9

—¿Qué pasa? —preguntó Charlotte.

—¿Qué?

—Parece que haya visto un fantasma.

—Me recordó a alguien. Cuénteme cosas de usted.

Ella lo miró con el ceño fruncido. Le pareció que a él le resultaba difícil tragar saliva y dijo:

—Acaba de pillar un resfriado.

—Nunca me resfrío. ¿Cuáles son sus primeros recuerdos? Ella reflexionó unos momentos.

—Fui educada en una casa de campo, llamada «Walden Hall», en Norfolk. Es un hermoso edificio de piedra gris, con un jardín encantador. En verano tomábamos el té al aire libre bajo un castaño. Tendría ya cuatro años cuando me permitieron tomar el té, por primera vez, con papá y mamá. Era muy aburrido. No había nada por descubrir en el césped.

Siempre me gustaba ir a la parte trasera de la casa, a los establos. Un día ensillaron un burro y me lo dejaron montar. Ya había visto montar a la gente, por supuesto, y pensé que sabría hacerlo. Me dijeron que me sentara y me quedara quieta, pues de lo contrario me caería, pero no les hice caso. Primero alguien tomó las riendas y me llevó a dar una vuelta. Luego me dejaron llevar las riendas a mí. Todo parecía tan fácil, que le di una patada, tal como había visto hacer a los demás con los caballos, y lo hice trotar. Recuerdo que luego me encontré en el suelo llorando. No podía acabar de creerlo; me había caído.

Ella aún se reía al recordarlo.

—Al parecer tuvo una infancia feliz —comentó Félix.

—No diría eso si conociera a mi institutriz. Se llama Marga y es un dragón ruso. «Una damita siempre tiene las manos limpias.» Todavía sigue a mi lado; ahora es mi dama de compañía.

—Con todo, estuvo bien alimentada y vestida y nunca pasó frío, y cuando estaba enferma tenía un médico a su lado.

—¿Y es eso lo que a una la hace feliz?

—Yo diría que sí. ¿Cuál es su mejor recuerdo?

—El día que papá me regaló un pony —contestó inmediatamente—. Lo había deseado tan ardientemente, que fue como un sueño convertido en realidad. Jamás olvidaré aquel día.

—¿Cómo es?

—¿Quién?

Félix vaciló.

—Lord Walden.

—¿Papá? Bueno… —A Charlotte le pareció aquella una buena pregunta. Por tratarse de una persona absolutamente desconocida, Félix se mostraba más que interesado por ella.

Pero aún lo estaba más ella por él. Parecía que bajo cada una de las preguntas asomara una profunda melancolía, que no se apreciaba tan sólo unos minutos antes. Quizás aquello se debiera a que él había tenido una infancia desgraciada y la suya parecía mucho mejor.

—Pienso que papá es probablemente un hombre tremendamente bueno…

—¿Pero?

—Que me trata como a una chiquilla. Ya sé que seguramente resulto demasiado ingenua, pero no puedo ser de otra manera a menos que aprenda. Él no me explica las cosas del modo bueno, del mismo modo que usted. Se pone muy nervioso si habla sobre… hombres y mujeres, ¿sabe?, y cuando habla de política sus puntos de vista parecen un poco…, no sé, autosuficientes.

—Eso es perfectamente natural. Toda su vida ha tenido lo que quería y lo ha conseguido fácilmente. Por supuesto, él piensa que el mundo es maravilloso tal como es, excepto unos pocos problemas sin importancia que se solucionarán con el tiempo. ¿Lo quiere?

—Sí, excepto algunos momentos en que lo odio. —La intensidad de la mirada de Félix empezaba a ponerla nerviosa. Parecía que estuviera tragándose sus palabras y quisiera retener en su memoria todos sus rasgos—. Papá es un hombre muy amable. ¿Por qué está usted tan interesado?

En el rostro de él se dibujó una sonrisa peculiar, contraída:

—Me he pasado toda la vida luchando contra la clase dirigente, pero apenas he tenido ocasión de hablar con alguno de sus miembros.

Charlotte hubiera jurado que no era esa la auténtica razón y se preguntó vagamente por qué tendría que mentirle. Tal vez estuviera preocupado por algo…; esa era generalmente la razón por la que la gente no se mostraba del todo sincera con ella.

