11

El primer tranvía de la mañana despertó a Félix con su estruendo. Abrió los ojos y lo vio partir desprendiendo chispazos azules por la parte superior del trole. Unos hombres de ojos soñolientos, en ropas de faena, sentados junto a las ventanas, fumaban y bostezaban mientras se dirigían sus habituales puestos de barrenderos, mozos de cuerda o peones.

El sol estaba bajo y brillante, pero Félix estaba en la sombra del puente de Waterloo.

Descansaba sobre la acera con la cabeza apoyada en el muro, envuelto en periódicos. A uno de sus lados se encontraba una vieja apestosa, con el rostro enrojecido de los alcohólicos. Parecía gorda, pero Félix veía entonces, entre el dobladillo de su falda y la caña de sus botas de hombre, varios centímetros de unas piernas sucias que parecían palillos, por lo que dedujo que la aparente obesidad de aquella mujer obedecía a la gran cantidad de ropa que llevaba encima. A Félix le caía bien y la noche anterior había estado entreteniendo a todos los vagabundos mientras le enseñaba los nombres vulgares en inglés de las diversas partes del cuerpo. Félix las repetía y todos se reían.

Al otro lado tenía un muchacho pelirrojo escocés. Para él, dormir a la intemperie fue una aventura. Era fuerte, delgado y animoso. Fijándose ahora en su rostro soñoliento Félix comprobó que era barbilampiño y muy joven ¿Qué sería de él cuando llegase el invierno?

Serían en total unos treinta, alineados sobre la calle tendidos todos ellos con la cabeza sobre el muro y los pies hacia la carretera, cubiertos con abrigos, sacos o periódico.

Félix fue el primero en dar señales de vida. Se preguntó si durante la noche habría muerto alguno de ellos.

Se levantó. Estaba dolorido después de pasar una noche al raso. Se alejó del puente en busca del sol. Hoy iba a encontrarse con Charlotte. No había duda de que su aspecto y el tufillo que desprendía eran propios de un pordiosero. Pensó en lavarse en el Támesis, pero el río parecía aún más sucio que él y fue en busca de una casa de beneficencia municipal.

Encontró una en la orilla sur del río. Un aviso en la puerta anunciaba que se abría a las nueve. Félix pensó que aquello era característico de un gobierno socialdemócrata, construían casas de baños para que los obreros pudieran mantenerse aseados, pero las abrían a las nueve, cuando todo el mundo estaba ya trabajando. Luego se quejaban que las masas no supieran aprovecharse de las ventajas que tan generosamente les brindaban.

Desayunó en un café próximo a la estación de Wate, los bocadillos de huevo frito le tentaron, pero no pudo permitirse el lujo de pedir unos. Como de costumbre, tomó el té y así ahorró dinero para comprar el periódico. Se sentía contaminado por la noche pasada entre andrajosos, y ello se le antojó irónico porque en Siberia le había encantado dormir entre los cerdos buscando su calor. Era fácil comprender por qué se sentía diferente ahora, iba a encontrarse con su hija, y ella aparecería radiante y limpia, oliendo a perfume y con un vestido de seda, guantes y sombrero, y quizá con una sombrilla para resguardarse de los rayos del sol.

Entró en la estación y compró el Times; después se sentó en un banco de piedra cercano a la casa de baños. Se puso a leer el periódico mientras aguardaba a que abriera. Aquella noticia le dejó anonadado: EL HEREDERO AUSTRIACO Y SU ESPOSA ASESINADOS. DISPARARON CONTRA ELLOS EN LA CAPITAL DE BOSNIA. CRIMEN POLÍTICO DE UN ESTUDIANTE. ANTES LES LANZARON UNA BOMBA. DESCONSUELO DEL EMPERADOR.

El futuro heredero del Imperio austro-húngaro, el archiduque Francisco Fernando, y su esposa, la duquesa de Hohenberg, fueron asesinados ayer por la mañana en Sarajevo, capital de Bosnia. El asesino ha sido identificado como un estudiante de los últimos cursos de enseñanza media, quien disparó mortalmente contra sus víctimas con una pistola automática, cuando aquellos regresaban de una recepción en el Ayuntamiento.

Evidentemente, la acción criminal había sido cuidadosamente planeada. Al ir hacia el Ayuntamiento, el archiduque y su consorte escaparon milagrosamente de la muerte. Un individuo, cajista de oficio y natural de Trebinje, plaza fuerte situada en el extremo sur de Herzegovina, lanzó una bomba contra el coche. Se dispone de pocos detalles sobre este primer ataque. Se ha informado que el archiduque desvió la bomba con el brazo y que esta explotó detrás del coche, hiriendo a los ocupantes del segundo vehículo.

Se dice que el autor de la segunda acción criminal es originario de Grahovo, en Bosnia.

Aún no se posee información sobre su raza o credo. Al parecer, pertenece a la población serbia u ortodoxa de Bosnia.

Ambos criminales fueron detenidos inmediatamente, aunque estuvieron a punto de ser linchados.

Mientras se desarrollaba esta tragedia en la capital de Bosnia, el anciano emperador Francisco José partía de Viena hacia su residencia veraniega de Ischl. En Viena sus súbditos le dispensaron una entusiasta despedida y en Ischl su recepción fue aún más enfervorizada, si cabe.

Félix quedó como aturdido. Se alegró de que otro inútil parásito de la aristocracia hubiese sido eliminado, que se asestara otro duro golpe a la tiranía, y se sintió avergonzado de que un estudiante hubiera sido capaz de matar al heredero del trono austríaco mientras él, Félix, fracasaba repetidamente al intentar asesinar a un príncipe ruso. Pero lo que ocupó sus pensamientos fue el cambio en el panorama político mundial, que, con toda seguridad, iba a producirse seguidamente. Los austríacos, con los alemanes tras ellos, se desquitarían con Servia. Los rusos protestarían. ¿Llegarían a movilizar su ejército? Si estuviesen seguros de la ayuda británica, probablemente lo harían. La movilización rusa supondría la movilización alemana, y una vez los alemanes se movilizasen no habría nadie capaz de impedir que sus generales fuesen a la guerra.

Félix fue descifrando, a conciencia, el difícil inglés de los otros comentarios que aparecían en la misma página, referentes al asesinato. Las informaciones llevaban los siguientes titulares:

RELATO OFICIAL DEL CRIMEN;

EL EMPERADOR AUSTRIACO Y LA NOTICIA;

TRAGEDIA DE LA CASA REAL y

ESCENARIO DEL CRIMEN

(de nuestro enviado especial).

