14

Charlotte se despertó a las seis. Había dejado abiertas las cortinas de su habitación para que los primeros rayos del sol brillaran sobre su cara y la despertaran. Era un truco que había usado hacía años, cuando Belinda se quedaba con ella, y a las dos les gustaba recorrer toda la casa mientras los mayores seguían durmiendo y no había quien les dijera que se portasen como dos damitas.

Su primer pensamiento fue para Félix. No lo habían cogido…, ¡era tan listo! Hoy, con toda seguridad, la estaría esperando en el bosque. Saltó de la cama y miró fuera. El tiempo no había empeorado aún. Por tanto, él no se habría mojado durante la noche.

Se lavó con agua fría y se puso rápidamente una falda larga, botas de montar y una chaqueta. Jamás llevaba sombrero en estos paseos matutinos a caballo.

Bajó las escaleras. No vio a nadie. Habría una o dos doncellas en la cocina, encendiendo fuego y calentando agua, pero de no ser por estas tareas seguirían en la cama. Salió por la puerta principal que daba al Sur y casi tropezó con un corpulento policía de uniforme.

—¡Cielos! —exclamó—. ¿Quién es usted?

—El policía Stevenson, señorita.

La llamaba simplemente «señorita» porque no sabía quién era.

—Soy Charlotte Walden —le dijo.

—Perdóneme, Milady.

—No importa. ¿Qué hace usted aquí?

—Protegiendo la casa, Milady.

—Oh, claro. Protegiendo al príncipe, querrá decir. ¡Qué tranquilizante! ¿Cuántos son ustedes?

—Dos fuera y cuatro dentro. Los de dentro van armados. Más tarde seremos muchos más.

—¿Y por qué?

—Una gran operación de rastreo, Milady. Sé que habrá ciento cincuenta hombres aquí antes de las nueve. Cogeremos a ese tipo anarquista…, no tema.

—Espléndido.

—¿Pensaba dar un paseo a caballo, Milady? Yo de usted no lo haría, por lo menos hoy.

—No, no lo haré —mintió Charlotte.

Siguió andando y cruzó el ala izquierda de la casa hasta la parte posterior. Los establos estaban desiertos. Entró en ellos y encontró su yegua Spots, llamada así por las manchas blancas que tenía en la frente. Le habló durante un minuto, acariciándole la nariz, y le dio una manzana. Luego la ensilló, la sacó del establo y montó en ella.

Salió por la parte posterior de la casa y rodeó el parque describiendo un círculo muy abierto, manteniéndose fuera de la vista y del oído del policía. Cruzó a galope la parte oeste y saltó la valla baja para adentrarse en el bosque. Hizo que Spots anduviese por entre los árboles hasta llegar a un camino de herradura, y entonces la dejó trotar. Hacía fresco en el bosque. Los árboles y las hayas estaban llenos de hojas que daban sombra al camino. En los lugares por donde entraba el sol, el rocío salía de la tierra como jirones de vapor. Charlotte sentía el calor de esos rayos dispersos de sol a medida que pasaba entre ellos. Los pájaros multiplicaban sus gorjeos.

Pensó: «¿Qué puede hacer él contra ciento cincuenta hombres?» Su plan era ahora imposible. Aleks estaba bien vigilado y la búsqueda de Félix estaba demasiado bien organizada. Al menos Charlotte podría ponerle en guardia.

Llegó al otro extremo del bosque sin llegar a verlo. Estaba desilusionada. Ella estaba segura de que hoy estaría allí. Empezó a preocuparse, porque si no lo veía no podría avisarle, y entonces seguro que lo cogerían. Pero aún no eran las siete. Quizás aún no había empezado a vigilar su llegada. Desmontó y se puso a andar en dirección contraria, llevando a Spots por las riendas. Tal vez Félix ya la había visto y se estaba asegurando de que no la seguía nadie. Se paró en un claro para observar a una ardilla.

Estas no huían de la gente; sólo de los perros. De repente, se dio cuenta de que la estaban observando. Se volvió y allí estaba él, mirándola con su expresión de peculiar tristeza.

—Hola, Charlotte —saludó.

Ella se le acercó y le cogió las dos manos. Tenía ahora la barba bastante crecida. Su ropa estaba manchada por el contacto con la vegetación.

—Parece estar terriblemente cansado —le dijo en ruso.

—Tengo hambre. ¿Ha traído comida?

—Oh, no. ¡Qué pena! —Había traído una manzana para su caballo, pero nada para Félix—. No pensé en ello.

—No importa. Otras veces he pasado más hambre.

—Escuche —empezó—. Debe marcharse inmediatamente. Si se va ahora, logrará escaparse.

—¿Por qué tengo que escaparme? Quiero secuestrar a Orlov.

Ella meneó la cabeza.

—Ahora es imposible. Tiene guardaespaldas armados, la casa está vigilada por policías y antes de las nueve habrá ciento cincuenta hombres buscándole.

Él sonrió.

—Y, si huyo, ¿qué haré con lo que me queda de vida?

—Pero yo no voy a ayudarle a suicidarse.

—Sentémonos en la hierba —le dijo—. Tengo que explicarle una cosa.

Ella se sentó, apoyando la espalda en un gran nogal. Félix se sentó frente a ella, cruzando las piernas como un cosaco. Unas sombras producidas por los rayos del sol se movían sobre su rostro cansado. Habló de una manera más bien formal, usando frases completas, como si las hubiera ensayado.

—Le dije que una vez estuve enamorado de una mujer llamada Lydia; y usted dijo: «Es el nombre de mi madre.» ¿Se acuerda?

—Recuerdo todo lo que me ha dicho.

Se preguntó a qué venía aquello. Era su madre. Clavó sus ojos en él.

—¿Estuvo enamorado de mi mamá?

—Más aún. Fuimos amantes. Ella solía venir a mi apartamento, sola. ¿Comprende lo que quiero decir? Charlotte se sonrojó, confundida y avergonzada.

—Sí, comprendo.

—Su padre, el abuelo de usted, lo descubrió. El viejo conde hizo que me arrestaran; luego obligó a su madre a casarse con Walden.

—Oh, es terrible —murmuró Charlotte quedamente.

Por algún motivo tenía miedo de lo que él pudiera decir a continuación.

—Usted nació siete meses después de la boda.

Él parecía dar mucha importancia a este detalle. Charlotte frunció el entrecejo.

Félix preguntó entonces:

—¿Sabe cuánto tiempo necesita un bebé para desarrollarse y nacer?

—No.

—Necesita normalmente nueve meses, aunque pueden ser menos.

Charlotte sentía los latidos de su corazón.

—¿Adónde quiere llegar?

—Usted pudo ser concebida antes de aquella boda.

—¿Quiere decir con eso que tal vez sea usted mi padre? —preguntó ella, incrédula.

—Hay más. Usted es el retrato exacto de mi hermana Natasha.

El corazón de Charlotte parecía querer salirse de su pecho y apenas podía hablar.

—¿Usted cree que es mi padre?

—Estoy convencido.

—¡Dios mío!

Charlotte se llevó las manos a la cara y miró al espacio sin ver nada. Le parecía estar despertando de un sueño sin poder imaginar qué aspectos del sueño habían sido reales.

Pensó en su padre, que no era su padre; pensó en su madre, que había tenido un amante; pensó en Félix, su amigo y de repente su padre…

—¿Me mintieron incluso en esto? —preguntó.

