Una mujer gritó y el tiempo se detuvo.
Félix conocía aquella voz. Su sonido le golpeó como un mazazo. La impresión que le causó le dejó paralizado.
Tenía que localizar a Orlov, apuntarle con la pistola, apretar el gatillo, asegurarse de su muerte con otro disparo, luego darse la vuelta para meterse corriendo entre los arbustos…
Pero lo que hizo fue buscar la procedencia de aquel grito y ver aquel rostro. Le resultó sorprendentemente familiar, como si acabara de verlo por última vez hacía tan sólo un día, y no diecinueve años. Sus ojos estaban desencajados por el pánico y su boquita roja permanecía abierta.
Lydia.
Se quedó ante la puerta de la carroza, boquiabierto bajo la bufanda, sin que la pistola apuntara a nadie, y pensó: «Mi Lydia, aquí en esta carroza…» Mientras la miraba era vagamente consciente de que Walden se estaba moviendo con misteriosa lentitud, muy cerca de él, a su izquierda; pero lo único que Félix pudo pensar fue: «Así es como acostumbraba mirar, con los ojos abiertos de par en par y boquiabierta, cuando yacía desnuda debajo de mí, con sus piernas sobre mi cintura, y empezaba a gritar de gozo…»
Luego vio que Walden había sacado su espada. «¡Vaya por Dios, una espada!» Y su filo brillaba a la luz del farol, al tiempo que descendía velozmente. Félix se movió con excesiva lentitud y retraso, y la espada se abatió sobre su mano derecha, haciendo caer el revólver, que se disparó al golpear contra el suelo.
La detonación deshizo el encanto.
Walden volvió a levantar la espada y la dirigió contra el corazón de Félix. Este se movió a un lado. La punta de la espada le atravesó el abrigo y la chaqueta y se le clavó en el hombro. Con un rápido salto hacia atrás se pudo sacar la espada. Notó que un chorro de sangre caliente se derramaba por el interior de su camisa.
Buscó con su mirada la pistola caída sobre la carretera, pero no consiguió dar con ella.
Volvió a levantar la vista y vio cómo Walden y Orlov chocaban entre sí, al intentar salir los dos al mismo tiempo por la estrecha puerta de la carroza. El brazo derecho de Félix colgaba sin movimiento a un lado. Se dio cuenta de que estaba desarmado e impotente.
Ni siquiera podía estrangular a Orlov, porque su brazo derecho había quedado inutilizado.
Había fracasado totalmente, y todo era debido a la voz de una mujer del pasado.
«Después de todo lo que he hecho —pensó amargamente—, después de todo lo que he hecho…» Con gran desesperación, dio media vuelta y se alejó corriendo.
—¡Maldito traidor! —rugió Walden.
En su huida, Félix sentía el dolor de la herida. Oyó que alguien corría tras él. Sus pisadas eran demasiado tenues para ser las de Walden. Era Orlov quien lo estaba persiguiendo. Se sintió al borde de la histeria al pensarlo.
«¡Orlov es quien me persigue y yo el que huye!» Salió precipitadamente de la carretera para meterse entre los arbustos. Oyó gritar a Walden:
—¡Aleks, vuelve, tiene una pistola!
«No saben que la he perdido —pensó Félix—. Si todavía la tuviera, podría matar a Orlov ahora.» Corrió todavía un poco más y luego se paró para escuchar. No pudo oír nada.
Orlov había vuelto atrás.
Se apoyó en un árbol. Estaba agotado por la corta carrera. Una vez recuperado el aliento se quitó la chaqueta y la librea robadas, y se tocó con cuidado las heridas. Le dolían terriblemente, lo que, en su opinión, era probablemente una buena señal, ya que si hubieran sido muy graves no tendría sensibilidad. El hombro no dejaba de sangrar. Tenía un gran corte en la parte carnosa de la mano, entre el pulgar y el índice, que sangraba abundantemente.
Tenía que salir del parque antes de que a Walden se le ocurriera dar la voz de alarma.
Haciendo un esfuerzo se quitó el abrigo. Abandonó la librea en el suelo. Introdujo la mano derecha bajo la axila izquierda y la apretó para aliviar el dolor y disminuir la pérdida de sangre. Agotado, se dirigió hacia el Mall.
Lydia.
Era la segunda vez que ella provocaba una catástrofe en su vida. La primera, en 1895, fue en San Petersburgo…
No. No iba a pensar en ella, todavía no. Ahora necesitaba todas sus energías para él.
Vio con gran alivio que su bicicleta estaba donde la había dejado, bajo las ramas colgantes de un gran árbol. Se la llevó a través de la hierba hasta el borde del parque.
¿Habría alertado Walden ya a la Policía? ¿Estarían buscando a un hombre alto con un abrigo oscuro? Se quedó mirando el panorama del Mall. Los lacayos seguían todavía corriendo, los motores de los coches no cesaban de rugir, los carruajes seguían maniobrando. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que Félix había subido al carruaje de Walden? ¿Veinte minutos? En ese tiempo el mundo habría cambiado.
Inspiró profundamente y siguió andando con la bicicleta hasta la carretera. Todo el mundo estaba ocupado, nadie lo miraba. Con la mano derecha en el bolsillo del abrigo, montó en la máquina. Tomó impulso y empezó a pedalear, llevando el manillar con la mano izquierda.
Por todos los alrededores de palacio había policías. Si Walden los movilizaba, rápidamente podrían acordonar el parque y las carreteras que lo rodeaban. Félix miró hacia delante, hacia el arco del Almirantazgo. No se veía ninguna señal que interceptara el tráfico.
Una vez que atravesara el arco, estaría en el West End y ya lo habrían perdido.
Empezaba a acostumbrarse a ir en bicicleta con una sola mano y aumentó la velocidad.
Cuando se aproximaba al arco, un automóvil se puso a su lado y, al mismo tiempo, un policía se situó en la carretera algo más adelante. Félix paró la bicicleta y se preparó para echar a correr, pero el policía sólo estaba deteniendo el tráfico para permitir que otra carroza, que probablemente pertenecía a alguna autoridad, saliera a la carretera. Cuando el coche salió, el policía saludó, y luego hizo un gesto a los demás para que siguieran su camino.
Félix atravesó el arco en bicicleta y entró en Trafalgar Square.
Era medianoche, pero el West End estaba resplandeciente con las calles iluminadas y repletas de gente y de tráfico. Había policías por todas partes y no se veía a ningún otro ciclista. Félix llamaría la atención. Pensó abandonar la bicicleta y volver andando a Camden Town, pero no estaba seguro de poder recorrer todo el camino a pie, pues se estaba apoderando de él un cansancio abrumador.