—Yo soy tan miembro de la clase dirigente como cualquiera de los perros de mi padre —dijo Charlotte. Él sonrió.

—Cuénteme algo de su madre.

—Es muy nerviosa. A veces tiene que tomar láudano.

—¿Qué es láudano?

—Una medicina que contiene opio.

Él frunció el ceño.

—Eso no parece correcto.

—¿Por qué?

—Yo creía que tomar opio se consideraba depravado.

—No, si se hace por prescripción médica.

—¡Ah!

—Usted es un escéptico.

—Siempre.

—Bueno, ahora explíqueme qué es lo que quiere decir.

—Si su madre necesita opio, sospecho que se debe a que no es feliz y no a que esté enferma.

—¿Y por qué no ha de ser feliz?

—Es usted quien me lo ha de decir; es su madre.

Charlotte reflexionó: «¿Mamá no es feliz? Ciertamente, no se la ve satisfecha como parece estarlo papá. Se preocupa demasiado y pierde fácilmente el control de sí misma.»

—No se la ve relajada —dijo—, pero no creo que tenga ningún motivo para no sentirse feliz. Quizá se deba a que tuvo que marcharse de su país natal.

—Es posible —comentó Félix no muy convencido—. ¿Tiene hermanos y hermanas?

—No. Mi mejor amiga es mi prima Belinda; somos de la misma edad.

—¿Qué otros amigos tiene?

—Ninguno más. Sólo conocidos.

—¿Más primos?

—Sí, dos gemelos, de seis años. Por supuesto, tengo un montón de primos en Rusia, pero no he visto a ninguno de ellos, excepto a Aleks, que es mucho mayor que yo.

—¿Y qué piensa hacer de su vida?

—Menuda pregunta.

—¿No lo sabe?

—Todavía no he tomado ninguna decisión.

—¿Qué alternativa tiene?

—Ese es el quid de la cuestión. Quiero decir que ya se da por descontado que me voy a casar con un joven de mi propia clase social, y que tendré hijos. Supongo que me tendré que casar.

—¿Por qué?

—Bueno, no heredaré «Walden Hall» cuando papá muera, ¿sabe?

—¿Por qué no?

—Va con el título, y yo no puedo ser conde de Walden. De modo que la casa quedará para Peter, el mayor de los gemelos.

—Ya.

—Y yo no podría ganarme la vida por mi cuenta.

—Claro que podría.

—No me han preparado para nada.

—Prepárese usted misma.

—¿Qué iba a hacer?

Félix se encogió de hombros:

—Granjera. Tendera. Funcionaria. Profesora de matemáticas. Escritora.

—Habla como si pudiera hacer lo que se me antojara.

—Yo creo que podría. Pero tengo una idea muy clara. Su ruso es perfecto…, podría traducir novelas al inglés.

—¿Cree realmente que podría?

—No tengo la menor duda.

Charlotte se mordió el labio.

—¿Por qué tiene usted tanta fe en mí, y mis padres no?

Él se quedó unos momentos pensativo y luego sonrió.

—Si yo la hubiera educado, usted se quejaría de que la había obligado a trabajar en serio todo el tiempo, sin permitirle ir a bailar.

—¿No tiene hijos?

Él desvió la vista.

—Nunca me casé.

Charlotte estaba fascinada.

—¿Y quiso casarse?

—Sí.

Ella sabía que no debía seguir adelante, pero no pudo contenerse; quería saber cómo había sido aquel hombre extraño cuando estuvo enamorado.

—¿Qué ocurrió?

—La chica se casó con otro.

—¿Cómo se llamaba?

—Lydia.

—Mi madre también se llama Lydia.

—¿De veras?

—Lydia Shatova, se llamaba. Si ha estado alguna vez en San Petersburgo, tiene que haber oído hablar del conde Shatov.

—Sí, es verdad. ¿Tiene reloj?

—¿Qué? No.

—Yo tampoco.

Miró a su alrededor y vio uno en la pared. Charlotte miró en la misma dirección.

—¡Dios mío, si son las cinco! Yo quería estar en casa antes de que mi madre bajara a tomar el té. —Y se puso en pie.

—¿Tendrá complicaciones? —preguntó él mientras se levantaba.

—Creo que sí. —Dio media vuelta para salir del café.

—¡Oh, Charlotte…! —la llamó él.

