3

Charlotte estaba a punto. El vestido, la principal obsesión durante mucho tiempo, quedaba perfecto. Como remate llevaba una sola rosa roja a la altura de los hombros, y en la mano un ramito de las mismas flores, recubiertas de gasa. Su diadema de diamantes quedaba firmemente sujeta sobre su pelo recogido y las dos plumas blancas habían sido fijadas con seguridad. El conjunto resultaba maravilloso.

Ella estaba asustada.

—Cuando entre en el Salón del Trono —dijo a Marga la cola se enredará, la diadema se me caerá sobre los ojos, el pelo se soltará, las plumas se ladearán, me pisaré el vestido y rodaré por los suelos. Todos los invitados allí reunidos empezarán a reírse y la que lo hará más ostensiblemente será su majestad la reina. Saldrá corriendo de palacio, hasta llegar al parque para tirarme al estanque.

—No debería hablar así —corrigió Marga. Y fue más cariñosa, añadió—: Será la más encantadora de todas.

La madre de Charlotte entró en el dormitorio. Tomó a Charlotte por los hombros y se la quedó mirando.

—Cariño, estás preciosa —le dijo, y la besó.

Charlotte rodeó con sus brazos el cuello de su madre y apretó su mejilla contra la de ella, tal como acostumbraba hacer cuando era pequeña, y quedaba fascinada por la suavidad aterciopelada que irradiaba su madre. Cuando se separó, quedó sorprendida al ver que a su madre se le habían escapado unas lágrimas.

—Tú también estás muy guapa —dijo.

El vestido de Lydia era de charmeuse marfil, con una cola de brocado del mismo tono bordeado de gasa purpúrea. Al estar casada, llevaba tres plumas en el pelo, en vez de las dos de Charlotte. Su ramillete era de guisantes de olor y rosas.

—¿Estás a punto? —preguntó.

—Estoy lista desde hace siglos —contestó Charlotte.

—Recógete la cola.

Charlotte se recogió la cola de la manera que le habían enseñado.

Su madre hizo un gesto de aprobación.

—¿Salimos?

Marga abrió la puerta. Charlotte se apartó a un lado para que su madre saliera primero, pero ella le dijo:

—No, cariño, esta es tu noche.

Marcharon en procesión por el pasillo y bajaron hasta el rellano, Marga iba la última. Al llegar al rellano, Charlotte oyó una explosión de aplausos.

Todo el personal estaba reunido al pie de la escalera: el ama de llaves, la cocinera, los lacayos, las doncellas, las camareras, los mozos de establo y las criadas. Incontables rostros, llenos de orgullo y alegría, clavaron en ella su mirada. A Charlotte le emocionó todo ese cariño y se dio cuenta de que también para todos ellos era una gran noche.

Su padre ocupaba el centro de todo aquel grupo y causaba una impresión magnífica, vestido con frac de terciopelo negro, calzón corto y medias de seda, con la espada a la cintura y un sombrero de tres picos en la mano.

Charlotte bajó lentamente la escalera.

Su padre la besó y le dijo:

—Mi pequeña.

La cocinera, que la conocía desde hacía tanto tiempo que podía tomarse alguna libertad, la cogió por la manga y le susurró:

—Está maravillosa, Milady.

Charlotte le estrechó la mano y le dijo:

—Gracias, Mrs. Harding.

Aleks hizo una reverencia. Estaba resplandeciente con su uniforme de almirante de la Armada rusa.

«Qué hombre tan elegante —pensó Charlotte—; tal vez alguien se enamore de él esta noche.» Dos lacayos abrieron la puerta central. Walden tomó a Charlotte por el codo y la encaminó suavemente hacia fuera. Su esposa seguía del brazo de Aleks.

«Si soy capaz de no pensar en nada esta noche y dejarme llevar como un autómata a donde me lleva la gente, seguro que todo saldrá bien», pensó Charlotte.

El carruaje estaba ya preparado en el exterior. William, el cochero, y Charles, el lacayo, estaban en posición de firmes a cada lado de la puerta, vestidos con la librea de los Walden. William, corpulento y canoso, estaba tranquilo, pero Charles parecía nervioso.

Stephen introdujo a Charlotte en el carruaje y ella se sentó agradecida.

«Todavía no me he caído», pensó.

Los otros tres se introdujeron también. Pritchard, antes de cerrar la puerta, colocó un cesto de gran tamaño en el suelo del carruaje.

Este se puso en marcha.

Charlotte miró aquel gran cesto.

—¿Acaso vamos de merienda al campo? —preguntó—. ¡Pero si sólo es medio kilómetro!

—Ya lo entenderás cuando veas la cola —comentó su padre—. Tardaremos casi una hora en llegar.

Por un momento, Charlotte pensó que más que nerviosa iba a estar aburrida aquella noche.

No se equivocó, el carruaje se detuvo a la altura del Almirantazgo en el Mall, a medio kilómetro aproximadamente de Buckingham Palace. Papá abrió el gran cesto y sacó una botella de champaña. En el cesto había también bocadillos de pollo, guisantes de invernadero y pastel.