Desde Trafalgar Square subió por St. Martins Lane, y luego abandonó las calles principales para tomar las callejuelas de Theatreland. Una calle oscura quedó iluminada de repente al abrirse las puertas de unos vestuarios por las que salieron unos actores charlando y riendo. Más lejos oyó unos gemidos y suspiros y pasó junto a una pareja que hacía el amor de pie en un portal.
Cruzó hasta Bloomsbury. Allí se acentuaban el silencio y la oscuridad. Pedaleó en dirección norte hasta Gower Street, pasó ante la fachada clásica de la desierta Universidad. Pedalear representaba un esfuerzo cada vez mayor y todo le dolía.
«Sólo queda un kilómetro o dos», pensó.
Se apeó de la bicicleta para cruzar la transitada Euston Road. Las luces de los semáforos le deslumbraban. Le estaba resultando difícil concentrar la vista.
Frente a Euston Station volvió a subir a la bicicleta y a pedalear. Se sentía desfallecer por momentos. Un farol le deslumbró. La rueda delantera se desvió y, tras tropezar con el bordillo, Félix cayó al suelo Permaneció allí, aturdido y sin fuerzas. Abrió los ojos y vio que se acercaba un policía. Hizo un esfuerzo y se quedó de rodillas.
El policía preguntó:
—¿Ha bebido?
Félix pudo contestar:
—Creo que me voy a desmayar.
El policía lo cogió con la mano derecha y de un tirón lo puso en pie. El dolor de la herida del hombro le hizo recuperar a Félix sus sentidos. Supo mantener en el bolsillo la mano derecha que sangraba.
El policía olfateó y exclamó:
—¡Hum!
Su actitud se volvió más afable al descubrir que Félix no olía a alcohol.
—¿Se va encontrando mejor?
—Sí, ya estoy casi bien.
—Extranjero, ¿verdad?
El policía se había dado cuenta de su acento.
—Francés —dijo Félix—. Trabajo en la Embajada. El policía extremó su amabilidad.
—¿Quiere que llame un taxi?
—No, gracias. Ya estoy cerca.
El policía recogió la bicicleta.
—En su caso, me la llevaría andando.
Félix cogió la bicicleta.
—Eso voy a hacer.
—Muy bien, señor. Bonne nuit.
—Bonne nuit, policía.
Félix se esforzó por sonreír. Arrastrando la bicicleta con la mano izquierda, se alejó a pie. Y tomó la decisión de girar en la primera callejuela para sentarse y descansar un poco. Miró hacia atrás por encima del hombro; el policía seguía observándole. Se esforzó por seguir andando, aunque necesitaba urgentemente tumbarse en el suelo.
«La calle próxima», pensaba.
Pero, cuando llegaba, la pasaba, diciéndose: «Esta no, la siguiente.» Y así llegó a su casa.
Parecían haber transcurrido muchas horas cuando se encontró ante la puerta de la casa de amplia terraza de Camden Town. Se acercó a mirar entre la niebla el número de la puerta, para asegurarse de que no se equivocaba.
Para llegar a su habitación tenía que bajar unos cuantos peldaños hasta el sótano. Apoyó la bicicleta contra la barandilla de hierro mientras abría la pequeña puerta exterior.
Entonces cometió el error de intentar bajar también la bicicleta. Se le fue de las manos y se le cayó, armando un gran alboroto. Al poco tiempo, la patrona hizo su aparición en la puerta de la calle, arropada con un chal.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó.
Félix se sentó en un escalón y no contestó. Optó por no moverse durante unos instantes, hasta sentirse con fuerzas. Bridget bajó y le ayudó a ponerse de pie.
—Ha bebido demasiado —le dijo.
Le ayudó a bajar las escaleras hasta la puerta del sótano.
—Deme la llave —le dijo.
Félix tuvo que servirse de la mano izquierda para sacar la llave del bolsillo del pantalón.
Se la dio y abrió la puerta. Entraron y él se quedó en medio de la pequeña habitación mientras ella encendía la lámpara.
—Déjeme que le quite el abrigo —le dijo.
Él dejó que se lo quitara, y entonces ella vio las manchas de sangre.
—¿Se ha peleado?
Félix se tendió sobre el colchón, y Bridget prosiguió:
—Me da la sensación de que ha perdido.
—Así fue —contestó Félix, y se desmayó.
Un terrible dolor hizo que recuperara el conocimiento.
Abrió los ojos y vio que Bridget lavaba sus heridas con algo que quemaba como el fuego.
—Tendrán que darle unos puntos en esta mano —dijo.
—Mañana —susurró Félix.
Le hizo beber de una taza. Era agua caliente, mezclada con ginebra.
—No tengo coñac —explicó.
Se tendió boca arriba y dejó que lo vendara.
—Podría ir a buscar al médico, pero no le podría pagar.
—Mañana.
Bridget se levantó.
—Mañana, lo primero que haré será venir a ver cómo sigue.
—Gracias.
Se fue y finalmente Félix quiso empezar a recordar.
Lo que ha venido ocurriendo a lo largo de los siglos ha sido que unas cuantas personas se han apropiado de todo lo que permite a los hombres incrementar la producción o simplemente mantenerla. La tierra pertenece a unos cuantos que pueden impedir a la comunidad su cultivo. Las minas de carbón, que representan el trabajo de muchas generaciones, pertenecen a unos pocos. La maquinaria para los tejidos de encaje, que representa en su perfeccionamiento actual el trabajo de tres generaciones de tejedores de Lancashire, también pertenece a unos pocos, y si los nietos del mismo tejedor que inventó la primera máquina para el tejido de encajes reclamaran su derecho de poner en funcionamiento una de estas máquinas, les dirían: «¡No toquéis! ¡Esta máquina no es vuestra!» Los ferrocarriles son de unos cuantos accionistas, que tal vez ignoren dónde se encuentra el ferrocarril que les aporta unos beneficios anuales superiores a los de un rey medieval. Y si los hijos de los miles de hombres que murieron al abrir los túneles se reunieran formando una multitud famélica y andrajosa, para pedir pan o trabajo a los accionistas, serían recibidos con bayonetas y a tiros.
Félix levantó la vista del folleto de Kropotkin. La librería estaba vacía. El librero era un viejo revolucionario que se ganaba la vida vendiendo novelas a mujeres ricas y guardaba gran cantidad de literatura subversiva en la trastienda. Félix pasaba allí mucho tiempo.