Estaba tan desconcertada que pensó que no podría levantarse. Era como si alguien le hubiera dicho que todos los mapas que había visto eran falsos y que, en realidad, vivía en Brasil; o que el verdadero propietario de «Walden Hall» era Pritchard, o que los caballos podían hablar y que habían optado por permanecer callados, pero era peor que todo eso.

—Es como si me dijeran que soy un chico, pero que mi madre me vistió siempre como a una niña… —musitó.

«¿Mamá… y Félix?», pensó entonces, y esto la hizo sonrojar otra vez.

Félix le cogió la mano y se la apretó.

—Me imagino que todo el amor e interés que un hombre dispensa normalmente a su mujer e hijos se concentraron en mi caso en la política. Tengo que intentar coger a Orlov, aunque sea imposible, del mismo modo que un hombre tendría que intentar salvar a un hijo que se estuviera ahogando, aunque el hombre no supiera nadar.

De repente Charlotte se dio cuenta de lo turbado que Félix debía sentirse con respecto a ella, la hija que, en realidad, nunca tuvo. Comprendía ahora por qué a veces la miraba con una expresión extraña y apenada.

—¡Cuánto habrá sufrido! —exclamó.

Él se mordió los labios.

—¡Tienes un corazón tan generoso!

Ella no supo por qué decía aquello.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

Él respiró hondo.

—¿Podrías meterme en la casa y ocultarme? Charlotte pensó un momento.

—Sí —contestó.

Montó a caballo con ella. La yegua sacudió la cabeza y relinchó, como ofendida de que se le hiciera llevar doble peso. Charlotte la hizo trotar. Siguió durante un rato el camino de herradura, luego giró en ángulo y se adentró en el bosque. Cruzaron una verja y luego un campo para salir a un sendero. Félix no veía la casa y supuso que ella estaba rodeándola para acercarse a ella por el Norte.

Era una muchacha asombrosa, con una gran fuerza de carácter. ¿Lo habría heredado de él? Quería pensar que sí. Estaba contento de haberle dicho la verdad sobre su nacimiento.

Tenía el presentimiento de que no lo había aceptado del todo, pero que lo haría. —Había desmontado su mundo, sin dejar títere con cabeza, y ella había reaccionado emocionada, pero no histéricamente—. Esa clase de ecuanimidad no la había recibido de su madre.

Desde el sendero giraron hacia una huerta. Ahora, entre las copas de los árboles, Félix divisó los tejados de «Walden Hall”. La huerta terminaba en un muro. Charlotte detuvo el caballo y dijo:

—Será mejor que, a partir de aquí, vayas caminando a mi lado. Así, si alguien se asomara a la ventana, no podría verte con facilidad.

Félix se bajó de un salto. Caminaron a lo largo del muro, giraron al llegar a la esquina.

—¿Qué hay detrás del muro? —preguntó Félix.

—El jardín de la cocina. Será mejor no hablar ahora.

—Eres maravillosa —susurró Félix, pero ella no lo oyó.

Se detuvieron en la esquina siguiente. Félix veía unas edificaciones bajas y un corral.

—Los establos —murmuró Charlotte—. Quédate aquí un minuto. Cuando te dé la señal, sígueme tan rápido como puedas.

—¿Adónde vamos?

—A los tejados.

Guió a la yegua para que entrara en el corral, desmontó, enrolló la brida en una barandilla. Félix observó cómo cruzaba el corral hasta el lado más alejado, miraba a ambos lados y volvía para mirar dentro de los establos.

La oyó decir:

—Oh, ¿qué tal, Peter?

Un muchacho de unos doce años salió y, quitándose la gorra, contestó:

—Buenos días, Milady.

«¿Cómo se deshará de él?», pensó Félix.

—¿Dónde está Daniel? —preguntó Charlotte.

—Desayunando, Milady.

—Ve a buscarlo, ¿quieres? Y dile que venga a desensillar a Spots.

—Puedo hacerlo yo, Milady.

—No. Quiero que lo haga Daniel —dijo Charlotte.

«Maravilloso», pensó Félix.

El muchacho se fue corriendo. Charlotte se dirigió hacia Félix y le hizo señas. Él corrió hacia ella.

La joven se subió a una carbonera baja de hierro, luego subió al tejado de cinc de un cobertizo rudimentario, y desde allí se subió al tejado de pizarra de un edificio de piedra de una sola planta.

Félix la siguió.

Bordearon el tejado de pizarra, moviéndose lateralmente, a gatas, hasta donde terminaba en una pared de ladrillo. Luego gatearon pendiente arriba hasta llegar al caballete del tejado.

Félix se sentía terriblemente conspicuo y vulnerable.

Charlotte se puso en pie y atisbó por una ventana que había en la pared de ladrillo.

—¿Qué hay ahí dentro? —susurró Félix.

—El dormitorio de las doncellas. Pero ahora están abajo, preparando la mesa para desayunar.

Trepó al alféizar de la ventana y se incorporó. El dormitorio era una habitación de buhardilla y la ventana estaba en el extremo del frontispicio, de manera que el tejado sobresalía justo por encima de la ventana y caía en pendiente a ambos lados. Charlotte se movió por el alféizar y puso el pie sobre el borde del tejado.

Parecía peligroso. Félix hizo un gesto, temiendo que se cayera, pero ella se elevó hasta el tejado con facilidad.

Félix hizo lo mismo.

—Ahora no nos pueden ver —dijo Charlotte.

Félix miró alrededor. Tenía razón. No se podían ver desde abajo. Descansó un instante.

—Hay una hectárea de tejado —le explicó Charlotte.

—¡Una hectárea! La mayoría de los campesinos rusos no tienen ni eso de tierra.

¡Menuda vista! Por todos lados había tejados de todo tipo de material, tamaño e inclinación. Había pasos y escaleras para que la gente pudiera moverse por allí sin tener que pisar la pizarra ni las tejas. Los canalones eran tan complejos como las tuberías de una refinería que Félix había visto en Batum.

—Nunca he visto una casa tan grande —dijo. Charlotte se puso en pie.

—Venga, sígueme.

Lo condujo por una escalera hasta el tejado siguiente, por un paso formado por tablas, luego por una escalera corta con peldaños de madera que daba a una pequeña puerta cuadrada en una pared.

—En otro tiempo —explicó la joven—, este debió de ser el lugar por donde salían a los tejados para repararlos. Pero ahora todos lo habrán olvidado ya.

Abrió la puerta y entró a gatas.

Rebosante de gratitud, Félix la siguió hasta el interior de la acogedora penumbra.

Lydia pidió prestados coche y chofer a su cuñado George y, tras pasar toda la noche sin pegar ojo, abandonó Londres muy temprano. El coche entró en «Walden Hall» a las nueve, y se sorprendió al ver, delante de la casa y esparcidos por todo el parque, cientos de policías, docenas de vehículos y gran cantidad de perros. El chofer de George condujo el coche entre aquella multitud hasta la entrada sur de la casa. En el jardín había una enorme tetera y los policías hacían cola, taza en mano. Pritchard pasó llevando montañas de bocadillos en una enorme bandeja; parecía disgustado. Ni siquiera se dio cuenta de que su ama había llegado. Había sido colocada en la terraza una mesa montada sobre caballetes, y tras ella se sentaba Stephen con Sir Arthur Langley, dando instrucciones a media docena de oficiales de Policía, que los rodeaban de pie, en semicírculo. Lydia se dirigió hacia ellos. Sir Arthur tenía un mapa ante él. Ella le oyó decir:

—Cada equipo contará con un lugareño para mantenerlo en la ruta correcta, y un motorista para regresar en el acto e informar cada hora sobre los progresos realizados.