Toda una serie de despropósitos en torno al sobresalto, el horror y la aflicción que todos experimentaban, aparte de las repetidas aseveraciones de que no existían motivos para sentirse alarmados, y que, pese a lo trágico del hecho, el crimen no tendría repercusiones negativas en Europa. Según Félix, todo ello era muy propio del Times, muy capaz de haber descrito a los cuatro jinetes del Apocalipsis como poderosos gobernantes, cuyo único objetivo fuese conseguir la estabilidad en el área internacional.

Sin embargo, no se hablaba de las represalias austríacas, que habrían de producirse con toda seguridad. Y después…

Después vendría la guerra.

«No existían razones válidas para que Rusia entrase en guerra», pensó Félix, enojado.

Lo mismo podría decirse de Inglaterra. Francia y Alemania eran beligerantes; los franceses estaban, desde el año 1871, tratando de recuperar los territorios perdidos de Alsacia y Lorena, y los generales germanos consideraban que Alemania dejaría de ser una segunda potencia en el momento en que hiciese una demostración de su fuerza.

¿Qué podría impedir que Rusia entrara en la guerra? Una desavenencia con sus aliados.

¿Qué originaría esa desavenencia entre Rusia e Inglaterra? El asesinato de Orlov.

Si el crimen de Sarajevo podía ser el inicio de una guerra, otro crimen en Londres podría detenerla.

Y Charlotte debía descubrir el paradero de Orlov.

Algo cansado, Félix volvió a reflexionar sobre el dilema que se le había presentado en las últimas cuarenta y ocho horas. ¿Habría cambiado algo con el asesinato del archiduque? ¿Le daba ello derecho a aprovecharse de una muchacha?

Ya casi era la hora de que abrieran la casa de los baños. Un reducido grupo de mujeres, cargadas con fardos de ropa sucia, se agrupaba alrededor de la puerta. Félix dobló el periódico y se puso en pie.

Sabía que la utilizaría. No había resuelto el problema; simplemente, había decidido lo que tenía que hacer. Su vida entera parecía depender del asesinato de Orlov. Sentía un impulso que lo llevaba hacia aquel objetivo y no podía desviarse, aun descubriendo que su existencia se había basado en un error.

Pobre Charlotte.

Las puertas se abrieron y Félix entró en la casa de baños para asearse.

Charlotte lo tenía todo preparado. Cuando los Walden no tenían invitados la comida era a la una. Sobre las dos y media su madre estaría descansando en su habitación. Charlotte aprovecharía para escabullirse de casa con tiempo suficiente para encontrarse a las tres con Félix. Pasaría una hora con él. A las cuatro y media estaría en casa, en la habitación de mañana, lavada, cambiada y convenientemente preparada para tomar el té y atender a las visitas al lado de su madre.

Pero no iba a ser así. Al mediodía, su madre desbarató todo su plan al comunicarle:

—Oh, se me olvidó decírtelo; vamos a comer con la duquesa de Middlesex en su casa de Grosvenor Square.

—Oh, mamá —contestó Charlotte—, ¡¡no tengo ganas de ir a un almuerzo!

—No seas tonta, lo pasarás muy bien.

«Me equivoqué —dedujo Charlotte inmediatamente—. Tenía que haber dicho que me dolía muchísimo la cabeza y que seguramente no iría. Pero me cogió de improviso. Podría haber mentido si lo hubiera sabido con antelación, y no así, de repente.» Hizo un nuevo intento:

—Lo siento, mamá, no me apetece ir.

—Vendrás, y déjate de excusas —replicó su madre—.

Quiero que te conozca la duquesa, nos puede servir de mucho. Además, estará allí el marqués de Chalfont.

«Esos almuerzos suelen comenzar a la una y media y acabar pasadas las tres. Puedo estar en casa a las tres y media, lo que me permitiría llegar a las cuatro a la "National Gallery" —pensó Charlotte—; mas para entonces él se habrá cansado y se habrá ido. Por otra parte, aunque estuviese esperando sería yo la que tendría que dejarlo casi de inmediato para encontrarme en casa a la hora del té.» Ella deseaba hablar con él sobre el asesinato; estaba ansiosa por conocer su opinión. Lo que no le apetecía era comer con la vieja duquesa y…

—¿Quién es el marqués de Chalfont?

—Ya lo conoces: Freddie. Es encantador, ¿no crees? —Oh, ¿es él? ¿Y es encantador? Pues no me había dado cuenta…

«Escribiré una nota, dirigida a aquel lugar de Camden Town, y la dejaré al salir sobre la mesa del salón para que el criado la lleve a Correos, aunque Félix no vive realmente en esa dirección y, de cualquier forma, no podrá hacerse con la nota antes de las tres.» Su madre insistió:

—Bien, hoy te darás cuenta. Me imagino que está enamorado de ti.

—¿Quién?

—Freddie. Charlotte, tienes que interesarte un poco por un joven cuando este se interesa por ti.

«He aquí el porqué de su empeño en que asista.» —Vamos, mamá, no seas tonta.

—¿A qué viene eso? —contestó su madre con cierto en fado.

—Apenas he hablado con él.

—Entonces no es tu conversación lo que le ha gustado de ti.

—¡Por favor!

—Ya está bien; no hagas que me enfade. Ve a cambiarte. Ponte ese vestido crema con lazo negro, que es el que mejor te sienta.

Charlotte se dio por vencida y subió a su habitación. «Supongo que he de sentirme halagada por lo de Freddie —pensó mientras se quitaba el vestido—. ¿Por qué no acabo de interesarme por alguno de estos jóvenes? Quizá no esté aún preparada para ello. De momento hay otras muchas cosas que ocupan mi mente. Durante el desayuno, papá dijo que podría desencadenarse una guerra a causa del asesinato del archiduque. Pero a las Jóvenes no se las supone interesadas en estos asuntos. Mi ambición máxima debe ser comprometerme antes de que termine mi primera temporada; eso es, por lo menos, lo que piensa Belinda. Pero no todas las jóvenes son como Belinda. Acuérdate de las sufragistas.

Terminó de vestirse y bajó las escaleras. Se sentó e inició una ociosa conversación mientras su madre tomaba una copa de jerez; después marcharon hacia Grosvenor Square.