Tenía diecinueve años. Estaba a punto de ser expulsado de la prestigiosa Academia Espiritual por hacer novillos, por indisciplina, por llevar el pelo largo y asociarse con los nihilistas. Tenía hambre y estaba sin un céntimo, y pronto no tendría ni casa, y la vida era maravillosa. Él sólo se preocupaba de todo lo que fueran ideas, y aprendía todos los días cosas nuevas sobre poesía, historia, psicología y, sobre todo, política.
Las leyes sobre la propiedad no están hechas para garantizar al individuo o a la sociedad el disfrute del producto de su propio trabajo. Al contrario, están hechas para robar al productor una parte de lo que ha creado. Cuando, por ejemplo, la ley proclama el derecho de fulano de tal a una casa, no está proclamando su derecho a una casita de campo que se ha construido, o a una casa que ha levantado con la ayuda de sus amigos. ¡Si así fuera, nadie pondría en duda su derecho! Al contrario, lo que la ley proclama es su derecho a una casa que no es producto de su trabajo.
Las consignas anarquistas le habían parecido ridículas cuando las oyó por primera vez: la propiedad es un robo, el gobierno tiranía, la anarquía es justicia. Fue sorprendente, cuando empezó a reflexionar en serio sobre su contenido, cómo las empezó a considerar no sólo verdaderas, sino de una evidencia aplastante. El punto de vista de Kropotkin sobre las leyes no admitía discusión. No hacían falta leyes para impedir el robo en la aldea natal de Félix; si un campesino robaba el caballo a otro, o una silla, o el abrigo que le había bordado su esposa, entonces toda la aldea buscaría al culpable que estaba en posesión de los bienes y lo obligaría a devolverlo. El único robo permitido era el del propietario que exigía la renta, y el policía estaba allí para apoyar aquel robo. Lo mismo pasaba con el Gobierno. Los campesinos no necesitaban que nadie les dijera cómo tenían que compartir el arado y los bueyes para sus campos: llegaban a un acuerdo entre ellos mismos. Sólo se les tenía que forzar para arar los campos del amo.
Se nos habla continuamente de los beneficios aportados por las leyes y las sanciones, pero ¿han intentado alguna vez esos oradores sopesar los beneficios atribuidos a las leyes y sanciones con los efectos degradantes de tales sanciones en la Humanidad? ¡Pensad solamente en todas las malas pasiones suscitadas en la Humanidad por los atroces castigos infligidos en nuestras calles! El hombre es el animal más cruel de la Tierra. ¿Y quién ha fomentado y desarrollado sus crueles instintos, sino el rey, el juez y los sacerdotes, quienes armados con la ley desgarraron sus carnes, vertieron pez hirviendo en las heridas, desgajaron sus miembros, hicieron crujir sus huesos, aserraron a los hombres para mantener su autoridad? Pensad solamente en el torrente de maldad que generan en la sociedad humana los «informes» de los jueces, pagados con dinero contante y sonante por el Gobierno, bajo el pretexto de ayudar al descubrimiento del «crimen”. Id tan sólo a las prisiones y estudiad en qué se convierte el hombre cuando queda empapado en el vicio y la corrupción que rezuman de las mismas paredes de nuestras prisiones. Pensad finalmente en la corrupción y maldad de espíritu que propagan entre los hombres las ideas de la obediencia, auténtica esencia de la ley, del castigo, de la autoridad que tiene derecho a castigar, de la necesidad de verdugos, carceleros e informadores; en una palabra, todas las atribuciones de la ley y de la autoridad. Pensad en todo ello y es seguro que llegaréis a la conclusión de que una ley que inflige sanciones es una abominación cuya existencia no se debe permitir.
Los pueblos sin organización política y, por tanto, menos depravados que nosotros mismos, han entendido perfectamente que el hombre al que se llama «criminal es simplemente un desgraciado; y que el remedio no está en azotarlo, encadenarlo o matarlo, sino en ayudarlo mediante el cuidado más fraternal, mediante hábitos de vida entre hombres honrados.
Félix tuvo una vaga idea de que había entrado un cliente en la tienda y estaba de pie junto a él, pero siguió concentrado en Kropotkin.
¡Basta de leyes! ¡Basta de jueces! La libertad, la igualdad y unos sentimientos prácticos humanitarios son las únicas barreras eficaces que podemos oponer a los instintos antisociales de algunos de nosotros.
Al cliente se le cayó un libro y él perdió el hilo del discurso. Apartó la vista del folleto, vio el libro en el suelo junto a la larga falda de la cliente, y automáticamente se inclinó para recogérselo. Al entregárselo vio su rostro.
Lanzó un suspiro y dijo con absoluta sinceridad:
—¡Si es un ángel!
Era rubia y menuda, llevaba un abrigo de piel gris pálido que hacía juego con el color de sus ojos, y todo en ella tenía un tono pálido, suave y rubio. Pensó que jamás vería a una mujer más hermosa, y estaba en lo cierto.
Ella lo miró fijamente y se sonrojó, pero sin desviar su mirada. Parecía, increíblemente, que también ella encontraba algo fascinante en él.
Tras unos momentos, él miró su libro. Era Ana Karenina. Y dijo:
—Basura sentimental.
Ojalá no hubiera dicho nada, porque sus palabras rompieron el encanto. Ella tomó el libro y se fue. Vio entonces que iba acompañada de una doncella, porque le entregó el libro a esta al salir de la tienda. La doncella pagó el libro. Mirando por la ventana, Félix vio que la mujer entraba en un carruaje.
Preguntó al librero quién era. Se enteró de que se llamaba Lydia y de que era hija del conde Shatov.
Averiguó dónde vivía el conde, y al día siguiente estuvo rondando frente a su casa con la esperanza de verla. Entró y salió dos veces, en su carruaje, antes de que un mozo saliera y obligara a Félix a marcharse. No le importó, porque la última vez que pasó en su carruaje, ella lo había mirado directamente.
Al día siguiente fue a la librería. Estuvo leyendo durante horas. Federalismo, socialismo y antiteología, de Bakunin, sin entender ni una sola palabra. Cada vez que pasaba un carruaje, miraba por la ventana. Cada vez que entraba un cliente en la librería, su corazón se sobresaltaba.
Ella entró ya avanzada la tarde.