Charlotte bebió una copa de champaña pero no pudo comer nada. Miraba por la ventana.

Las aceras estaban atestadas de ociosos que contemplaban aquel desfile de potentados.

Vio a un hombre alto, de cara delgada y agraciada, apoyado en una bicicleta y mirando con gran interés su carroza. Algo relacionado con su aspecto hizo que Charlotte sintiera un escalofrío y apartara su mirada.

Tras una salida tan triunfal de casa, observó que el contraste que suponía permanecer sentada haciendo cola, la serenaba. En el momento en que la carroza atravesaba las puertas de acceso a palacio y se aproximaba a la entrada principal empezó a sentirse más natural: indiferente, irreverente e impaciente.

El carruaje se detuvo y la puerta se abrió. Charlotte, recogiéndose la cola sobre el brazo izquierdo, se levantó la falda con la mano derecha, descendió y entró en palacio.

El gran salón alfombrado en rojo era una llamarada de luz y color. A pesar de su indiferencia, experimentó una viva emoción al ver toda aquella afluencia de mujeres vestidas de blanco y hombres con uniformes resplandecientes. Los diamantes brillaban, las espadas resonaban y las plumas se agitaban. Los alabarderos de palacio, con casacas rojas, estaban en posición de firmes a uno y otro lado.

Charlotte y su madre dejaron los abrigos en el guardarropa; luego, escoltadas por Walden y Aleks, atravesaron lentamente el salón y subieron por la escalera principal, entre la guardia del rey con sus alabardas y abundancia de rosas rojas y blancas. Desde allí pasaron por la galería de pinturas a la primera de las tres salas para las grandes recepciones, con enormes lámparas de araña y suelos de madera resplandecientes como el cristal. Aquí se acababa el desfile y todos los invitados aguardaban, formando grupos, charlando y admirándose mutuamente los vestidos. Charlotte vio a su prima Belinda con tío George y tía Clarissa. Las dos familias se saludaron.

Tío George llevaba el mismo atuendo que su padre, pero debido a su obesidad y su cara rubicunda, le sentaba pésimamente. Charlotte no entendía cómo tía Clarissa, que era joven y guapa, pudo llegar a casarse con una persona así. Walden inspeccionaba la sala como si buscara a alguien.

—¿Has visto a Churchill? —preguntó a tío George.

—Caramba, ¿para qué lo necesitas?

Walden se sacó el reloj.

—Hemos de ocupar nuestro sitio en el Salón del Trono. Te dejamos al cuidado de Charlotte, si nos lo permites, Clarissa.

Papá, mamá y Aleks se alejaron.

Belinda dijo a Charlotte:

—Tu vestido es magnífico.

—Es terriblemente incómodo.

—¡Sabía que ibas a decir eso!

—Tú estás siempre tan guapa.

—Gracias. —Belinda bajó el tono de su voz—. Creo que el príncipe Orlov es muy elegante.

—Es muy dulce.

—Creo que es más que dulce.

—¿Qué insinúas con esa mirada?

Belinda bajó todavía más el volumen de su voz.

—Tú y yo pronto tendremos que hablar largo y tendido.

—¿Sobre qué?

—Te acuerdas de lo que hablamos en el escondite, cuando nos llevamos aquellos libros de la biblioteca de «Walden Hall»?

Charlotte miró a sus tíos, pero estos se habían vuelto a hablar con un hombre de piel morena y turbante de raso rosado.

—Claro que me acuerdo.

—Sobre aquello.

De pronto se hizo el silencio. Los invitados se retiraron hacia los lados de la sala para dejar pasillo en medio. Charlotte miró a su alrededor y vio que el rey y la reina entraban en la sala de recepción, seguidos por sus pajes, varios miembros de la familia real y la guardia de corps india.

Todas las mujeres que se encontraban en el salón hicieron una reverencia y se percibió el susurro especial que produce la seda.

En el Salón del Trono, la orquesta oculta en la Galería de los Trovadores tocaba el Dios salve al rey. Lydia miró hacia el enorme portal custodiado por gigantes dorados. Dos ayudantes entraron de espaldas, con una maza de oro el uno y una de plata el otro. El rey y la reina avanzaron con paso majestuoso, con una leve sonrisa. Subieron al estrado y se quedaron de pie ante los dos tronos gemelos. El resto de sus acompañantes ocuparon su lugar en las inmediaciones, permaneciendo en pie.

La reina María llevaba un vestido de brocado de oro y una corona de esmeraldas.

«No es ninguna belleza —pensó Lydia—, pero dicen que él la adora.» Había estado prometida primero al hermano mayor de su esposo, que había muerto de neumonía, y el cambio al nuevo heredero del trono había parecido entonces fríamente político. Sin embargo, ahora todos coincidían en que era una buena reina y una buena esposa. A Lydia le habría gustado conocerla personalmente.

