A las tres menos cuarto, Félix estaba en el vestíbulo de la National Gallery. Charlotte, probablemente, llegaría más tarde, igual que la última vez, pero de todas formas él no tenía nada mejor que hacer.
Estaba nervioso y cansado, harto ya de tener que esperar y esconderse. Había vuelto a dormir pésimamente las dos últimas noches, una en Hyde Park y la otra bajo los arcos de Charing Cross. Durante el día se había ocultado en callejones y edificios derruidos, saliendo de ellos únicamente para procurarse alimento. Aquello le recordaba su huida por Siberia, un desagradable recuerdo, aunque ahora se podía mover, yendo del vestíbulo a salas con cúpulas de cristal, mirando los cuadros y regresando al vestíbulo para ver si ella llegaba. Miró el reloj de la pared. Eran las tres y media y ella no acababa de llegar. La habrían vuelto a invitar a otra comida aburrida.
Seguramente habría sido capaz de descubrir el paradero de Orlov. Era una chica con ingenio, de eso estaba seguro. Aunque su padre no se lo dijera claramente, ella sería capaz de hallar la fórmula para descubrir el secreto. El que le diera o no la información, ya era otra cuestión. Tenía también una gran fuerza de voluntad.
Ojalá…
Ojalá…, ¡pero eran tantos sus deseos! Ojalá no la hubiera engañado. Ojalá hubiera podido localizar a Orlov sin su ayuda. Ojalá los seres humanos no se convirtieran en príncipes, condes, káiseres y zares. Ojalá se hubiera casado con Lydia y hubiera conocido a Charlotte cuando era pequeña. Ojalá llegara a las cuatro en punto.
La mayoría de los cuadros no significaban nada para él: las escenas de sabor religioso, los retratos de presumidos mercaderes holandeses en sus hogares sin vida. Le gustaba la Alegoría de Bronzino, pero sólo por su tremenda sensualidad. El arte era un área de la experiencia humana por la que había pasado de largo. Quizás algún día Charlotte lo llevara al bosque para enseñarle las flores. Pero era poco probable. En primer lugar, porque tenía que seguir con vida los próximos días y escaparse tras dar muerte a Orlov. Y todo eso no era muy seguro. Y luego, porque debía seguir gozando del afecto de Charlotte a pesar de haberse servido de ella, de haberle mentido y de haber dado muerte a su primo. Todo ello rozaba lo imposible, pero aunque así ocurriese él buscaría la forma de entrevistarse con ella mientras esquivaba a la Policía… No, no había muchas posibilidades de verla después del asesinato. Pensó: «Aprovéchate ahora todo lo que puedas.» Eran las cuatro y media.
«No es que llegue tarde —dedujo descorazonado—; es que no puede venir. Confío en que no tenga problemas con Walden. Espero que no se haya arriesgado y la hayan descubierto.
Ojalá subiera corriendo la escalinata, agotada y casi sin aliento, con su sombrero algo ladeado y una expresión de ansiedad en su lindo rostro para oírle decir: "Siento muchísimo haberlo hecho esperar tanto, pero estaba…" El edificio parecía quedarse vacío. Félix se preguntó qué haría a continuación. Salió al exterior y bajó por la escalinata hasta la calle. No había señal de ella. Volvió a subir, y ya en la puerta le cortó el paso un empleado.
—Demasiado tarde, amigo —le dijo—. Vamos a cerrar.
Félix giró en redondo.
No podía aguardar en la escalinata con la esperanza de que al final llegase. Era demasiado arriesgado hacerlo allí, en Trafalgar Square. De todas formas, ya pasaban dos horas; ya no vendría.
Ya no vendría.
«Pensándolo bien —admitió Félix—, habrá decidido no colaborar conmigo, cosa, por otra parte, completamente lógica. ¿Y el que no haya venido ha sido tan sólo para no tener que decírmelo? Podía haber enviado una carta…» «Podía haber enviado una carta.» Ella tenía la dirección de Bridget. Podía haber enviado una carta.
Félix se dirigió hacia el Norte.