La duquesa era una dama obesa de más de setenta años, que a Charlotte le recordaba un viejo barco de madera carcomido bajo una capa de pintura reciente. La comida se transformó en un auténtico gallinero. «Si se tratase de una representación teatral —pensó Charlotte—, habría aquí un poeta medio loco, un discreto ministro, un culto banquero judío, un príncipe de la Corona y, por lo menos, una mujer de extrema belleza.» De hecho, los únicos hombres allí presentes, aparte de Freddie, eran un sobrino de la duquesa y un diputado conservador. Todas las damas fueron presentadas como la esposa de fulano de tal. «Si alguna vez me caso —pensó Charlotte—, insistiré en ser presentada como yo misma, no como la esposa de alguien.» Claro que a la duquesa le resultaba difícil celebrar importantes reuniones, dado que mucha gente quedaba excluida de su mesa: liberales, judíos, comerciantes, quienes tuvieran algo que ver con el teatro, divorciados y toda la demás gente que por cualquier motivo estuviera en contradicción con el ideario de la duquesa. Eso hacía que el círculo de sus amistades fuera muy reducido.

El tema favorito en la conversación de la duquesa era la denuncia de todo aquello que, a su juicio, estaba destruyendo el país. Sus principales representantes eran la subversión (Lloyd George y Churchill), la vulgaridad (Diaghilev y los postimpresionistas) y los excesivos impuestos (un chelín y tres peniques por libra).

Hoy, sin embargo, la destrucción de Inglaterra pasó a segundo plano debido a la muerte del archiduque. El diputado conservador explicó con tediosa lentitud por qué no habría guerra. La mujer de un embajador sudamericano dijo en un tono infantil que enfureció a Charlotte.

—Lo que no comprendo es por qué esos nihilistas quieren lanzar bombas y matar a la gente.

La duquesa tenía respuesta para eso. Su médico le había explicado que todas las sufragistas padecían una enfermedad nerviosa llamada histeria por la ciencia, y desde su punto de vista los revolucionarios sufrían una dolencia equiparable a tal enfermedad.

Charlotte, que aquella mañana había leído el Times, desde la primera a la última página, apuntó:

—Puede ser, simplemente, que los serbios no deseen ser gobernados por Austria.

Su madre la fulminó con la mirada, y todos los demás la observaron durante un momento como si estuviese completamente loca, ignorando después todo cuanto había dicho.

Freddie estaba sentado a su lado. Su cara redonda pareció encenderse ligeramente. Le habló en voz baja:

—Lo que acaba de decir me ha parecido una atrocidad.

—¿Qué hay de atroz en ello? —preguntó Charlotte.

—Bueno, yo diría que usted aprueba que la gente mate a los archiduques.

—Creo que si los austríacos tratasen de apoderarse de Inglaterra, usted dispararía contra los archiduques, ¿o no?

—Tiene gracia —fue la respuesta de Freddie.

Charlotte se apartó de él. Estaba empezando a creer que había perdido la voz; nadie prestaba atención a cuanto decía. Se sentía incómoda.

Mientras tanto, la duquesa volvía a la carga.

—La clase baja es perezosa —dijo.

Y Charlotte pensó: «¡Y lo dices tú, que no has dado golpe en tu vida!»

—Porque —remachó la duquesa—, ¿cómo se entiende que hoy en día cada obrero tenga que llevar a su lado a un aprendiz para que cargue con sus herramientas, cuando eso puede hacerlo muy bien él solo?

Y se expresaba así mientras un camarero le servía patatas hervidas en bandeja de plata.

Al empezar a beber su tercer vaso de vino dulce, la duquesa dijo que los obreros bebían tanta cerveza a mediodía que por la tarde eran incapaces de trabajar.

—A la gente de hoy le gusta que la mimen —dijo la duquesa, mientras tres camareros y dos doncellas retiraban el tercer plato y servían el cuarto—. El Gobierno no debe ocuparse de la beneficencia, del seguro de enfermedad ni de las pensiones. La pobreza debe estimular la sobriedad en las clases inferiores, que al fin y al cabo es una virtud —y lo decía al final de una comida que habría alimentado durante quince días a una familia trabajadora de diez personas. La gente debe valerse por sí misma —aseveró cuando un mayordomo la ayudaba a levantarse de la mesa para dirigirse hasta el salón.

A Charlotte le consumía la rabia. «¿Quién podría acusar de revolucionarios a quienes liquiden a gente como la duquesa?»

Freddie le ofreció una taza de café y dijo:

—Es una maravillosa luchadora, ¿verdad? Charlotte contestó:

—Pienso que es la vieja más repugnante que jamás he conocido.

En el redondo rostro de Freddie se dibujó un gesto de angustia, y el joven exclamó:

—¡Chist!

«Por lo menos —pensó Charlotte—, nadie podrá decir que me lo he querido ganar.»

Un reloj de sobremesa, colocado en la repisa de la chimenea, dio las campanadas de las tres.

Charlotte se sentía como encarcelada. Félix ya la estaría esperando en la escalinata de la «National Gallery». Tenía que salir de la residencia de la duquesa. Pensó: «¿Qué hago yo aquí, pudiendo estar con alguien que no dice tonterías?».

El diputado conservador anunció:

—Debo regresar a la Cámara.

Su esposa se levantó para acompañarle. Charlotte vio el cielo abierto. Se aproximó a la dama y le habló en voz baja:

—Me duele un poco la cabeza. ¿Puedo ir con ustedes? En el camino hacia Westminster han de pasar frente a mi casa.

—No faltaría más Lady Charlotte —respondió la dama.

Lady Walden estaba hablando con la duquesa. Charlotte las interrumpió y repitió la historia de la jaqueca.

—Sé que a mamá le gustará quedarse algún tiempo más, por eso me voy con Mrs. Shakespeare. Gracias por tan exquisito ágape, Excelencia.

La duquesa hizo una majestuosa inclinación de cabeza. «Creo que me ha salido bastante bien», pensó Charlotte mientras se dirigía al salón y bajaba las escaleras.

Dio su dirección al cochero de los Shakespeare y agregó:

—No es necesario que entre en el patio; déjeme simplemente ante la puerta.

En el camino, Mrs. Shakespeare le recomendó que tomara una cucharadita de láudano para el dolor de cabeza.

El cochero hizo lo que se le había indicado, y a las tres y veinte Charlotte se encontraba en la acera de su casa aguardando a que el carruaje desapareciese. En lugar de entrar en su casa se dirigió a Trafalgar Square.

Llegó pasadas las tres y media y subió corriendo las escalinatas de la «National Gallery”.

No veía a Félix. «Se ha ido —pensó—, después de todo.» Entonces apareció él detrás de una de las grandes columnas, como si hubiera estado vigilando su llegada. Se alegró tanto de verlo que de buena gana le habría dado un beso.

—Siento de veras haberlo hecho esperar tanto —le dijo al estrecharle la mano—. Tuve que asistir a un odioso banquete.

—Eso ya no importa, puesto que está aquí.

Él sonreía, pero sin ganas. A Charlotte le recordó al que saluda a un dentista antes de que este le saque una muela.

