Londres era de una riqueza increíble. Félix había visto una riqueza escandalosa en Rusia y mucha prosperidad en Europa, pero no a estos niveles. Aquí nadie vestía andrajosamente. De hecho, aunque hacía calor, todos vestían más de una prenda de abrigo. Félix vio a carreteros, vendedores ambulantes, barrenderos, trabajadores y recaderos, exhibiendo todos ellos estupendos abrigos, sin agujeros ni remiendos. Todos los niños llevaban botas. Todas las mujeres llevaban sombrero, ¡y qué sombreros eran!, en su mayoría, enormes, de anchura parecida a la de una rueda de carretilla y adornados con cintas, plumas, flores y frutas. Las calles estaban abarrotadas. En los primeros cinco minutos vio más automóviles de los que había visto en toda su vida. Parecía haber tantos coches a motor como vehículos tirados por caballos. Sobre ruedas o a pie, todo el mundo iba deprisa.
En Piccadilly Circus todos los vehículos estaban parados, y la causa de ello era corriente en cualquier ciudad: un caballo se había caído y el carro se había volcado. Una gran muchedumbre se esforzaba en poner nuevamente en pie a la bestia y al carruaje, mientras desde la acera, floristas y damas con el rostro maquillado animaban y bromeaban.
A medida que avanzaba en dirección este, su impresión inicial de gran riqueza se iba modificando en parte. Pasó junto a la cúpula de una catedral llamada St. Paul, según el plano que había comprado en la estación Victoria, luego se encontró en distritos más pobres. Inesperadamente, las magníficas fachadas de los bancos y oficinas cedieron su puesto a pequeñas hileras de casas, en diverso estado de deterioro. Había menos coches y más caballos, y los caballos estaban más delgados. La mayoría de las tiendas eran quioscos callejeros. Ya no se veían niños que hicieran recados. Ahora veía a muchos niños con los pies descalzos, aunque ello no tuviera mucha importancia, en su opinión, pues con aquel clima no era necesario que los niños llevaran botas.
Las cosas empeoraron aún más a medida que se adentraba en el East End. Aquí se veían viviendas que se derrumbaban, patios escuálidos y callejuelas apestosas, donde desechos humanos vestidos con harapos hurgaban entre montones de basuras, buscando comida.
Luego Félix entró en Whitechapel High Street, y vio las familiares barbas, el pelo largo y los vestidos tradicionales de judíos ortodoxos de todo tipo, y pequeñas tiendas donde se vendía pescado ahumado y la carne autorizada. Era como estar en un barrio judío ruso, con la sola excepción de que aquí los judíos no parecían asustados.
Se dirigió hacia el número 165 de Jubilee Street, la dirección que le había dado Ulrich.
Era un edificio de dos pisos que parecía una capilla luterana. Un letrero en la parte exterior decía que el Club e Instituto de los Amigos de los Trabajadores estaba abierto a todos los trabajadores, prescindiendo de sus opiniones políticas, si bien otro letrero delataba la naturaleza del lugar al indicar que había sido inaugurado en 1906 por Piotr Kropotkin. Félix se preguntó si se iba a encontrar con el legendario Kropotkin en Londres.
Entró. En el vestíbulo vio un montón de periódicos llamados también «El Amigo de los Trabajadores», pero en yiddish: Der Arbeiter Fraint. Los avisos de los pasillos anunciaban lecciones de inglés, una escuela dominical, un viaje a Epping Forest y una conferencia sobre Hamlet. Félix subió al salón. Su arquitectura confirmó su primera impresión: no había la menor duda de que había sido en otro tiempo la nave de una iglesia no conformista. Sin embargo, había sido transformada mediante la instalación de un escenario en uno de los extremos y de un bar en el otro. Sobre el escenario se veía a un grupo de hombres y mujeres que ensayaban una obra de teatro.
«Quizás es esto lo que hacen los anarquistas en Inglaterra —pensó Félix—; eso explicaría por qué se les permite tener clubes.» Siguió hasta el bar. No había indicios de bebidas alcohólicas, pero en el mostrador vio pescado blanco preparado, arenques en escabeche y, ¡qué alegría!, un samovar.
La muchacha que estaba detrás del mostrador lo miró y dijo:
—¿Tu?
Félix sonrió.
Una semana después, el mismo día que el príncipe Orlov tenía que llegar a Londres, Félix comía en un restaurante francés del Soho. Llegó temprano y se sentó ante una mesa situada junto a la puerta. Tomó una sopa de cebolla, un bistec y queso de cabra, y bebió media botella de vino tinto. Encargó el menú en francés y los camareros se mostraron exquisitamente atentos. Acabó en plena hora punta del servicio de comidas.
Aprovechando el momento en que tres de los camareros se encontraban en la cocina y los otros dos le daban la espalda, se levantó pausadamente, se acercó a la puerta, tomó el abrigo y el sombrero y se fue sin pagar.
Se alejó calle abajo con cara sonriente. Disfrutaba robando. Pronto había aprendido a vivir en aquella ciudad casi sin dinero. Para desayunar tomaba, en un puesto callejero, una taza de té recién hecho y un trozo de pan, que le costaban dos peniques, y eso era lo único que pagaba. A la hora de la comida robaba frutas o verduras de los puestos callejeros. Por la noche iba a un comedor de beneficencia donde podía tomarse un tazón de caldo y el pan que quisiera a cambio de tener que escuchar un sermón ininteligible y cantar un himno. Tenía cinco libras en metálico, pero las reservaba para casos de emergencia.