Empezaron las presentaciones. Una tras otra, las esposas de los embajadores se adelantaban, hacían una reverencia al rey, otra a la reina, y luego se retiraban sin volver la espalda. Seguían los embajadores, vestidos todos con gran variedad de llamativos uniformes de ópera cómica, todos excepto el embajador de Estados Unidos, que vestía el traje normal negro de etiqueta, como indicando a todo el mundo que los norteamericanos no eran en realidad partidarios de aquellas tonterías.

Mientras se desarrollaba el ritual, Lydia iba recorriendo con su mirada toda la sala, el raso carmesí de las paredes, el friso heroico bajo el techo, los enormes candelabros y las miles de flores. Le gustaba la pompa y la solemnidad, los vestidos hermosos y el meticuloso ceremonial; la conmovían y serenaban a la vez. Su mirada coincidió con la de la duquesa de Devonshire, que era la dama encargada del vestuario de la reina, y ambas cambiaron una discreta sonrisa. Localizó a John Burns, el presidente socialista de la Cámara de Comercio, y le divirtió contemplar el curioso bordado dorado en su traje de etiqueta.

Acabada la presentación del cuerpo diplomático, el rey y la reina se sentaron. La familia real, los diplomáticos y la nobleza más antigua lo hicieron a continuación. Lydia y Walden, junto con la nobleza inferior, tuvieron que permanecer de pie.

Finalmente, se inició la presentación de las «debutantes”. Cada una de las muchachas se detenía en la entrada del Salón del Trono mientras un asistente tomaba la cola de su brazo y la extendía tras ella. Luego se iniciaba el interminable paseo por la alfombra roja hasta los tronos, con todos los ojos clavados en ella. Si una muchacha era capaz de mostrarse airosa y sin asomo de nerviosismo en aquellas circunstancias, seguro que sabría presentarse con naturalidad en cualquier lugar.

Cuando la «debutante» se aproximaba al estrado hacía entrega de su tarjeta de invitación al camarero mayor, quien leía en voz alta su nombre. Ella hacía una reverencia al rey, luego a la reina. Lydia pensó que eran pocas las muchachas que hacían la reverencia con elegancia. A ella le había costado mucho que Charlotte llegara a hacerlo con soltura; quizás a las demás madres les habría ocurrido otro tanto. Tras las reverencias, la joven proseguía su camino, sin dar la espalda a los tronos, hasta unirse finalmente a los asistentes que contemplaban la escena.

Las muchachas se sucedían unas a otras con tal proximidad que cada una de ellas corría el peligro de pisar la cola de quien la precedía. A Lydia le parecía que la ceremonia se había vuelto menos personal, más mecánica. Ella había hecho su presentación ante la reina Victoria en la ceremonia de 1896, al año siguiente de su matrimonio con Walden.

La anciana reina no se había sentado en el trono, sino en un alto escabel, y daba la impresión de que estaba de pie. Lydia había quedado sorprendida al constatar la estatura de Victoria. Ella había tenido que besar la mano de la reina. Aquella parte de la ceremonia había sido suprimida ahora, quizá para ahorrar tiempo. Daba la sensación de que la Corte se había convertido en una fábrica que realizaba el máximo número posible de puestas de largo en el más breve espacio de tiempo. Con todo, las muchachas de hoy no conocían esta diferencia y probablemente no les preocuparía si lo supieran.

Súbitamente, Charlotte hizo su aparición en la puerta de entrada y un asistente extendió la cola de su vestido; a continuación le dio un suave impulso y se puso en marcha sobre la alfombra roja, con la cabeza erguida, con un semblante de perfecta serenidad y confianza.

Lydia pensó: «Este es el momento que tanto he esperado.» La muchacha que precedía a Charlotte hizo su reverencia, y de pronto ocurrió lo inesperado.

En lugar de incorporarse tras la reverencia, la «debutante» miró al rey, alargó sus brazos en gesto suplicante y gritó en voz alta:

—¡Majestad, por amor de Dios, cesad de torturar a las mujeres!

«¡Una sufragista!», pensó Lydia.

Sus ojos centelleantes se fijaron en su hija. Charlotte estaba de pie, inmóvil, a mitad de su camino hacia el estrado, contemplando aquel cuadro con una expresión de horror en su rostro, que había palidecido.

El silencio de sorpresa en el Salón del Trono sólo duró unos segundos. Dos gentiles hombres de cámara fueron los primeros en reaccionar. Se adelantaron como movidos por un resorte, tomaron a la muchacha firmemente, uno por cada brazo, y se la llevaron sin contemplaciones.

El rostro de la reina adquirió un color carmesí. El rey supo mantener su aplomo, como si nada hubiera ocurrido. Lydia volvió a mirar a Charlotte, mientras pensaba: «¿Por qué le habrá tocado a mi hija ir detrás de ella?» Ahora todas las miradas estaban clavadas en Charlotte. Lydia quería gritarle: «¡Haz como si no hubiera ocurrido nada! ¡Continúa con sencillez!» Charlotte se mantenía quieta. Sus mejillas recuperaron en parte su color.

Lydia pudo ver cómo realizaba una profunda inspiración.

Luego avanzó. Lydia retuvo el aliento. Charlotte hizo entrega de su cartulina de invitación al camarero mayor, quien anunció:

—Presentación de Lady Charlotte Walden.