Entraron. A Charlotte le gustaba el fresco y silencioso museo, con sus cúpulas de cristal y sus columnas de mármol, su pavimento gris, sus pares color beige, y sus cuadros, desbordantes de color, belleza y pasión.

—Por lo menos, mis padres me enseñaron a apreciar los cuadros —dijo.

Félix la miró con sus ojos tristes y oscuros.

—Va a ver guerra.

De todos cuantos habían hablado hoy de esa posibilidad, sólo Félix y Lord Walden parecían afectados por ello.

—Papá ha dicho lo mismo. Pero no acabo de ver el porqué.

—Tanto Francia como Alemania creen que saldrán beneficiadas con la guerra. Austria, Rusia e Inglaterra pueden verse involucradas.

Siguieron andando. Félix no mostraba interés por los cuadros.

Charlotte preguntó:

—¿Por qué está tan preocupado? ¿Tendría que combatir?

—Soy demasiado viejo. Pero pienso en los millones de inocentes muchachos rusos que serán arrancados de sus tierras para quedar inválidos, ciegos o sin vida por una causa que ni comprenden, ni les interesaría en caso de que la entendieran.

Charlotte siempre había pensado en la guerra como un asunto en el que los hombres se mataban entre sí, mas para Félix era la guerra la que mataba a los hombres. Una vez más le hacía ver las cosas bajo una luz nueva.

—Nunca pensé en la guerra desde ese punto de vista —dijo ella.

—Tampoco el conde de Walden la ha considerado jamás desde esa perspectiva. De ahí que vaya a producirse.

—Estoy segura de que, si pudiese, papá la evitaría…

—Está equivocada —interrumpió Félix—. Él la está haciendo posible.

Charlotte frunció el ceño, confundida.

—¿Qué quiere decir?

—Ese es el motivo de la estancia del príncipe Orlov.

Su confusión aumentó.

—¿Cómo sabe lo de Aleks?

—Sé más cosas sobre eso que usted. La Policía tiene espías entre los anarquistas, pero los anarquistas los tienen entre los espías de la Policía. Lo hemos descubierto. Walden y Orlov están negociando un tratado cuyo efecto será el de arrastrar a Rusia a una guerra al lado de Gran Bretaña.

Charlotte estuvo a punto de contestar que su padre no haría una cosa así, pero enseguida se dio cuenta de que Félix tenía razón. Así se explicaban algunas observaciones cruzadas entre papá y Aleks, mientras este último estaba hospedado en su casa, y explicaba también por qué su padre dejaba asombrados a sus amigos aliándose con liberales como Churchill.

—¿Y por qué lo haría? —preguntó.

—Seguro que no le preocupa la cantidad de campesinos rusos que mueran, con tal de que Inglaterra domine Europa.

«No hay duda de que papá tendría que verlo en esos términos», pensó ella.

—Eso es espantoso. ¿Por qué no se lo dice a la gente?; Expóngalo con toda claridad! ¡Proclámelo a los cuatro vientos!

—¿Quién lo escucharía?

—¿No lo escucharían en Rusia?

—Lo harían si llegásemos a encontrar la manera de que se enterasen de todo.

—¿Y cuál podría ser?

Félix la miró.

—El secuestro del príncipe Orlov.

Encontró aquello tan descabellado que primero le dio por reír, pero luego dejó de hacerlo repentinamente. Se le ocurrió pensar que él podía estar jugando, simulando, para luego sacar ventaja. Después lo miró a la cara y comprobó que hablaba totalmente en serio. Por primera vez se preguntó si aquel hombre estaría en su sano juicio. —No lo dirá en serio— dijo incrédula. Él esbozó una sonrisa forzada.

—¿Cree que estoy loco?

Ella sabía que no, Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Usted es el hombre más cuerdo que he conocido.

—Entonces, siéntese y se lo explicaré.

Ella se dejó llevar hasta un asiento y él habló:

—El Zar desconfía ahora de los ingleses porque permiten que refugiados políticos, como yo, vengan a Inglaterra. Si alguno de nosotros secuestrase a su sobrino predilecto se produciría un auténtico altercado, y entonces se perdería la confianza en una ayuda mutua en caso de guerra. Y cuando los rusos sepan lo que Orlov estaba intentando hacer con ellos, su indignación será tan grande que el Zar no podrá, de ninguna manera, obligarlos a ir a la guerra. ¿Lo entiende?

Charlotte observó el rostro de Félix mientras le hablaba. Aparecía tranquilo, razonable, sólo ligeramente tenso. Sus ojos no brillaban con el resplandor alocado del fanatismo.

Todo cuanto decía tenía sentido, aunque poseyera la lógica de un cuento de hadas… Una cosa se desprendía de la otra, pero parecía que se trataba de otro mundo, no del mundo en que ella vivía.

—Sí, lo entiendo —contestó ella—, pero no puede secuestrar a Aleks; ¡es tan bueno!

—Ese hombre bueno conducirá a la muerte, si se le permite, a un millón de hombres buenos. Esto es real, Charlotte, no como las batallas que se ven en esos cuadros de dioses y caballos. Walden y Orlov están tratando de la guerra… hombres que se abren en canal con sus bayonetas, muchachos que pierden piernas a cañonazos, gente que se desangra y muere en campos cenagosos, gritando de dolor, sin que nadie acuda en su ayuda. Eso es lo que Walden y Orlov están intentando poner en marcha. La mitad de los padecimientos de este mundo los originan hombres jóvenes y buenos como Orlov, que se creen con derecho a organizar conflictos armados entre las naciones.

Un espantoso pensamiento asaltó a Charlotte.

—¡Usted ya ha intentado secuestrarlo una vez!

Félix asintió con la cabeza:

—En el parque. Usted estaba en la carroza. Salió mal.

—¡Oh, Dios mío!

Charlotte se sintió mareada y deprimida. Félix le cogió la mano.

—Usted sabe que tengo razón, ¿verdad? Le parecía que sí tenía razón.

Su mundo era un mundo real; era ella la que vivía en un mundo de fantasía, en el que las jovencitas, vestidas de blanco, eran presentadas al rey y a la reina, y el príncipe se iba a la guerra, y el conde era amable con sus siervos y amado por todos ellos, y la duquesa era una dama anciana y digna, sin que existieran cosas como las relaciones sexuales. En el mundo real, el hijo de Annie nació muerto porque su madre la despidió sin darle una carta de recomendación, y una madre de trece años fue condenada a muerte porque había dejado morir a su hijo, y la gente dormía en la calle porque no tenía hogar, y había inclusas, y la duquesa era una vieja perversa y colérica, y un hombre de sonrisa burlona, con traje de tweed, le dio un puñetazo en el estómago a Charlotte frente al Palacio de Buckhingham…

—Sé que tiene razón —le contestó a Félix.