Se alojaba en las Dunstan Houses de Stepney Green, un bloque de viviendas de cinco pisos donde vivían la mitad de los más importantes anarquistas de Londres. Tenía un colchón en el suelo, en la habitación de Rudolf Rocker, el carismático y rubio alemán que publicaba Der Arbeiter Fraint. El carisma de Rocker no influía en Félix, que era inmune a su hechizo, si bien respetaba la total entrega de aquel hombre. Rocker y su esposa Milly tenían la casa abierta a los anarquistas, y durante todo el día, y la mitad de la noche, no faltaban visitantes, mensajeros, debates, reuniones de comité, té y cigarrillos. Félix no pagaba alquiler, pero diariamente aportaba algo a la casa: una libra de salchichas, un paquete de té, unas cuantas naranjas para la despensa comunitaria. Creían que compraba todas esas cosas, pero en realidad las robaba.
Contó a los demás anarquistas que había venido a estudiar en el Museo Británico para acabar su libro sobre el anarquismo natural en las comunidades primitivas. Le creían.
Eran amables, atentos e inofensivos; creían sinceramente que la revolución podía realizarse mediante la educación, los sindicatos, los folletos y las conferencias y los viajes a Epping Forest. Félix sabía que la mayoría de los anarquistas que se encontraban fuera de Rusia eran así. No era que los odiara, pero en lo más profundo de su ser los despreciaba, porque en el fondo estaban simplemente asustados.
Sin embargo, en grupos así nunca faltaban hombres violentos. Cuando le hicieran falta ya daría con ellos.
En aquellos momentos lo que le preocupaba era la llegada de Orlov y de qué manera podría matarlo; pero eran preocupaciones inútiles e intentaba apartarlas de su mente estudiando inglés. Ya había aprendido un poco en la cosmopolita Suiza. Durante el largo trayecto en tren por Europa había estudiado un libro de texto para niños rusos y una traducción inglesa de su novela preferida, La hija del capitán, de Pushkin, que casi se sabía de memoria en ruso. Ahora leía el Tiznes todas las mañanas en la sala de lecturas del club de Jubilee Street, y por las tardes recorría las calles y se paraba a hablar con borrachos, vagabundos y prostitutas, las personas a las que más quería, las que rompían con las normas. Las palabras impresas en los libros pronto se confundieron con los sonidos que oía a su alrededor, y ya lograba hacerse entender cuando le interesaba.
Pronto podría hablar de política en inglés.
A la salida del restaurante se dirigió hacia el Norte, atravesó Oxford Street y entró en el barrio alemán del oeste de Tuttenham Court Road. Entre los alemanes había un grupo numeroso de revolucionarios, si bien, por regla general, eran más bien comunistas que anarquistas. Félix admiraba la disciplina de los comunistas, pero no le convencía su autoritarismo, y además su temperamento lo incapacitaba para una labor de partido.
Atravesó todo el Regents Park para salir por la parte norte a la zona residencial de la clase media. Anduvo dando vueltas por aquellas calles con hileras de árboles, mirando en el interior de los pequeños jardines de las residencias de ladrillo pulido con la intención de robar una bicicleta. Había aprendido a montar en bicicleta en Suiza, y había descubierto que era el vehículo ideal para pasar inadvertido, por su fácil manejo y su poca envergadura, y en el tráfico de una ciudad podía competir en velocidad con un automóvil o un carruaje. Por desgracia, los ciudadanos burgueses de esta parte de Londres tenían bien guardadas bajo llave sus bicicletas. Vio una bicicleta en una calle y estuvo a punto de dar un empujón al que la montaba, pero en aquel momento se encontraban allí cerca tres personas más y una furgoneta de reparto de pan, y Félix no quería dar un espectáculo. Un poco más tarde vio a un chico que repartía comestibles, pero su bicicleta llamaba demasiado la atención con su gran cesta en la parte delantera y una placa de metal colgando de la misma en la que se leía el nombre del tendero. Félix empezaba a pensar en otro tipo de estrategia, cuando por fin se le presentó lo que iba buscando.
Un hombre de unos treinta años salió de uno de los jardines con una bicicleta. Llevaba un sombrero de paja y una chaqueta a rayas que abultaba su barriga. Apoyó la bicicleta contra la pared del jardín y se agachó para sujetarse los pantalones con pinzas. Félix se le acercó rápidamente.
El hombre vio su sombra, levantó la vista y musitó:
—Buenas tardes.
Félix lo derribó de un puñetazo.
El hombre, cayó de espaldas, y miró a Félix con una estúpida expresión de sorpresa.
Félix se arrojó sobre él e hincó una rodilla sobre el botón central de la chaqueta a rayas.
El aire escapó del cuerpo del hombre con un silbido y se quedó sin aliento, impotente, jadeante.
Félix se levantó y miró hacia la casa. Una mujer joven miraba desde la ventana, con la mano en la boca y los ojos muy abiertos, con expresión de terror.
Volvió a mirar al hombre que estaba en el suelo; pasaría algo así como un minuto antes de que se le ocurriera ponerse en pie.
Félix montó en la bicicleta y se alejó rápidamente. «Un hombre que no tenga miedo puede hacer lo que quiera», pensó.
Había aprendido esa lección hacía once años, en una vía muerta de ferrocarril en las afueras de Omsk. Había estado nevando…
Estaba nevando. Félix se sentó en un vagón descubierto del tren, sobre un montón de carbón, helándose de frío.