Charlotte se detuvo ante el rey.

Lydia le aconsejó interiormente: «¡Cuidado!» Charlotte hizo su reverencia a la perfección. Y la repitió ante la reina.

Dio media vuelta para retirarse.

Lydia dejó escapar un profundo suspiro.

La mujer que estaba junto a Lydia, una baronesa a la que ella recordaba vagamente, pero a la que no conocía en realidad, susurró:

—Ha sabido dominar la situación.

—Es mi hija —dijo Lydia, con una sonrisa.

A Walden le agradó en el fondo la acción de la sufragista. Pensó: «¡Vaya una chica fogosa!» Por supuesto que si hubiera sido Charlotte quien hubiera actuado así en la Corte, se habría sentido horrorizado, pero como había sido la hija de otro, contempló el incidente como un agradable paréntesis en la interminable ceremonia. Se había dado cuenta de cómo Charlotte había sabido seguir con serenidad; no podía esperar otra cosa de ella. Era una damita muy segura de sí misma, y en su opinión, Lydia debería felicitarse por la educación de la muchacha en lugar de preocuparse continuamente.

Hacía años, él disfrutaba en estas ocasiones. Cuando era joven le gustaba mucho vestirse de etiqueta y hacer un buen papel. En aquellos días tuvo también sus grandes oportunidades. Ahora se sentía ridículo con el calzón corto y medias de seda, por no hablar de la dichosa espada de hoja de acero. Y había asistido a tantas recepciones que el colorido del ritual ya no le fascinaba en absoluto.

Se preguntaba cómo se sentiría el rey Jorge con todo aquello. A Walden le gustaba el rey. Por supuesto que, en comparación con su padre Enrique VII, Jorge era una persona más bien anodina e irrelevante. La multitud jamás gritaría: «¡Viva el viejo Georgie!», como habían gritado:

«¡Viva el viejo Teddy!», pero, en definitiva, les gustaba Jorge por su tranquilo encanto y por la vida sencilla que llevaba.

Sabía ser enérgico, si bien hasta entonces lo había tenido que demostrar en raras ocasiones; y a Walden le gustaba el hombre que sabía disparar en el momento preciso.

Walden creía que sabría salir airoso de todo.

Finalmente, desfiló e hizo su reverencia la última de las «debutantes», y el rey y la reina se levantaron. La orquesta volvió a tocar el himno nacional. El rey hizo una inclinación y la reina una reverencia, primero a los embajadores, luego a las esposas de los embajadores, a continuación a las duquesas, y finalmente a los ministros. El rey tomó a la reina de la mano. Los pajes recogieron la cola de la reina. Los asistentes se retiraron caminando de espaldas. La pareja real salió, seguida por el resto de los invitados, según el orden de prioridad.

Se fueron distribuyendo por los tres salones preparados para la cena: uno para la familia real y sus amistades más allegadas, otro para el Cuerpo Diplomático, y el tercero para el resto de los invitados. Walden era amigo, pero no amigo íntimo del rey, de modo que se quedó con la asamblea general. Aleks fue con los diplomáticos.

En el comedor, Walden se volvió a reunir con su familia. Lydia estaba resplandeciente.

—Felicidades, Charlotte —dijo Walden.

—¿Quién era aquella muchacha? —preguntó Lydia.

—Oí decir que es hija de un arquitecto —contestó Walden.

—Eso lo explica todo —comentó Lydia. Charlotte se quedó extrañada.

—¿Por qué eso lo explica todo? —Walden sonrió.

—Tu madre quiere decir que la chica no está bien de la cabeza.

—Pero ¿por qué cree que el rey tortura a las mujeres?

—Se refería a las sufragistas. Pero dejemos eso por esta noche; este es un gran momento para nosotros. Vamos a cenar. Todo parece muy apetitoso.

Había una gran mesa bufete repleta de flores, con platos calientes y fríos. Sirvientes de librea real escarlata y oro aguardaban para ofrecer a los invitados langosta, filetes de trucha, codornices, jamón de York, huevos de chorlito, y una gran variedad de pasteles y postres. Walden se sirvió un gran plato y se sentó para dar cuenta de él. Después de estar más de dos horas de pie en el Salón del Trono, tenía hambre.

Walden creía que tarde o temprano Charlotte tenía que enterarse de quiénes eran las sufragistas, de sus huelgas de hambre y la consiguiente alimentación forzada; pero el asunto no era agradable, y cuanto más tiempo permaneciera en la feliz ignorancia, tanto mejor. A su edad la vida tenía que consistir en fiestas y meriendas al aire libre, vestidos y sombreros, chismes y flirteos.

Pero todo el mundo hablaba del «incidente» y de «aquella muchacha». El hermano de Walden, George, se sentó junto a él y dijo sin más preámbulos:

—Es una tal Mary Blomfield, hija del difunto Sir Arthur Blomfield.

Su madre estaba en la sala de recepción en aquel momento.

Cuando se le dijo lo que había hecho su hija, se desmayó al instante.

Parecía que gozaba con aquel escándalo.

