10

Félix no podía dominar sus lágrimas.

La gente se fijaba en él mientras atravesaba el parque para recuperar su bicicleta. Se agitaba con sollozos incontrolables y abundantes lágrimas bañaban su rostro. Era algo que jamás le había ocurrido con anterioridad y no podía entenderlo. Se sentía desvalido en su aflicción.

Halló la bicicleta donde la había dejado, bajo un arbusto, y aquella visión familiar lo serenó un poco.

«¿Qué es lo que me pasa? —pensó—. Mucha gente tiene hijos. Ahora me entero de que yo también. ¿Y qué?» Y otra vez rompió a llorar.

Se sentó en la hierba seca junto a la bicicleta. «Es tan hermosa», pensó. Pero no estaba llorando por lo que había encontrado; estaba llorando por lo que había perdido. Hacía dieciocho años que era padre y él sin enterarse. Mientras iba errante de una aldea a otra, mientras estaba en la cárcel, en la mina de oro y atravesando Siberia, fabricando bombas en Bialistock, ella había ido creciendo. Había aprendido a andar y a hablar, a comer sola y a anudarse los cordones de sus botas. Había jugado en un césped verde, bajo un castaño, en verano, y se había caído de un burro y había llorado. Su «padre» le había regalado un pony mientras Félix había estado trabajando en una cuerda de presos. Se había puesto vestidos blancos en verano y medias de lana en invierno. Había sido siempre bilingüe, expresándose en ruso y en inglés. Otro le había leído cuentos; otro le había dicho: «Te cogeré», mientras la perseguía, entre chillidos de satisfacción, escaleras arriba; otro le había enseñado a dar la mano y a saludar: «¿Cómo está usted?»; otro la había bañado y peinado y la había enseñado a no dejarse comida en el plato. Félix había visto muchas veces a los campesinos rusos con sus hijos y se había preguntado cómo en sus vidas, entre una miseria y pobreza aplastantes, se las arreglaban para sentir afecto y ternura por sus hijos, que les quitaban el pan de la boca. Ahora lo entendía: el amor conseguía siempre abrirse paso, lo quisiera uno o no. Por sus recuerdos de los hijos de otras gentes podía imaginarse a Charlotte en las diversas etapas de su desarrollo: como una niñita que se arrastraba a gatas, con el vientre abultado y sin caderas donde sujetarse la falda; como una bulliciosa niña de siete años, que se rompía el vestido y se arañaba las rodillas; como una larguirucha y desgarbada chiquilla de diez años, con los dedos manchados de tinta y la ropa siempre demasiado pequeña; como una tímida adolescente, con sus risitas ante los chicos, apoderándose secretamente de los perfumes de su madre, loca por los caballos, y luego…

Y luego, esa mujer joven, hermosa, valiente, despierta, inquisitiva, admirable.

«Y yo soy tu padre», pensó.

Su padre.

¿Qué fue que dijo? Usted es la persona más interesante que he conocido en mi vida…

¿Podría volverlo a ver? Él ya estaba preparado para la despedida definitiva. Cuando se enteró de que no iba a ser así, empezó a perder el control de sí mismo. Ella pensó que se había resfriado. ¡Ah, era tan joven! ¡Hacer unos comentarios tan lúcidos y animosos a un hombre con el corazón deshecho!

«Me estoy volviendo un sensiblero —pensó—; tengo que rehacerme.» Se puso en pie y cogió la bicicleta. Se secó la cara con el pañuelo que ella le había dado. Tenía bordada una campanilla en uno de sus extremos y se preguntó si la habría bordado ella misma.

Montó en la bicicleta y se dirigió hacia Old Kent Road.

Era la hora de cenar, pero sabía que no iba a poder comer. Ello se debía también a que andaba mal de dinero y aquella noche no se encontraba con ánimos para robar. Ahora sólo pensaba en la oscuridad de su habitación alquilada, donde podría pasar la noche solo con sus pensamientos. Iba a recomponer minuto a minuto aquel encuentro, desde el momento en que ella salió de su casa hasta el último gesto de despedida.

Le habría gustado la compañía de una botella de vodka, pero no la podía comprar.

Se preguntó si alguien le habría regalado alguna vez a Charlotte una pelota roja.

La tarde era apacible, pero el aire de la ciudad estaba viciado. Las tabernas de Old Kent Road rebosaban ya de mujeres trabajadoras, con vestidos alegres, acompañadas por sus maridos, amigos o padres. Instintivamente, Félix se paró frente a una de ellas. Por la puerta abierta se filtraba el sonido de un viejo piano. Félix pensó: «Me gustaría que alguien me sonriera, aunque sólo fuera la moza de la taberna. Todavía puedo pagarme una cerveza.» Ató la bicicleta a una barandilla y entró.

La atmósfera era asfixiante, llena de humo y del inconfundible olor a cerveza de una taberna inglesa. Era temprano, pero ya se oían muchas risotadas y chillidos femeninos.

Todos parecían estar tremendamente alegres. Félix pensó que nadie sabía gastarse el dinero mejor que los pobres. Se sumergió en aquel bullicio junto al mostrador. El piano dio la entrada a una nueva tonada y todos cantaron.

Una vez una doncella, sentada en la rodilla de un anciano, le pidió que le contara una historia: «Por favor, tío, ¿por qué eres soltero, por qué vives solo?, ¿no tienes hijos, no tienes hogar?» Tuve una novia, hace ya muchos, muchos años; tío donde está ahora, cariño, pronto lo sabrás. Escucha mi historia, te la contaré entera; oír fue infiel, después de bailar.» Aquella canción, terriblemente estúpida, sentimental y junta, hizo que a Félix se le saltaran las lágrimas y en un arrebato de ira salió de la taberna sin pedir la cerveza.