—¿Qué pasa?

—¿No podría pagar el té? Soy muy pobre.

—¡Oh, no sé si llevo dinero! ¡Sí! Mire, once peniques. ¿Habrá bastante?

—Por supuesto.

Tomó seis peniques de su mano y fue a pagar.

«Es curioso —pensó Charlotte—, las cosas de las que una se tiene que acordar cuando no pertenece a la otra sociedad. ¿Qué pensaría Marga de mí si me viera pagándole una taza de té a un desconocido? Le daría un ataque de apoplejía.» Él le devolvió el cambio y le abrió la puerta.

—La acompañaré una parte del camino.

—Gracias.

Félix la tomó del brazo mientras andaban por la calle. El sol seguía brillando con fuerza.

Un policía venía en su misma dirección y Félix la hizo detenerse para mirar un escaparate mientras el agente pasaba.

—¿Por qué no quiere que nos vea? —preguntó ella.

—Puede estar buscando a gente que haya visto en la marcha.

Charlotte frunció el ceño. No parecía muy probable, pero él sabría más que ella.

Siguieron andando y Charlotte exclamó:

—¡Me gusta junio!

—El clima de Inglaterra es maravilloso.

—¿Usted cree? Entonces, se ve que no ha estado en el sur de Francia.

—Usted sí, por supuesto.

—Vamos todos los inviernos. Tenemos una finca en Montecarlo. —Un pensamiento cruzó entonces por su mente—: Confío en que no creerá que estoy presumiendo.

—Claro que no —contestó él con una sonrisa—. Ya se habrá dado cuenta de que, en mi opinión, una gran riqueza es algo de lo que uno debe sentirse más avergonzado que orgulloso.

—Supongo que así debería ser, pero no me había dado cuenta. Entonces, ¿me desprecia?

—No, puesto que la riqueza no es suya.

—Usted es la persona más interesante que he conocido en mi vida —dijo Charlotte—. ¿Podría volverlo a ver?

—Sí —contestó—. ¿Tiene un pañuelo?

Se sacó uno del bolsillo del abrigo y se lo dio. Félix se sonó la nariz.

—Está resfriándose —dijo ella—. Sus ojos están llorosos.

—Quizá tenga usted razón. —Se secó los ojos—. ¿Nos volvemos a ver en aquel café?

—No es precisamente un lugar muy atractivo, ¿verdad? Pensemos en algún otro sitio. ¡Ya sé! Iremos a la National Gallery. Allí, si nos viera algún conocido, podríamos simular que no vamos juntos.

—Muy bien.

—¿Le gusta la pintura?

—Me gustaría que usted me educara.

—Entonces, de acuerdo. ¿Le parece bien pasado mañana, a las tres?

—Estupendo.

Pensó que quizá no podría escaparse.

—Si surge algún inconveniente y tengo que anular la cita, ¿puedo hacerle llegar un recado?

—Bien, yo… Me desplazo mucho… —Pero entonces se le ocurrió una idea—. De todas maneras, siempre puede avisarme por medio de Mis. Bridget Callahan, en el número diecinueve de Cork Street, en Camden Town.

Ella repitió la dirección.

—La copiaré en cuanto llegue a casa. Ya sólo estoy a unos centenares de metros. —Ella vaciló—. Déjeme aquí. Espero que no se disguste, pero sería mejor que nadie me viera con usted.

—¿Disgustarme? —contestó él con su atractiva sonrisa—. No, en absoluto.

Ella le tendió la mano.

—Adiós.

—Adiós —dijo él, estrechándole la mano con fuerza. Ella se volvió y se alejó.

«Surgirán complicaciones cuando llegue a casa —pensó—. Se habrán dado cuenta de que no estoy en mi habitación y empezarán a buscarme. Diré que salí a pasear por el parque. No les va a gustar.» En cualquier caso no le preocupaba lo que pensaran. Había encontrado a un verdadero amigo. Estaba muy contenta.

Cuando llegó a la puerta del patio, se volvió a mirar. Estaba donde lo había dejado, mirándola. Lo saludó discretamente con la mano y él correspondió. Por algún motivo le pareció vulnerable y triste, de pie allí, solo, pero comprendió que era una tontería pensar aquello al recordar cómo la rescató del tumulto. Se trataba de una persona muy dura.

Entró en el patio y subió los escalones de la puerta principal.