Había pasado frío durante un año, desde que se escapó de la cuerda de presos en la mina de oro. Aquel año había atravesado Siberia, desde el helado Norte hasta casi los Urales.
Ahora tan sólo le separaban ya poco más de mil kilómetros de la civilización y del clima cálido. Había recorrido la mayor parte del camino a pie, aunque alguna que otra vez había subido al tren o a los vagones llenos de pellejos. Prefería viajar con el ganado, porque le daba calor y podía aprovechar su comida. Tenía una vaga noción de que él mismo parecía poco más que un animal. Nunca se lavaba, su abrigo parecía una manta que quitó a un caballo, sus harapos estaban llenos de piojos y su cuerpo de pulgas. Su comida favorita consistía en huevos de aves crudos. En cierta ocasión había robado un pony, sobre el que cabalgó hasta hacerle caer muerto, y entonces se comió su hígado.
Había perdido la noción del tiempo. Sabía que estaba en otoño por el clima, pero no sabía en qué mes vivía. Frecuentemente, incluso le resultaba imposible recordar lo que había hecho el día anterior. En los momentos de mayor lucidez se daba cuenta de que estaba medio loco. Nunca hablaba con la gente. Cuando llegaba a una ciudad o aldea, la esquivaba y sólo se detenía para buscar algo de comida en el vertedero de basuras. Sólo sabía que tenía que seguir en dirección Oeste, porque allí haría más calor.
Pero el tren del carbón había sido retirado a una vía muerta, y Félix pensó que la muerte lo rondaba. Había un guardia, un fornido policía con abrigo de piel, para evitar que los campesinos fueran a robar carbón para sus hogares… Al ocurrírsele aquella idea, Félix se percató de que tenía un momento de lucidez y que podía ser el último. Se estaba preguntando a qué sería debido cuando le llegó el olor de la cena del policía. Pero se trataba de un policía tieso y fornido que tenía un arma.
«No me importa —pensó Félix—; de todos modos, me estoy muriendo.» Así que se puso en pie, cogió el trozo de carbón más grande que encontró, caminó tambaleándose hasta la caseta del guardia, se metió dentro y golpeó en la cabeza al sorprendido policía con aquel trozo de carbón.
Había una olla al fuego, con un poco de guisado que estaba demasiado caliente para poder comérselo. Félix cogió la olla y la vació sobre la nieve; luego se arrodilló para devorar aquella comida mezclada con la refrescante nieve. Había trozos de patatas, nabos, zanahorias y grandes pedazos de carne. Se lo tragó todo sin masticar. El policía salió de su cobertizo y golpeó a Félix con su garrote en la espalda. Félix se revolvió con rabia contra aquel hombre que intentaba impedir que comiera. Se incorporó y se abalanzó sobre él, dándole patadas y arañándolo. El policía se defendía con su garrote, pero Félix no notaba los porrazos. Agarró al hombre por la garganta y apretó. No iba a permitir que se le escapara. Al poco tiempo se cerraron los ojos de su contrincante, su rostro adquirió un color azulado, después sacó la lengua y Félix acabó de dar buena cuenta del guisado.
Liquidó toda la comida que había en la barraca, se calentó junto al fuego y durmió en la cama del policía. Cuando se despertó estaba lúcido. Le quitó las botas y el abrigo al cadáver y se fue andando hasta Omsk. Durante el camino hizo un gran descubrimiento sobre sí mismo: había perdido la capacidad de sentir miedo. Algo había ocurrido en su mente, como si algún resorte hubiera quedado bloqueado. Era incapaz de pensar en algo que pudiera asustarlo. Cuando tuviera hambre, robaría; si lo perseguían, se escondería; cuando se viera amenazado, mataría. No había nada que ambicionara. Ya nada podría hacerle daño. El amor, el orgullo, la ambición y la compasión se convirtieron en emociones olvidadas.
Todo aquello podía recuperarlo en determinadas circunstancias, con la sola excepción del miedo.
Cuando llegó a Omsk, vendió el abrigo de piel del policía y se compró unos pantalones, una camisa, un chaleco y un abrigo. Quemó sus harapos y se gastó un rublo en un hotel económico para poder tomar un baño caliente y afeitarse. Comió en un restaurante, sirviéndose de un cuchillo en lugar de los dedos. Vio la primera página de un periódico y se acordó de leer, y fue entonces cuando se dio cuenta de que había regresado de la tumba.
Se sentó en un banco de la estación de Liverpool Street, con su bicicleta apoyada contra la pared que tenía junto a él. Se preguntaba cómo sería Orlov. No sabía nada de aquel hombre, excepto su rango y misión. El príncipe tanto podría ser un aburrido, laborioso y leal servidor del Zar, como un sádico y libertino, o bien un amable anciano de cabellos blancos cuyo mayor placer consistiera en hacer saltar a sus nietos sobre sus rodillas. Pero todo esto carecía de importancia; Félix, en cualquier caso, lo mataría.
Estaba seguro de que reconocería a Orlov, porque los rusos de ese tipo no tenían ni la menor idea de viajar discretamente, ya fuera en misión secreta o no.
¿Llegaría Orlov? Si así era y lo hacía en el mismo tren que había indicado Josef, y si luego se reunía con el conde de Walden tal como dijo Josef, entonces no cabría duda alguna de que el resto de la información de Josef había sido exacta.