Stephen levantó la vista, vio a Lydia y dejó el grupo para hablar con ella.

—Buenos días, querida, esta es una sorpresa agradable.

—¿Cómo llegaste aquí?

—Pedí prestado el coche de George. ¿Cómo va todo?

—Se han formado equipos de rastreo.

—¡Oh! Con tantos hombres buscando a Félix, ¿cómo va a poder escapar?

—No obstante, ojalá te hubieses quedado en la ciudad. Estaría más tranquilo.

—Y yo habría pasado cada minuto pensando si las malas noticias iban ya de camino.

«¿Y cuáles eran las buenas noticias?», se preguntó.

Si Félix simplemente desistiera y se marchara… Pero él no haría eso, estaba segura.

Estudió la expresión de su marido. Su expresión revelaba cansancio y tensión. «Pobre Stephen: primero lo engaña su mujer y después su hija.» Un impulso de culpabilidad le hizo levantar la mano para acariciar la mejilla de Stephen.

—No te canses demasiado —le aconsejó.

Sonó un silbato. Los policías terminaron rápidamente el té, y se metieron en la boca lo que les quedaba del bocadillo, se pusieron los cascos y procedieron a formar seis grupos, cada uno en torno a un jefe. Lydia se quedó al lado de Stephen, observando. Se daban muchas órdenes a gritos, y muchas más se impartían por medio de toques de silbato.

Finalmente empezaron a moverse. El primer grupo se dirigió hacia el Sur para cruzar el parque y entrar en el bosque. Dos más se dirigieron hacia el Oeste, al prado. Los otros tres grupos bajaron por el paseo hacia el camino.

Lydia echó una mirada a su jardín. Parecía el lugar dejado a los niños de una escuela dominical después de pasar un día en el campo. Mrs. Braithwaite empezó a organizar la limpieza con una expresión dolorosa en su rostro. Lydia entró en la casa.

Se encontró con Charlotte en el vestíbulo y su hija se sorprendió al verla.

—Hola, mamá —la saludó—. No sabía que venías.

—Una se aburre tanto en la ciudad —repuso Lydia mecánicamente, y luego pensó: «¡Qué tonterías decimos!»

—¿Cómo has venido?

—Pedí prestado el coche de tío George.

Lydia vio que Charlotte hablaba por hablar y que estaba pensando en otra cosa.

—Te habrás levantado muy temprano —dijo Charlotte.

—Sí.

Lydia tenía ganas de decir: «¡Ya está bien! ¡No disimulemos! ¿Por qué no decimos la verdad?» Pero no tenía valor para hacerlo.

—¿Se han marchado ya todos los policías? —preguntó Charlotte.

Miraba a Lydia de un modo extraño, como si la viera por primera vez, lo que hacía que Lydia se sintiera incómoda.

«Ojalá pudiera leer la mente de mi hija», pensó.

—Se han marchado todos —contestó.

—Espléndido.

Esa era una de las palabras de Stephen: espléndido. Después de todo, había algo de Stephen en Charlotte: su curiosidad, su determinación, su aire. Dado que no había heredado esas cosas, las habría adquirido simplemente imitándolo…

—Espero que cojan a ese anarquista —dijo Lydia, y observó la reacción de Charlotte.

—Estoy segura de que lo harán —contestó Charlotte.

«Tiene los ojos muy brillantes —pensó Lydia—. ¿Por qué mirará de esa manera cuando cientos de policías rastrean el condado buscando a Félix? ¿Por qué no está deprimida y ansiosa como yo? Será porque no espera que lo detengan. Por alguna razón ella cree que está a salvo.»

—Dime una cosa, mamá. ¿Cuánto tiempo necesita un bebé para su desarrollo y nacimiento?

Lydia se quedó boquiabierta y sintió cómo la sangre acudía a su rostro. Miró a Charlotte, pensando: «¡Lo sabe! Lo sabe!»

Charlotte sonrió y movió la cabeza; parecía algo triste.

—No te preocupes —le dijo—. Has contestado a mi pregunta.

Seguidamente bajó las escaleras.

Lydia se apoyó en la barandilla; se sentía marcada. Félix se lo había contado a Charlotte. Era simplemente demasiado cruel después de tantos años. Se sintió disgustada con Félix: «¿Por qué había arruinado así la vida de Charlotte?» El vestíbulo giraba alrededor de su cabeza, y oyó la voz de una doncella que preguntaba:

—¿Se encuentra bien, Milady?

—Un poco cansada después del viaje —contestó—. Deja que me apoye en tu brazo.

La doncella la cogió por el brazo y juntas subieron las escaleras hasta la habitación de Lydia. Otra doncella ya estaba deshaciendo las maletas. Había agua caliente en el tocador. Lydia se sentó y ordenó:

—Dejadme ahora las dos. Desharéis las maletas después.

Las doncellas abandonaron la habitación. Lydia se desabrochó el abrigo, pero no tuvo fuerzas para quitárselo. Pensó en el humor de Charlotte. Estaba muy vivaracha, aunque obviamente tenía muchas cosas en la cabeza. Lydia lo comprendía; lo reconocía, pues a veces ella se había sentido así. Era el humor que experimentaba después de pasar un rato con Félix. Sentía que la vida era infinitamente fascinante y llena de sorpresas, que había cosas importantes que hacer, que el mundo estaba lleno de color y pasión y cambios.

Charlotte había visto a Félix y lo creía a salvo.

Lydia pensó: «¿Qué voy a hacer?» Cansada, se quitó la ropa. Se tomó tiempo para lavarse, vestirse otra vez, aprovechando aquella oportunidad para relajarse. Se preguntaba cómo se sentiría Charlotte tras enterarse de que su padre era Félix. Evidentemente, ella lo quería muchísimo. «Sí, la gente lo quiere —pensó Lydia—; la gente lo quiere. ¿De dónde sacaría Charlotte fuerzas para escuchar noticias como aquella sin desmoronarse?» Lydia decidió que sería mejor ocuparse del cuidado de la casa. Se miró al espejo y se acicaló; luego salió de la habitación. Al bajar las escaleras se cruzó con una doncella que llevaba una bandeja de lonchas de jamón, huevos revueltos, pan recién hecho, leche, café y uvas.

—¿Para quién es todo esto? —preguntó.

—Para Lady Charlotte, Milady —contestó la doncella.

Lydia siguió su camino. «¿Es que Charlotte ni siquiera ha perdido el apetito?» Entró en la sala de mañana y pidió que viniese la cocinera. Mrs. Rowse era una mujer delgada y nerviosa, que nunca probaba las sabrosas comidas que preparaba para sus señores.

—Tengo entendido que Mr. Thomson vendrá a comer, Milady —dijo—, y Mr. Churchill a cenar.

Lydia preparó los menús con ella y luego la despidió. ¿Por qué estaría Charlotte tomando un desayuno tan abundante en su habitación?, se preguntó. ¡Y, además, tan tarde! En el campo, normalmente Charlotte se levantaba temprano y ya habría desayunado antes de que Lydia apareciera.