Caminó por las callejuelas de Theatreland y las tranquilas plazas de Bloomsbury. La temperatura estaba cambiando. Todo el tiempo que llevaba en Inglaterra había hecho calor y lucido el sol, y todavía no había visto llover. Pero hacía ya un día que la atmósfera se había vuelto agobiante, como preludiando tormenta.
«Me pregunto —pensó Félix— si me gustaría vivir en Bloomsbury, en esta atmósfera de próspera clase media, donde siempre hay comida suficiente y dinero bastante para gastar en libros. Pero después de la revolución derribaremos las verjas de los parques.» Le dolía la cabeza. No le había vuelto a doler desde su infancia. Ahora lo achacaba al aire de tormenta, pero era más bien la preocupación. «Después de la revolución —reflexionó— los dolores de cabeza quedarán prohibidos.» ¿Habría una carta de ella aguardándole en la casa de Bridget? Se imaginó lo que habría escrito: «Querido Mr. Kschesinski: lamento no haber podido acudir a nuestra cita de hoy. Atentamente, Lady Charlotte Walden.» No, seguramente no sería así. «Querido Félix: el príncipe Orlov se hospeda en casa del agregado naval ruso, en Wilton Place 25 A, tercer piso, habitación delantera izquierda.
Afectuosamente, su amiga Charlotte.» Algo así podría ser: «Querido padre: sí, ya sé la verdad. Pero "papá" me ha encerrado en mi cuarto. Por favor, ven a liberarme. Te quiere mucho tu hija, Charlotte Kschesinski.» ¡No seas tan rematadamente loco!
Llegó a Cork Street y echó un vistazo a uno y otro lado. No había policías vigilando la casa, ni obesos individuos de sencilla indumentaria leyendo el periódico frente a la taberna. Todo parecía seguro. Su corazón se animó. «Hay algo maravilloso —pensó— en una calurosa acogida por parte de una mujer, ya sea una joven esbelta como Charlotte, o una bruja gorda y vieja como Bridget. He pasado demasiado tiempo de mi vida con hombres… o solo.» Llamó a la puerta de Bridget. Mientras esperaba, miró hacia la ventana de su antigua habitación en el sótano y vio que tenía cortinas nuevas. Se abrió la puerta.
Bridget lo miró y sonrió satisfecha.
—Pero, hombre, ¡si está aquí mi querido terrorista internacional! Pase, cariño.
Entró en la salita.
—¿Quiere una taza de té? Está caliente.
—Sí, por favor. —Al tomar asiento, preguntó—: ¿La molestó la Policía?
—Me estuvo interrogando un comisario. Usted debe de ser un pez gordo.
—¿Qué le dijo?
Se mostró desdeñosa.
—Se había dejado la porra en casa, y no me sacó nada. Félix sonrió.
—¿Han traído una carta…?
Pero ella seguía hablando:
—¿Quiere otra vez su cuarto? Se lo he alquilado a otro individuo, pero lo echo si quiere. Lleva patillas y jamás he soportado a esos tipos.
—No, no quiero mi habitación…
—Ha dormido muy mal, no hay más que verlo. —Así es.
—Sea lo que fuere lo que ha venido a hacer a Londres, aún no lo ha hecho.
—No.
—Algo ha ocurrido…, no es el mismo. —Así es.
—Entonces, ¿qué?
De repente se sintió confortado al poder hablar con alguien de sus cosas.
—Hace años tuve un lío de faldas. Yo no me enteré, pero la mujer tuvo una niña. Días atrás…, me encontré con mi hija.
—Ah —lo miró con ojos apenados—. ¡Pobre granuja! Como si no tuviese ya bastantes preocupaciones. ¿Fue ella quien escribió la carta?
Félix exclamó lleno de satisfacción:
—¿Hay carta?
—Ya sabía yo que venía por ella.
Se acercó a la repisa de la chimenea y la sacó de detrás del reloj.
—¿Y esa pobre chica está viviendo entre opresores y tiranos?
—Si.
—Lo pensé por el escudo. No ha tenido mucha suerte, ¿verdad?
Le entregó la carta.
Félix vio el escudo en el reverso del sobre. Lo abrió. Dentro había dos cuartillas escritas con pulcra caligrafía.
