaleras corriendo y entró en la habitación de Lydia. Estaba sentada en una chaise-longue, en camisón y con los ojos enrojecidos por el llanto.
—La casa está ardiendo —dijo jadeando—, sal rápidamente y ve al jardín de la entrada. Yo me encargaré de Charlotte.
Luego pensó en la campana para anunciar las comidas.
—No —ordenó—; tú ve a buscar a Charlotte; yo tocaré la campana.
Volvió a bajar las escaleras corriendo, mientras pensaba ¿por qué no se había acordado?
En el vestíbulo había un largo cordón de seda que accionaba a las campanas de toda la casa para advertir a los invitados y a la servidumbre de que estaba a punto de servir la comida. Walden tiró del cordón, y apenas oyó el sonido de las campanas, procedente de distintos lugares de la casa, se dio cuenta de que una manguera del jardín atravesaba el vestíbulo. «¿Habría ya alguien combatiendo el fuego?» No acertaba a pensar quién pudiera ser. Continuó tirando del cordón.
Félix observaba ansiosamente. Las llamas se iban esparciendo con demasiada rapidez.
Extensas zonas de la segunda planta ya estaban ardiendo. Quería ver su resplandor por las ventanas. «Salid, imbéciles», pensó. ¿Qué estarían haciendo? No quería quemar a todos los habitantes de la casa; quería que saliesen. El policía del portal parecía dormido. «Yo mismo daré la alarma —pensó Félix desesperadamente—; no quiero que mueran los que no deben.» De repente el policía miró a su alrededor. La pipa se le cayó de la boca. Salió disparado hacia el portal y empezó a golpear la puerta. «¡Por fin! —pensó Félix—. ¡Ahora da la alarma ese imbécil!» El policía corrió hasta una ventana y la rompió.
En aquel preciso instante se abrió la puerta y alguien se precipitó fuera, envuelto en una nube de humo. «Ya empieza todo —pensó Félix. Levantó la escopeta y miró a través de la oscuridad. No podía ver la cara del recién llegado. El hombre gritó algo y el policía salió corriendo—. Tengo que verles las caras, pero si me acerco demasiado, me verían ellos antes de hora.» El recién llegado se volvió a meter en la casa a toda velocidad, sin que Félix pudiera reconocerlo. «Tengo que acercarme y correr ese riesgo.» Cruzó el jardín.
Dentro de la casa empezaban a sonar las campanas.
«Ahora sí que saldrá», pensó Félix.
Lydia corría por el pasillo lleno de humo. ¿Cómo podía ocurrir aquello con tanta rapidez?
En su habitación no había olido nada, pero ahora había llamas que salían por debajo de las puertas de las habitaciones por donde ella pasaba. Toda la casa estaría ardiendo. El aire estaba demasiado caliente para poder respirar. Llegó a la habitación de Charlotte e hizo girar el pomo de la puerta, Claro, estaba echada la llave. Dio la vuelta a la llave.
Intentó de nuevo abrir la puerta. No se movía. Giró el pomo y empujó la puerta con todas sus fuerzas. Algo no funcionaba, la puerta estaba atascada. Lydia empezó a gritar sin parar…
Se oía la voz de Charlotte en el interior de la habitación.
—Mamá…
Lydia se mordió los labios con fuerza y moderó sus gritos.
—¡Charlotte! ¡Abre la puerta!
—No puedo, no puedo, no puedo… ¡Está cerrada con llave!
—Le he dado la vuelta a la llave y no se abre, y la casa está ardiendo. ¡Oh, Jesús mío, ayúdame, ayúdame…!
Se notó una sacudida en la puerta y el pomo se movió mientras Charlotte intentaba abrir por dentro.
—¡Mamá!
—¡Sí!
—Mamá, deja de gritar y escúchame con atención: el suelo se ha movido y la puerta se ha quedado atascada en él. ¡Habrá que romperla, ve en busca de ayuda!
—No puedo abandonarte…
—¡MAMÁ! ¡VE A BUSCAR AYUDA O MORIRÉ ABRASADA!
—Dios mío…, ¡de acuerdo!
Lydia dio media vuelta y salió corriendo, casi asfixiándose, hacia la escalera.
Walden seguía tocando las campanas. Rodeados de humo, vio a Aleks flanqueado por Thomson y el tercer detective, Bishop, que bajaban las escaleras. «Lydia, Churchill y Charlotte deberían también estar aquí», pensó; luego comprendió que podrían bajar por otra de las escaleras. La única manera de comprobarlo era ir al jardín de la entrada, donde se dijo que se encontraran todos.
—¡Bishop! —gritó Walden—. ¡Venga aquí! El detective fue hacia él corriendo.
—Tire de esto y no deje de tocar mientras pueda. Bishop asió el cordón y Walden siguió a Aleks fuera de la casa.
Era un momento delicioso para Félix.
Levantó la escopeta y se dirigió hacia la casa.
Orlov y otro hombre avanzaban hacia donde él estaba.
No lo habían visto aún. Al aproximarse, apareció Walden tras ellos.