Pocos minutos antes de la hora señalada para la llegada del tren, una berlina tirada por cuatro magníficos caballos se dejó oír estrepitosamente y se dirigió directamente al andén. El cochero iba sentado delante y un lacayo de librea iba de pie en la parte trasera.
Un empleado de los ferrocarriles, con abrigo de corte militar y resplandecientes botones, siguió a la berlina. El empleado de los ferrocarriles habló con el cochero y lo guió hasta el extremo del andén. Luego llegó el jefe de estación, de levita y sombrero de copa, con gran empaque, consultando su reloj de bolsillo y contrastándolo con los relojes de la estación. Abrió la puerta de la berlina para que descendiera su ocupante.
El empleado de los ferrocarriles pasó por delante del banco de Félix y este, cogiéndole por la manga, le preguntó con la mejor expresión de asombro de ingenuo turista extranjero:
—Por favor, señor, ¿es el rey de Inglaterra? El empleado sonrió.
—No, amigo, sólo es el conde de Walden. Y siguió su camino.
De manera que Josef había estado en lo cierto.
Félix estudió a Walden con la mirada de un asesino. Era alto, aproximadamente de la misma estatura que Félix, y fornido; un blanco más fácil que el que ofrece un hombre pequeño. Tendría unos cincuenta años. A no ser por una leve cojera, parecía estar en buena forma; podía huir corriendo, pero no muy deprisa. Llevaba un abrigo de mañana, gris claro, muy elegante, y un sombrero de copa del mismo color. Bajo el sombrero, su cabello aparecía corto y sin ondulaciones y tenía una barba puntiaguda al estilo de la del difunto rey Eduardo VII. Se quedó de pie en el andén, apoyándose en un bastón, que podría utilizar como arma, y descansando la pierna derecha. El cochero, el lacayo y el jefe de estación se movían a su alrededor como abejas en torno a la reina. Su postura era relajada. No miraba el reloj. Prescindía de quienes lo rodeaban. Félix pensó: «Está acostumbrado a esto; toda su vida ha sido un hombre importante entre los demás.» El tren hizo su aparición; la locomotora echaba humo por la chimenea. «Ahora podría matar a Orlov», pensó Félix, y por unos instantes sintió la viva emoción del cazador que se encuentra cerca de su presa, pero ya tenía decidido no realizar su cometido aquel día.
Estaba allí para observar, no para actuar. En su opinión, la mayoría de atentados anarquistas salían mal por la precipitación o la improvisación. Él era partidario de la planificación y la organización, que para muchos anarquistas eran cosas abominables, pero estos no se daban cuenta de que un hombre podía planificar sus propios actos, y sólo se convertía en tirano cuando quería organizar las vidas de los demás.
El tren frenaba entre una gran nube de vapor. Félix se puso en pie y se acercó un poco más al andén. Hacia el extremo del tren había lo que parecía un vagón reservado, que se diferenciaba de los demás por el colorido de su pintura reciente y resplandeciente. Se detuvo exactamente frente a la carroza de Walden. El jefe de estación se adelantó con paso ágil para abrir la puerta.
Félix permaneció en tensión, escudriñando toda la extensión del andén, observando el espacio entre sombras por el que aparecía su víctima.
Todos esperaron unos instantes; luego salió Orlov. Se detuvo un segundo en la puerta del vagón, el tiempo suficiente para que la mirada de Félix retratara su imagen. Se trataba de un hombre bajo, que llevaba un pesado abrigo ruso de gran valor, con cuello de piel y sombrero de copa negro. Su rostro tenía un color rosado y juvenil, casi de adolescente, con un pequeño bigote y sin barba. Sonrió tímidamente. Parecía vulnerable.
«¡Cuánto daño han hecho personas de rostro inocente!», pensó Félix.
Orlov se apeó del tren. Él y Walden se abrazaron, al estilo ruso, pero con rapidez; luego se introdujeron en la berlina.
Félix observó una cierta precipitación en toda esta actividad.
El lacayo y dos maleteros empezaron a cargar el equipaje en la berlina. Pronto se vio claramente que no iba a caber todo allí, y Félix sonrió al acordarse de su maleta de cartón, medio vacía.
La berlina dio la vuelta. Parecía que el lacayo se había quedado en la estación para vigilar el resto del equipaje. Los maleteros se acercaron a la ventana y se vio salir un brazo de manga gris que depositó algunas monedas en sus manos. La berlina arrancó. Félix montó en su bicicleta y la siguió.
En medio de la agitación del tráfico londinense, no le resultaba difícil mantener aquel ritmo. Pudo seguir su pista por la ciudad, a lo largo del Strand y a través del parque de St. James. En el extremo del parque, la berlina siguió durante unos cuantos metros la carretera que lo rodeaba, luego giró bruscamente y entró en un patio amurallado.
Félix se apeó de la bicicleta y la arrastró por la hierba que bordeaba el parque, hasta detenerse al otro lado de la carretera, junto a la puerta exterior del jardín. Distinguió la berlina parada ante la impresionante entrada de una gran mansión. Por encima del techo de la berlina vio dos sombreros de copa, uno negro y otro gris, desaparecer en el interior del edificio. Luego la puerta se cerró y ya no pudo ver nada más.
Lydia estudió a su hija con ojos críticos. Charlotte estaba frente a un gran espejo de cuerpo entero, probándose el vestido que llevaría para la fiesta de la puesta de largo.