—Eso es muy importante. Porque usted es la clave de todo.

—¿Yo? ¡Oh, no!

—Necesito su ayuda.

—No, por favor, ¡no diga eso!

—Compréndalo, no puedo dar con Orlov.

«Esto no es juego limpio —pensó ella—; todo ha ocurrido con demasiada rapidez.» Se sintió triste y atrapada. Desearía ayudar a Félix, y se daba cuenta de lo importante que ello era, pero Aleks era su primo, y había estado hospedado en su casa. «¿Cómo iba a traicionarlo?»

—¿Me quiere ayudar? —preguntó Félix.

—Desconozco el paradero de Aleks —contestó evasiva.

—Pero se puede enterar.

—Sí.

—¿Lo hará?

—No sé —suspiró Charlotte.

—Charlotte, lo tiene que hacer.

—¡No tengo por qué hacerlo! —protestó ella—. Todos me dicen lo que tengo que hacer…, pensaba que usted iba a ser más respetuoso conmigo.

Él quedó cabizbajo.

—Ojalá no tuviera que pedírselo.

Ella le apretó la mano.

—Lo pensaré.

Félix abrió la boca para protestar, pero ella le puso un dedo en los labios para que no lo hiciese:

—Dése por satisfecho con eso —dijo Charlotte.

A las siete y media, Walden salió en el «Lanchester», vistiendo traje de etiqueta y sombrero de copa. Ahora empleaba el automóvil continuamente, porque en caso de caso de emergencia resultaba más rápido y maniobrable que el carruaje. Pritchard iba sentado al volante, con el revólver enfundado bajo la chaqueta. La vida civilizada parecía haber llegado a su fin. Se dirigieron a la entrada posterior del número diez de Downing Street.

El Gobierno se había reunido aquella tarde para discutir el acuerdo que Walden y Aleks habían preparado. Ahora, Walden sabría si lo habían aprobado o no.

Lo condujeron al pequeño comedor. Churchill ya estaba allí con Asquith, el Primer Ministro. Estaban apoyados en el aparador bebiendo jerez. Walden estrechó la mano de Asquith.

—¿Cómo está, Primer Ministro?

—Le agradezco que haya venido, Lord Walden.

Asquith tenía cabello blanco y la cara rasurada. Había huellas de humor en las arrugas que circundaban sus ojos, pero tenía la boca pequeña, los labios finos, un aspecto testarudo y una barbilla amplia y cuadrada. Walden apreció en su voz cierto acento de Yorkshire que había conservado a pesar de la City of London School y el Balliol College, de Oxford. Su cabeza era más grande de lo normal y se decía que albergaba un cerebro de una precisión mecánica. Walden recordó entonces que la gente siempre asigna a los primeros ministros más cerebro del que en realidad tienen.

—Me temo que el Gobierno no va a aprobar su propuesta —dijo Asquith.

Walden quedó desconcertado y, para disimular su disgusto, adoptó una postura animosa.

—¿Por qué no?

—Lloyd George fue quien mostró mayor oposición. Walden miró a Churchill y enarcó las cejas. Churchill asintió con la cabeza.

—Usted pensará probablemente, al igual que todos, que los votos de L. G. y los míos siempre coinciden. Ahora ya ve que no es así.

—¿Cuál es su objeción?

—Cuestión de principios —contestó Churchill—. Él dice que nos vamos pasando el proyecto de los Balcanes como si fuera una caja de chocolatinas: «Sírvase usted mismo, elija su sabor favorito: Tracia, Bosnia, Bulgaria, Servia.» Los países pequeños tienen sus derechos, dice él. Ese es el resultado de tener a un galés en el Gobierno. Un galés y además abogado. No sé qué es peor.

Su frivolidad irritaba a Walden. «Este proyecto es tan Suyo como mío —pensó—. ¿Por qué no está tan consternado como yo?» Se sentaron a la mesa. La comida fue servida por un mayordomo. En opinión de Walden, Asquith comía poco y Churchill bebía demasiado, Walden se sentía algo abatido y, mentalmente, maldecía a Lloyd George cada vez que se llevaba algo a la boca.

Tras el primer plato, Asquith dijo:

—Debemos conseguir ese tratado, ¿sabe? Tarde o temprano estallará la guerra entre Francia y Alemania, y si los rusos quedan al margen, Alemania conquistará Europa. Y eso no lo podemos consentir.

—¿Qué podemos hacer para que Lloyd George cambie de pensamiento? —preguntó Walden.

Asquith sonrió levemente.

—Si me hubieran dado una libra por cada vez que se me ha hecho esta pregunta, ya sería rico.

El mayordomo sirvió una codorniz y vino tinto a cada comensal. Churchill propuso:

—Tenemos que presentar un proyecto modificado para eliminar las objeciones de L. G.

El tono indiferente de Churchill enfurecía a Walden, que estalló:

—¡Usted sabe perfectamente que eso no es tan sencillo!

—No, desde luego —dijo Asquith con suavidad—, pero de todas formas debemos intentarlo.

Hacer que Tracia sea un país independiente bajo la protección de Rusia, o algo por el estilo.

—Me he pasado el último mes rebatiéndolo —dijo Walden con cierto cansancio.

—Sin embargo, la muerte del pobre Francisco Fernando cambia la situación —aclaró Asquith—. Ahora que Austria vuelve a mostrarse agresiva en los Balcanes, los rusos necesitan más que nunca un punto de apoyo en ese área, que, por, otra parte, es lo que nosotros tratamos de concederles.

Walden dejó a un lado su mal humor y empezó a pensar constructivamente. Al poco dijo:

—¿Qué me dicen de Constantinopla?

—¿Qué quiere decir?

—Supongamos que ofrecemos Constantinopla a los rusos. ¿Se opondría a eso Lloyd George?

—Tal vez diga que eso sería como entregarles Cardiff a los republicanos irlandeses —contestó Churchill.

Walden lo ignoró y dirigió una mirada a Asquith.

Asquith dejó los cubiertos sobre el mantel.

—Bien. Ahora que él ha demostrado ser un hombre de principios, puede ser lo suficientemente perspicaz para mostrarse razonable al ofrecérsele un compromiso. Pienso que puede aceptarlo. Pero ¿será eso suficiente para los rusos?

Walden no estaba seguro, pero sí animado por su nueva idea. De modo impulsivo dijo:

—Si usted puede convencer a Lloyd George, yo haré lo mismo con Orlov.