Esta vez dejó a la doncella fuera. Saludó quedamente al librero y fue a la trastienda, donde estaba Félix. Ambos se quedaron mirándose fijamente. Félix pensó: «Me ama, ¿por qué vendría si no?» Quiso hablar con ella, pero lo que hizo fue rodearla con sus brazos y besarla. Ella también lo besó, con ganas, abriendo la boca, estrechándolo entre sus brazos y clavándole los dedos en la espalda.
Siempre les ocurría lo mismo. Cuando se veían se lanzaban el uno contra el otro, como animales dispuestos a pelear.
Volvieron a encontrarse dos veces más en la librería y una vez, ya oscurecido, en el jardín de la quinta Shatov. Aquella vez, en el jardín, ella llevaba puesto su camisón. Félix introdujo sus manos bajo su camisón de lana y fue recorriendo con ellas todo su cuerpo, con tanto atrevimiento como si se tratara de una mujer de la calle, palpando, explorando y frotando, mientras ella era un prolongado gemido.
La joven le entregó dinero para que pudiera alquilar una habitación propia, y a partir de entonces fue a verlo casi a diario durante seis maravillosas semanas.
La última vez fue cuando ya empezaba a atardecer. Él estaba sentado en la mesa, arropado con una manta a causa del frío, leyendo ¿Qué es la propiedad?, de Proudhon, a la luz de una vela. Cuando oyó sus pasos por la escalera, se quitó los pantalones.
Ella entró rápidamente; llevaba una vieja capa marrón con capucha. Lo besó, chupó sus labios, lo mordió en la barbilla y lo pellizcó en los costados.
Se dio la vuelta y se quitó la capa. Debajo llevaba un vestido de noche blanco que habría costado cientos de rublos.
—Desabróchame deprisa —le pidió.
Félix empezó a desabrochar los corchetes de la espalda de su vestido.
—Estoy de paso para una recepción en la Embajada británica; sólo me queda una hora —explicó casi sin aliento—. Por favor, date prisa.
Con las prisas, arrancó uno de los corchetes del vestido.
—Maldita sea, te lo he roto.
—No importa.
Se acabó de quitar el vestido, luego las enaguas, la camisa y las bragas, quedándose con el corsé, las medias y los zapatos. Se arrojó entre sus brazos. Al mismo tiempo que lo besaba, le bajó los calzoncillos y dijo:
—Oye, qué bien huele tu cosa.
Cuando decía obscenidades, él se salía de sus casillas.
La joven sacó los pechos por encima del corsé y dijo:
—Muérdemelos. Muérdemelos con fuerza. Esta noche quiero sentirlo todo. Poco después se separó de él. Se echó de espaldas en la cama. Donde acababa el corsé, brillaba la humedad sobre el escaso vello rubio de entre sus muslos.
Separó las piernas y las levantó, abriéndose para él. Félix clavó sus ojos en ella por unos instantes, y luego se dejó caer encima. Ella tomó el pene con sus manos y se lo introdujo con avidez.
Los tacones de sus zapatos desgarraron la piel de la espalda de Félix, pero él ni se inmutó.
—¡Mírame! —le pidió ella—. ¡Mírame!
La miró con ojos que denotaban admiración.
En el rostro de ella se dibujó una expresión de pánico al tiempo que exclamaba:
—¡Mírame, me estoy corriendo!
Entonces, con la mirada fija en la de él, abrió la boca y gritó.
—¿Crees que los demás son como nosotros? —preguntó ella.
—¿En qué sentido?
—Sucios.
Levantó la cabeza de su regazo y le sonrió.
—Sólo los afortunados.
Miró su cuerpo, curvado entre sus piernas, y dijo:
—Eres tan robusto y fuerte; eres perfecto. Fíjate, qué vientre tan liso y qué pulcras tus posaderas, y qué estilizados y vigorosos son tus muslos. —Recorrió con su dedo el perfil de su nariz—. Tienes el rostro de un príncipe.
—Soy un campesino.
—No cuando estás desnudo. —Se sentía con ganas de rememorar—. Antes de conocerte, yo estaba interesada en el cuerpo de los hombres y todo lo demás, pero solía fingir, incluso conmigo misma, que no lo estaba. Entonces apareciste tú y ya no pude fingir más.
Él le lamió la parte interior de las pantorrillas y ella se estremeció.
—¿Has hecho esto alguna vez con otra chica?
—No.
—Creo que ya lo sabía, de alguna manera. De ti irradia algo salvaje, libre como un animal; nunca obedeces a nadie, haces simplemente lo que quieres.
—Nunca había encontrado a una chica que me dejara.
—Todas lo están deseando, en realidad. A cualquier chica le gustaría.
—¿Por qué? —preguntó él, egocéntricamente.
—Porque tu rostro es tan cruel y tus ojos tan amables.
—¿Fue por eso por lo que me dejaste que te besara en la librería?
—No te dejé, no tuve otra salida.
—Pudiste gritar pidiendo socorro en aquel momento.
—Por entonces ya sólo quería que lo repitieras.
—Debería haber adivinado cómo eras tú en realidad.
Ahora le tocaba a ella mostrarse egocéntrica.
—¿Cómo soy realmente?
—Fría como el hielo en la superficie, caliente como el infierno por debajo.
A ella se le escapó la risa.
—Soy una excelente actriz. Todo San Petersburgo cree que soy muy buena. Me ponen como ejemplo para las muchachas más jóvenes, igual que Ana Karénina. Ahora que sé lo mala que soy en realidad, tengo que fingir que soy dos veces más virginal que antes.
—No puedes ser dos veces más virginal.
—Tal vez todos ellos estén también fingiendo —concluyó ella—. Fíjate en mi padre. Si supiera que estoy aquí, de esta manera, se moriría de rabia. Pero él tendría los mismos sentimientos cuando fue joven, ¿no te parece?
—Creo que esto es un imponderable —contestó Félix—. Pero ¿qué haría realmente si lo descubriera?
—Te azotaría.
—Primero tendría que cogerme. —A Félix le vino de repente un pensamiento—. ¿Qué edad tienes?
—Voy a cumplir dieciocho.
—Vaya por Dios, me podrían meter en la cárcel por seducirte.
—Haría que mi padre te sacara.
Se volvió y se quedó mirándola.
—¿Qué vamos a hacer, Lydia?
—¿Cuándo?
—A la larga.
—Vamos a continuar como amantes hasta que alcance la mayoría de edad, y entonces nos casaremos.
Félix se quedó mirándola.
—¿De veras?
—Por supuesto. —Parecía verdaderamente sorprendida de que él no hubiera llegado a la misma conclusión—. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?
—¿Tú quieres casarte conmigo?