—Lo único que podía hacer, creo yo —comentó Walden.

—Menuda deshonra para la familia —siguió George—. Ya no se volverán a ver Blomfield en la Corte durante dos o tres generaciones.

—No los echaremos de menos.

—No.

Walden vio a Churchill abriéndose paso entre la gente para llegar hasta donde ellos estaban sentados. Le había escrito a Churchill contándole su conversación con Aleks, y estaba impaciente por discutir el próximo paso, pero no allí.

Miró a otra parte, esperando que Churchill entendiera su insinuación. Tendría que aprender mucho más para llegar a captar un mensaje tan sutil.

Churchill se inclinó sobre la silla de Walden.

—¿Podemos charlar los dos unos minutos?

Walden miró a su hermano. La expresión de George era de horror. Walden lo miró, resignado, y se levantó.

—Vamos a pasear a la galería de los cuadros —propuso Churchill.

Walden se fue con él.

—Supongo que usted también me dirá que de esta protesta sufragista tiene toda la culpa el Partido Liberal —dijo Churchill.

—Pues así es —concedió Walden—. Pero no creo que sea de eso de lo que usted quiere hablar.

Dijo:

—No, claro.

Los dos hombres paseaban el uno junto al otro por aquel lugar.

—No podemos reconocer los Balcanes como zona de influencia rusa.

—Ya me temía que dijera eso.

—¿Para qué quieren los Balcanes? Dejando de lado, claro está, todas esas tonterías sobre la simpatía hacia el nacionalismo eslavo.

—Quieren un paso de acceso al Mediterráneo.

—Eso redundaría en beneficio nuestro, si fueran nuestros aliados.

—Exactamente.

Llegaron al final de la galería y se detuvieron. Churchill dijo:

—¿Hay alguna manera de que les demos ese paso sin tener que rehacer el mapa de la península balcánica?

—Lo he estado pensando.

Churchill sonrió.

—Y ya tiene una contraoferta.

—Sí.

—Oigámosla.

Walden dijo:

—De lo que aquí tratamos es de tres porciones de mar: el Bósforo, el mar de Mármara y los Dardanelos. Si les podemos dar esas tres vías marítimas, no necesitarán los Balcanes. Imagínese por un momento que el pasaje entre el mar Negro y el Mediterráneo se pudiera declarar vía internacional, con libre acceso a los barcos de todas las naciones garantizado conjuntamente por Rusia e Inglaterra.

Churchill se puso a pasear otra vez, despacio, preocupado. Walden andaba a su lado, esperando su respuesta.

Finalmente, Churchill dijo:

—Ese paso debe ser una vía marítima internacional, en cualquier caso. Lo que usted sugiere es que ofrezcamos, como si fuera una concesión, algo que, de cualquier forma, nosotros queremos.

—Sí.

Churchill levantó la vista e hizo una repentina mueca.

—Puestos a hacer combinaciones maquiavélicas, no hay nadie que supere a la aristocracia inglesa. Muy bien. Adelante, haga esa propuesta a Orlov.

—¿No quiere plantearlo en el Consejo de Ministros?

—No.

—¿Ni siquiera al ministro de Asuntos Exteriores?

—No en esta etapa de las conversaciones. Seguro que los rusos querrán modificar la propuesta; querrán, por lo menos, detalles de cómo se va a asegurar esa garantía. Por eso lo expondré ante el Consejo de Ministros cuando la propuesta esté plenamente elaborada.

—Muy bien.

Walden sólo quería saber hasta qué punto estaría informado el Gabinete de lo que Churchill y él estaban preparando. Churchill también podía ser maquiavélico. ¿Habría gato encerrado?

—¿Dónde está Orlov ahora? —preguntó Churchill.

—En el comedor de los diplomáticos.

—Vamos a proponérselo ahora mismo.

Walden hizo un gesto de disconformidad, y comprendió que se tachara a Churchill de impulsivo.

—Este no es el momento.

—No podemos esperar a que llegue el momento adecuado, Walden. Cada día cuenta.

«Hace falta un hombre de más talla que tú para intimidarme», pensó Walden.

Y dijo:

—Tiene que dejar eso a mi criterio, Churchill. Se lo propondré a Orlov mañana por la mañana.

Churchill parecía dispuesto a discutir, pero se contuvo con un visible esfuerzo y dijo:

—No creo que Alemania vaya a declarar la guerra esta noche. Muy bien. —Miró su reloj—. Le dejo. Manténgame informado.

—Por supuesto. Adiós.

Churchill bajó las escaleras y Walden regresó a la sala de la cena. La fiesta estaba finalizando. Ahora que el rey y la reina habían desaparecido y todo el mundo había cenado, ya no había motivo para quedarse. Walden reunió a toda la familia y bajaron juntos. Se encontró con Aleks en el gran salón.

Mientras las damas iban al guardarropa, Walden pidió a uno de los asistentes que llamara a su carruaje.

Mientras esperaba pensó que, en resumidas cuentas, la velada había resultado todo un éxito.

El Mall le recordaba a Félix las calles del distrito moscovita de las Viejas Caballerizas.