—¡Espléndido! —exclamó Asquith—. Y ahora, ¿qué me dice de ese anarquista?

El optimismo de Walden se desvaneció.

—Están haciendo todo lo posible para proteger a Aleks, pero todavía sigue siendo un caso preocupante.

—Creía que Basil Thomson era un hombre de valía.

—Extraordinario —confirmó Walden—. Pero me temo que Félix lo supera.

Churchill dijo:

—Creo que no debemos dejarnos amedrentar por ese sujeto…

—Yo estoy amedrentado, caballero —interrumpió Walden—. Tres veces se nos ha escurrido Félix de las manos. La última vez mandamos a treinta policías para detenerlo. No sé como se las arreglará para dar con Aleks ahora, pero eso no quiere decir que no lo consiga. Y todos sabemos lo que ocurrirá si asesinan a Aleks: nuestra alianza con Rusia se malograría. El hombre más peligroso de Inglaterra es Félix.

Asquith asintió con la cabeza. Su expresión era sombría.

—Si no le satisface plenamente la protección que se le dispensa a Orlov, comuníquemelo personalmente.

—Gracias.

El mayordomo ofreció un cigarro a Walden, pero este decidió que allí ya no tenía nada que hacer.

—La vida sigue —dijo—, y debo ir a casa de Mrs. Glenville. Tengo que asistir a una recepción. Allí me fumaré el cigarro.

—No les diga dónde ha comido —le recomendó Churchill con una sonrisa.

—No me atrevería. Jamás me volverían a dirigir la palabra.

Walden se bebió el oporto y se levantó.

—¿Cuándo le presentará la nueva propuesta a Orlov? —preguntó Asquith.

—Iré a Norfolk mañana a primera hora.

—Estupendo.

El mayordomo le trajo a Walden su sombrero y sus guantes, y este se encaminó hacia la salida.

Pritchard aguardaba junto a la puerta del jardín, hablando con el policía de servicio.

—Volvamos a casa —le dijo Walden.

Durante el viaje pensó que había sido demasiado impulsivo. Se comprometió asegurando el consentimiento de Aleks al proyecto de Constantinopla sin estar seguro de lograrlo.

Eso le preocupaba. Empezó a ensayar las frases que emplearía al día siguiente, pero llegó a su casa sin haber hecho ningún progreso.

—Dentro de unos minutos necesitaremos el coche otra vez, Pritchard.

—De acuerdo, Milord.

Walden entró en su casa y subió a lavarse las manos, en el rellano se encontró con Charlotte.

—¿Se está preparando mamá? —le preguntó.

—Sí, y estará lista dentro de muy poco. ¿Cómo marchan los asuntos?

—Con lentitud.

—¿Por qué te has vuelto a meter, tan de repente, en estas cosas?

Él sonrió.

—Te lo diré en pocas palabras: para impedir que Alemania conquiste Europa. Pero no llenes tu linda cabecita de preocupaciones.

—No estoy preocupada. Aunque me gustaría saber en qué rincón del Globo has escondido al primo Aleks.

Tuvo un momento de duda. No había peligro en que lo supiese. Claro que si lo llegaba a saber se le podía escapar, sin darse cuenta. Entonces, mejor era que siguiese ignorándolo.

Por eso le contestó:

—Si alguien te lo pregunta, di que no lo sabes. Sonrió y subió a su habitación.

Había veces en que el encanto de la vida inglesa se disipaba para Lydia.

Generalmente las reuniones le gustaban. Varios cientos de personas podían encontrarse en casa de cualquiera para pasar el rato. Ni había baile, ni se daban banquetes, ni se jugaba a las cartas. Se estrechaban las manos de los anfitriones, se tomaba una copa de champán y se daba un paseo alrededor de una gran mansión hablando con los amigos y curioseando la vestimenta de los invitados. Hoy se sentía descorazonada por lo absurdo de todo ello. Su descontento se concretó en forma de nostalgia de Rusia. Sentía que allí las bellezas eran más llamativas, los intelectuales menos cultos, las conversaciones más profundas, el aire de la noche no tan apacible ni soporífero. A decir verdad, se encontraba demasiado preocupada para disfrutar de la vida de sociedad, y en ello algo tenían que ver Stephen, Félix y Charlotte.

Subió por la amplia escalera, flanqueada por Stephen y Charlotte. Mrs. Glenville admiró su collar de diamantes. Siguieron. Stephen se apartó para hablar con uno de sus colegas de la Cámara. Lydia oyó las palabras «proyecto de modificación», y no quiso seguir escuchando. Pasaron entre la gente, sonriendo y saludando. Lydia se quedó pensativa:

«¿Qué hago yo aquí?»

—Por cierto, mamá, ¿adónde se ha ido Aleks? —preguntó Charlotte.

—No lo sé, cariño —contestó Lydia, ausente—. Pregúntale a tu padre. Buenas noches, Freddie.

Freddie estaba interesado en Charlotte, no en Lydia.

—He estado pensando en lo que dijo en la comida, y mi conclusión ha sido que la diferencia está en que somos ingleses.

Lydia los dejó con su tema. «En mis tiempos —pensó— las discusiones políticas nunca fueron el camino adecuado para ganarse un hombre, pero quizás hayan cambiado las cosas. Parece que Freddie se interesa por todo aquello de lo que Charlotte quiere hablar.

«Me pregunto si le pedirá que se case con él. ¡Oh, Señor, qué gran alivio sería!»

En la primera sala de recepción, donde un cuarteto de cuerda apenas si se dejaba oír, se encontró con Clarissa, su cuñada. Hablaron de sus hijas, y Lydia se sintió secretamente confortada al saber que Clarissa estaba terriblemente preocupada por Belinda.

—No me importa que compre esos vestidos ultramodernos y vaya enseñando los tobillos, y me daría igual que fumase si, en cambio, se mostrara un poco más discreta —dijo Clarissa—. Pero ahora le ha dado por ir a los más espantosos lugares a escuchar a esos negros que tocan música de jazz, y la semana pasada asistió a un combate de boxeo.

—Pero ¿y su señorita de compañía?

Clarissa suspiró.

—Le he dicho que la autorizaba a salir sin ella si lo hacía con chicas conocidas. Ahora comprendo que ha sido un error. Supongo que Charlotte irá siempre acompañada.

—En teoría, sí —contestó Lydia—. Pero es terriblemente desobediente. Una vez se escapó para asistir a una reunión de sufragistas. —Lydia no se atrevía a decirle a Clarissa toda la triste verdad y «una reunión de sufragistas» no sonaba tan mal como «una manifestación”. Añadió—: Charlotte se interesa por las cosas menos femeninas, como la política. No sé dónde le imbuyen esas ideas.