Walden llegó a «Walden Hall» con las molestias de una indigestión nerviosa. Había salido precipitadamente de Londres antes de la hora de comer, tan pronto como el dibujante de la Policía acabó de esbozar el rostro del asesino, y había comido unos fiambres y bebido una botella de Chablis durante el viaje sin salir del coche. Además, estaba nervioso.

Aquel mismo día tenía que mantener otra conversación con Aleks. Adivinaba que este traía una contrapropuesta y esperaba que la aprobación del Zar le llegara hoy por cable.

Esperaba que a la Embajada rusa se le ocurriera hacer llegar los cables dirigidos a Aleks hasta «Walden Hall», y confiaba también en que la contrapropuesta sería razonable, algo que pudiera presentar a Churchill como un triunfo.

Estaba terriblemente impaciente por sentarse a negociar con Aleks, pero sabía que, en realidad, unos cuantos minutos no tenían importancia, y siempre era un error aparecer nervioso durante una negociación, de modo que se detuvo en el salón y se acicaló antes de entrar en el Octágono.

Aleks estaba sentado junto a la ventana, meditabundo, y a su lado, sin que ni siquiera la hubiera tocado, había una gran bandeja con té y pasteles. Levantó la vista con ansiedad y preguntó:

—¿Qué pasó?

—El hombre volvió, pero siento decir que se nos escapó —contestó Walden.

Aleks miró en otra dirección.

—Fue allí para matarme…

Walden se sintió inundado por una oleada de compasión al mirar a Aleks. Era joven, tenía una gran responsabilidad, se encontraba en un país extranjero y un asesino estaba acechándolo. Pero de nada serviría dejarlo con sus pensamientos y por tanto le dijo con voz animada:

—Ahora tenemos la descripción de ese hombre; de hecho, el pintor de la Policía ha realizado su retrato. Thomson lo detendrá posiblemente mañana mismo. Y aquí estás seguro; no puede descubrir dónde estás.

—También pensamos que estaría seguro en el hotel, pero bien se enteró de dónde estaba.

—Eso no se puede volver a repetir.

«Era un mal inicio para una sesión negociadora», reflexionó Walden. Tenía que conseguir que la atención de Aleks se concentrara en asuntos más agradables. —¿Has tomado el té?

—No tengo hambre.

—Vamos a dar un paseo; eso te abrirá el apetito para la cena.

—De acuerdo.

Aleks se levantó y Walden cogió una escopeta y comentó:

—Es para los conejos.

Ambos bajaron paseando hasta la granja. Uno de los dos guardaespaldas asignados por Basil Thomson los seguía a unos diez metros de distancia.

Walden mostró a Aleks su cerda campeona, la Princesa de Walden.

—Estos dos últimos años ha ganado el primer premio en la Feria Agrícola del este de Inglaterra.

Aleks admiró las sólidas casas de ladrillo de los colonos, los altos graneros pintados de blanco y los magníficos caballos.

—Con todo esto no gano ningún dinero, por supuesto —explicó Walden—. Todos los beneficios se invierten en nuevas adquisiciones, o bien en conducciones de agua, edificios o vallados, pero todo ello indica un cierto nivel para las granjas arrendadas, y la granja familiar valdrá mucho más a mi muerte de lo que valía cuando yo la heredé.

—En Rusia no podemos tener granjas así —comentó Aleks.

«Bueno —pensó Walden—, ya está pensando en otra cosa.»

—Nuestros campesinos no emplearán nuevos métodos —prosiguió Aleks—, ni tocarán una máquina, ni se preocuparán por nuevos edificios o herramientas nuevas. Siguen siendo siervos de la gleba, si no legalmente, por lo menos psicológicamente. Cuando se produce una mala cosecha y pasan hambre, ¿sabes lo que hacen? Queman los graneros vacíos.

Los labradores estaban segando el heno de la parte sur. Doce hombres trazaban unas líneas irregulares en el prado, inclinados sobre sus guadañas, y se oía incesantemente el zumbido de estas al cortar los altos tallos del heno, que caían como fichas de dominó.

Samuel Jones, el trabajador de más edad, fue el primero que acabó su hilera. Se acercó, guadaña en mano, y saludó a Walden llevándose la mano a la gorra. Walden estrechó su callosa mano. Era como asir una roca.