Pidió que viniera Pritchard y distribuyó la mesa con él. Pritchard le informó de que Aleks tomaba todas las comidas en su habitación hasta nuevas órdenes. Ello afectaba poco a la distribución de la mesa. Seguía habiendo demasiados hombres, y en la presente situación Lydia apenas podía invitar a gente para aparejar a los comensales. Lo hizo lo mejor que supo y despidió a Pritchard.

¿Dónde había visto Charlotte a Félix? ¿Y por qué confiaba tanto en que no lo cogerían?

¿Le habría encontrado un lugar donde ocultarse? ¿Estaría en algún refugio impenetrable?

Se puso a dar vueltas por la habitación, mirando las fotos, los pequeños bronces, los adornos de cristal, el escritorio. Se puso a arreglar las flores en un gran florero junto a la ventana y se le cayó el florero. Hizo sonar el timbre para que alguien viniera a limpiar el suelo y luego salió de la habitación.

Sus nervios no estaban bien. Pensó en tomar láudano, pero últimamente ya no le sentaba tan bien como antes.

¿Qué haría Charlotte ahora? ¿Mantendría el secreto? ¿Por qué su hija no había de hablarle?

Se dirigió hacia la biblioteca con la vaga idea de coger un libro para distraerse. Cuando entró, se sintió culpable al ver que Stephen estaba allí sentado ante la mesa. Él levantó la vista al oírla entrar, la acogió con una sonrisa y siguió escribiendo.

Recorrió las estanterías sin rumbo alguno. No sabía si leer la Biblia. En su infancia había leído mucho la Biblia; también había rezado mucho en familia y había ido a la iglesia.

Había tenido nodrizas muy severas y muy aficionadas a los horrores del infierno y a los castigos por las impurezas, y una institutriz alemana luterana que hablaba mucho sobre el pecado. Pero desde que Lydia había cometido el pecado de fornicación y había provocado un castigo para ella y Charlotte, jamás había podido buscar consuelo en la religión. «Debía haberme metido en aquel convento —pensó— y hacer las paces con Dios; mi padre tenía razón.» Cogió un libro al azar y se sentó con el lomo abierto sobre sus rodillas.

—¡Vaya elección más rara! —comentó Stephen.

No podía leer el título desde donde se encontraba sentado, pero sabía el lugar que ocupaban los autores en las estanterías. Leía tantos libros que Lydia no sabía de dónde sacaba el tiempo para ello. Miró el lomo del libro que tenía en las manos. Eran los Poemas de Wessex de Thomas Hardy. No le gustaba Hardy: no le gustaban aquellas mujeres resueltas y apasionadas, ni tampoco los hombres fuertes a quienes ellas convertían en inútiles.

A menudo se habían sentado así, ella y Stephen, especialmente las primeras veces que fueron a «Walden Hall». Recordó con nostalgia cómo se sentaba a leer mientras él trabajaba. No estaba tan tranquilo en aquellos días, recordaba; solía decir que ya nadie podía ganar dinero con la agricultura, y que si su familia quería seguir siendo rica y poderosa, tendría que prepararse para el siglo XX. Había vendido a la sazón algunas tierras, miles de hectáreas a precios muy bajos; después había invertido el dinero en ferrocarriles, bancos y propiedades en Londres. El plan debió dar buen resultado, ya que pronto dejó de parecer preocupado.

Fue después del nacimiento de Charlotte cuando todo pareció asentarse. La servidumbre adoraba a la niña y quería a Lydia por haberla tenido. Lydia se hizo a las maneras inglesas y se ganó un gran prestigio entre la sociedad londinense. Aquella época de tranquilidad había durado dieciocho años.

Lydia suspiró. Aquellos años estaban llegando a su fin. Durante un tiempo había enterrado los secretos con tanto éxito que sólo la atormentaban a ella e incluso los había podido olvidar en alguna ocasión, pero ahora volvían a salir a la luz. Había pensado que Londres se encontraba a suficiente distancia de San Petersburgo, pero quizá California habría sido mejor, o tal vez nada quedara suficientemente lejos. La temporada de paz había terminado. Todo se estaba desmoronando. ¿Qué ocurrirá ahora?

Bajó la vista y leyó la página abierta del libro: Ella habría dado el mundo por pronunciar un «sí» sincero, tanto parecía su vida persistir en su mente, y por ello mintió, pues todo su corazón la persuadió, de que valía su alma ser amable un momento.

«¿Soy esa yo? —se preguntó—. ¿Entregué el alma cuando me casé con Stephen para salvar a Félix de un encarcelamiento en la fortaleza de San Pedro y San Pablo? Desde entonces he estado representando un papel, fingiendo que no soy una ramera libertina, pecadora y desvergonzada. ¡Pero lo soy! Y no soy la única. Otras mujeres sienten lo mismo. ¿Por qué, si no, la vizcondesa y Charlie Scott querían habitaciones contiguas? ¿Y por qué me diría Lady Girard cosas de ellos con un guiño, si no supiera lo que sienten el uno por el otro? Si sólo hubiera sido un poco libertina, quizá Stephen habría venido a mi cama con más frecuencia y podríamos haber tenido un hijo.» Suspiró de nuevo.

—Un penique —dijo Stephen.

—¿Qué?

—Un penique por tus pensamientos. Lydia sonrió.

—¿Acabaré aprendiendo los modismos ingleses alguna vez? Este jamás lo había oído.

—Nunca se acaba de aprender. Significa que me digas lo que estás pensando.

—Pensaba en que «Walden Hall» pasará a manos del hijo de George cuando tú mueras.

—A no ser que tengamos un hijo.

Ella lo miró a la cara: sus luminosos ojos azules, su pulcra barba canosa. Llevaba una corbata de lunares blancos.

—¿Es demasiado tarde ya? —preguntó él.

—No lo sé —le contestó, pensando: «Eso depende de lo que haga Charlotte ahora.»

—Sigamos intentándolo —dijo él.

Esta era una conversación más franca de lo acostumbrado; Stephen había presentido que ella estaba de humor para ser franca. Se levantó de su asiento y se le acercó. Observó que tenía una pequeña calva en la coronilla. ¿Desde cuándo la tendría?

—Sí —repitió ella—, sigamos intentándolo.

Se inclinó y le besó la frente; luego, instintivamente, le besó en los labios. Él cerró los ojos.

Pasados unos instantes, ella se separó. Él parecía algo perturbado; rara vez hacían cosas así durante el día, ya que por todas partes había criados. «¿Por qué vivimos de esta manera, si no somos felices así?», pensó ella, y dijo:

—Sí, te quiero de veras.

Walden sonrió.

—Ya lo sé.

De repente, ella ya no pudo aguantarlo más y le dijo:

—Debo ir a cambiarme para el almuerzo antes de que llegue Basil Thomson.

Él asintió con la cabeza.

Sintió que sus ojos la seguían mientras abandonaba la habitación. Subió las escaleras, preguntándose si aún sería posible que ella y Stephen consiguieran ser felices.

Entró en su habitación. Seguía llevando el libro de poemas. Lo dejó allí. Charlotte tenía la clave de todo ello. Lydia tenía que hablar con ella. Uno podía decir cosas difíciles, después de todo, si era valiente, ¿y qué iba a perder? Sin tener una idea clara de lo que diría, se dirigió hacia la habitación de Charlotte, que estaba una planta más arriba.