Madame Bourdon, la delgada y elegante modista, se afanaba junto a ella con sus alfileres, recogiendo un volante aquí y ajustando otro más allá.
Charlotte irradiaba hermosura e inocencia, que era precisamente lo apropiado en una puesta de largo. El vestido, de tul blanco bordado con lentejuelas, casi llegaba hasta el suelo y cubría en parte sus diminutos zapatos puntiagudos. La línea del cuello, que llegaba hasta la cintura, quedaba realzada por un corpiño de abalorios. La cola tenía unos cuatro metros de tela de plata combinada con gasa de un rosa pálido, un majestuoso nudo blanco y plateado en su extremidad. El cabello castaño de Charlotte iba recogido y sujeto con una diadema que había pertenecido a la anterior Lady Walden, madre de Stephen.
Llevaba también las dos plumas blancas reglamentarias.
«Mi niña es ya casi una persona mayor», pensó Lydia. Y dijo:
—Queda todo precioso, Madame Bourdon. —Gracias, Milady.
—¡Esto no hay quien lo aguante! —exclamó Charlotte.
Lydia suspiró. Charlotte no podía decir otra cosa. La reprendió:
—Me gustaría que no fueras tan frívola.
Charlotte se arrodilló para recogerse la cola y Lydia le explicó:
—No tienes que arrodillarte. Mira, fíjate en mí y te enseñaré cómo se hace. Vuélvete a la izquierda. —Charlotte obedeció, y la cola quedó recogida por el lado izquierdo— Recógela con el brazo izquierdo, luego da sólo un cuarto de vuelta a la izquierda. —Entonces la cola se extendió por el suelo delante de Charlotte—. Adelántate, usando la mano derecha para recoger la cola sobre el brazo izquierdo a medida que avances.
—Funciona —comentó Charlotte, sonriente.
Cuando sonreía se podía apreciar el color en sus mejillas. Lydia pensó: «Así acostumbraba ser siempre. Cuando era pequeña, yo siempre sabía lo que había en su mente. Crecer es aprender a engañar.»
—¿Quién te enseñó todas estas cosas, mamá? —preguntó Charlotte.
—La primera esposa de tu tío George, la madre de Belinda, fue quien me inició antes de que hiciera mi presentación.
Lo que intentaba decir era, simplemente: «Estas cosas son fáciles de enseñar, pero las lecciones difíciles sólo las puedes aprender por tu cuenta.»
La institutriz de Charlotte, Marga, entró en la habitación. Era una mujer activa, nada romántica; llevaba un vestido gris oscuro, y era la única criada que Lydia se había traído de San Petersburgo. Su físico no había cambiado en diecinueve años. Lydia no tenía ni idea de la edad que tenía. ¿Cincuenta?, ¿sesenta?
Marga anunció:
—El príncipe Orlov ha llegado, Milady. ¡Oh, Charlotte, estás magnífica!
«Ya casi ha llegado el momento de que Marga la empiece a llamar Lady Charlotte», pensó Lydia.
Y ordenó:
—Baja en cuanto te hayas cambiado, Charlotte. Charlotte empezó a desabrocharse los corchetes que sostenían la cola. Lydia se fue.
Encontró a Stephen en la sala de recepción, tomando jerez. Él la cogió por el brazo desnudo y le dijo:
—Me encanta verte con vestido de verano.
—Gracias— le contestó ella, sonriente.
Y pensó que también él tenía un aspecto elegante con su abrigo gris y su corbata plateada. Se veía más abundancia de gris y plata en su barba.
«Podríamos haber sido tan felices tú y yo…» De pronto, quiso darle un beso en la cara.
Miró por toda la habitación; había un lacayo junto al aparador, sirviendo jerez. Tuvo que refrenar sus impulsos. Se sentó y aceptó un vaso del lacayo.
—¿Cómo está Aleks?
—Como siempre —le contestó Stephen—. Ya verás, bajará enseguida. ¿Cómo le queda el vestido a Charlotte?
—El vestido es maravilloso. Lo que me preocupa es su actitud. Últimamente no quiere ver nada en su verdadero valor. Me disgustaría que se convirtiera en una cínica.
Stephen no quería preocuparse por ello.
—Aguarda a que algún elegante oficial de la guardia empiece a interesarse por ella y pronto cambiará de manera de pensar.
Esta observación disgustó a Lydia, al implicar de hecho que todas las chicas eran esclavas de su naturaleza romántica. Era lo que Stephen acostumbraba decir cuando no quería pensar en algo. Aparecía entonces como lo que no era, un terrateniente campechano y casquivano. Sin embargo, estaba convencido de que Charlotte no era distinta de cualquier otra mujer de dieciocho años, y no estaba dispuesto a creer otra cosa.
Lydia sabía que Charlotte tenía en su carácter rasgos un tanto salvajes y nada ingleses que tendrían que ser eliminados.
De manera irracional. Lydia sentía hostilidad hacia Aleks por causa de Charlotte. Él no tenía la culpa, pero era el representante del factor de San Petersburgo, el peligro del pasado. No dejaba de revolverse en la silla y vio cómo Stephen la observaba con mirada perspicaz, hasta que hizo el siguiente comentario:
—No me digas que estás nerviosa por volver a encontrarte con el pequeño Aleks.
Ella se encogió de hombros.
—¡Los rusos son tan imprevisibles!
—Él no es muy ruso.
Sonrió a su marido, pero su momento de intimidad había pasado y ahora sólo se albergaba en su corazón el cariño habitual.