—¿Encontró tiempo su señoría para visitar aquella feria, allí en Lundu? —preguntó Samuel.

—Sí, pude ir —contestó Walden.

—¿Vio aquella máquina segadora de la que estuvo hablando?

Walden hizo un gesto dubitativo.

—Es una hermosa obra de mecánica, Sam…, pero no sé…

Sam negó con la cabeza.

—Una máquina nunca puede hacer el trabajo tan bien como un hombre.

—Por otro lado, podríamos segar el heno en sólo tres días, en lugar de dos semanas, y al poderlo recoger en tan poco tiempo, correríamos menos riesgo de lluvia. Además, también podríamos alquilar la máquina a las granjas arrendadas.

—También necesitaría menos trabajadores —dijo Sam.

Walden fingió disgustarse.

—No —repuso—. No podría despedir a nadie. Sólo significaría que no necesitaríamos la ayuda de la mano de obra de los gitanos en tiempos de cosecha.

—Entonces no significaría una gran diferencia.

—No. Y me preocupa un poco cómo se lo tomarían los demás…; ya sabes que el joven Peter Dawkins siempre encuentra excusas para armar lío.

Sam masculló algo sin comprometerse.

—De todas formas —prosiguió Walden— Mr. Samson irá la semana que viene a echar un vistazo a esa máquina. —Samson era el alguacil—. ¡A propósito! —exclamó Walden como si se le acabara de ocurrir la idea—. ¿Por qué no te animas, Sam, y vas con él?

Sam fingió que no le entusiasmaba la idea.

—¿A Lundu? —preguntó—. Estuve allí en el ochenta y ocho. No me gustó.

—Podrías ir en el tren con Mr. Samson, y tal vez te podrías llevar también al joven Dawkins y echar un vistazo a la máquina, comer en Londres y volver por la tarde.

—No sé qué diría mi mujer…

—Con todo, a mí me gustaría saber tu opinión sobre la máquina.

—Bueno, veré si puedo arreglarlo.

—Entonces, quedamos ya de acuerdo. Le diré a Samson que lo arregle todo. —Walden esbozó una sonrisa de complicidad—. Puedes dar a entender a Mrs. Jones que prácticamente te he obligado a ir.

Sam hizo una mueca.

—Así lo haré, Milord.

La siega estaba casi acabada. Los hombres dejaron de trabajar.

Los conejos estarían escondidos en los pocos metros de heno que quedaban. Walden llamó a Dawkins y le entregó la escopeta.

—Tú eres un buen tirador, Peter. Procura cazar uno para ti y otro para la casa.

Todos se quedaron al borde del campo, fuera de la línea de fuego, y cortaron el heno que quedaba en aquel lado para obligar a los conejos a salir a campo abierto. Salieron cuatro y Dawkins mató dos en su primer intento y otro en el segundo. Los disparos sobresaltaron a Aleks.

Walden cogió la escopeta y uno de los conejos; luego, él y Aleks volvieron a la mansión.

Aleks movió la cabeza con un gesto de admiración y comentó:

—Tratas maravillosamente a tus hombres. Yo nunca acabo de encontrar ese término medio entre la disciplina y la campechanía.

—Es cuestión de práctica —respondió Walden. Levantó el conejo—. No lo necesitamos en casa, pero lo hice para recordarles que los conejos son míos y que los suyos son un regalo que les hago, que no son suyos por derecho propio.

«Si tuviera un hijo —pensó Walden—, así es como le explicaría las cosas.»

—Se procede por medio de la discusión y del acuerdo —sentenció Aleks.

—Es la mejor manera…, aun cuando tengas que ceder en algo.

Aleks sonrió.

—Y esto nos lleva de nuevo a los Balcanes.

«A Dios gracias…, por fin», pensó Walden.

—¿Puedo resumirlo? —prosiguió Aleks—. Estamos dispuestos a luchar a vuestro lado contra Alemania, si vosotros estáis dispuestos a reconocer nuestro derecho de paso por el Bósforo y los Dardanelos. Con todo, no queremos simplemente el derecho de paso, sino el poder. No aceptasteis nuestra sugerencia de reconocer toda la península balcánica, desde Rumania a Creta, como zona de influencia rusa; sin duda, para vosotros eso representaba darnos demasiado. Mi misión, entonces, consistió en formular una petición menor: una petición que asegurara nuestra vía marítima sin comprometer a Gran Bretaña en una política rusa pro-balcánica sin reservas.