Sus pasos no se oían sobre la alfombra. Llegó a la parte superior de las escaleras y dobló por el pasillo. Vio a Charlotte, que desaparecía en la antigua estancia de los niños. Estuvo a punto de llamarla, pero no lo hizo. ¿Qué llevaba Charlotte? Parecía un plato con bocadillos y un vaso de leche.

Sorprendida, Lydia se dirigió a la habitación de Charlotte. Allí, sobre la mesa, estaba la bandeja que Lydia había visto llevar a la doncella. Todo el jamón y todo el pan habían desaparecido. ¿Por qué habría pedido Charlotte una bandeja de comida, para hacer luego bocadillos y comerlos en el cuarto de los niños? Ella recordaba que allí no había nada, salvo muebles cubiertos por sábanas para resguardarlos del polvo. ¿Estaba Charlotte tan nerviosa que necesitaba refugiarse en el mundo acogedor de la infancia?

Lydia optó por enterarse. Le desagradaba la idea de interrumpir el ritual íntimo de Charlotte, cualquiera que fuese, pero pensó: «Esta es mi casa, ella es mi hija y quizá tenga que saberlo. Y tal vez se produzca un momento de intimidad que me ayude a decir lo que necesito decir.» Así que salió de la habitación de Charlotte y se encaminó hacia el cuarto de los niños.

Charlotte no estaba allí.

Lydia miró por todas partes. Allí estaba el viejo caballo balancín. Sus orejas dibujaban dos picos iguales bajo la sábana que lo resguardaba del polvo. A través de la puerta abierta se veía el cuarto de estudio, con mapas y dibujos infantiles en la pared. Otra puerta daba a un dormitorio; esa habitación también estaba vacía, a excepción de unos trozos de tela. «¿Se volverá a usar todo aquello algún día? —se preguntó Lydia—.

¿Tendremos nodrizas, y pañales, y ropita pequeñita, pequeñita; y una niñera y soldados de juguete, y cuadernos de ejercicio llenos de trazos torpes y manchas de tinta?» Pero ¿dónde estaba Charlotte?

La puerta del gabinete privado estaba abierta. De repente, Lydia recordó. ¡Claro! ¡El escondite de Charlotte! La pequeña habitación que ella creía que nadie conocía, donde solía ir cuando se había portado mal. La había amueblado ella misma, con cosas y trastos que iba recogiendo por toda la casa, y todos fingían que no sabían cómo habían desaparecido ciertas cosas. Una de las pocas decisiones indulgentes que Lydia había tomado era permitir a Charlotte tener su escondite, y prohibir a Marga que lo «descubriese», ya que la propia Lydia a veces se escondía en la habitación de las flores y sabía cuán importante era tener un lugar propio.

¡Así que Charlotte seguía usando esa pequeña habitación! Lydia se acercó más, todavía más reacia ahora a perturbar la intimidad de Charlotte, pero tentada a hacerlo de todas maneras. «No —pensó—, no la molestaré.» Entonces oyó voces.

¿Era Charlotte que hablaba consigo misma?

Lydia escuchaba atentamente. ¿Hablando en ruso consigo misma?

Entonces oyó otra voz, la de un hombre, que contestaba en ruso, en voz baja; una voz acariciante, una voz que le causó un estremecimiento sexual en todo el cuerpo. Allí estaba Félix.

Lydia pensó que se iba a desmayar. ¡Félix! ¡A una distancia en que se le podía tocar!

¡Escondido en «Walden Hall», mientras la Policía lo buscaba por todo el condado!

Escondido por Charlotte.

«¡No debo gritar!» Se metió el puño en la boca y lo mordió. Estaba temblando.

«Debo irme. No puedo pensar. No sé qué hacer.» La cabeza le dolía terriblemente.

«Necesito una dosis de láudano», pensó. Esa posibilidad le dio fuerzas. Dominó su temblor. Al poco rato salió de la habitación de puntillas.

Cruzó el pasillo casi corriendo, bajó las escaleras hasta la habitación. El láudano estaba en el vestidor. Abrió el frasco. No podía tener quieta la cuchara, así que tomó un sorbo directamente del frasco. Al cabo de un rato empezó a sentirse más tranquila. Guardó el frasco y la cuchara y cerró el cajón. Notó en todo el cuerpo una sensación placentera a medida que se calmaban sus nervios. La cabeza le dolía menos. De momento, nada le iba a importar realmente. Se dirigió a su armario y abrió la puerta. Se detuvo a echar una mirada a su colección de vestidos, completamente incapaz de decidirse por cuál de ellos ponerse para la comida.

Félix se paseaba por la pequeña habitación, de un lado a otro, como un tigre enjaulado, tres pasos en cada dirección, agachando la cabeza para esquivar el techo, escuchando a Charlotte.

—La puerta de Aleks está siempre cerrada con llave —dijo—. Hay dos guardias armados dentro y uno fuera. Los de dentro no abren la puerta a no ser que el colega que tienen fuera les diga que lo hagan.

—Uno fuera y dos dentro. —Félix se rascó la cabeza y lanzó un juramento en ruso.

«Dificultades, siempre hay dificultades —pensó—. Aquí estoy, en la misma casa, con una cómplice entre sus ocupantes, y sigue sin ser fácil. ¿Por qué no tendré la suerte de los muchachos de Sarajevo? ¿Por qué habrá tenido que ocurrir que yo forme parte de esta familia?» Miró a Charlotte pensó: «Y no es que me arrepienta.» La mirada de ella se cruzó con la de él y preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Nada. Pase lo que pase, me alegra haberte encontrado.

—Y a mí también. Pero ¿qué vas a hacer con Aleks?

—¿Me podrías hacer un plano de la casa?

Charlotte hizo una mueca.

—Puedo intentarlo.

—Debes conocerla. Has vivido aquí toda tu vida.

—Bueno, conozco esta parte, desde luego, pero hay lugares donde nunca he estado. El dormitorio del mayordomo, las habitaciones del ama de llaves, las bodegas, la zona que hay sobre las cocinas, donde almacenan la harina y otras cosas…

—Haz lo que puedas. Un plano de cada una de las plantas.

Charlotte encontró un papel y un lápiz entre sus tesoros infantiles y se arrodilló ante la mesita.

Félix se comió otro bocadillo y se bebió lo que quedaba de leche. Le había llevado mucho tiempo traerle la comida, porque las doncellas habían estado trabajando en su pasillo. A la vez que comía la veía dibujar, frunciendo el entrecejo y mordiendo el extremo del lápiz. De repente, ella dijo:

—Una no se da cuenta de lo difícil que es esto hasta que lo intenta.

Encontró una goma de borrar entre sus viejos lápices de cera y la usó con frecuencia.

Félix se dio cuenta de que podía trazar líneas rectas perfectamente, sin necesidad de regla, y comprendió que verla así era enternecedor. Pensó: «Seguro que se ha tenido que sentar durante años en clase dibujando casas, y luego a "mamá" y a "papá", y más tarde el mapa de Europa, las hojas de los árboles ingleses, el parque en invierno… Walden ha debido verla así muchas veces.»

—¿Por qué te has cambiado de ropa? —preguntó.

—Oh, aquí todo el mundo se tiene que cambiar de ropa a cada momento. Cada hora del día tiene su ropa adecuada, ¿sabes? Debes mostrar tus hombros a la hora de la cena, pero no a la de la comida. Debes llevar corsé en la cena, pero no para el té. No puedes salir con un vestido que sólo se ha de llevar dentro de la casa. Puedes llevar puestos calcetines de lana en la biblioteca, pero no en la habitación de mañana. No puedes ni imaginar las reglas que tengo que recordar.