La puerta se abrió y Lydia se impuso calma a sí misma. Aleks entró.
—¡Tía Lydia! —exclamó, y se inclinó sobre su mano.
—¿Cómo estás, Aleksei Andreievich? —dijo formulariamente, y luego suavizó el tono para añadir—: ¡Vaya, sigues aparentando dieciocho años!
—Ojalá los tuviera —contestó él, con ojos centelleantes.
Se interesó por su viaje. Mientras escuchaba su contestación, se preguntaba por qué seguiría soltero. Estaba en posesión de un título que por sí solo bastaba para hacer mella en muchas jóvenes, y no digamos en sus madres; y, como remate, era extraordinariamente apuesto e inmensamente rico.
«Seguro que ha roto unos cuantos corazones», pensó Lydia.
—Tus hermanos y hermana te mandan su cariño y piden tus oraciones —prosiguió Aleks. Luego frunció el entrecejo para decir—: San Petersburgo está muy agitado actualmente; ya no es la ciudad que tú conociste.
Stephen intervino:
—Nos han llegado noticias sobre ese monje.
—Rasputín. La zarina, que ejerce una gran influencia sobre el Zar, cree que Dios habla por él. Pero lo de Rasputín es sólo un síntoma. Las huelgas se suceden, y a veces se producen desórdenes. La gente no cree ya que el Zar sea un santo.
—¿Qué queda por hacer? —preguntó Stephen.
Aleks suspiró.
—Todo. Necesitamos granjas productivas, más fábricas, un Parlamento digno, como el de Inglaterra, reforma agraria, sindicatos, libertad de expresión…
—En tu caso, yo no tendría demasiada prisa para la creación de los sindicatos —aconsejó Stephen.
—Quizá. Con todo, Rusia debe entrar de alguna manera en el siglo XX. O lo hacemos nosotros, la nobleza, o el pueblo acabará con nosotros y serán ellos mismos quienes lo lleven a cabo.
A Lydia le parecía más radical que los radicales.
«¡Cuánto debe de haber cambiado todo en casa para que un príncipe hable así!» Su hermana Tatiana, la madre de Aleks, hacía referencia en sus cartas a «las dificultades», pero sin dejar entrever que la nobleza corriera auténtico peligro. Pero Aleks se parecía más a su padre, el viejo príncipe Orlov, un animal político. Si siguiera vivo, hablaría igual que Aleks.
Stephen añadió:
—Pero, como sabes, existe una tercera posibilidad; un sistema en el que la aristocracia y el pueblo podrían proseguir en unión.
Aleks sonrió, como si supiera lo que iba a decir:
—¿Y cuál es?
—La guerra.
Aleks asintió con gesto grave.
«Son de la misma opinión», reflexionó Lydia.
Aleks siempre miraba a Stephen; Stephen era para Aleks lo más parecido a un padre, tras la muerte del viejo príncipe.
Charlotte entró y Lydia se quedó mirándola sorprendida. Llevaba un vestido que Lydia no le había visto jamás, de encaje color crema combinado con seda de un marrón chocolate. Lydia jamás lo había escogido, lo que resultaba sorprendente, pero no se podía negar que Charlotte estaba radiante.
«¿Dónde lo compraría? ¿Cuándo empezaría a comprarse la ropa sin contar conmigo? ¿Quién le diría que aquellos colores realzaban su pelo oscuro y sus ojos castaños? ¿Se habrá maquillado? ¿Y por qué no se ha puesto corsé?», se preguntaba Lydia.
También Stephen se quedó mirándola; Lydia observó que se había puesto de pie y poco le faltó para echarse a reír. Venía a ser un dramático reconocimiento de la condición adulta de su hija, y lo más curioso era que estaba claro que se trataba de una reacción involuntaria. Enseguida experimentaría una sensación de ridículo y se daría cuenta de que levantarse cada vez que su hija entrara en una habitación era una cortesía muy difícil de mantener en su propia casa.
La impresión que causó en Aleks fue aún mayor. Se puso de pie como si se le disparara un resorte, vertiendo el jerez y sonrojándose. Lydia pensó: «¡Vaya, es tímido!» Se cambió el vaso, que goteaba, de la mano derecha a la izquierda, de manera que no pudo estrecharle la mano por tenerlas ambas ocupadas, y se quedó plantado en su sitio, sin recursos. Fueron unos segundos angustiosos, porque antes de saludar Charlotte tenía que hacerse cargo de la situación. Lydia estaba a punto de hacer alguna observación de puro trámite, sólo para romper el silencio, cuando Charlotte tomó la iniciativa.
Sacó del bolsillo superior de la americana de Aleks su pañuelo de seda para secarle su mano derecha, al tiempo que le decía en ruso:
—¿Cómo está usted, Aleksei Andreievich?
Y le estrechó la mano derecha, seca ya, le tomó el vaso de la mano izquierda, lo enjugó, le secó la mano izquierda, le devolvió el vaso, volvió a colocar el pañuelo en su bolsillo y le hizo sentarse. Seguidamente se sentó junto a él y le rogó:
—Ahora que ya has acabado de verter el jerez, cuéntame algo sobre Diaghilev. Se le tiene por un hombre raro. ¿Lo conoces?
Aleks sonrió.
—Sí, lo conozco.