—Sí.

Walden pensó: «Su mente es como un bisturí. Hace unos minutos yo le estaba dando consejos paternales, y ahora, de repente, se pone a mi misma altura, por lo menos. Eso es lo que ocurre, me imagino, cuando tu hijo empieza a ser un hombre.»

—Siento que se haya tardado tanto —continuó Aleks—. Tengo que enviar cables cifrados, por medio de la Embajada rusa, a San Petersburgo, y a tanta distancia es simplemente imposible que se realice con la rapidez que hubiera deseado.

—Comprendo —dijo Walden, mientras pensaba: «¡Vamos, acaba de una vez!»

—Hay un área de unos veinticinco mil kilómetros cuadrados de Constantinopla a Adrianópolis, casi la mitad de Tracia, que actualmente forma parte de Turquía. Su línea costera empieza en el mar Negro, bordea el Bósforo, el mar de Mármara y los Dardanelos, y acaba en el mar Egeo. En otras palabras, guarda todo el paso entre el mar Negro y el Mediterráneo. —Hizo una pausa—. Dadnos eso y estaremos a vuestro lado.

Walden disimuló su nerviosismo. Aquí había una base real para el acuerdo.

—El problema sigue siendo que eso no es nuestro para poderlo ceder —dijo.

—Tengamos en cuenta qué posibilidades podrían darse en el caso de que estallara la guerra —prosiguió Aleks—. Primera: si Turquía está a nuestro lado, tendremos derecho de paso, de cualquier modo. Sin embargo, es poco probable. Segunda: si Turquía es neutral, esperaríamos que Gran Bretaña insistiera en nuestro derecho de paso como señal de que la neutralidad de Turquía es auténtica y, en caso de que eso fallara, que apoyara nuestra invasión de Tracia. Tercera: si Turquía está a favor de los alemanes, la más probable de las tres posibilidades, entonces Gran Bretaña aceptaría que Tracia fuera nuestra en cuanto la conquistáramos.

Walden dijo dubitativamente:

—No sé qué opinarían los habitantes de Tracia de todo esto.

—Les gustará más pertenecer a Rusia que a Turquía.

—Más les gustaría ser independientes.

En el rostro de Aleks se dibujó una sonrisa de adolescente.

—Ni tú ni yo, muchísimo menos cualquiera de nuestros Gobiernos, se preocupa lo más mínimo de cuáles son las preferencias de los habitantes de Tracia.

—En eso estamos de acuerdo —dijo Walden.

No tenía más remedio que estar de acuerdo. Era esa combinación de encanto adolescente de Aleks con su inteligencia plenamente desarrollada, lo que sacaba de quicio a Walden.

Creía siempre que controlaba firmemente la conversación hasta que Aleks aportaba nuevos matices que mostraban que en realidad era él quien no había dejado de ejercer el control de la misma.

Subieron por la colina que conducía a la parte trasera de la «Walden Hall». Walden observó al guardaespaldas, que escudriñaba los bosques a uno y otro lado. Levantaba polvo con sus pesadas y gruesas botas de color marrón. La tierra estaba seca; apenas si había llovido en los tres últimos meses; A Walden le había puesto nervioso la contraoferta de Aleks. ¿Qué diría Churchill? Seguramente, se podría dar a rusos una parte de Tracia. ¿A quién le importaba Tracia? Cruzaron el jardín de la cocina. Un ayudante del jardinero estaba lavando las lechugas y se llevó la mano a la cara para saludarlos.

Walden intentaba recordar el nombre de aquel hombre, pero Aleks se le adelantó:

—Una tarde estupenda, Stanley —dijo.

—No nos vendría mal un chaparrón, señoría.

—Pero no muy fuerte, ¿eh?

—Completamente de acuerdo, señoría.

«Aleks está aprendiendo», pensó Walden.

Entraron en la casa y Walden llamó al timbre para que saliera un lacayo.

—Enviaré un telegrama a Churchill para concertar una entrevista mañana por la mañana. Lo primero que haré al ir a Londres.

—Bien —dijo Aleks—. Nos apremia el tiempo.

Charlotte observó una gran figura abrir la puerta.