Meneó la cabeza. Ya no era capaz de sorprenderse ante la degeneración de la clase dirigente.

Ella le pasó sus dibujos, y él se convirtió otra vez en hombre práctico. Los estudió.

—¿Dónde están las armas? —preguntó. Ella le tocó el brazo y dijo:

—No seas tan impulsivo.

Estoy de tu parte, ¿recuerdas? De repente había crecido otra vez, Félix sonrió con tristeza.

—Lo había olvidado —contestó.

—Las armas están en la sala de armas. —Y se lo señaló en el plano—. ¿Tuvisteis de veras una aventura con mamá?

—Sí.

—Me es tan difícil creer que ella hiciera tal cosa…

—Entonces ella era muy alocada. Lo es aún, pero finge lo contrario.

—¿Crees que sigue siéndolo?

—Lo sé.

—Todo, todo acaba siendo diferente de lo que yo imaginaba.

—A eso se le llama crecer.

Estaba pensativa.

—Me pregunto cómo debo llamarte.

—¿Qué quieres decir?

—Me resultaría extraño llamarte papá.

—De momento, basta con que me llames Félix. Necesitas tiempo para hacerte a la idea de que yo soy tu padre.

—¿Tendré tiempo?

Su joven rostro estaba tan serio, que él le cogió la mano.

—¿Por qué no?

—¿Qué harás cuando tengas a Aleks?

Él apartó la mirada para que no viese culpabilidad en sus ojos.

—Eso depende de cómo y cuándo lo secuestre, pero lo más probable es que lo tenga atado aquí mismo. Tendrás que traernos comida, y tendrás que enviar un telegrama cifrado, a mis amigos de Ginebra, diciéndoles lo que ha ocurrido. Luego, cuando la noticia haya conseguido lo que queremos que consiga, dejaremos libre a Orlov.

—¿Y después?

—Me buscarán en Londres, así que me iré hacia el Norte.

Allí me parece que hay grandes ciudades: Birmingham, Manchester, Hull, donde podría perderme. Después de unas semanas volveré a Suiza; luego, en su momento, a San Petersburgo. Ese es el lugar en el que debo estar, pues allí es donde empezará la revolución.

—Así que no volveré a verte más.

«No querrás verme», pensó, pero dijo:

—¿Por qué no? Puedo volver a Londres. Puedes ir tú a San Petersburgo. Podríamos reunirnos en París. ¿Quién sabe? Si existe algo llamado destino, parece que estamos destinados a reunirnos.

«Ojalá pudiera creerlo, ojalá pudiera.»

—Es verdad —dijo ella con una sonrisa medio forzada, y él vio que tampoco ella lo creía.

Charlotte se levantó.

—Ahora tengo que traerte agua para que te laves.

—No te molestes. He estado bastante más sucio que ahora. No me preocupa.

—A mi sí. Hueles horriblemente. Volveré enseguida. Y tras decir esto se fue.

Fue la comida más triste que Walden podía recordar en muchos años. Lydia estaba prácticamente aturdida. Charlotte estuvo callada y extrañamente nerviosa; se le caían los cubiertos y volcó un vaso. Thomson estuvo taciturno. Sir Arthur Langley intentó mostrarse jovial, pero nadie correspondía. El mismo Walden quedó aislado, obsesionado por el rompecabezas de cómo habría averiguado Félix que Aleks estaba en la finca.

A Walden le torturaba la desagradable sospecha de que tenía algo que ver con Lydia.

Después de todo, esta le había dicho a Félix que Aleks estaba en el hotel «Savoy»; y ella había admitido que Félix le resultaba vagamente familiar» de los tiempos de San Petersburgo. ¿Podría ser que Félix tuviera algún dominio sobre ella? Se había estado comportando de una manera rara todo el verano, como si estuviera distraída. Y ahora, mientras estaba pensando en Lydia de una manera indiferente, por primera vez en diecinueve años, admitió para sí que era sexualmente tibia. Por supuesto, se admitía que las mujeres bien educadas tenían que ser así, pero él sabía perfectamente que se trataba de una ficción cortés y que las mujeres, por lo general, experimentaban los mismos apetitos que los hombres. ¿Era que Lydia suspiraba por otro, por alguien de su vida anterior? Eso explicaría muchas cosas que hasta ahora no parecían necesitar explicación. Le resultaba terrible mirar a la compañera de su vida y ver en ella a una extraña.

Después de la comida, sir Arthur volvió al Octágono, donde había establecido su cuartel general. Walden y Thomson se pusieron sus respectivos sombreros y, con un cigarro en la mano, pasaron a la terraza. El parque ofrecía un aspecto magnífico bajo la luz del sol, como siempre. De la distante sala de estar llegaron los imponentes primeros compases del concierto para piano de Tchaikovski. Lydia estaba tocando. Walden se sentía triste.

Luego, la música quedó ahogada por el rugido de una motocicleta conducida por otro mensajero que venía a informar a Sir Arthur sobre el progreso del rastreo. Hasta el momento no se habían recibido noticias.

Un lacayo les sirvió café y se retiró.

—No quise decir esto delante de Lady Walden, pero creo que tenemos una pista sobre la identidad del traidor —dijo Thomson.

Walden se quedó frío.

Thomson prosiguió:

—La noche pasada entrevisté a Bridget Callahan, la dueña de la casa de Cork Street. Me temo que no saqué nada de ella. Sin embargo, dejé a mis hombres para que registraran su casa. Esta mañana me mostraron lo que habían encontrado.

Se sacó del bolsillo un sobre que alguien había roto en dos trozos y los entregó a Walden.

Walden vio, impresionado, que el sobre llevaba el membrete de «Walden Hall”.

—¿Reconoce la letra? —preguntó Thomson.

Walden recompuso los trozos. El sobre iba dirigido a la atención de:

Mr. F. Kschesinski

19 Cork Street

Londres, N.

—¡Dios mío! ¡Charlotte, no! —exclamó Walden, con ganas de echarse a llorar.

Thomson guardaba silencio.

—Ella lo condujo aquí —dijo Walden—. Mi propia hija.

Se quedó mirando el sobre, deseando perderlo de vista. La letra era absolutamente inconfundible, una versión juvenil de su propia letra.

—Fíjese en el matasellos —señaló Thomson—. La escribió apenas llegar aquí. Se franqueó en el pueblo.

—¿Cómo pudo ocurrir esto? —preguntó Walden. Thomson no contestó.

—Félix era el hombre de la gorra de lana —dijo Walden—. Todo encaja.

Se sentía desesperadamente triste, casi acongojado, como si alguien por quien él sintiera cariño hubiera muerto. Miró hacia el parque, a los árboles plantados por su padre hacía cincuenta años, al césped que su familia había cuidado durante más de cien años, y todo le parecía no tener valor alguno. Dijo en voz baja:

—Luchas por tu patria y te traicionan desde dentro socialistas y revolucionarios; luchas por tu clase y te traicionan los liberales, luchas por tu familia e incluso ellos te traicionan. ¡Charlotte! ¿Por qué, Charlotte? ¡Qué condenada vida esta, Thomson! ¡Qué condenada vida!