Siguió pedaleando, dejando atrás aquellas risas y aquella música. Era un tipo de alegría que no estaba hecha para él: nunca lo había estado ni lo estaría. Volvió a su aposento cargó con la bicicleta hasta su habitación en el último piso. "Se quitó el sombrero y el abrigo y se echó en la cama. La volvería a ver dentro de dos días. Mirarían los cuadros juntos. Antes de su próximo encuentro tendría que ir a la casa y a los baños municipales.

Se frotó la barbilla; no era posible que la barba le creciera decentemente en sólo dos días.

Volvió a reconstruir el momento en que ella salía de la casa. La había visto desde lejos, jamás soñó…

«¿En qué estaría yo pensando en aquel momento?», se preguntó.

Y entonces se acordó: «Me estaba preguntando si sabría dónde estaba Orlov.» «En toda la tarde no me he acordado de Orlov.» «Casi seguro que sabe dónde está, o por lo menos podría enterarse.» «Podría utilizarla como una ayuda para matarlo.» «¿Soy capaz de eso?» «No, no lo soy. Eso no lo haré. ¡No, no, no!» «¿Qué es lo que me pasa?»

A mediodía, Walden se entrevistó con Churchill en el Almirantazgo. Su interlocutor quedó impresionado y dijo:

—Tracia. Seguro que les podemos dar la mitad de Tracia. ¿A quién le va a importar que se queden con toda ella?

—Eso mismo pensé yo —contestó Walden. Le encantó la reacción de Churchill—. Pero ¿estarán sus colegas de acuerdo?

Churchill, pensativo, expresó su opinión:

—Creo que sí. Veré a Grey después de comer y a Asquith esta misma tarde.

—¿Y el Gobierno?

Walden no quería llegar a un acuerdo con Aleks para que luego el Gobierno lo vetara.

—Mañana por la mañana.

Walden se puso en pie.

—Así puedo estar de vuelta en Norfolk mañana a última hora.

—Espléndido. ¿Han cogido ya a ese maldito anarquista? —Voy a comer con Basil Thomson, de la Brigada Especial. Entonces lo sabré.

—Téngame informado.

—Naturalmente.

—Y gracias. Me refiero a esta propuesta.

Churchill, como si estuviera soñando, miró por la ventana.

—¡Tracia! —se dijo a sí mismo en un susurro—. ¿Quién ha oído siquiera el nombre de ese lugar alguna vez en su vida?

Walden lo dejó con sus ensueños.

Con talante vivaz salió del Almirantazgo para dirigirse a su club de «Pall Mall».

Acostumbraba comer en casa, pero no quería molestar a Lydia con policías, especialmente ahora que no estaba atravesando un buen momento. Sin duda, andaba preocupada por Aleks, igual que Walden. Aquel muchacho venía a ser para ambos lo más parecido a un hijo, si le ocurriera algo…

Subió los peldaños de su club y al cruzar la puerta entregó el sombrero y los guantes a un criado.

—¡Qué verano tan estupendo estamos teniendo, Milord! —comentó este.

Y Walden recordó, mientras ascendía al comedor, que desde hacía meses el tiempo se mantenía extraordinariamente agradable. Cuando se rompiera aquella racha, vendrían seguramente las tormentas. En agosto llegarían los truenos…

Thomson estaba aguardando. Parecía más bien satisfecho. «¡Qué descanso cuando hayan atrapado al asesino!», pensó Walden. Se dieron la mano y Walden se sentó. El camarero les entregó el menú.

—Bueno —empezó Walden—, ¿lo han cogido ya?

—Casi, casi —respondió Thomson.

Walden pensó: «Eso quiere decir que no.» Se sintió deprimido y exclamó:

—¡Oh, maldición!

Se presentó el camarero encargado de las bebidas y Walden preguntó a Thomson:

—¿Le apetece un cóctel?

—No, gracias.

A Walden tampoco le apetecía. El cóctel era una mala costumbre norteamericana.

—¿Tal vez una copa de jerez?

—Sí, gracias.

—Dos —ordenó Walden al camarero.

Encargaron sopa estilo Windsor y salmón escalfado, y Walden pidió una botella de vino del Rin.

—Supongo que se da cuenta de la importancia que tiene este asunto —dijo Walden—. Ya casi están concluidas mis negociaciones con el príncipe Orlov. Si lo asesinaran ahora, todo se derrumbaría, con graves consecuencias para la seguridad de este país.

—Me doy perfecta cuenta, Milord —aseguró Thomson—. Permítame explicarle los progresos realizados. Nuestro hombre se llama Félix Kschesinski. Resulta tan difícil repetirlo que vamos a llamarlo Félix. Tiene cuarenta años, es hijo de un cura de aldea, y oriundo de la provincia de Tambov. Mi colega de San Petersburgo tiene un informe muy completo sobre él. Ha estado detenido tres veces y se le busca por estar implicado en media docena de asesinatos.

—¡Dios mío! —musitó Walden.

—Mi amigo de San Petersburgo añade que es un experto fabricante de bombas y un luchador verdaderamente temible. —Thomson hizo una breve pausa—. Usted demostró una valentía extraordinaria al coger aquella botella.

Walden esbozó una sonrisa; prefería que no lo recordasen.