Era una amplia y recta avenida que iba de Trafalgar Square a Buckingham Palace.

A un lado había una serie de edificios importantes, incluido el palacio de St. James. Al otro lado, el parque de St. James. Los carruajes y automóviles de los personajes se alineaban a uno y otro lado del Mall, ocupando la mitad de su extensión. Los choferes y cocheros se apoyaban en sus vehículos, aburridos e inquietos, aguardando que los llamaran a palacio para recoger a sus amos.

El carruaje de Walden esperaba en el lado del parque del Mall. Su cochero, con la librea azul y rosa de los Walden, estaba de pie junto a los caballos, leyendo un periódico a la luz de una de las farolas de la carretera. Unos cuantos metros más allá, desde la oscuridad del parque, Félix lo observaba.

Félix estaba desesperado. Su plan se había venido abajo.

No había entendido la diferencia entre las palabras inglesas «cochero» y «lacayo», y por consiguiente no había interpretado bien el aviso del Times sobre la llamada de los carruajes. Él había entendido que el cochero se quedaría en la puerta exterior de palacio hasta que su amo saliera, y entonces iría corriendo a buscar el carruaje. En aquel momento, así lo había planeado Félix, él habría dominado al cochero, se habría puesto su librea y habría conducido el carruaje hasta palacio.

Lo que en realidad sucedió fue que el cochero se quedó junto al vehículo y el lacayo esperó ante la entrada exterior de palacio. Cuando hiciera falta el carruaje, el lacayo acudiría corriendo, y entonces él y el cochero irían a recoger a los pasajeros. Eso significaba que Félix tendría que dominar a dos personas, no a una, y la dificultad residía en que lo tenía que hacer sigilosamente, de modo que ninguno de los otros centenares de criados que se encontraban en el Mall observara nada anormal.

Desde que se dio cuenta de su error, hacía un par de horas, se había estado planteando el problema, mientras observaba al cochero que conversaba con sus colegas, examinaba un «Rolls-Royce» cercano, practicaba una especie de juego con monedas de medio penique, y limpiaba las ventanas del carruaje. Lo más sensato habría sido abandonar el plan y matar a Orlov otro día.

Pero Félix detestaba aquella idea. Por un lado, no era seguro que se presentara otra buena oportunidad. Por otro, quería matarle ahora. Ya le había parecido oír la detonación de la pistola y ver cómo caía el príncipe; había preparado el cable cifrado que enviaría a Ulrich a Ginebra; había contemplado el nerviosismo en la pequeña imprenta y luego los titulares de los periódicos de todo el mundo, y seguidamente la onda final de la revolución recorriendo toda Rusia.

«No puedo aplazarlo más; tengo que hacerlo ahora», pensó.

Mientras observaba, un hombre joven con librea verde se acercó al cochero de Walden y le saludó:

—Hola, ¿qué tal, William?

«O sea que el cochero se llama William», se dijo Félix.

—No nos podemos quejar, John —bromeó William.

—¿Algo nuevo en los periódicos? —preguntó John.

—Pues sí, la revolución.

El rey dice que el año próximo todos los cocheros podrán entrar en palacio para cenar y los señoritos se quedarán esperando en el Mall.

—Estoy seguro de que así será.

—Y que lo digas.

John se fue.

«Me puedo deshacer de William —pensó Félix—, pero ¿qué hago con el lacayo?» En su mente recompuso la probable película de los acontecimientos. Walden y Orlov aparecerían por la puerta de palacio. El portero avisaría al lacayo de Walden, quien iría corriendo desde el palacio hasta el carruaje, a unos trescientos metros de distancia aproximadamente. El lacayo vería a Félix vestido con las ropas del cochero y cundiría la alarma.

¿Y si al llegar el lacayo al lugar donde estaba el carruaje ya no estuviera allí?

¡Buena idea!

El lacayo se preguntaría si se había confundido de lugar. Miraría por todas partes.

Buscaría el carruaje alarmado. Finalmente, aceptaría los hechos y volvería a palacio para informar a su amo de que no lo encontraba. Para entonces, Félix estaría conduciendo el carruaje y a su propietario por el parque.

¡Aún era posible hacerlo!

Era más arriesgado que antes, pero no imposible.

Ya no quedaba tiempo para la reflexión. Los dos o tres primeros lacayos habían iniciado su carrera hacia el Mall. Fue llamado el «Rolls-Royce» que estaba delante del carruaje de Walden. William se puso la chistera, preparándose para salir.

Félix salió de entre los arbustos y se adelantó unos pasos hacia donde estaba él, llamándole:

—¡Eh, eh, William!

El cochero miró hacia él, frunciendo el entrecejo. Félix le indicó que se acercara con urgencia:

—¡Venga aquí, deprisa!

William dobló su periódico, vaciló unos instantes y echó a andar lentamente hacia Félix.

Este hizo que su propia tensión diera a su voz una entonación de pánico.

—¡Mira! —exclamó señalando hacia los arbustos—. ¿Sabes algo de esto?

—¿Qué? —preguntó William, intrigado.