—Tendré que entrevistarla —dijo Thomson.

—Y yo también. —Walden se levantó. Miró su cigarro. Se había apagado. Lo tiró—.

—Entremos.

Entraron.

En el vestíbulo, Walden preguntó a una doncella:

—¿Sabe usted dónde está Lady Charlotte?

—Creo que está en su habitación, Milord. ¿Voy a ver?

—Sí. Dígale que deseo hablarle en su habitación inmediatamente.

—Muy bien, Milord.

Thomson y Walden esperaron en el vestíbulo. Walden miraba a su alrededor. El suelo de mármol, la escalera tallada, el techo estucado, las proporciones perfectas…, todo aquello no tenía ningún valor. Un lacayo pasó en silencio, con la vista baja. Un mensajero motorizado entró y se dirigió al Octágono. Pritchard cruzó el vestíbulo y recogió las cartas de la mesa para franquearlas, tal como seguramente hizo el día en que Charlotte escribió la carta traidora a Félix. La doncella bajó las escaleras:

—Lady Charlotte está lista para verlo, Milord.

Walden y Thomson subieron.

La habitación estaba en la segunda planta, en la parte frontal de la casa, con vistas al parque. Tenía mucho sol y luz, estaba decorada con materiales atractivos y muebles modernos. «Hacía tiempo que no entraba aquí», pensó Walden vagamente.

—Pareces furioso, papá —dijo Charlotte.

—Y tengo motivos —contestó Walden—. Mr. Thomson acaba de darme la noticia más espantosa de toda mi vida. Charlotte frunció el entrecejo. Thomson intervino:

—Lady Charlotte, ¿dónde está Félix?

—No tengo ni idea, por supuesto.

Walden dijo:

—No seas cínica, ¡maldita sea!

—¿Cómo te atreves a hablar así delante de mí?

—Perdona.

—Permítame, Milord… —rogó Thomson.

—Muy bien. —Walden tomó asiento junto a la ventana, pensando: «¿Cómo se me ha ocurrido disculparme?»

Thomson se dirigió a Charlotte: Parecía como si aquello no tuviera nada que ver con ella.

—¿Va armado?

—Cada vez que usted rehúsa contestar a una pregunta, se hace un poco más culpable, ¿se da cuenta de ello?

Walden notó un cambio de tono en la voz de Thomson, y lo miró. Ahora sí parecía enfadado de veras.

—Permítame que le explique —continuó Thomson—. Tal vez usted crea que su padre puede salvarla de la justicia. Quizás él también esté pensando lo mismo. Pero si Orlov muere, le juro que la llevaré a juicio por asesinato. ¡Ahora piense en ello!

Thomson salió de la habitación.

Charlotte quedó consternada al verlo marchar. Con un extraño en la habitación apenas le costó no perder su compostura. Sola, con su padre, tenía miedo de desmoronarse.

—Te salvaré, si puedo —le dijo su padre tristemente.

Charlotte tragó saliva y miró hacia otro lado. «Ojalá se enfadara —pensó—; esto podría aguantarlo.» —miró por la ventana.

—Entiende, yo soy responsable —dijo dolorosamente—. Elegí a tu madre, te procreé y te crié, No eres más que lo que hice de ti. No puedo comprender cómo ha ocurrido esto, de veras no puedo. —La volvió a mirar—. ¿Me lo puedes explicar tú, por favor?

—Sí, puedo —dijo. Tenía ganas de hacerle comprender, y estaba segura de que lo conseguiría si pudiera decirlo bien—. No quiero que consigas que Rusia vaya a la guerra, porque si es así millones de rusos inocentes morirán o caerán heridos sin objeto alguno.

Pareció sorprendido.

—¿Es eso? —preguntó—. ¿Por eso hiciste estas cosas terribles? ¿Es eso lo que Félix está intentando lograr?

«Quizá lo comprenderá», pensó ella esperanzadamente.

—Sí —respondió, y continuó entusiasmada—: Félix quiere una revolución en Rusia. Hasta tú podrías pensar que eso tal vez sea algo bueno… Y él cree que empezará cuando el pueblo descubra que Aleks ha estado intentando arrastrarlos a una guerra.

—¿Tú crees que yo quiero una guerra? —le preguntó incrédulamente—. ¿Crees que me gustaría? ¿Crees que me haría algún bien?

—Claro que no, pero dejarías que se produjera, bajo ciertas circunstancias.

—Todo el mundo haría lo mismo, incluso Félix, que desea una revolución, como tú dices.

Y si ha de haber una guerra, debemos ganarla. ¿Es malo decirlo?

Su tono era casi el de una súplica, pero ella deseaba desesperadamente que la comprendiese.

—No sé si es malo, pero sí sé que es un error. Los campesinos rusos no saben nada acerca de la política europea, y poco les importa. Pero quedarán destrozados, y les cortarán las piernas y les harán toda clase de atrocidades, porque tú lograste un acuerdo con Aleks. —Trató de contener las lágrimas—. Papá, ¿no puedes ver que eso es un error?

—Pero piensa en ello desde el punto de vista británico…, desde tu propio punto de vista.

Imagínate que Freddie Chalfont y Peter y Jonathan van a la guerra como oficiales, y que sus hombres son Daniel, el caballerizo, y Peter, el mozo del establo, y Jimmy, el encargado de las botas, y Charles, el lacayo, y Peter Dawkins, de la granja… ¿No querrías que tuviesen ayuda? ¿No te alegraría que toda la nación rusa estuviera de nuestro lado?

—Por supuesto…, sobre todo si la nación rusa hubiera elegido ayudarlos. Pero no van a ser ellos quienes elijan, ¿verdad, papá? Seréis tú y Aleks. Deberíais estar trabajando para evitar la guerra, no para ganarla.

—Si Alemania ataca a Francia, tendremos que ayudar a nuestros amigos. Y sería un desastre para Gran Bretaña que Alemania conquistara Europa.

—¿Cómo podría haber mayor desastre que la guerra?

—Entonces, ¿no deberíamos luchar jamás?

—Sólo si nos invaden.

—Si no luchamos contra los alemanes en Francia, tendremos que hacerlo aquí.

—¿Estás seguro?

—Es muy probable.

—Ya lucharemos entonces, cuando ocurra.

—Escucha. Hace ochocientos cincuenta años que este país no ha sido invadido. ¿Por qué?

Porque hemos luchado contra otra gente en su territorio y no en el nuestro. Por eso tú, Lady Charlotte Walden, te criaste en un país tranquilo y próspero.

—¿Cuántas guerras se hicieron para evitar la guerra? Si no hubiéramos luchado en territorios de otros pueblos, ¿habrían luchado ellos de todas maneras?

—¿Quién sabe? —dijo él, cansado—. Ojalá hubieras estudiado más historia. Ojalá tú y yo hubiéramos hablado más sobre estas cosas. Con un hijo lo habría hecho, pero ¡por Dios!, nunca soñé que a mi hija le iba a interesar la política exterior. Y ahora estoy pagando el precio de ese error. ¡Y qué precio! Charlotte, te aseguro que las matemáticas del sufrimiento humano no son tan exactas como ese Félix te ha hecho creer. ¿No podrías creerme? ¿No podrías confiar en mí?

—No —contestó recalcitrante.

—Félix quiere matar a tu primo. ¿No te afecta eso? —Va a secuestrar a Aleks, no lo va a matar. Su padre meneó la cabeza.