Sirvieron la sopa y los dos la tomaron en silencio, durante unos instantes. Thomson bebió un poco de vino. A Walden le gustaba aquel club. La comida no era tan buena como la que le servían en su casa, pero la atmósfera era muy tranquila. Los sillones del saloncito para fumadores eran antiguos y cómodos, los camareros eran mayores y lentos, el papel de la pared estaba descolorido y la pintura había perdido color. Todavía tenían luz de gas.

Los hombres como Walden acudían allí porque sus casas les resultaban excesivamente limpias y femeninas.

—Dijo usted que casi lo habían atrapado —dijo Walden cuando servían el salmón.

—Todavía no le he contado ni la mitad —Entonces…

—A finales de mayo llegó al club anarquista de Jubilee Street, en Stepney. No sabían quién era y les mintió. Es un hombre cauto, extraordinariamente cauto desde su punto de vista, ya que uno o dos de estos anarquistas están trabajando para mí. Mis espías informaron de su presencia, pero la información no llegó hasta mí entonces porque parecía ser una persona inofensiva. Dijo que estaba escribiendo un libro. Luego robó una pistola y se fue.

—Sin decir a nadie adónde iba, por supuesto.

—Exactamente.

—Es un individuo astuto.

El camarero recogió los platos y preguntó:

—¿Desearían los señores un poco de carne?

Hoy es de cordero.

Los dos tomaron cordero con jalea de grosellas rojas, patatas asadas y espárragos.

Thomson prosiguió:

—Compró los ingredientes para la nitroglicerina en cuatro tiendas distintas de Camden Town. Allí realizamos una investigación casa por casa.

Thomson tomó un bocado de cordero.

—¿Y qué más? —preguntó Walden impaciente.

—Ha estado viviendo en el número diecinueve de Cork Street, Camden, en una casa propiedad de una viuda llamada Bridget Callahan.

—Pero se ha trasladado.

—Sí.

—¡Maldita sea! Thomson, ¿no ve que ese individuo es más listo que usted? —Thomson lo miró fríamente y no hizo ningún comentario. Walden se excusó—: Perdóneme. He cometido una grosería. Ese individuo me hace perder los nervios.

—Mrs. Callahan —continuó Thomson— dice que despidió a Félix porque pensó que se trataba de un individuo sospechoso.

—¿Por qué no lo denunció a la Policía?

Thomson acabó su cordero y depositó en el plato cuchillo y tenedor.

—Dice que no tenía ningún motivo especial. A mí eso me resultó extraño y quise enterarme de sus antecedentes. Su marido fue un rebelde irlandés. Si se hubiera enterado de lo que pretendía nuestro amigo Félix, podría muy bien haberle ayudado.

Walden hubiera preferido que Thomson no llamara a Félix "nuestro amigo”. Preguntó:

—¿Cree usted que sabe adónde se fue ese hombre?

—Si lo sabe, no lo dirá. Pero no veo por qué él se lo tenía que decir. Lo cierto es que puede volver. —¿Está vigilado ese lugar?

—Disimuladamente. Uno de mis hombres ya se ha instalado como inquilino en el sótano.

Y a propósito, encontró una varilla de vidrio de las que se emplean en los laboratorios de química. Evidentemente, Félix preparó la nitroglicerina en el fregadero.

A Walden le produjo un escalofrío pensar que en el mismo corazón de Londres alguien podía comprar unos productos químicos, mezclarlos en una palangana y preparar así una botella de un líquido altamente explosivo… y luego dirigirse con ella hasta la suite de un hotel de West End.

Tras el cordero sirvieron un apetitoso foie gras.

—¿Cuál es su próxima jugada? —preguntó Walden.

—En todas las comisarías del Condado de Londres tienen la fotografía de Félix a la vista.

A menos que se mantenga encerrado bajo llave durante todo el día, antes o después no escapará a la mirada atenta de cualquier policía de servicio. Pero por si no acabara de llegar ese momento, mis hombres están visitando los hoteles y casas de huéspedes económicos, mostrando su retrato.

—¿Y si se ha disfrazado?

—Resulta algo difícil en su caso.

El camarero interrumpió a Thomson. Ambos prefirieron tomar helado en vez de pastel.

Walden encargó media botella de champaña.

Thomson continuó:

—No puede disimular su estatura, ni su acento ruso. Y sus rasgos son muy distintivos. No ha tenido tiempo de dejarse crecer la barba. Puede cambiarse de ropa, pelarse al cero o ponerse una peluca. Yo, en su caso, me disfrazaría con algún tipo de uniforme: marinero, lacayo o sacerdote. Pero los policías conocen bien ese tipo de disfraces.

Tras los helados tomaron queso «Stilton» y pastas con un poco de oporto añejo de la bodega del club.

A Walden le parecía que todo quedaba demasiado diluido. Félix andaba suelto y él no se sentiría seguro hasta que aquel individuo estuviera encerrado bajo llave y encadenado a una pared.

—No hay duda de que Félix es uno de los más destacados asesinos de la conspiración revolucionaria internacional —dijo Thomson—. Está muy bien informado: sabía, por ejemplo, que el príncipe Orlov iba a estar aquí, en Inglaterra. Es listo también y tiene una formidable capacidad de decisión. A pesar de todo, tenemos a Orlov bien escondido.

Walden se preguntó adónde quería llegar Thomson, el cual prosiguió:

—Por el contrario, usted sigue paseando por las calles de Londres con toda tranquilidad.

—¿Y por qué no?