—¡Sí! ¿No es eso lo que tú quieres?
—Oh, claro —dijo él en un suspiro—. Eso es lo que quiero.
Ella se sentó, con las piernas extendidas a uno y otro lado de la cara de él, y acarició su pelo:
—Entonces, eso es lo que haremos.
—Nunca me has contado cómo te las arreglas para escaparte y venir hasta aquí —dijo Félix.
—No es nada interesante —le contestó—. Digo mentiras, soborno a los criados y corro algún riesgo. Esta noche, por ejemplo. La recepción en la Embajada empieza a las seis y media. Salí de casa a las seis y llegaré allí a las siete y cuarto. La carroza está en el parque; el cochero cree que estoy paseando con mi doncella. La doncella está ahí enfrente, pensando en qué se va a gastar los diez rublos que le daré por mantener la boca cerrada. ¡Vaya! Rápido, házmelo con la lengua antes de que tenga que marcharme.
Aquella noche Félix se durmió y soñó con el padre de Lydia, a quien nunca había visto, cuando irrumpieron en su habitación con linternas. Se despertó enseguida y saltó de la cama. Al principio creyó que unos estudiantes de la Universidad le estaban gastando una broma, pero uno de ellos le dio un puñetazo en la cara y una patada en el estómago, y comprendió que se trataba de la Policía secreta.
Supongo que iban a arrestarle a causa de lo de Lydia y quedó horrorizado al pensar en ella. ¿Sería deshonrada públicamente? ¿Estaría su padre tan loco como para hacerla testificar ante un tribunal en contra de su amante?
Observó cómo la Policía metía todos sus libros y un paquete de cartas en un saco. Todos los libros eran prestados, pero ninguno de sus propietarios era tan tonto como para poner su nombre en ellos. Las cartas eran de su padre y de su hermana Natasha; nunca había recibido cartas de Lydia y ahora se alegraba de ello.
Lo obligaron a salir del edificio y lo metieron en un carruaje de cuatro ruedas.
Atravesaron el Puente de la Cadena y luego siguieron por los canales, como queriendo evitar las calles principales.
—¿Me van a llevar a la prisión Litovski? —preguntó Félix.
Nadie le contestó, pero cuando pasaron por el Puente de Palacio se dio cuenta de que lo llevaban a una fortaleza de siniestra reputación, la de San Pedro y San Pablo, y su corazón se derrumbó.
Al otro lado del puente, el carruaje giró a la izquierda y entró por un pasaje oscuro y arqueado. Se paró ante una puerta y Félix fue llevado a una sala de recepción, donde un oficial del Ejército lo miró y escribió algo en un libro. Volvió a subir al vehículo y lo llevaron hacia el interior de la fortaleza. Se detuvieron ante otra puerta y esperaron varios minutos hasta que un soldado la abrió por dentro. Desde allí, Félix tuvo que atravesar a pie una serie de estrechos pasillos hasta una tercera puerta de hierro que llevaba a una habitación húmeda.
El director de la prisión estaba sentado ante una mesa, y le dijo:
—Se le acusa de ser anarquista. ¿Lo admite? Félix se alegró.
«O sea, que no tenía nada que ver con Lydia!»
—¿Si lo admito? —contestó—. Me enorgullezco.
Uno de los policías entregó un libro en el que firmó el director. Le quitaron la ropa dejándolo en cueros, y luego le dieron una bata de franela verde, un par de medias gruesas de lana y un par de zapatillas de fieltro amarillo demasiado grandes para él.
Desde allí, un soldado armado lo condujo a través de otros pasillos más lóbregos hasta una celda. Una puerta pesada de roble se cerró tras él, y oyó cómo cerraban con llave.
En la celda había una cama, una mesa, una banqueta y una palangana. La ventana era una abertura en una pared de enorme grosor. El suelo estaba cubierto de fieltro pintado, y las paredes recubiertas con una especie de tapicería amarilla.
Félix se sentó en la cama.
Aquí fue donde Pedro I había torturado y dado muerte a su propio hijo. Aquí fue donde la princesa Tarakanova había sido encerrada en una celda que se inundaba de tal forma que las ratas reptaban por su cuerpo para no morir ahogadas. Aquí fue donde Catalina II enterró con vida a sus enemigos.
«Dostoievski fue encarcelado aquí —pensó Félix con orgullo—, así como Bakunin, que estuvo encadenado a una puerta durante dos años. Nechayev murió aquí.» Félix se alegró de estar en tan heroica compañía y al mismo tiempo le aterrorizó el pensamiento de que podría quedarse allí para siempre.
Se oyó cómo una llave giraba en la cerradura. Un hombre pequeño, calvo y con gafas entró, provisto de una pluma, una botella de tinta y papel. Lo colocó todo en la mesa y ordenó:
—Escribe los nombres de todas las personas subversivas que conoces.
Félix se sentó y escribió: Karl Marx, Friedrich Engels, Piotr Kropotkin, Jesucristo…
El hombre calvo le arrebató el papel. Fue a la puerta de la celda e hizo una señal.
Entraron dos fornidos guardias. Ataron a Félix a la mesa y le quitaron las zapatillas y las medias. Empezaron a darle latigazos en las plantas de los pies.
La tortura se prolongó durante toda la noche.
Cuando le arrancaron las uñas, empezó a dar nombres y direcciones inventadas, pero le dijeron que sabían que eran falsos.
Cuando le quemaron la piel de los testículos con la llama de una vela, dio el nombre de todos sus amigos estudiantes, pero siguieron diciéndole que estaba mintiendo. Cada vez que se desmayaba lo reanimaban. A veces se detenían durante algún tiempo y dejaban que creyera que todo había terminado por fin; luego volvían a empezar y él les pedía que lo mataran para acabar con tanto dolor. Siguieron torturándolo mucho después de que les hubiera dicho todo lo que sabía.
Hacia la madrugada se desmayó por última vez.
Cuando se despertó estaba echado en la cama. Tenía vendajes en los pies y en las manos.
El dolor era terrible. Quería matarse, pero estaba demasiado débil para moverse.
El hombre calvo entró en la celda por la tarde. Cuando lo vio, Félix empezó a sollozar, aterrorizado. El hombre se limitó a sonreírle y se fue.
Ya nunca más volvió.
Un médico visitaba a Félix diariamente. Y él intentó sin éxito sacarle alguna información. ¿Sabía alguien del exterior que Félix estaba allí? ¿Se había enviado algún mensaje? ¿Había intentado visitarle alguien? El médico se limitaba a cambiarle los vendajes y se iba.