Se acercó al sitio y miró hacia el lugar que le estaba señalando Félix.

—Esto. —Félix le mostró la pistola—. Si das la alarma, te mataré.

William quedó aterrorizado. Félix podía ver la blancura de sus ojos en la penumbra. Se trataba de un hombre robusto, pero no tan joven como él.

«Si hace alguna tontería y complica las cosas, lo mataré», pensó Félix con ferocidad.

—Echa a andar —le ordenó.

El hombre vaciló.

«Tengo que apartarlo de la luz.» —¡Anda, hijo de puta!

William se metió entre los arbustos.

Félix lo siguió. Cuando se hubieron alejado unos cincuenta metros del Mall, Félix ordenó:

—Párate.

William se paró y se volvió.

«Si quiere pelear, ahora será el momento», pensó Félix. Y le ordenó:

—Quítate la ropa.

—¿Qué?

—¡Desnúdate!

—Usted está loco —musitó William.

—Tienes razón, ¡estoy loco! ¡Quítate la ropa! William dudó unos instantes.

«Si disparo, ¿vendrá la gente corriendo? ¿Ahogarían los arbustos la detonación? ¿Podría matarle sin agujerearle el uniforme? ¿Podría quitarle el abrigo y escaparme corriendo antes de que llegase alguien?» Amartilló la pistola.

William empezó a desnudarse.

Félix podía oír la creciente actividad del Mall: los automóviles se ponían en marcha, los arneses cascabeleaban, resonaban sobre el asfalto los cascos de los caballos, y los hombres se gritaban unos a otros, así como los caballos.

De un momento a otro podía llegar corriendo el lacayo en busca del carruaje de Walden.

—¡Más deprisa! —ordenó.

William quedó en paños menores.

—Eso también —le dijo Félix.

William vaciló y Félix levantó la pistola.

William se quitó la camiseta y los calzoncillos y se quedó desnudo, tiritando de miedo, tapándose los genitales con las manos.

—Vuélvete —ordenó Félix.

William se volvió de espaldas.

—Échate al suelo, boca abajo.

Y así lo hizo.

Félix dejó la pistola en el suelo. A toda prisa, se quitó el abrigo y el sombrero y se puso la librea y la chistera que William había dejado en el suelo. Se fijó en los pantalones cortos y las medias blancas, pero decidió prescindir de esa ropa; cuando estuviera sentado en la carroza nadie se daría cuenta de sus pantalones y botas, especialmente bajo la escasa luz de los faroles.

Se metió la pistola en el bolsillo de su propio abrigo y se lo echó doblado sobre el brazo. Recogió la ropa de William, haciendo un fardo con ella.

William intentó moverse para mirar.

—¡No te muevas! —le ordenó Félix, secamente. Sin hacer ruido, se fue.

William se quedaría allí unos instantes, desnudo como estaba; después intentaría volver a la casa de Walden sin que nadie lo viera. Era muy poco probable que informara de que le habían robado la ropa antes de que pudiera hacerse con otra, a menos que fuera un hombre de un extraordinario impudor. Por supuesto, si supiera que Félix iba a matar al príncipe Orlov, podría prescindir de todo pudor, pero ¿cómo iba a adivinar semejante cosa? Félix escondió la ropa de William entre unos arbustos y luego salió a las luces del Mall.

Era entonces cuando las cosas podían salir mal. Hasta el momento, sólo había sido una persona sospechosa que acechaba entre los arbustos. A partir de entonces, era sencillamente un impostor. Si uno de los amigos de William, John, por ejemplo, le mirara a la cara de cerca, se habría acabado el juego.

Se subió rápidamente al carruaje, puso su propio abrigo en el asiento, se ajustó la chistera, quitó el freno y agitó las riendas. El carruaje se puso en movimiento por la carretera.

Lanzó un suspiro de alivio.

«De momento he llegado hasta aquí —pensó—; ahora llegaré hasta Orlov.» Mientras circulaba Mall abajo, iba mirando las aceras, por si veía a un hombre corriendo con la librea azul y rosa. Lo peor que ahora le podía ocurrir era que el lacayo de Walden lo viera, reconociera sus colores, y se subiera a la parte trasera del carruaje. Félix lanzó una maldición cuando un automóvil se le puso delante, obligándole a aminorar la marcha de los caballos. Miró por todas partes con ansiedad. No se veía ni el menor rastro del lacayo.

Unos momentos después la carretera quedó libre y pudo proseguir su camino.

Divisó un espacio vacío al final de la avenida, a la derecha, la parte más alejada del parque. El lacayo iría por la acera opuesta y no vería el carruaje. Se metió en aquel espacio y frenó.

Se bajó del asiento y se quedó detrás de los caballos, vigilando la acera de enfrente. Se preguntaba si saldría con vida de esto.

En su plan original era muy probable que Walden se introdujera en la carroza sin apenas echar una mirada al cochero, pero ahora se daría cuenta seguramente de que faltaba el lacayo. El portero de palacio tendría que abrir la puerta de la carroza y bajar la escalerilla.