—Si yo fuera Félix, ahora me concentraría en usted. Lo seguiría con la esperanza de que usted pudiera conducirme hasta Orlov, o bien lo secuestraría y lo torturaría hasta que me dijera dónde estaba.

Walden bajó la mirada para disimular su temor.

—¿Cómo podría hacer eso él solo?

—Puede tener ayuda. Quiero que también usted tenga un guardaespaldas.

Walden hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Ya tengo a mi propio hombre, Pritchard, él arriesgaría su vida por mí…, ya lo ha hecho otras veces.

—¿Va armado?

—No.

—¿Sabe disparar?

—Muy bien. Solía acompañarme en mis tiempos de cazador por África. Fue entonces cuando arriesgó su vida por mí í.

—Autorícele, entonces, a llevar pistola.

—Muy bien —asintió Walden—. Voy a ir a mi finca mañana. Allí tengo un revólver que él podrá utilizar.

Como postre final, Walden pidió un melocotón y Thomson pera en almíbar. Luego se trasladaron al salón para tomar té con galletas. Walden encendió un puro.

—Creo que iré a casa paseando para favorecer la digestión.

Quiso decirlo con calma, pero el tono de su voz sonó muy agudo.

—Preferiría que no lo hiciera —dijo Thomson—. ¿No ha traído su coche?

—No…

—Estaría más tranquilo respecto a su seguridad si fuera a todas partes en su propio vehículo de ahora en adelante.

—Muy bien —susurró Walden—. Tendré que comer menos.

—Hoy tomé un coche de punto. Tal vez será mejor que lo acompañe.

—¿Cree realmente que es necesario?

—Podría estarlo aguardando a la salida del club.

—¿Cómo podría enterarse del club al que pertenezco?

—Buscando su nombre en Who's who.

—Sí, claro. —Walden hizo un movimiento de cabeza—.

—Uno, simplemente, no piensa en esas cosas.

Thomson miró su reloj.

—Tengo que volver a la Jefatura de Policía…, si está usted listo.

—Cuando quiera.

Salieron del club. Félix no estaba esperándolos fuera. Tomaron un coche de punto hasta la casa de Walden; después, Thomson siguió en el mismo vehículo hasta Scotland Yard.

Walden entró en su casa. Parecía que estaba vacía y optó por irse a su habitación. Se sentó junto a la ventana para terminar allí su cigarro.

Sentía la necesidad de hablar con alguien. Miró su reloj, Lydia ya habría acabado la siesta y ahora estaría vistiéndose para la hora del té y de las visitas. Se fue directamente a su habitación.

Estaba sentada frente al espejo, ya vestida. «Parece agotada —pensó—; son todas estas complicaciones.» Puso las manos sobre los hombros de ella, mirando su imagen reflejada en el espejo; luego se inclinó para besar su cabeza: Félix Kschesinski.

—¿Qué? —pareció asustarse.

—Así se llama nuestro asesino. ¿Te sugiere algo? —No.

—Me pareció que lo reconocías. —Me… suena algo.

—Basil Thomson se ha enterado de todo lo referente a ese individuo. Es un asesino, un tipo realmente perverso. Podrías haberte cruzado con él en San Petersburgo…, de ahí que te resultara vagamente familiar cuando te vino a visitar y que su nombre te suene.

—Sí…, podría ser.

Walden se acercó a la ventana y miró el parque. Era la hora del día en que las niñeras sacaban de paseo a los bebés. Por todas partes se veían cochecitos de niños y los bancos estaban ocupados por mujeres que cuchicheaban, vestidas con trajes pasados de moda. A Walden se le ocurrió pensar que Lydia podría haber tenido algún contacto con Félix en sus tiempos de San Petersburgo…, algún tipo de contacto que ella no quisiera admitir; pero este pensamiento le pareció vergonzoso y lo rechazó. Dijo:

—Thomson cree que cuando Félix se de cuenta de que Aleks está escondido y lejos de aquí, intentará secuestrarme.

Lydia se levantó de su silla y fue hacia él. Le rodeó la cintura con los brazos y recostó su cabeza sobre el pecho de él, sin decir nada. Walden acarició su cabello.

—Tengo que ir a todas partes en mi propio coche y Pritchard tiene que llevar pistola.

Lydia levantó los ojos para mirarlo y él quedó sorprendido al ver sus ojos grises llenos de lágrimas, mientras preguntaba:

—¿Por qué nos están ocurriendo estas cosas? Primero Charlotte toma parte en una manifestación, luego te amenazan a ti…, parece que todos corremos peligro.

—No digas tonterías. Tú no corres peligro y Charlotte sólo se comporta como una insensata. Y yo tendré protección. —Acarició su cuerpo, cuyo calor atravesaba su vestido de tela fina, pues no llevaba corsé. Quería acostarse con ella ahora mismo. Nunca se habían amado a plena luz del día.

La besó en la boca. Ella apretó su cuerpo contra el de él y se dio cuenta de que también a ella le apetecía hacer el amor. No recordaba haberse comportado así nunca. Contempló la puerta, pensando en cerrarla. Él la miró y ella hizo un gesto apenas perceptible con la cabeza. Una lágrima le resbalaba por la nariz. Walden se encaminaba ya a la puerta cuando alguien llamó.

—¡Maldita sea! —rezongó Walden en voz baja.

Lydia apartó los ojos de la puerta y se tapó la cara con un pañuelo.

Entró Pritchard.

—Perdóneme, Milord. Una llamada urgente por teléfono de Mr. Basil Thomson. Han seguido la pista de ese Félix hasta su apartamento. Si quiere usted presenciar cómo le dan muerte, Mr. Thomson va a pasar a recogerlo dentro de tres minutos.