—Charlotte, ha intentado matar a Aleks dos veces y una a mí. Ha matado a mucha gente en Rusia. No es un secuestrador, Charlotte, es un asesino.

—No te creo.

—Pero ¿por qué? —preguntó con voz plañidera.

—¿Me dijiste la verdad acerca del sufragio? ¿Me dijiste la verdad sobre Annie? ¿Me dijiste que en la democrática Gran Bretaña la mayoría de la gente no puede votar aún? ¿Me dijiste la verdad sobre las relaciones sexuales?

—No, no lo hice. —Horrorizada, Charlotte vio que las mejillas de su padre estaban inundadas de lágrimas—. Tal vez todo lo que he hecho, como padre, fue erróneo. No sabía que el mundo cambiaría como lo ha hecho. No tenía ni idea de cuál sería el papel de la mujer en el mundo de 1914. Empiezo a creer que he fracasado rotundamente. Pero hice lo que pensé que era lo mejor para ti, porque te quería, y te sigo queriendo. No es tu manera de pensar lo que me hace llorar. Es la traición, ¿entiendes? Quiero decir que lucharé con todas mis fuerzas para que no tengas que comparecer ante los tribunales, aun cuando lograras matar al pobre Aleks, porque eres mi hija, para mí la persona más importante del mundo. Por ti mandaré al infierno a la justicia, a la reputación y a Inglaterra. Cometería barbaridades por ti, sin dudarlo un momento. Para mí tú estás por encima de todos los principios, de toda la política, de todas las cosas. Eso es lo que pasa en las familias. Lo que me duele tanto es que tú no harías lo mismo por mí, ¿verdad?

Ella quería desesperadamente decirle que sí.

—¿Me serías fiel, por muy equivocado que estuviera, sólo por ser tu padre?

«Pero no lo es», pensó. Agachó la cabeza, pues no podía mirarlo.

Se quedaron sentados en silencio por un minuto. Luego su padre se sonó, se levantó y se fue a la puerta. Quitó la llave de la cerradura y salió. Cerró la puerta tras sí. Charlotte oyó cómo daba la vuelta a la llave, dejándola encerada.

Se echó a llorar.

Era la segunda cena sin alicientes que Lydia había dado en dos días. Ella era la única mujer a la mesa. Sir Arthur estaba malhumorado porque su operación de rastreo había fracasado en la localización de Félix. Charlotte y Aleks estaban encerrados en sus habitaciones. Basil Thomson y Stephen se comportaban de una manera fríamente cortés, ya que Thomson había averiguado lo de Charlotte y Félix, y había amenazado con enviar a Charlotte a la cárcel. Winston Churchill estaba allí. Había traído consigo el tratado y él y Aleks lo habían firmado, pero no había regocijo alguno por ello, ya que todos sabían que, si Aleks moría asesinado, entonces el Zar rehusaría ratificar el acuerdo.

Churchill dijo que cuanto antes estuviera Aleks fuera del suelo inglés, mejor sería para todos. Thomson dijo que se ingeniaría para encontrar una ruta segura y organizaría un formidable servicio de vigilancia, y que Aleks podría partir al día siguiente. Todos se acostaron temprano, ya que no había nada más que hacer.

Lydia sabía que no dormiría. Nada estaba resuelto. Había pasado la tarde ofuscada e indecisa, drogada con láudano, intentando olvidar que Félix estaba allí, en su casa. Aleks se marchaba al día siguiente. Ojalá pudiera mantenerse a salvo durante unas pocas horas más…; se preguntó si habría algún modo para lograr que Félix permaneciera oculto un día más. ¿Podría ella ir a verlo para mentirle, diciéndole que tendría su oportunidad para matar a Aleks mañana por la noche? Él nunca le creería. Aquel plan no ofrecía garantía.

Pero una vez concebida la idea de ir a ver a Félix, no podía quitársela de la cabeza.

Pensó: «Esta puerta, el pasillo, escaleras arriba, el cuarto de los niños, el gabinete secreto, y allí…» Cerró los ojos con fuerza y se tapó la cabeza con la sábana. Todo era peligroso.

Lo mejor era no hacer nada en absoluto, quedarse inmóvil, paralizada, dejar tranquila a Charlotte, dejar tranquilo a Félix, olvidarse de Aleks, olvidarse de Churchill.

Pero no sabía lo que iba a suceder. Charlotte podría ir a ver Stephen y decirle: «Tú no eres mi padre.» Stephen podría matar a Félix, Félix podría matar a Aleks. A Charlotte la podrían acusar de asesinato. «Félix podría venir aquí, a mi habitación, y besarme.» Otra vez notaba que sus nervios se desmandaban y que la rondaba otra jaqueca. Era una noche muy calurosa. Los efectos del láudano habían pasado, pero había bebido mucho vino durante la cena y seguía sintiéndose algo mareada. Por algún motivo, aquella noche su piel estaba extraordinariamente sensible, y cada vez que se movía, sentía que la seda de su camisón le arañaba los pechos. Estaba irritable, tanto mental como físicamente. En cierto sentido, deseaba que Stephen se le acercara, pero luego pensó: «No, no lo podría resistir.

La presencia de Félix en el cuarto de los niños era como una poderosa luz que brillaba ante sus ojos, manteniéndola despierta. Retiró la sábana, se levantó y fue hacia la ventana. La abrió un poco más. La brisa era apenas más fresca que el aire de la habitación. Se asomó y miró hacia abajo, vio las dos lámparas encendidas del portal, y al policía paseando delante de la casa, las pisadas de sus botas resonaban a lo lejos, sobre la grava del paseo.

¿Qué estaría haciendo Félix allí arriba? ¿Estaría fabricando una bomba? ¿Cargando un arma? ¿Afilando un cuchillo? ¿O simplemente dormía, aguardando en paz el momento adecuado? O vagaba por la casa, intentando dar con la manera de burlar a los guardaespaldas de Aleks?

«No hay nada que yo pueda hacer —pensó—; nada.» Cogió su libro. Eran los Poemas de Wessex de Hardy. «¿Por qué elegí este?», pensó. Lo abrió por la página que había leído por la mañana. Encendió la luz de la mesita de noche, se sentó y leyó el poema entero. Se titulaba «Su dilema».

Los dos en silencio en una iglesia sombría, con enmohecidos muros, irregulares adoquines y esculturas desgastadas, de evidente antigüedad; y sin nada que rompiera del reloj la tediosa monotonía.

Apoyado en un carcomido ornamento, tan pálido y agotado giró, apenas se tenía en pie ya que pronto iba a morir dijo, como lo intento, «¡Dime que si me amas!», apretándole la mano.

Ella habría dado el mundo por pronunciar un «sí» sincero, tanto parecía su vida persistir en su latente, y por ello mintió, pues todo su corazón la persuadió, de que valía su alma ser amable un momento.

Mas esa triste necesidad, y su próxima muerte, tanto remedaban la compasión, que a ella le avergonzaba valorar un mundo así, ni respirar le importaba donde la naturaleza tales dilemas podía ingeniar.

«Es verdad —pensó—; cuando la vida es así, ¿quién puede acertar?» La jaqueca era tan fuerte, que le parecía que le iba a estallar la cabeza. Abrió el cajón y tomó un sorbo del frasco de láudano. Luego tomó un poco más.

Después se dirigió hacia el cuarto de los niños.