—Oh, gracias —exclamó.

Charlotte le entregó el abrigo.

—No sé por qué tienes que dar…

—Lady Walden estaba preocupada por usted —contestó—, y me encargó que tan pronto como llegara fuera a verla.

—Sólo un momento para que arregle mis cosas —dijo Charlotte.

—Lady Walden insistió en que fuese inmediatamente…

—Y yo digo que voy a arreglar mis cosas.

Charlotte subió a su habitación.

Se lavó la cara y se soltó el pelo. Seguía notando en su estómago un dolor muscular profundo debido al puñetazo, que había recibido, y en sus manos había algunos arañazos, pero de poca importancia. Seguro que tenía magulladuras en las rodillas, pero nadie las iba a ver. Se metió tras el biombo.

Estaba intacta. «No parece me haya encontrado en un tumulto», pensó, y se quitó el vestido.

Oyó excitación en el lacayo que le abrió la puerta.

—Ya está en casa Lady Charlotte.

—Gracias al cielo, Will…, Charlotte!

Era la voz de su madre.

Charlotte se puso el primer vestido que encontró mientras pensaba: «Vaya, ya se está poniendo histérica.» Salió de detrás del biombo.

—¡Nos has tenido muy preocupadas! —exclamó su madre.

Marga entró en la habitación tras ella, con apariencia de santurrona y ojos acerados.

—Bueno, ya estoy aquí, sana y salva; no te preocupes más —replicó.

El rostro de su madre enrojeció.

—¡Desvergonzada! —chilló, y, adelantándose, abofeteó a Charlotte.

Charlotte cayó de espaldas pesadamente, quedando sentada sobre la cama. Estaba estupefacta, no por la bofetada, sino por lo que esta representaba. Hasta entonces jamás le había pegado. De alguna manera, aquello parecía dolerle más que todos los golpes recibidos durante el tumulto. Su mirada se cruzó con la de Marga y observó en su rostro una expresión de satisfacción.

Charlotte recuperó entonces el dominio de sí misma y dijo:

—Esto jamás te lo perdonaré.

—¡Y te atreves a decirme si me perdonarás o no! —En su cólera, se puso a hablar en ruso— ¿Y cuándo podré yo perdonarte el haber participado en una algarada frente al Palacio de Buckingham?

Charlotte lanzó un suspiro.

—¿Cómo te enteraste?

—Marga te vio formando parte de la marcha por el Mall con esas… sufragistas. ¡Estoy tan avergonzada! Dios sabe quién más te vería. Si llega a oídos del rey, quedaremos expulsados de palacio.

—Ya entiendo. —A Charlotte le escocía todavía el bofetón y dijo amenazadoramente— O sea, que lo que menos te preocupaba era mi seguridad; únicamente te interesa la reputación familiar.

Lady Walden se sintió herida y Marga intervino:

—Estábamos preocupadas por las dos cosas.

—Cállate, Marga —ordenó Charlotte—. Ya has hecho bastante daño con tu lengua.

—Marga hizo lo que tenía que hacer —exclamó su madre—. ¿Cómo no me lo iba a decir?

Charlotte preguntó:

—¿No crees que se debe dar el voto a las mujeres?

—En absoluto, y tú tampoco tienes que pensar así.

—Pues yo sí lo creo —contestó Charlotte—. Y eso es todo.

—¿Qué sabes tú? ¡Si eres todavía una niña!

—Otra vez la misma canción, ¿no es así? Soy una niña y no sé nada. ¿Quién es responsable de mi ignorancia? Marga se ha encargado de mi educación durante quince años. Y en cuanto a lo de ser una niña, sabes perfectamente bien que no lo soy en absoluto. Bien contenta te pondrías si me casara por Navidad. Y algunas chicas ya son madres a los trece años, casadas o no.

Mamá quedó desconcertada.

—¿Quién te explica todas estas cosas?

—Desde luego, no es Marga. Nunca me ha dicho nada importante. Y tampoco tú.

La voz de Lady Walden se convirtió casi en una súplica.

—No tienes por qué saber eso, eres una dama.

—¿Entiendes ahora lo que te digo? Si lo que quieres es que sea una ignorante, yo no estoy dispuesta a aceptarlo.

Lady Walden dijo lastimeramente:

—¡Lo único que quiero es que seas feliz!