Mientras Aleks hablaba, Lydia estaba maravillada. Charlotte se había desenvuelto con soltura en una situación delicada, y había sabido salir adelante con una pregunta, que seguramente ya llevaba preparada de antemano, que logró distraer la atención de Orlov sobre sí mismo y hacer que se sintiera cómodo. Y todo lo había hecho con tanta naturalidad como si lo hubiera estado haciendo durante veinte años. ¿Dónde habría adquirido tal aplomo?
Lydia se dio cuenta también de la mirada de su esposo. Tampoco a él le habían pasado inadvertidas la gracia y soltura de Charlotte, y su amplia sonrisa reflejaba con todo esplendor su orgullo paterno.
Félix paseaba por el parque de St. James, reflexionando sobre lo que había visto. De vez en cuando, su mirada cruzaba la carretera y se fijaba en la airosa fachada blanca de la mansión de los Walden, que se alzaba por encima de la alta pared del patio como una noble cabeza sobre un cuello almidonado.
«Creen que ahí están a salvo», pensó.
Se sentó en un banco, desde el cual podía seguir contemplando el edificio. Veía a su alrededor, en pleno ajetreo, el Londres de la clase media, a las muchachas con sus caprichosos sombreros, a los funcionarios y tenderos camino de sus casas con sus trajes oscuros y sus bombines. No faltaban las chismosas niñeras con sus bebés en los cochecitos o andando a gatas, demasiado abrigados; se veía a caballeros con sombrero de copa yendo o volviendo de los clubes de St. James, y también a lacayos de librea que sacaban a pasear perros diminutos y feos. Una mujer gorda, con una gran bolsa de la compra, se dejó caer en el banco junto a él dijo:
—¿Qué, mucho calor?
Como dudaba cuál sería la respuesta adecuada, sonrió miró a otra parte.
Parecía que Orlov se había dado cuenta de que su vida podía correr peligro en Inglaterra.
Se había dejado ver sólo durante breves segundos en la estación, y había sido totalmente discreto en la casa. Félix adivinó que había solicitado de antemano ser recogido por un coche cubierto, pues hacía buen tiempo y la mayoría de personas iban en landós descubiertos.
Hasta el momento, su asesinato había sido planeado en abstracto, reflexionaba Félix.
Había sido tema de política internacional, de disputas diplomáticas, alianzas y acuerdos, posibilidades militares de las hipotéticas reacciones de los lejanos káiseres y zares.
Ahora, de pronto, era de carne y hueso; se trataba de un hombre real, con un determinado tipo y constitución; un rostro juvenil con pequeño bigote, un rostro que podría quedar destrozado por una bala; se trataba de un cuerpo pequeño, vestido con un abrigo grueso, que una bomba podría convertir en sangre y harapos; de un cuello bien afeitado, que destacaba sobre una corbata de lunares, un cuello que podía quedar cercenado y sangrando a borbotones.
Félix se sentía plenamente capaz de ser el autor. Más todavía, lo deseaba ardientemente.
Había preguntas, ya se contestarían; había problemas, ya se solucionarían; se necesitaría aplomo, a él le sobraba.
Se imaginaba a Orlov y Walden en el interior de aquella hermosa mansión, vistiendo elegantes y cómodos trajes, rodeado por silenciosos criados. Pronto cenarían en una gran mesa, cuya pulida superficie reflejaría, como un espejo, el mantel de lino almidonado y la cubertería de plata. Comerían con manos pulcras y hasta las uñas de sus dedos estarían perfectamente limpias, y las mujeres llevarían guantes. Sólo consumirían una décima parte de los alimentos ofrecidos y devolverían el resto a la cocina. Podían hablar de las carreras de caballos o de las nuevas modas femeninas, o de un rev al que no todos conocían. Mientras tanto, el pueblo que iba a hacer la guerra tiritaba en chozas bajo el crudo clima ruso, y a pesar de todo era capaz de compartir un tazón sobrante de sopa con un anarquista de paso.
«¡Qué satisfacción matar a Orlov! —pensó—. ¡Qué agradable venganza! Luego ya podré morir tranquilo.» Se estremeció.
—Va a coger un resfriado —dijo la mujer gorda. Félix se encogió de hombros.
—Le tengo una buena chuleta de cordero para la cena y he hecho pastel de manzana —prosiguió la mujer en su monólogo.
Para sus adentros, Félix se preguntó de qué demonios estaría hablando. Se levantó y caminó por la hierba hacia la casa; luego se sentó en el suelo y se recostó contra un árbol.
Tenía que observar aquella casa uno o dos días y ver qué tipo de vida llevaba Orlov en Londres: cuándo salía y adónde iba; cómo viajaba: en calesa, landó, automóvil o en berlina; cuánto tiempo iba a estar con Walden. Lo ideal sería llegar a saber de antemano los desplazamientos de Orlov para así estar al acecho. Podría conseguirlo simplemente estudiando sus costumbres; de lo contrario, tendría que dar con un sistema para descubrir los planes del príncipe por adelantado, tal vez sobornando a uno de los criados de la casa.
Luego quedaba pendiente el arma que iba a emplear y cómo conseguirla. La elección del arma dependería de las circunstancias exactas del asesinato. Preveía que dependería de los anarquistas de Jubilee Street. Ya podía prescindir del grupo dramático amateur, así como de los intelectuales de las Dunstan Houses y sobre todo de aquellos que contaban con medios suficientes. Pero había cuatro o cinco jóvenes descontentos que siempre tenían dinero para bebidas y en contadas ocasiones, cuando conversaban de política, hablaban del anarquismo como expropiación de los expropiadores, que era la jerga empleada para hablar de financiar la revolución mediante el robo. Ellos tendrían armas o sabrían dónde encontrarlas.