—Tráigame el sombrero y el abrigo —le ordenó Walden.

Cuando Félix salió a buscar el periódico de la mañana, le parecía ver niños por todas partes. En el patio, un grupo de chicas practicaban un juego consistente en bailes y cantos. Los chicos jugaban al críquet con un rastrillo dibujado con tiza en la pared, y un trozo de madera carcomida que les servía de pala. En la calle, unos mozalbetes empujaban carretones. Compró el periódico a una adolescente. De regreso a la habitación se cruzó con un pequeñín desnudo que gateaba escaleras arriba. Vio que la criatura —se trataba de una niña— quería incorporarse sin acabar de conseguirlo. Félix la sentó en el rellano. Su madre salió por una puerta que estaba abierta. Era una mujer joven, de tez pálida y cabello grasiento, con signos evidentes de un próximo alumbramiento. Levantó a la niña del suelo y desapareció con ella en el interior de su vivienda, mirando con cierto recelo a Félix.

Cuantas veces pensaba serenamente cómo podría engañar a Charlotte para que le revelara el paradero de Orlov, siempre tropezaba contra un muro levantado en su propia mente.

Trataría de conseguir su información solapadamente sin que ella se enterase de que se la daba, o tal como hiciera con Lydia, contándole una historia falsa, o bien diciéndole sin rodeos que quería matar a Orlov, pero su imaginación rechazaba siempre todas estas posibilidades.

Cuando pensaba en lo que estaba en juego, juzgaba ridículos sus sentimientos. Tenía la oportunidad de salvar millones de vidas y, posiblemente, hacer que estallara la revolución rusa…, y le angustiaba tener que mentirle a una chica de la clase alta. No se trataba de hacerle daño, sino simplemente de servirse de ella, engañarla y traicionar su confianza, la de su propia hija, a quien acababa de conocer…

Para ocupar sus manos empezó a convertir su dinamita casera en una bomba primitiva.

Metió el algodón empapado de nitroglicerina en un jarrón agrietado de porcelana.

Reflexionó sobre el problema de la explosión. Quemar sólo papel podría resultar insuficiente. Embutió en el algodón media docena de cerillas, de forma que sólo quedasen al descubierto sus cabezas rojas. Le resultó difícil mantener verticales las cerillas a causa del temblor de sus manos.

«Mis manos nunca tiemblan. ¿Qué me está pasando?» Convirtió un trozo de periódico en una mecha e introdujo uno de sus cabos entre las cabezas de los fósforos, atándolas después con un trozo de algodón. Le resultó dificilísimo hacer el nudo.

Leyó en el Times todas las noticias internacionales, estudiando detenidamente las rimbombantes frases inglesas. Él estaba bastante seguro de que habría guerra, pero ya no le bastaba con una mayor o menor seguridad. Le habría, gustado matar a un haragán inútil como Orlov, aunque después descubriera que todo ello había resultado inútil. Pero destruir inútilmente su relación con Charlotte…

¿Relación? ¿Qué relación?

«Tú sabes qué relación.» La lectura del Times le produjo dolor de cabeza. Las letras eran demasiado pequeñas y su habitación tenía poca luz. Se trataba de un periódico tremendamente conservador. Todo aquello se tenía que destruir.

Anhelaba ver de nuevo a Charlotte.

En el rellano oyó el ruido de unas pisadas y a continuación llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo secamente.

El encargado entró tosiendo.

—Buenos días.

—Buenos días, Mr. Price.

«¿Qué quiere ahora este viejo loco?»

—¿Qué es eso? —preguntó Price, señalando con la cabeza la bomba sobre la mesa.

—Una vela casera —contestó Félix—. Dura meses. ¿Qué, quiere?

—Venía por si necesitaba un par de sábanas baratas. Se las puedo vender a buen precio…

—No, gracias —contestó Félix—. Adiós.

—Bueno, adiós.

Price se marchó.

«Debí haber escondido la bomba —pensó Félix—. ¿Qué me está pasando?»

—Sí, está ahí dentro —dijo Price a Basil Thomson.

Walden sintió un nudo en el estómago.

Estaban sentados en la parte trasera de un coche policial aparcado junto a la esquina de las viviendas «Canadá», donde Félix se encontraba. Con ellos había un inspector de la brigada especial y un jefe de la Comisaría de Southwark, que vestía de uniforme.

«Si ahora pueden detener a Félix, entonces Aleks quedará a salvo, y yo tranquilo de una vez», pensó Walden.

Thomson estaba explicando:

—Mr. Price se presentó en la Comisaría para informar de que había alquilado una habitación a un tipo sospechoso, con acento extranjero y escasos recursos económicos, que se estaba dejando crecer la barba para cambiar su fisonomía. Identificó a Félix en el dibujo realizado por nuestro artista.

—Buen trabajo, Price.

—Gracias, señor.

El jefe de uniforme desplegó un gran plano. Era desesperadamente lento y parsimonioso en todo.

—Las viviendas «Canadá» están formadas por tres bloques de cinco pisos alrededor de un patio. Cada bloque tiene tres escaleras. Si nos situamos a la entrada del patio, el bloque «Toronto» queda a nuestra derecha. Félix se encuentra en la escalera central, en el último piso. Detrás del bloque «Toronto» hay un patio propiedad de un constructor de obras.

Walden disimulaba su impaciencia.