—No, no es verdad —respondió Charlotte obstinadamente—. Lo que quieres es que sea como tú.

—¡No, no, no! —gritó su madre—. ¡No quiero que seas como yo! ¡No, no quiero!

Rompió a llorar y se fue corriendo de la habitación. Charlotte se la quedó mirando, entre perpleja y avergonzada.

—Ya ve lo que ha hecho —comentó Marga.

Charlotte contempló de arriba abajo su vestido y sus cabellos grisáceos, su feo rostro y su expresión farisaica.

—¡Vete, Marga!

—No tiene ni idea de los sinsabores y sufrimientos que ha causado esta tarde.

Charlotte estuvo tentada de decir: «Si hubieras cerrado la boca, no hubiera habido sufrimientos», pero lo que dijo fue:

—Sal de aquí.

—Hágame caso, pequeña Charlotte…

—Para usted soy Lady Charlotte.

—Usted es la pequeña Charlotte, y…

Charlotte cogió el espejo de mano y lo arrojó contra Marga. Esta lanzó un grito. El proyectil erró el blanco y fue a estrellarse contra la pared. Marga salió precipitadamente de la habitación.

«Ahora ya sé cómo debo tratarla», pensó Charlotte.

A ella todo aquello se le antojó una especie de victoria. Había hecho llorar a su madre y había expulsado de su habitación a Marga.

«Algo es algo —pensó—; después de todo, soy más fuerte que ellas. Se merecían que las tratara duramente. Marga fue a ver a mamá a mis espaldas y mamá me abofeteó. Pero no me arrastré por el suelo ni me excusé, ni prometí ser buena de ahora en adelante. Estuve a la altura de las circunstancias. Tengo que sentirme orgullosa.» «Entonces, ¿por qué estoy avergonzada?»

«Me odio», pensó Lydia. «Sé lo que siente Charlotte, pero no puedo decirle que lo entiendo. Siempre pierdo el control. No solía comportarme así. Siempre me mostraba serena y digna. Cuando era pequeña me hacían gracia sus pecadillos. Ahora ya es una mujer. ¡Dios mío! ¿Qué es lo que he hecho? Está manchada con la sangre de su padre, de Félix, estoy convencida.

¿Qué voy a hacer? Pensaba que fingiendo que era hija de Stephen podría llegar a ser realmente hija de Stephen: inocente, femenina, inglesa. De nada ha servido. Todos esos años la mala sangre estaba en ella, latente, y ahora se está descubriendo; ahora el amoral campesino ruso cuya sangre corre por sus venas se está apoderando de ella. Cuando veo esas señales me invade el pánico, no puedo evitarlo. Pesa una maldición sobre mí, sobre todos nosotros; los pecados de los padres recaen sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación. ¿Cuándo seré perdonada? Félix es anarquista y Charlotte sufragista; Félix es un fornicador, y Charlotte habla de las madres de trece años; no tiene ni idea de cuán terrible es que la pasión sea dueña de una; mi vida quedó desgraciada y la suya también lo será, ese es mi temor, lo que me hace gritar, llorar, ponerme histérica y golpearla, pero, dulce Jesús mío, no permitas que se pierda, pues ella es lo único que da sentido a mi vida.

Haré que la encierren en algún lugar. Ojalá se casara con un buen chico, pronto, antes de que se descarríe, antes de que todos descubran que hay algo malo en su crianza. No sé si Freddie se le declarará antes de que acabe la temporada; esa sería la solución, tengo que procurar que lo haga. ¡Tengo que lograr que se case enseguida! Luego ya será demasiado tarde para que se pierda; además, con un niño o dos ya no tendría tiempo. Tengo que hacer todo lo posible para que se vea con Freddie más a menudo. Es muy guapa y será una buena esposa para un hombre enérgico que pueda mantenerla bajo control, un hombre decente que la ame sin desatar sus turbios apetitos, un hombre que duerma en una habitación contigua y que comparta su lecho una vez por semana, con las luces apagadas.

Freddie es la persona indicada para ella; entonces jamás tendrá que pasar por lo que yo he pasado, jamás tendrá que aprender de mala manera que la lujuria es perversa y destructora; el pecado no se transmitirá todavía a otra generación, no será mala como yo.

Ella cree que quiero que sea como yo. ¡Si supiera! ¡Si supiera!»