—Oh, a mí me pasa lo mismo —repuso Clarissa—. Belinda se ha educado siempre con lo mejor en todo lo referente a la música, la alta sociedad, los libros edificantes y las más severas institutrices…, por lo que, naturalmente, una se ha de preguntar de dónde le viene esa afición por todo lo vulgar. Lo peor de todo es que soy incapaz de hacerle comprender que me preocupa su felicidad, no la mía.

—¡Oh, me alegra tanto oírte decir eso! —exclamó Lydia— Porque, justamente, a mí me ocurre otro tanto. Charlotte daba a entender que hay algo de falso o desquiciado en nuestra protección hacia ella. —Suspiró y siguió hablando—: Debemos casarlas rápidamente, antes de que lleguen a hacer cualquier tontería.

—Estoy de acuerdo contigo. ¿Hay alguien interesado por Charlotte?

—Freddie Chalfont.

—Ah, sí, ya lo había oído.

—Parece incluso estar dispuesto a hablar de política con ella. Pero me temo que Charlotte no le hace mucho caso. Y qué me dices de Belinda?

—Su problema es completamente distinto. A ella le gustan todos.

—¡No me digas!

Lydia se rió con gana; se sentía mejor y siguió andando. En cierto modo, Clarissa, como madrastra, tenía muchas más dificultades que Lydia. «Supongo que debo dar gracias por todo», pensó.

La duquesa de Middlesex estaba en la habitación inmediata. En su fiesta, la mayoría de los asistentes permanecen de pie mientras la duquesa, como de costumbre, había tomado asiento, permitiendo que todos se acercasen a ella. Lydia, aprovechando que Lady Gay-Stephens se retiraba, se aproximó a la duquesa, que le dijo:

—Imagino que Charlotte está completamente restablecida de su jaqueca.

—Sí, completamente; es muy amable de su parte el preguntarlo.

—Oh, no lo preguntaba —contestó la duquesa—. Mi sobrino la vio a las cuatro en la National Gallery.

«¡La National Gallery! ¡Santo cielo! ¿Y qué estaba haciendo allí? ¡Se ha vuelto a escapar!» Pero Lydia no iba a permitir que la duquesa se enterase del mal comportamiento de Charlotte.

—Siempre ha sido una enamorada del arte —improvisó.

—Estaba con un hombre —aclaró la duquesa—. Freddie Chalfont debe tener un rival.

«¡Qué muchacha más descarada!» Lydia disimuló su rabia.

—Pudiera ser —dijo, forzando una sonrisa.

—¿Y quién es?

—Uno de su grupo —contestó Lydia con desespero.

—Oh, no —dijo la duquesa con una maliciosa sonrisa—. Tendría unos cuarenta años y llevaba una gorra de lana.

¡Una gorra de lana! Lydia estaba siendo humillada y ella lo sabía, pero apenas le importó.

«¿Quién podría ser? ¿En qué estaba pensando Charlotte? Su reputación…»

—Y estaban cogidos de la mano —añadió la duquesa, sonriendo abiertamente y mostrando unos dientes llenos de caries.

Lydia no pudo aparentar por más tiempo que todo marchaba bien.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¿En qué lío se ha metido ahora esta chiquilla?

La duquesa le recordó:

—En mis tiempos, las señoritas de compañía mostraban su eficiencia al prevenir casos como este.

A Lydia le invadió un repentino enfado ante el placer que la duquesa experimentaba al comentar el suceso, y explotó:

—¡Eso sería hace cien años!

Se retiró. «¡Una gorra de lana! ¡Cogidos de la mano! ¡Unos cuarenta años!» Todo era demasiado horrendo como para ser creído. La gorra significaba que era un obrero, la edad que era un libertino, y lo de las manos cogidas implicaba que las cosas habían llegado lejos, quizá demasiado lejos. «¿Qué puedo hacer —pensó acongojada—, si mi hija sale de casa sin que yo me entere? Oh, Charlotte, no sabes lo que estás haciendo!»

—¿Cómo fue el combate de boxeo? —le preguntó Charlotte a Belinda.

—Es algo horrible, pero terriblemente excitante —contestó Belinda—. Aquellos dos hombres gigantescos, sin otra ropa que sus calzones, luchaban con la sola intención de matarse el uno al otro.

Charlotte no comprendía que aquello pudiera ser excitante.

—Me parece horrible.

—Pues a mí me excitó tanto que… —y Belinda bajó el tono de voz— que casi dejé que Peter se sobrepasase.

—¿Qué quieres decir?

—Eso; que cuando íbamos en el coche, camino de casa, le dejé que… me besara, y algo más.

—¿Qué es eso de «y algo más»?

Belinda susurró:

—Que también me besó en los pechos.

—¡Oh! —Charlotte frunció el ceño—. ¿Fue agradable?

—¡Divino!

—Vaya, vaya.

Charlotte trató de imaginarse a Freddie besando sus pechos, y de alguna manera sabía que no sería divino. Lydia pasó delante de ella y le dijo:

—Nos vamos, Charlotte.

—Parece enfadada —comentó Belinda. Charlotte se encogió de hombros.

—Como de costumbre.

—Después vamos a ver una actuación de los negros. ¿Por qué no te vienes con nosotros?

—¿Y qué es lo que hacen?

—Tocan jazz. Una música maravillosa. —Mamá no me dejaría.

—¡Está chapada a la antigua!

—¡Dímelo a mí! Más vale que me vaya.

—Adiós.

Charlotte bajó las escaleras y recogió su chal del ropero. Se sintió como si dos personalidades se hubieran introducido dentro de su piel, algo así como el doctor Jekyll y Mr. Hyde. Una de ellas sonreía y usando bonitas palabras hablaba con Belinda sobre asuntos femeninos; la otra reflexionaba sobre un secuestro y una traición, y hacía preguntas capciosas con un tono de voz inocente.

Sin aguardar a sus padres salió al exterior y le dijo al lacayo:

—El coche del conde de Walden.

Un par de minutos después, el «Lanchester» se detenía en la acera. La noche era calurosa y Pritchard tenía bajada la capota. Salió del coche y abrió la puerta a Charlotte. Ella le preguntó:

—Pritchard, ¿dónde está el príncipe Orlov?

—Tengo entendido que es un secreto, Milady.

—A mí me lo puede decir.

—Sería mejor que se lo preguntase a su padre, Milady.

No se salió con la suya. No había forma de convencer a un criado que la conocía de pequeña. Se dio por vencida y le ordenó:

—Pase al salón y dígales que espero en el coche.

—Enseguida, Milady.