Félix especulaba. Lydia habría ido a su habitación y lo habría encontrado todo en desorden. Algún vecino le habría dicho que la Policía secreta se lo había llevado. ¿Qué habría podido hacer ella entonces? ¿Realizar frenéticas averiguaciones, sin que le importara su reputación? ¿Habría sido discreta y habría visitado al ministro del Interior, con alguna historia sobre el novio de su doncella al que habían metido en la cárcel por error?
Todos los días confiaba que le llegaría alguna palabra suya, pero jamás le llegó.
Ocho semanas después, podía andar casi con toda normalidad y le pusieron en libertad sin ninguna explicación.
Fue a su aposento. Esperaba encontrarse allí con un mensaje suyo, pero no había nada, y su habitación había sido alquilada a otro. Se preguntó por qué Lydia no habría seguido pagando el alquiler.
Fue a su casa y llamó a la puerta principal. Un criado contestó. Félix dijo:
—Félix Davidovich Kschessinski presenta sus saludos a Lydia Shatova…
El criado cerró con un portazo.
Finalmente fue a la librería. El viejo librero le dijo:
—Hola, tengo un recado para ti. Lo trajo ayer su doncella.
Félix abrió el sobre con dedos temblorosos. No estaba escrito por Lydia, sino por la doncella, y decía:
«Me han despedío y estoy sin trabajo y todo por su culpa, ella se casó y se fue a Inglaterra ayer ahora ya conose usted el presio del pecao.»
Miró al librero con lágrimas de angustia en sus ojos, y llorando le preguntó:
—¿No hay nada más?
No supo nada más durante diecinueve años.
Las normas habituales habían quedado temporalmente suspendidas en la mansión de Walden, y Charlotte estaba sentada en la cocina con los criados.
La cocina estaba limpísima, ya que, por supuesto, la familia había cenado fuera. El fuego se había apagado en el gran fogón y las ventanas altas estaban abiertas de par en par, facilitando la entrada del aire fresco de la noche. La loza empleada para la comida de los criados estaba alineada ordenadamente en el aparador; los cuchillos y cucharas de las cocineras colgaban de una hilera de garfios; las innumerables fuentes y sartenes estaban guardadas en los grandes armarios de roble.
Charlotte no había tenido tiempo de asustarse. En primer lugar, cuando la carroza se detuvo tan abruptamente en el parque, se había quedado simplemente sorprendida; luego, ya sólo se había preocupado de que su madre dejara de chillar. Cuando llegaron a casa se había encontrado algo débil, pero ahora, mirando hacia atrás, todo aquello le parecía más bien emocionante.
Los criados sentían lo mismo. Resultaba reconfortante sentarse en torno a aquella gran mesa de madera blanqueada y comentar lo sucedido con aquellas personas que formaban parte de su vida: la cocinera, que siempre se había portado con ella maternalmente; Pritchard, a quien Charlotte respetaba porque papá lo respetaba; la eficiente y capacitada Mrs. Mitchell, quien, como ama de llaves, siempre encontraba solución a cualquier problema.
William, el cochero, era el héroe del momento. Describió varias veces la mirada salvaje en los ojos de su asaltante cuando le amenazó con la pistola. Calentándose, bajo la mirada horrorizada de la segunda camarera, se recobraba rápidamente de la vergüenza de haber tenido que entrar en la cocina en cueros.
—Por supuesto —explicaba Pritchard—, yo creo, naturalmente, que el ladrón sólo quería la ropa de William. Yo sabía que Charles estaba en palacio, de modo que él podía conducir el carruaje. Pensé que lo mejor sería no informar a la Policía hasta hablar primero con su señoría.
Charles, el lacayo, contó:
—Imaginaos lo que sentiría cuando vi que no estaba la carroza.
Me dije a mí mismo: «Estoy seguro de que estaba aquí. Oh, bueno, habrá sido que William la ha cambiado de sitio.» Me puse a correr por el Mall en todas direcciones, y miré por todas partes. Finalmente volví a palacio. «Hay un problema —le digo al portero—, ha desaparecido la carroza del conde de Walden.» Y él va y me dice: «¿Walden?», con un tono grosero…
Mrs. Mitchell interrumpió: Los criados de palacio se creen más importantes que la misma nobleza…
—Y va y me dice: «Walden ya se ha ido, compañero.» Yo pensé: «Cáspita, voy a buscarla.» Me pongo a correr por el parque y a medio camino de casa me encuentro con la carroza, y a Milady con un ataque de histeria, ¡y a Milord con la espada ensangrentada!
—Y, después de todo, no robaron nada —observó Mrs. Mitchell.
—Un lunático —dijo Charles—. Un desconcertante lunático.
Hubo un asentimiento general.
La cocinera sirvió el té, empezando por Charlotte.
—¿Cómo está Milady ahora? —preguntó.
—¡Oh, está perfectamente! —replicó Charlotte—. Se fue a la cama y se tomó una dosis de láudano. Ahora ya debe de estar dormida.
—¿Y los señores?
—Papá y el príncipe Orlov están en la sala tomándose una copa de coñac.
La cocinera lanzó un gran suspiro.
—Ladrones en el parque y sufragistas en palacio, ¡no sé adónde vamos a llegar!
—Se producirá una revolución socialista —comentó Charles—. Acordaos de mis palabras.
—Nos asesinarán a todos en nuestras camas —apostilló la cocinera, lúgubremente.
Charlotte preguntó:
—¿Qué quería decir la sufragista con eso de que el rey tortura a las mujeres?
Mientras hablaba, miraba a Pritchard, que algunas veces estaba dispuesto a explicarle aquellas cosas que al parecer ignoraba.
—Se refería a lo de la alimentación forzosa —explicó Pritchard—. Parece que es algo doloroso. —¿Alimentación forzosa?
—Cuando no quieren comer, se les hace comer a la fuerza.
Charlotte estaba intrigada.
—¿Cómo diablos se hace eso?
—De varias maneras —continuó Pritchard, con una expresión que indicaba que no iba a contar detalladamente todas ellas—. Un tubo introducido por la nariz es una de ellas.
—¿Y qué les darán? —preguntó la segunda camarera.
—Probablemente, sopa —intervino Charles.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Charlotte—. ¿Por qué se tienen que negar a comer?
—Es una protesta —siguió Pritchard—. Crea dificultades a las autoridades de la cárcel.
—¿Cárcel? —Charlotte seguía sorprendida—. ¿Por qué están en la cárcel?