«Como ratas en una trampa», pensó Félix triunfalmente. El hombre al que Félix no conocía miró hacia atrás, por encima del hombro, y habló con Walden.
Orlov estaba a unos veinte metros de distancia.
«Este es el momento», pensó Félix.
Apoyó la culata del rifle en el hombro, apuntó con cuidado al pecho de Orlov y en el preciso instante en que este abría la boca para hablar apretó el gatillo.
Un gran orificio negro apareció en la camisa de dormir de Orlov, al tiempo que una onza del número 6, unos cuatrocientos perdigones, destrozaba su cuerpo. Los otros dos hombres oyeron el disparo y miraron a Félix estupefactos. Brotó sangre del pecho de Orlov y el príncipe cayó de espaldas.
«Lo conseguí —pensó Félix regocijado—, lo maté.» Ahora al otro tirano.
Apuntó la escopeta a Walden:
—¡No se mueva! —bramó.
Walden y el otro hombre permanecieron inmóviles. Todos oyeron un grito.
Félix miró en la dirección de donde provenía el grito. Lydia salía corriendo de la casa con el cabello en llamas. Félix vaciló por una fracción de segundo y luego se precipitó hacia ella.
Walden hizo lo propio.
Al tiempo que corría, Félix tiró el arma y se quitó el abrigo. Llegó junto a Lydia un instante, antes que Walden y le envolvió la cabeza con el abrigo para apagar las llamas.
Ella se apartó el abrigo de la cabeza y les gritó:
—¡Charlotte está atrapada en su habitación! Walden se volvió y corrió hacia la casa. Félix corrió con él.
Lydia, sollozando, aterrorizada, vio a Thomson avanzar y coger la escopeta que Félix había tirado.
Vio, horrorizada, cómo Thomson la levantaba y apuntaba con ella a la espalda de Félix.
—¡No! —chilló, y se arrojó sobre Thomson, haciéndole perder el equilibrio.
El arma se disparó contra el suelo.
Thomson la miró, sorprendido.
—¿No lo sabe usted? —gritó ella histéricamente—. ¡Ya ha sufrido bastante!
La alfombra de la habitación de Charlotte ya humeaba. La joven se metió el puño en la boca y se mordió los nudillos para no gritar.
Corrió hacia donde estaba la palangana, cogió la jarra de agua y la vació en el centro de la habitación. El agua hizo que el humo aumentara, no que disminuyera.
Se dirigió a la ventana, la abrió y se asomó. El humo y las llamas salían de las ventanas que estaban debajo de su habitación. El muro de la pared era de piedra lisa y no había forma de bajar. «Si tengo que saltar, lo haré; será mejor que morir quemada», pensó. La idea la aterrorizó y se volvió a morder los nudillos.
Corrió a la puerta y agitó el pomo inútilmente.
—¡Aquí, socorro, pronto! —gritó.
Las llamas se levantaban de la alfombra y apareció un agujero en el centro del suelo.
Corrió alrededor de la habitación para estar cerca de la ventana, lista para saltar.
Oyó sollozar a alguien y se dio cuenta de que era ella misma.
El vestíbulo estaba lleno de humo. Félix apenas podía ver. Permaneció cerca de Walden, pensando: Charlotte, no. No dejaré que Charlotte muera. No, Charlotte, no.» Subieron corriendo las escaleras. Toda la segunda planta estaba en llamas. El calor era terrible.
Walden se lanzó a través de una pared de fuego y Félix lo siguió.
Walden se detuvo junto a una puerta y un ataque de tos se apoderó de él. Sin poder hacer nada, señaló la puerta. Félix sacudió el pomo y empujó la puerta con sus hombros. No se movía. Tocó a Walden y gritó:
—¡Lancémonos los dos contra la puerta!
Él y Walden, que no cesaba de toser, fueron al otro lado del pasillo y se pusieron de cara a la puerta.
Félix dio la orden.
—¡Ahora!
Ambos se abalanzaron a la vez contra la puerta.
La madera se resquebrajó, pero la puerta seguía cerrada.
Walden dejó de toser. Su cara mostraba una expresión de indescriptible terror.
—¡Otra vez! —le gritó a Félix.
Fueron de nuevo hasta la pared de enfrente.
—¡Ahora!
Se abalanzaron contra la puerta. Cedió un poco más.
Al otro lado de la puerta oían gritar a Charlotte.
Walden lanzó un grito de ira. Miró a su alrededor con desesperación y cogió una pesada silla de nogal. Félix pensó que era muy pesada para que Walden la levantara solo, pero Walden la elevó por encima de su cabeza y la estrelló contra la puerta. La puerta empezó a agrietarse.
En un arranque de impaciencia, Félix metió la mano entre las grietas y empezó a romper la madera astillada. La sangre hacía que los dedos le resbalaran.
Se apartó y Walden volvió a estrellar la silla. Félix pudo arrancar algunas astillas más, que se le clavaron en las manos. Oyó a Walden murmurar algo; era una oración. Walden golpeó por tercera vez con la silla. La silla se rompió, saliendo disparados el asiento y las patas del respaldo, pero hizo un agujero en la puerta lo suficientemente grande para que Félix, no Walden, pudiera meterse por él.