Charlotte se acomodó en el asiento posterior, tapizado de piel. Había preguntado a las tres personas que podían conocer el paradero de Aleks, y ninguna de ellas se lo quiso decir.

No se fiaban de que guardara el secreto, y lo bueno del caso era que tenían toda la razón.

Sin embargo, aún no había decidido si ayudaría a Félix. Claro que si no conseguía la información deseada, se evitaría el tomar una decisión tan comprometida. ¡Qué gran alivio sería!

Lo tenía todo a punto para encontrarse con Félix pasado mañana, en el mismo lugar y a la misma hora. ¿Qué diría él cuando la viese llegar con las manos vacías? ¿La despreciaría por su fracaso? No, él no era de esos. Se llevaría un gran disgusto. Quizá llegase a descubrir una nueva fórmula para dar con el paradero de Aleks, y ya podía despedirse de volverle a ver. Era un hombre tan interesante, y había aprendido tanto con él que, si llegara a faltarle, la más insoportable tristeza la acompañaría el resto de su vida.

Incluso la ansiedad de este gran dilema ante el que la había enfrentado era más apetecible que el aburrimiento de escoger un modelito para otra vacía y rutinaria fiesta de sociedad.

Sus padres subieron al coche, y Pritchard lo puso en marcha.

—¿Qué te pasa, Lydia? —preguntó Walden—. Te encuentro algo preocupada.

Lady Walden se dirigió a Charlotte:

—¿Qué hacías esta tarde en la National Gallery?

El corazón de Charlotte dejó de latir un instante. La habían descubierto. Alguien la estuvo espiando. ¡Menudo conflicto! Sus manos empezaron a temblar y las juntó sobre su regazo.

—Estaba mirando los cuadros.

—Te acompañaba un hombre.

—¡Oh, no! —exclamó Walden—. Charlotte, ¿qué es todo esto?

—Me lo encontré casualmente —contestó Charlotte—. No lo hubieseis aprobado.

—¡Claro que no! —se exaltó Lydia—. ¡Si llevaba una gorra de lana!

Walden se sorprendió.

—¡Una gorra de lana! ¿Quién demonios es? —Un hombre interesantísimo y que comprende las cosas…

—¡Y te coge de la mano! —la interrumpió su madre. Walden habló con tristeza:

—¡Qué vulgaridad, Charlotte! ¡En la National Gallery!

—No estoy enamorada —aclaró Charlotte—. No tenéis nada que temer.

—¿Nada que temer? —dijo su madre con una risa entrecortada—. Esa vieja arpía de la duquesa lo sabe todo y a todos se lo contará.

—¿Cómo puedes hacerle una cosa así a tu madre? —exclamó Walden.

Charlotte no podía hablar. Estaba a punto de llorar. Pero «No hice nada censurable; simplemente, mantuve una conversación con alguien que habla con sentido común. ¿Cómo pueden ser tan… brutos? ¡Los odio!»

—Más vale que me digas de quién se trata —continuó su padre—. Confío en que lo podré sobornar. Charlotte alzó la voz.

—Creo que es una de las pocas personas en este mundo que no lo permitiría.

—Será algún radical —dijo su madre—. No dudo de que es él quien te ha estado llenando la cabeza con las insensateces del sufragio. Probablemente calza sandalias y come patatas sin pelarlas. —Perdió la calma—. ¡Casi seguro que cree en el amor libre! Si tú has…

—No, yo no —la interrumpió Charlotte—. Ya te dije que no estoy enamorada. —Una lágrima resbaló por su nariz—. Yo no soy una mujer romántica.

—No te creo ni una palabra —le dijo su padre despreciativamente—. Ni nadie te creerá. Tanto si te das cuenta como si no, para nosotros esto representa una hecatombe social.

—¡Más vale que la metamos en un convento! —gritó su madre entre lágrimas y dominada por la histeria.

—Estoy seguro de que no será necesario —sentenció Walden.

Lydia meneó la cabeza.

—No quise decir eso. Lamento haber sido tan impulsiva, pero es que estoy tan preocupada…

—Sin embargo, después de esto no se quedará en Londres.

—Claro que no.

El coche entró en el patio de la casa.

Lady Walden secó sus ojos para que la servidumbre no notara su disgusto.

Charlotte pensó: «Lo que estos quieren es impedir que me entreviste con Félix y por eso me mandan fuera y me encierran. Ahora me duele no haberle prometido que lo ayudaría y haberle dicho, en cambio, que me lo pensaría. Al menos se habría convencido de que estoy a su lado. Pero, bueno, ellos no ganarán. No aceptaré la vida que me han impuesto. No me casaré con Freddie para convertirme en Lady Chalfont y criar unos hijos sanos y educados. No podrán tenerme encerrada para siempre. En cuanto cumpla los veintiún años me iré y trabajaré para la señora Pankhurst, y leeré libros sobre el anarquismo, y pondré en marcha una residencia para madres solteras, y si alguna vez tengo hijos, nunca, nunca, les contaré mentiras.»

Entraron en la casa. Walden ordenó:

—Pasemos al salón.

Pritchard siguió tras ellos.

—¿Le apetece algún bocadillo, Milord?

—Ahora, no. ¿Quiere dejarnos solos un instante, Pritchard?

Pritchard salió.

Walden se preparó un coñac con soda y se lo bebió.

—Piénsalo otra vez, Charlotte —le dijo—. ¿Quieres explicarnos quién es ese hombre?

Estuvo tentada de contestar: «¡Es un anarquista que está tratando de impedir que desates una guerra!», pero se limitó a negar con la cabeza.

—Entonces comprenderás —le dijo en tono amable— por qué no podemos confiar en ti.

«Podrás hacerlo una vez —pensó ella amargamente—, pero no más.»

Walden se dirigió a Lydia:

—Tendrá que pasarse un mes en el campo; es la única forma de mantenerla alejada del peligro. Luego, tras la retirada de Cowes, puede ir a Escocia para la temporada de arpa. —Suspiró—. Quizá se muestre más dócil en los próximos meses.

—Enviémosla entonces a «Walden Hall» —dijo Lydia.

Charlotte se extrañó: «Están hablando de mí como si yo no estuviera presente.» Walden confirmó:

—Mañana tengo que ir a Norfolk para ver de nuevo a Aleks. Me la llevaré conmigo.

Charlotte quedó sorprendida.

Aleks estaba en «Walden Hall”.

«¡Nunca lo hubiera imaginado!» «¡Ahora ya lo sé!»

Lydia sugirió:

—Más vale que suba a prepararse las maletas.

Charlotte se levantó y salió del salón cabizbaja, para que ellos no pudieran percibir la luz triunfal que irradiaban sus ojos.