—Por romper ventanas, fabricar bombas, amenazar la paz…
—Pero ¿qué es lo que quieren?
Se produjo un silencio, al constatar los criados que Charlotte no tenía ni idea de lo que era una sufragista. Finalmente, Pritchard dijo:
—Quieren el voto para las mujeres.
—¡Ah!
Y Charlotte pensó: «¿Acaso sabía yo que las mujeres no podían votar?» No estaba segura. Nunca había reflexionado sobre estas cosas.
Creo que esta conversación ha ido ya demasiado lejos —cortó con tono firme Mrs. Mitchell—. Tendrá problemas, Mr. Pritchard, por meter ideas falsas en la cabeza de Mi lady.
Charlotte sabía que Pritchard nunca tenía problemas, porque era prácticamente el amigo de papá, y preguntó:
—¿Por qué se preocuparán tanto sobre eso de votar?
Se oyó el timbre y todos miraron instintivamente el cuadro en el que quedaban registradas las llamadas.
—La puerta central —dijo Pritchard—. ¡A estas horas de la noche!
Se fue echándose encima el abrigo.
Charlotte se tomó el té. Se sentía cansada. Y llegó a la conclusión de que las sufragistas eran desconcertantes y más bien inspiraban miedo, pero a pesar de todo quería saber más.
Pritchard volvió y dijo:
—Por favor, cocinera, deme un plato de bocadillos. Charles, lleve un sifón fresco a la sala de recepción. Empezó a preparar platos y servilletas y una bandeja. Charlotte intervino:
—Bueno, vamos, dinos quién es.
—Un caballero de Scotland Yard —contestó Pritchard.
Basil Thomson era un hombre de cabeza redonda con escaso cabello de color claro, espeso bigote y penetrante mirada. Walden había oído hablar de él. Su padre había sido arzobispo de York. Thomson había sido educado en Eton y Oxford, y había prestado servicio en Colonias como comisionado y como primer ministro de Tonga. Había regresado a su país para hacerse abogado y luego había trabajado en el servicio de prisiones, acabando como director de la cárcel de Dartmoor, y que tenía un gran prestigio en lo referente a la dispersión de concentraciones tumultuosas. De prisiones había pasado a trabajar con la Policía y se había convertido en un experto en el East End de Londres, que era una amalgama de criminalidad y anarquismo. Su experiencia lo había llevado a ocupar el cargo de mayor responsabilidad de la Brigada Especial, la Policía política.
Walden le hizo sentar y empezó a relatar los acontecimientos de aquella noche. Mientras hablaba, no perdía de vista a Aleks. El muchacho mantenía aparentemente la calma, pero su rostro estaba pálido; seguía apurando su vaso de coñac con soda y con la mano izquierda asía el brazo de su silla.
En un momento determinado, Thomson interrumpió a Walden para preguntar:
—¿Se dio cuenta cuando le recogió la carroza de que faltaba el lacayo?
—Sí, ciertamente —respondió Walden—. Pregunté al cochero dónde estaba, pero al parecer el cochero no me oyó. Luego, como había tanta confusión en la puerta de palacio, y mi hija me decía que me diera prisa, decidí averiguarlo todo una vez en casa.
—Nuestro facineroso confiaba en todo ello, por supuesto. Debe de tener nervios de acero.
—Prosiga.
—El carruaje se detuvo de improviso en el parque, y aquel hombre abrió de golpe la puerta.
—¿Qué aspecto tenía?
—Alto. Llevaba una bufanda o algo parecido sobre el rostro. Pelo negro. Unos ojos de mirada fija.
—Todos los criminales tienen ojos de mirada fija —comentó Thomson—. Anteriormente, ¿pudo el cochero verlo mejor?
—No mucho. Entonces llevaba sombrero y, desde luego, estaba oscuro.
—Hum… ¿Y después?
Walden inspiró profundamente. En aquel momento había sentido más indignación que miedo, pero ahora, al rememorar los hechos, le aterrorizó pensar lo que podría haberles ocurrido a Aleks, Lydia o Charlotte. Continuó:
—Lady Walden chilló y parece ser que esto desconcertó al individuo. Quizá no esperaba encontrar a una mujer en el carruaje. De cualquier modo, vaciló. —«Y gracias a Dios que lo hizo», pensó—. Le clavé la espada y se le cayó la pistola.
—¿Le hizo mucho daño?
—Lo dudo. No pude moverme en tan reducido espacio y, por supuesto, la espada no estaba muy afilada. Con todo, le hice sangre. ¡Ojalá hubiera rebanado su maldita cabeza!
El mayordomo entró y la conversación se interrumpió. Walden se dio cuenta de que había estado hablando en voz muy alta e intentó apaciguarse. Pritchard les sirvió bocadillos y coñac con soda.
—Mejor que usted siga levantado, Pritchard, pero diga a los demás que se vayan a la cama —le indicó Walden.
—Muy bien, Milord.
Cuando se fue, Walden prosiguió:
—Es posible que se tratara tan sólo de un robo. He dejado que los criados crean eso y también Lady Walden y Charlotte. Sin embargo, un ladrón no tenía necesidad de un plan tan elaborado, por lo menos así lo veo yo. Estoy absolutamente convencido de que se trataba de un atentado contra la vida de Aleks.
Thomson miró a Aleks.
—Me temo que sí. ¿Tiene usted idea de cómo sabía dónde encontrarle?
Aleks cruzó una pierna sobre otra.
—Mis movimientos no han sido secretos.
—Eso hace que "las cosas cambien. Dígame, señor: ¿ha sido amenazada su vida alguna vez?
—Vivo entre amenazas —contestó Aleks, con voz firme. Hasta ahora, no ha habido ningún atentado.
—¿Hay alguna razón especial por la que usted pueda ser blanco de los nihilistas o revolucionarios?
—Para ellos es suficiente que yo sea un prín…, príncipe.
Walden se dio cuenta de que los problemas de la clase dirigente inglesa, con las sufragistas, los liberales y los sindicatos, eran trivialidades comparados con los que afrontaba Rusia, y experimentó conmiseración al pensar en Aleks.
Aleks prosiguió con voz tranquila y controlada:
—Sin embargo, se me considera algo reformista dentro del panorama ruso. Podían escoger a una víctima más apropiada.
—Incluso en Londres —asintió Thomson—. Siempre hay uno o dos aristócratas rusos en Londres durante la temporada.
—¿Cuáles son sus conclusiones? —preguntó Walden.