Félix se introdujo por el agujero y se metió en el dormitorio.
El suelo estaba en llamas, y no podía ver a Charlotte.
—Charlotte! —gritó con todas sus fuerzas.
—¡Aquí! —su voz llegaba desde el extremo de la habitación.
Félix corrió por un lado de la habitación donde el fuego era menos intenso. Estaba sentada en el alféizar de la ventana abierta, respirando entrecortadamente. La tomó por la cintura y se la cargó sobre sus hombros. Volvió corriendo por un lado de la habitación hasta la puerta.
Walden alcanzó a cogerla a través de la puerta.
Walden introdujo la cabeza y un hombro por el agujero para tomar a Charlotte de los brazos de Félix. Pudo ver que el rostro y las manos de Félix estaban ennegrecidos por las quemaduras y que sus pantalones ardían. Los ojos de Charlotte estaban abiertos y desorbitados por el terror. El suelo empezaba a hundirse detrás de Félix. Walden colocó un brazo debajo del cuerpo de Charlotte. Félix parecía tambalearse. Walden retiró la cabeza, metió el otro brazo por el agujero y cogió a Charlotte por debajo de la axila. Las llamas lamían su camisón y ella gritaba.
—No te preocupes, papá te tiene ya —dijo Walden.
De pronto cargó con todo su peso y la hizo salir por el agujero. Ella se desmayó y se quedó inconsciente. Mientras la acababa de sacar, el suelo del dormitorio se derrumbó y Walden vio el rostro de Félix mientras este se precipitaba en aquel infierno.
—¡Que Dios se apiade de tu alma! —susurró Walden, y seguidamente bajó corriendo las escaleras.
Thomson tenía fuertemente atenazada a Lydia para impedir que se introdujera en la casa en llamas. Permanecía con la mirada clavada en la puerta, y anhelando que los dos hombres aparecieran con Charlotte.
Apareció una figura. ¿Quién era?
Se acercó. Era Stephen. Llevaba a Charlotte.
Thomson dejó en libertad a Lydia, y esta fue corriendo hasta ellos. Stephen colocó cuidadosamente a Charlotte sobre la hierba. Lydia clavó en él una mirada de pánico y preguntó:
—¿Qué…, qué…?
—No está muerta —dijo Stephen—. Sólo desmayada.
Lydia se agachó sobre la hierba, acunó la cabeza de Charlotte sobre su regazo y palpó su pecho, sobre el corazón. Pudo sentir sus fuertes latidos.
—¡Oh, mi niña! —exclamó Lydia.
Stephen se sentó a su lado. Ella lo miró. Se le habían chamuscado los pantalones y tenía la piel negra y llena de ampollas. Pero seguía con vida.
Miró hacia la puerta y Stephen se percató de ello. Lydia se dio cuenta de que Churchill y Thomson estaban cerca, escuchando.
Stephen tomó la mano de Lydia.
—Él la salvó —dijo—. Luego me la entregó. Después se hundió el suelo. Ha muerto.
Los ojos de Lydia se llenaron de lágrimas. Stephen lo vio y le apretó la mano.
—Vi su rostro mientras caía —dijo—. Nunca lo podré olvidar mientras viva. Sus ojos, ¿sabes?, estaban abiertos y él estaba consciente, pero… no estaba asustado. En realidad, parecía… satisfecho.
Las lágrimas resbalaron por el rostro de Lydia.
—Encárguese del cadáver de Orlov —dijo Churchill a Thomson.
«Pobre Orlov», pensó Lydia, y lloró por él también.
—¿Qué? —exclamó Thomson incrédulo. Churchill explicó:
—Escóndalo, entiérrelo, échelo al fuego: no me importa cómo lo haga, sólo quiero que se deshaga de ese cuerpo.
Lydia clavó su mirada en él, horrorizada, y entre una cortina de lágrimas vio cómo se sacaba una serie de cuartillas del bolsillo del esmoquin.
—El acuerdo está firmado —dijo Churchill—. Se informará al Zar de que Orlov murió por accidente en el incendio que destruyó «Walden Hall”. Orlov no fue asesinado, ¿entiende? No hubo ningún asesino. —Miró a cada uno de quienes lo rodeaban, con su rostro agresivo, rechoncho y fiero—. No ha existido nunca nadie llamado Félix.
Stephen se puso en pie y se acercó al lugar donde yacía el cadáver de Aleks. Alguien había tapado su rostro. Lydia oyó decir a Stephen:
—Aleks, hijo mío…, ¿qué voy a decirle a tu madre? —se inclinó y aplicó sus manos sobre el orificio del pecho.
Lydia miraba el fuego, que devoraba todos aquellos años de historia, que consumía el pasado.
Stephen apareció junto a ella y se quedó a su lado.
—No hubo nunca nadie llamado Félix —susurró.
Ella lo miró. Tras él, por el Este, el cielo tenía un color gris perla. Pronto saldría el sol y sería un nuevo día.