«Walden Hall» 1 de julio de 1914 Querido Félix: Cuando reciba esta carta ya se habrá cansado de esperar que acudiese a la cita. No sabe cuánto he sentido haberle dado plantón. Desgraciadamente, me vieron con usted el lunes y eso les ha hecho suponer que tengo un… ¡¡¡amante secreto!!!
«Si tiene problemas, no parece muy afectada por ellos», dedujo Félix.
He sido desterrada al campo todo lo que queda de temporada. Sin embargo, esto ha resultado ser una bendición. Nadie quiso informarme sobre el paradero de Aleks, pero ahora ya lo sé. ¡¡¡Está aquí!!!
La satisfacción del triunfo inundó por completo a Félix.
—Así que las ratas tienen ahí su madriguera. Bridget preguntó:
—¿Le está ayudando su hija?
—Ella era mi única esperanza.
—Entonces tenía razones para estar preocupado.
—Lo sé.
Tome un tren en la estación de Liverpool Street hasta el apeadero de Walden Hall. Este es nuestro pueblo. Nuestra casa se encuentra en las afueras, a unos cinco kilómetros, por la carretera del Norte. ¡¡¡No se le ocurra venir a casa!!! A mano izquierda de la carretera verá un bosque. Yo siempre paseo a caballo entre la arboleda, antes del desayuno, entre las siete y las ocho de la mañana, por un camino de herradura. Hasta que venga, estaré vigilando cada día.
«Una vez que ha tomado partido, ella no se anda con medias tintas», pensó Félix.
No estoy segura de cuándo saldrá esta carta. La dejaré en la mesa del salón cuando compruebe que haya otras para echar al correo, porque no quiero que nadie vea mi letra en un sobre. De esta forma, el lacayo la cogerá con todas las demás cuando vaya a Correos.
—Es una chica estupenda —dijo Félix en voz alta.
Esto lo hago porque usted es la única persona que conozco que ha sabido hablarme con sensatez. Con mi mayor afecto, CHARLOTTE. Félix se recostó en el asiento y cerró los ojos. Se sentía tan orgulloso de ella y tan avergonzado de sí mismo, que estaba a punto de llorar.
Bridget le arrebató la carta de entre sus dedos, que no opusieron resistencia, y empezó a leer.
—¿Así que ella no sabe que usted es su padre? —exclamó.
—No.
—Entonces, ¿por qué le está ayudando?
—Porque tiene fe en lo que estoy haciendo.
Bridget hizo una mueca de enfado.
—Los hombres como usted siempre encuentran mujeres que les ayuden. Debería saberlo ya, ¡diantre! —Siguió leyendo—. Escribe como una colegiala.
—Sí.
—¿Qué edad tiene?
—Dieciocho años.
—Edad suficiente para conocerse a sí misma. ¿Aleks es el fulano que buscas?
Félix asintió con la cabeza.
—¿Quién es?
—Un príncipe ruso.
—Entonces merece la muerte.
—Está arrastrando a Rusia a la guerra.
Bridget hizo un gesto de asentimiento.
—Y usted está arrastrando a Charlotte a todo esto.
—¿Cree que estoy obrando mal?
Ella le devolvió la carta. Parecía enfadada:
—Nunca estaremos seguros, ¿no le parece?
—La política es así.
—La vida es así.
Félix rompió en dos el sobre y lo arrojó a la papelera. Intentó releer la carta, pero no se vio con fuerzas para ello. «Cuando todo haya acabado —pensó—, esto será lo que haga que me acuerde de ella.» Dobló las dos cuartillas y se las guardó en un bolsillo de la chaqueta. Se puso en pie.
—He de tomar el tren.
—¿Quiere que le prepare un bocadillo para llevárselo?
Negó con la cabeza.
—Gracias, no tengo hambre.
—¿Tiene dinero para el billete?
—Yo nunca pago en los trenes.
Ella metió la mano en el bolsillo de su delantal y sacó una moneda, un soberano.
—Tome. Puede tomar también una taza de té.
—Es mucho dinero.
—Esta semana puedo permitírmelo. Y lárguese ya, antes de que cambie de idea.
Félix cogió la moneda y dio a Bridget un beso de despedida.
—Ha sido muy amable conmigo.