Thomson explicó:
—Me pregunto si el facineroso no estaría enterado de lo que el príncipe Orlov está haciendo aquí, y si el objetivo del ataque de esta noche no sería el de sabotear sus conversaciones.
Walden hizo un gesto de duda.
—¿Cómo podían haberse enterado de eso los revolucionarios?
—Son simples especulaciones —comentó Thomson—. ¿Habría sido esta una manera eficaz de sabotear sus conversaciones?
—Muy eficaz, sin duda —contestó Walden. Este pensamiento le produjo un escalofrío—. Si le dijeran al zar que su sobrino había sido asesinado en Londres por un revolucionario, sobre todo si se trataba de un ruso revolucionario expatriado, montaría en cólera. Ya sabe usted, Thomson, lo que piensan los rusos de nosotros y nuestra acogida a sus subversivos; nuestra política de puertas abiertas viene causando fricciones a nivel diplomático desde hace años. Una cosa así podría significar la ruptura de las relaciones anglorusas durante veinte años. Entonces ya no se podría hablar de una alianza.
Thomson asintió.
—Me lo temía. Bien, no podemos hacer nada más esta noche. Haré que mi departamento empiece su trabajo de madrugada. Registraremos el parque para buscar pistas y entrevistaremos a sus criados, y espero detener a algunos anarquistas en el East End.
—¿Cree que cogerán a ese hombre? —preguntó Aleks.
Walden deseaba que Thomson diera una respuesta tranquilizante, pero no fue así.
Thomson respondió:
—No será fácil. Se trata claramente de un conspirador, de modo que en algún sitio se esconderá. No contamos con ninguna descripción exacta. A menos que sus heridas le lleven al hospital, nuestras posibilidades son mínimas.
—Podría intentar matarme otra vez —dijo Aleks.
—De ahí que debamos adoptar una táctica de evasión. Mi consejo es que usted se vaya de esta casa mañana. Reservaremos la planta superior de un hotel para usted, bajo nombre falso, y le asignaremos un guardaespaldas. Lord Walden tendrá que reunirse con usted en secreto, y usted, por supuesto, tendrá que prescindir de todos los compromisos sociales.
—Por supuesto.
Thomson se puso en pie.
—Es muy tarde. Pondré en marcha todo esto.
Walden pulsó el timbre para llamar a Pritchard.
—¿Tiene algún vehículo aguardándole, Thomson?
—Sí. Ya hablaremos por teléfono mañana por la mañana.
Pritchard despidió a Thomson y Aleks se fue a acostar. Walden le recordó a Pritchard que cerrara con llave y luego subió las escaleras.
No tenía sueño. Mientras se desnudaba, se fue relajando y experimentando todas aquellas emociones conflictivas que hasta entonces había mantenido a raya. Se sintió orgulloso de sí mismo, en primer lugar.
«Después de todo —pensó—, saqué la espada y puse en fuga al asaltante. ¡No está mal para un cincuentón con una pierna gotosa!» Luego se sintió deprimido al recordar con qué frialdad habían estado discutiendo todos ellos las consecuencias diplomáticas de la muerte de Aleks, un Aleks brillante, alegre, tímido, elegante, despierto, a quien Walden había visto hacerse todo un hombre.
Se metió en la cama y permaneció despierto, reviviendo el momento en que la puerta del carruaje se abrió de improviso y apareció allí aquel hombre con la pistola; y ahora sentía miedo, no por él o Aleks, sino por Lydia y Charlotte. El pensamiento de que las podrían haber matado lo hizo estremecerse en la cama. Se acordó de cuando tenía entre sus brazos a Charlotte, hacía dieciocho años, cuando tenía el pelo rubio y carecía de dientes; se acordó de cuando aprendía a andar, cayéndose siempre sentada; se acordó de cuando le regaló un pony y se quedó pensando que entonces experimentó la mayor emoción de su vida al ver la alegría con que ella lo recibió. La recordaba hacía tan sólo unas horas, en su presentación ante los reyes, con la cabeza erguida, como una hermosa mujer.
«Si se muriera —pensó—, no creo que pudiera resistirlo. Y si mataran a Lydia, me quedaría solo.» Este pensamiento le hizo levantarse para ir a su habitación. Había una lámpara de noche junto a su cama. Estaba profundamente dormida, de espaldas, con la boca entreabierta y el cabello como una madeja rubia sobre la almohada. Tenía una apariencia suave y vulnerable.
«Nunca he sabido hacerte entender cuánto te amo», pensó.
Y de pronto tuvo necesidad de tocarla, de sentir que estaba caliente y con vida. Se metió en la cama y la besó. Sus labios correspondieron, pero no se despertó.
«Lydia, no sabría vivir sin ti», pensó.
Lydia había permanecido despierta durante mucho tiempo, pensando en aquel hombre de la pistola. Le había causado una impresión brutal, y había chillado presa del terror más absoluto, pero hubo algo más que todo eso. Hubo algo en aquel hombre, algo en su presencia, en su complexión, o en sus ropas, que le pareció terriblemente siniestro, de manera casi sobrenatural, como si se tratara de un espíritu. ¡Ojalá hubiera podido verle los ojos!
Al cabo de un tiempo se tomó otra dosis de láudano y se quedó dormida. Soñó que el hombre de la pistola entraba en su habitación y se acostaba con ella. Era su propia cama, pero en el sueño volvía a tener dieciocho años. El hombre puso su pistola sobre la blanca almohada, junto a su cabeza. Todavía llevaba la bufanda sobre el rostro. Se dio cuenta de que ella lo amaba. Lo besó en los labios a través de la bufanda.
Él le hizo el amor magníficamente. Ella empezó a pensar que estaría soñando. Quería ver su rostro. Preguntó: «¿Quién eres?» Y una voz le contesté: «Stephen.» Sabía que no era así, pero la pistola sobre la almohada se había convertido de alguna manera en la espada de Stephen, con la punta ensangrentada, y empezó a dudar. Se agarró al hombre que tenía encima, temerosa de que se acabara el sueño antes de quedar satisfecha. Entonces, vagamente, empezó a sospechar que estaba haciendo en realidad aquello que estaba haciendo en sueños; con todo, el sueño no se interrumpió. Un gran placer físico se apoderó de ella. Empezó a perder el control. En el preciso instante en que alcanzaba el clímax, el hombre del sueño se quitó la bufanda de su rostro, y en aquel momento Lydia abrió sus ojos y vio la cara de Stephen encima de ella, y entonces entró en una especie de éxtasis y por primera vez en diecinueve años gritó de placer.