—A nuestra izquierda tenemos el bloque «Vancouver», y detrás de ese bloque hay otra calle. El tercer bloque, delante de nosotros, si nos situamos en el patio de entrada, es el bloque «Montreal», cuya parte trasera da a la vía del tren.

Thomson señaló en el plano.

—¿Qué es eso que se ve en el centro del patio?

—El retrete —contestó el jefe—. Una auténtica pocilga, utilizada por todo el mundo.

Walden urgió mentalmente: «¡Prosiga de una vez!»

—Me parece que Félix tiene tres posibles salidas —continuó Thomson—. La primera, por la entrada; obviamente, la bloquearemos. La segunda, por el lado opuesto del patio, a la izquierda, el callejón entre los bloques «Vancouver» y «Montreal», que conducen a la otra calle. Coloque tres hombres en el callejón, jefe.

—De acuerdo, señor.

—La tercera, por el callejón, entre los bloques «Montreal» y «Toronto». Este callejón nos lleva al patio del constructor. Otros tres hombres allí.

El jefe asintió con la cabeza.

—Por cierto, ¿esos tres bloques tienen ventanas traseras?

—Sí, señor.

—Entonces Félix dispone de una cuarta escapatoria desde el bloque «Toronto», ya que puede salir por la ventana de atrás y cruzar el patio del constructor. Como remate haremos una bonita demostración de fuerza en mitad del patio para animarle a que nos acompañe sin perder los nervios. ¿Cuál es su opinión, jefe?

Yo diría que su plan es perfecto, señor.

«Este no sabe con qué clase de hombre nos la estamos jugando», pensó Walden.

—Usted y el inspector Sutton serán los encargados de detenerle —ordenó Thomson—. ¿Lleva pistola, Sutton?

Sutton entreabrió la chaqueta y mostró un pequeño revólver enfundado en la sobaquera.

Walden quedó sorprendido, pues creía que un policía británico nunca llevaba arma de fuego. Evidentemente, la brigada especial era otra cosa. Se animó. Thomson recomendó a Sutton:

—Hágame caso, llévelo en la mano cuando llame a la puerta. —Se volvió hacia el jefe de uniforme— Sería mejor que usted llevase mi pistola.

El jefe se sintió ofendido.

—Llevo veinticinco años en el cuerpo y jamás necesité ninguna arma de fuego, señor; así que, si no le importa, prefiero seguir como hasta ahora.

—Varios policías han muerto al tratar de detener a este hombre.

—Lamento que jamás me hayan enseñado a disparar, señor.

«Santo Dios —pensó Walden con desespero—, ¿cómo puede nuestra gente tratar con tipos de la catadura de Félix?»

—Lord Walden y yo estaremos a la entrada del patio —confirmó Thomson.

—¿Permanecerán en el coche, señor?

—Nos quedaremos en el coche. «Vamos», pensó Walden.

—Vamos —decidió Thomson.

Félix tenía hambre. Hacía más de veinticuatro horas que no comía. Se preguntó qué haría. Ahora, con la barba y su vestimenta proletaria, podría resultar sospechoso a los tenderos, lo que lo pondría en un aprieto al ir a robar.

Se detuvo en este pensamiento. «Nunca es difícil robar —se dijo a sí mismo—. Veamos: puedo acercarme a una casa del extrarradio, de esas que sólo suelen tener uno o dos criados, y entrar por la puerta de servicio. Allí me encontraría con una doncella en la cocina, o tal vez una cocinera. "Soy un hombre peligroso —le diría con una sonrisa—, pero si me prepara un bocadillo no la violaré." Iría hacia la puerta para impedir que ella se escapara. Si gritara me obligaría a salir corriendo y a probar suerte en otra casa. Aunque creo que me daría muy a gusto el bocadillo que le pidiera. "Gracias —le diría—, es usted muy amable." Después me iría. Nunca es difícil robar.» El problema estaba en el dinero.

Félix recordó que ni para un par de sábanas tuvo. El encargado del edificio era optimista.

Seguramente sabía que Félix no tenía ni cinco…

«Seguro que sabe que no tengo ni cinco.» Tras reflexionar, le pareció sospechoso que Price fuera a su habitación. ¿Se trataba simplemente de un optimista?

¿O de alguien que le estaba espiando? «Me parece que estoy perdiendo reflejos», pensó Félix. Se puso en pie y se asomó a la ventana.

¿Qué era aquello?

El patio estaba atestado de policías con sus uniformes azules.

Félix se quedó mirándolos horrorizado.

Aquel espectáculo le sugirió la imagen de un montón de gusanos en movimiento, arrastrándose unos sobre otros, en un agujero del suelo.

Su instinto le gritaba: «¡Corre! ¡Corre! ¡Corre!» ¿Adónde?

Tenían bloqueadas todas las salidas del patio.

Félix se acordó de las ventanas traseras.

Salió corriendo de su cuarto y, a través del rellano, se dirigió a la parte posterior del bloque. Había una ventana que daba al patio del constructor. Miró y vio en el patio a cinco o seis policías, tomando posiciones entre montones de ladrillos y rimeras de tablones. No había escapatoria por aquel sitio.

Sólo quedaba la azotea.

Volvió corriendo a su habitación y miró al exterior. Los policías estaban todos quietos, excepto dos hombres, uno de uniforme y otro de paisano, que se dirigían decididamente, cruzando el patio, hacia la escalera de Félix.

Este cogió la bomba y la caja de cerillas y bajó corriendo al rellano inferior. Una puerta pequeña, con cerrojo, daba acceso a una alacena debajo de la escalera. Félix abrió la puerta y colocó la bomba dentro. Encendió la mecha de papel y cerró la puerta de la alacena. Dio media vuelta. Tenía tiempo de echar a correr escaleras arriba antes de que la mecha ardiese por completo.