—No lo hago por usted; lo hago por mi Sean, que en gloria esté.
—Adiós.
—Que tenga suerte, muchacho. Félix se marchó.
Walden se sentía optimista al hacer su entrada en el edificio del Almirantazgo. Había hecho lo que había prometido: convencer a Aleks sobre lo de Constantinopla. La tarde anterior, Aleks había enviado un mensaje al Zar recomendándole la aceptación de la oferta británica. Walden estaba convencido de que el Zar seguiría el consejo de su sobrino preferido, especialmente tras el asesinato de Sarajevo. De lo que no estaba tan seguro era que Lloyd George aceptara los deseos de Asquith.
Fue introducido en el despacho del primer Lord del Almirantazgo. Churchill se levantó de su asiento y rodeó la mesa para estrecharle la mano.
—Convencimos a Lloyd George —dijo con gesto triunfal.
—¡Eso es estupendo! —contestó Walden—. ¡Y yo convencí a Orlov!
—Sabía que lo haría. Siéntese.
«Nunca hubiera pensado que me daría las gracias», se dijo Walden. Pero incluso Churchill no podía disimular hoy su buen humor.
Se sentó en un sillón de cuero y paseó la vista por toda la sala, observando las cartas de navegación que colgaban de las paredes y los recuerdos náuticos que descansaban sobre la mesa.
—En cualquier momento tendremos noticias de San Petersburgo —dijo—. La Embajada rusa enviará la nota directamente a usted.
—Cuanto antes, mejor —fueron las palabras de Churchill—. El conde Hayes ha estado en Berlín. Según nuestro servicio de Inteligencia, se llevó consigo una carta preguntándole al káiser si Alemania ayudaría a Austria en caso de una guerra contra Servia. Nuestro Servicio de Inteligencia nos informó también de que la respuesta fue afirmativa.
—Los alemanes no desean luchar contra Servia…
—No —le interrumpió Churchill—; lo que buscan es una excusa para luchar contra Francia.
Una vez que Alemania se movilice, Francia se movilizará a su vez, y ese será el pretexto alemán para invadir Francia. Ahora no hay quien lo pare.
—¿Saben los rusos todo esto?
—Nosotros se lo hemos dicho. Confío en que nos crean.
—¿No se puede hacer nada en favor de la paz?
—Se está haciendo todo —contestó Churchill—. Sir Edward Grey trabaja en ello noche y día, como lo hacen nuestros embajadores en Berlín, Viena y San Petersburgo. Incluso el rey está martilleando con telegramas a sus primos, el káiser Guillermo y el zar Nicolás. De nada servirá.
Llamaron a la puerta y entró un joven secretario con un comunicado.
—Un mensaje del embajador ruso, señor —informó. Walden notó que la tensión se apoderaba de él. Churchill cogió el escrito y lo examinó; después, con el triunfo reflejado en sus ojos, exclamó:
—¡Han aceptado!
—¡Una buena noticia! —dijo Walden, radiante.
El secretario salió del despacho y Churchill se puso de pie.
—Esto merece un whisky con soda. ¿Me acompaña?
—No faltaba más.
Churchill abrió un armario.
—Esta noche dejaré preparado el borrador del tratado y me lo llevaré a «Walden Hall» mañana por la tarde. Para la firma podemos celebrar una pequeña ceremonia mañana por la noche. Por supuesto, tendrá que ser ratificado por el Zar y por Asquith, pero eso será puro formulismo, mientras Orlov y yo lo dejamos firmado lo más pronto posible.
El secretario llamó y volvió a entrar.
—Mr. Basil Thomson está aquí, señor.
—Hágalo pasar.
Thomson entró y habló sin más preámbulos:
—Volvimos a dar con la pista de nuestro anarquista.
—¡Estupendo! —exclamó Walden.
Thomson tomó asiento.
—Usted recordará que situé a un hombre en la habitación del sótano de Cork Street, por si se le ocurría volver allá.
—Lo recuerdo —confirmó Walden.
—Pues volvió. Cuando se marchó fue seguido por mi hombre.
—¿Y adónde se dirigió?
—A la estación de Liverpool Street. —Thomson hizo una pausa—. Y sacó un billete para el apeadero Walden Hall.