¿Se pararía Walden para hablar con el cochero, o dejaría las preguntas para después, una vez en casa? Si dirigía la palabra a Félix, entonces este tendría que contestar y su voz lo delataría.

«¿Qué haré entonces?», pensó.

«Mataré a Orlov ante la puerta de palacio y cargaré con las consecuencias.» Vio al lacayo de azul y rosa corriendo por el otro lado del Mall.

Félix subió de un salto al carruaje, soltó el freno y entró en el patio de Buckingham Palace.

Había cola. Delante de él, hermosas mujeres y hombres bien alimentados subían a sus carruajes y vehículos. Tras él, en algún lugar del Mall, el lacayo de Walden estaría corriendo arriba y abajo, buscando el carruaje. ¿Cuánto tardaría en volver?

Los criados de palacio tenían un sistema rápido y eficaz para introducir a los invitados en los vehículos. Mientras unos invitados entraban en la carroza que les esperaba frente a la puerta, otro criado iba llamando a los propietarios de la siguiente, y un tercer criado preguntaba el nombre de las personas que ocupaban el tercer lugar.

La cola se movió y un criado se aproximó a Félix.

—El conde de Walden —dijo este, y el criado volvió a entrar.

«Ojalá no salgan demasiado pronto», deseó Félix.

La cola avanzó, y ahora sólo tenía delante de él un automóvil.

«Ojalá no se le pare el motor», se repetía.

El chofer abrió las puertas a una pareja anciana. El vehículo arrancó.

Llevó la carroza hasta el porche, deteniéndola algo adelantada, de modo que él quedara fuera del haz de luz del interior, y de espaldas a las puertas de palacio. Aguardó, sin atreverse a mirar a su alrededor.

Oyó la voz de una joven que preguntaba en ruso:

—¿Y cuántas damas te han propuesto matrimonio esta noche, primo Aleks?

Una gota de sudor resbaló hasta los ojos de Félix y se la enjugó con el dorso de la mano.

—¿Dónde demonios se ha metido mi lacayo? —preguntó un hombre.

Félix metió la mano en el bolsillo del abrigo que tenía a su lado y asió la culata del revólver.

«Quedan seis balas», pensó.

Por el rabillo del ojo vio cómo un criado de palacio se adelantaba, y un momento después oyó cómo se abría la puerta del carruaje. El vehículo se balanceó ligeramente al entrar alguien en él.

—Oye, William, ¿dónde está Charles?

La tensión de Félix aumentó. Le parecía sentir que la mirada de Walden le penetraba por detrás de la cabeza. Se volvió al oír la voz de la chica, que desde el interior de la carroza dijo:

—Sube, papá.

—William se nos está quedando sordo…

Las palabras de Walden quedaron ahogadas al entrar en el carruaje. Se oyó un portazo.

—¡En marcha, cochero! —dijo el criado de palacio. Félix respiró con fuerza y el coche se puso en marcha. El alivio de la tensión hizo que se sintiera algo inseguro por un momento. Luego, a medida que sacaba el carruaje del patio, sentía incrementarse su alegría. Orlov estaba en su poder, encerrado en una cabina que tenía detrás, como un animal caído en la trampa. Ahora nadie podría detener a Félix.

Entró en el parque.

Asiendo las riendas con la derecha, trató de introducir su brazo izquierdo por la parte superior del abrigo. Hecho esto, cambió las riendas a la mano izquierda y metió el brazo derecho. Se puso en pie y se subió el abrigo sobre los hombros. Palpó el bolsillo y tocó la pistola.

Se volvió a sentar y se lió una bufanda alrededor del cuello.

Estaba a punto.

Ahora sólo tenía que escoger el momento.

Sólo disponía de unos minutos. La mansión de Walden quedaba a poco más de un kilómetro del palacio. La noche anterior había recorrido el trayecto en bicicleta para reconocer el camino. Había descubierto dos sitios apropiados, en los que un farol iluminaría a su víctima y unos matorrales cercanos y muy espesos facilitarían su posterior huida.

Para llegar al primero sólo quedaban cincuenta metros escasos. Cuando estaba llegando vio a un hombre con traje de etiqueta que se detuvo bajo el farol para encender un cigarro. Pasó de largo.

El segundo estaba en una curva de la carretera. Si allí encontraba a alguien más, no tendría otro remedio que probar suerte y disparar contra el intruso si fuera necesario.

Seis balas.

Vio la curva. Hizo aligerar el trote de los caballos. Oyó reír a la muchacha en el interior de la carroza.

Llegó a la curva. Sus nervios estaban tan tensos como las cuerdas de un piano.

Ahora.

Soltó las riendas y frenó con fuerza. Los caballos se asustaron, la carroza se tambaleó y se detuvo bruscamente.

Oyó chillar a una mujer y gritar a un hombre en el interior de la carroza. Algo en la voz de aquella mujer le sorprendió, pero no era aquel el momento de preguntarse el porqué.

Saltó a tierra, se subió la bufanda sobre la boca y la nariz, sacó el revólver del bolsillo y lo amartilló.

Rebosante de fuerza y rabia, abrió de un tirón la puerta de la carroza.