La pequeñina gateaba por las escaleras.

Mierda.

La recogió y entró con ella en su vivienda. La madre, sentada en una mugrienta cama, tenía la mirada fija en la pared. Félix arrojó la pequeña entre sus brazos y le gritó:

—¡Quédese aquí! ¡No se mueva! La mujer lo miró aterrorizada.

Él salió corriendo. Los dos hombres estaban ya en el piso de abajo.

Félix voló escaleras arriba… «No explotes ahora, no explotes, ahora no.» …hacia su rellano. Ellos se dieron cuenta y uno gritó: «¡Eh, usted!», y emprendieron su persecución.

Félix se precipitó en su habitación, cogió una silla ordinaria con un amplio respaldo, la sacó al rellano y la colocó justamente debajo de la trampilla que conducía al desván. La bomba no había explotado. Quizá no iba a funcionar.

Félix se subió a la silla.

Los dos hombres tropezaron en la escalera. El policía de uniforme gritó:

—¡Queda detenido!

El policía de paisano empuñaba la pistola, apuntando a Félix.

La bomba hizo explosión.

Se produjo un ruido sordo, como si algo de mucho peso se desplomase. La escalera se convirtió en una tea incendiaria cuyo fuego se propagó en todas direcciones; los dos hombres salieron despedidos, los escombros comenzaron a arder y Félix se perdió en el desván.

—¡Maldita sea, ha hecho explotar una bomba! —exclamó Thomson.

Walden pensó: «Esto va mal otra vez.»

Se produjo un gran estrépito al estrellarse contra el suelo trozos de cristales de una ventana del cuarto piso. Walden y Thomson saltaron del coche y cruzaron corriendo el patio.

Thomson se dirigió a los dos primeros policías de uniforme que vio:

—Ustedes dos acompáñenme al interior. —Se volvió a Walden—: Usted quédese aquí.

Y entraron corriendo.

Walden volvió a cruzar el patio en sentido contrario, mirando hacía las ventanas del bloque «Toronto».

«¿Dónde está Félix?» Oyó decir a un policía:

—Ese se ha escapado por la parte de atrás, estoy convencido.

Cuatro o cinco tejas cayeron del tejado, haciéndose añicos contra el suelo del patio, a causa de la explosión, pensó Walden.

Sintió el impulso de mirar hacia atrás, por encima de su hombro, como si Félix pudiese aparecer de repente por alguna parte.

Los vecinos de los bloques se asomaban a puertas y ventanas para ver lo que estaba pasando y el patio empezaba a llenarse de gente. Algunos policías trataban, sin demasiada convicción, de que regresaran a sus casas. Una mujer salió corriendo del bloque «Toronto», gritando:

—¡Fuego!

«¿Dónde está Félix?» Thomson y un policía salieron transportando a Sutton. Estaba inconsciente o muerto. Walden lo examinó de cerca. No, no estaba muerto; su mano seguía aferrando la pistola.

Cayeron más tejas del tejado.

El policía que acompañaba a Thomson se lamentó:

—Lo de ahí dentro es un desastre.

—¿Pudo ver a Félix? —preguntó Walden.

—No vi nada.

Thomson y el policía regresaron al interior. Seguían cayendo más tejas…

A Walden se le ocurrió una idea. Levantó la vista. Había un agujero en el tejado y se veía a Félix saliendo por él.

—¡Allí está! —exclamó.

Todos observaron desolados cómo Félix salía del desván y trepaba hasta el pretil del tejado.

«Si tuviese un arma…» Walden se inclinó sobre el cuerpo inconsciente de Sutton y se apoderó de la pistola que este aún empuñaba.

Miró hacia arriba. Félix estaba arrodillado en lo alto del tejado. «Ojalá fuera un rifle», pensó Walden mientras levantaba la pistola. Apuntó. Félix lo miró. Sus miradas se cruzaron.

Félix se movió.

Sonó un disparo.

No sintió nada.

Empezó a correr.

Era como hacerlo sobre la cuerda floja. Tenía que extender los brazos para mantener el equilibrio, colocar de lado sus pies sobre el estrecho pretil y no pensar en una posible caída desde una altura de quince metros.

Sonó otro disparo.

Félix sintió pánico.

Corrió cuanto pudo. El final del tejado se vislumbraba ya. Podía ver allí delante el tejado en pendiente del bloque «Montreal”. No tenía idea de la distancia que separaba ambos edificios y disminuyó la marcha, vacilante. Walden volvió a disparar.

Félix corrió hasta el borde del pretil. Saltó.

Voló por el aire. Oyó su propia voz como si gritase a distancia.

Pudo ver fugazmente a los tres policías que desde el callejón, a unos quince metros, le observaban boquiabiertos.

Entonces cayó sobre el tejado del bloque «Montreal», apoyándose con fuerza sobre sus manos y rodillas.

El impacto le dejó sin aliento. Se deslizó de espaldas por el tejado. Sus pies chocaron contra el canalón. Se sentía rendido por el esfuerzo y pensó que resbalaría por el borde del tejado y se desplomaría sin freno hasta el suelo. Pero el canalón aguantó y lo detuvo en su descenso.

Estaba asustado.

Un apartado rincón de su mente protestó: «Pero si yo nunca me asusto.» Gateó hasta lo alto del tejado para bajar después por el otro lado.

La parte trasera del bloque «Montreal» daba a la vía del tren. No había policías por allí, ni en los terraplenes. «No habrán previsto esto —pensó Félix con alegría—; creyeron que quedaría atrapado en el patio y no se les ocurrió que podría escapar por los tejados. Ahora lo que tengo que hacer es bajar.» Escudriñó por encima del canalón la pared del edificio que tenía debajo. No había cañerías de desagüe porque el canalón se vaciaba a través de una especie de gárgolas situadas en el borde del tejado. Pero las ventanas de los pisos más altos estaban próximas al alero y disponían de un amplio poyete.

Con su mano derecha, Félix agarró el canalón y tiró de él para probar su resistencia.

«¿Desde cuándo me ha preocupado la vida o la muerte?» «(Ya sabes desde cuándo).» Se situó encima de una ventana, se agarró al canalón con ambas manos y, lentamente, fue dejándose caer sobre el poyete.

Durante un instante permaneció con el cuerpo en el vacío. Sus pies encontraron el alféizar de la ventana. Soltó la mano derecha del canalón y palpó, buscando un asidero, los ladrillos que rodeaban la ventana. Metió los dedos en una estrecha ranura y soltó la otra mano del canalón.

Miró por la ventana. Desde el interior, un hombre gritó asustado al verle.

Félix pegó un puntapié a la ventana y se coló en la habitación. Apartó a un lado al atemorizado ocupante y salió de estampida por la puerta.

Bajó los escalones de cuatro en cuatro. Si llegaba al primer piso podría escapar por las ventanas de atrás y alcanzar la línea férrea.

Llegó al último rellano y se detuvo en lo alto del tramo final de la escalera, respirando trabajosamente. Un uniforme azul apareció en la puerta de entrada. Félix giró en redondo y corrió hacia la parte trasera del rellano. Quiso levantar la ventana, pero estaba clavada. Con un fuerte empujón consiguió abrirla. Oyó las pisadas de unas botas que subían por la escalera. Gateó hasta el poyete, se colgó de él con ambas manos, permaneció suspendido un instante, cobró impulso y se dejó caer.

Lo hizo sobre la crecida hierba del terraplén de la vía. A su derecha, vio a dos hombres que saltaban por la valla del patio del constructor. Se oyó un lejano disparo a su izquierda. Un policía se asomó por la ventana por la que Félix había escapado.

Subió corriendo el terraplén hasta la vía.

Había cuatro o cinco pares de vías. A lo lejos, un tren se aproximaba a toda velocidad.

Parecía circular por el carril más lejano. Sintió miedo durante unos instantes, temiendo cruzar delante del tren. Después echó a correr.

Los dos policías del patio del constructor y del bloque «Montreal» corrieron tras él por una de las vías. Lejos, a la izquierda, una voz ordenó:

—¡Despejen el campo de tiro!

Los tres perseguidores impedían que Walden disparase. Félix miró hacia atrás.

Habían retrocedido. Se oyó un disparo. Se agachó y zigzagueó. El tren se oía muy cerca.

Silbó. Dispararon otra vez. Giró a un lado repentinamente, después tropezó y cayó entre las últimas vías. Se produjo un ruido ensordecedor. Vio cómo la locomotora se le echaba encima. Saltó desesperadamente, catapultándose fuera de la vía y sobre la gravilla del lado opuesto. El tren rugió al pasar cerca de su cabeza. Alcanzó a ver durante un segundo la cara, pálida y asustada, del maquinista.

Se incorporó y bajó corriendo por el terraplén.

Walden permaneció junto a la valla, mirando el tren. Basil Thomson acudió a su lado.

Los policías que le habían estado persiguiendo llegaron hasta la última de las vías y allí se detuvieron, desanimados, esperando que el tren pasase. El tiempo se les hizo eterno.

Cuando el tren acabó de cruzar, no quedaba el menor rastro de Félix.

—Ese bicho se ha largado —dijo un policía.

—Todo se ha ido al traste —se lamentó Basil Thomson.

Walden dio media vuelta y volvió al coche.

Félix se dejó caer por una pared, y se encontró en una callejuela de casitas independientes. Aquello era también la portería de un improvisado terreno de fútbol. Un grupo de chiquillos, tocados con amplias gorras, dejaron de jugar y se quedaron mirándolo sorprendidos. Él siguió corriendo.

A los policías les costaría algunos minutos desplegarse por la parte extrema de la vía.

Vendrían buscándole, pero llegarían demasiado tarde. Cuando iniciasen la persecución, él ya se encontraría bastante distanciado, y aumentando su ventaja.

Siguió corriendo hasta llegar a una calle concurrida y con muchas tiendas. Allí, impulsivamente, saltó a un autobús.

Había escapado, pero estaba terriblemente preocupado. Cosas como esta le habían sucedido antes, pero jamás había sentido miedo, jamás el pánico se había apoderado de él. Recordó el pensamiento que cruzó su mente cuando se deslizaba por el tejado: «No quiero morir.» En Siberia había perdido la capacidad de sentir miedo. Ahora la había recuperado. Por primera vez, en muchos años, quería seguir vivo. «Vuelvo a ser humano», pensó.

Miraba por la ventana las míseras callejuelas del sureste de Londres, preguntándose si los sucios chiquillos y las pálidas mujeres verían en él a un hombre nuevo.

Sería un desastre. Lo empequeñecería, le restaría categoría, entorpecería su trabajo.

«Tengo miedo —reconoció—. ¡Quiero vivir! Quiero ver a Charlotte otra vez.»