Dos muchachas jóvenes con aspecto de dependientas pasaron junto a su árbol y oyó que una de ellas decía:
—… Le dije que si creía que simplemente por llevar a una chica al «Bioscope» y pagarle un vaso de cerveza, podía…
Y siguieron su camino.
Un sentimiento especial se apoderó de Félix. Se preguntó si había sido suscitado por las muchachas, pero no, no significaban nada para él.
«¿Seré aprensivo? —pensó—. No. ¿Satisfecho? No, eso vendrá después. ¿Nervioso? No creo.» Acabó imaginándose que era feliz.
No dejaba de resultarle muy raro.
Aquella noche, Walden fue a la habitación de Lydia. Tras haberse amado, ella se quedó dormida y él siguió echado en la oscuridad, con la cabeza de Lydia sobre su hombro, acordándose de San Petersburgo en 1895.
Por aquellos días estaba siempre viajando; América, África, Arabia, sobre todo porque Inglaterra no era lo suficientemente grande para su padre y él juntos. Consideraba a la sociedad de San Petersburgo alegre pero relamida. Le gustaban el paisaje ruso y el vodka.
Los idiomas se le daban bien, pero el ruso era el más difícil que había encontrado y aceptó alegremente el reto que suponía.
Como heredero de un condado, Stephen se veía obligado a realizar una visita de cortesía al embajador británico, y el embajador, a su vez, debería invitar a Stephen a las fiestas y hacer su presentación. Stephen acudía a las fiestas porque le gustaba jugar con los oficiales y emborracharse con las actrices. Fue en una recepción en la Embajada británica donde vio por primera vez a Lydia.
Ya había oído hablar de ella con anterioridad. Se hablaba de ella como ejemplo máximo de virtud y de extraordinaria belleza. Era bella, de una belleza frágil y discreta, su piel era pálida, su cabello era de un rubio también pálido y llevaba un vestido blanco. Era modesta, respetable y de una educación exquisita. Nada parecía afectarla, y Stephen muy pronto prescindió de su compañía.
Pero más adelante le tocó sentarse junto a ella en una cena y tuvieron que conversar.
Todos los rusos hablaban francés, y si aprendían una tercera lengua era el alemán, de manera que Lydia sabía muy poco inglés. Afortunadamente, el francés de Stephen era bueno. El problema mayor era encontrar un tema de conversación. Él dijo algo sobre el Gobierno ruso, a lo que ella contestó con las perogrulladas reaccionarias que estaban en boga por aquel entonces. Habló de su afición preferida, la caza mayor en África, y, por unos instantes, ella se mostró atraída por la narración, hasta que al referirse a los negros pigmeos desnudos, se sonrojó y se volvió hacia el otro lado para hablar con el otro vecino de mesa. Stephen se dijo a sí mismo que no estaba muy interesado por ella, porque era el tipo de muchacha con la que uno se casa y él no pensaba casarse. Con todo, la joven se despidió dejando la inquietante sensación de que en ella se encerraba algo más de lo que se veía a simple vista.
Tumbado en la cama con ella, diecinueve años más tarde, Walden pensó: «Todavía sigue produciéndome esa inquietante sensación», y sonrió en la oscuridad con un dejo de tristeza.
La había vuelto a ver, una vez más, aquella tarde en San Petersburgo. Acabada la cena, se había perdido por aquella especie de laberinto que era el edificio de la Embajada y se encontró en la sala de música. Allí estaba sola, sentada ante el piano, llenando la sala con una música frenética y apasionada. La melodía era desconocida y casi discordante, pero fue Lydia la que fascinó a Stephen. Su belleza pálida e intocable había desaparecido. Sus ojos resplandecían, su cabeza se erguía airosa, su cuerpo temblaba de emoción, y toda ella parecía otra mujer.
Jamás olvidó aquella música. Luego supo que se trataba del concierto de piano en si menor bemol de Tchaikovsky, y desde entonces lo iba a escuchar siempre que se le presentaba una oportunidad, si bien jamás comentó con Lydia el porqué.
Cuando salió de la Embajada volvió al hotel para cambiarse de ropa, ya que tenía que ir a jugar a las cartas a medianoche. Era un buen jugador, pero no de los que se autodestruyen: sabía hasta dónde podía perder y cuando lo había perdido dejaba de jugar.
De acumular grandes deudas habría tenido que pedir a su padre que las pagara, y hasta ahí no quería llegar. Algunas veces ganó grandes cantidades de dinero, mas para él no radicaba en eso el atractivo del juego, sino en el compañerismo con otros hombres, en la bebida y el trasnochar.
No asistió a aquella reunión de medianoche. Pritchard, su mayordomo, le estaba haciendo el nudo de la corbata, cuando el embajador británico llamó a la puerta de la suite del hotel. Parecía que Su Excelencia acabara de levantarse de la cama y se hubiera vestido precipitadamente. Lo primero que se le ocurrió pensar a Stephen fue que había estallado algún tipo de revolución y que todos los británicos tenían que correr a refugiarse en la Embajada. El embajador empezó diciendo:
—Lamento traerle malas noticias. Será mejor que se siente. Es un cable de Inglaterra. Se trata de su padre, El viejo tirano había muerto de un ataque al corazón a los sesenta y cinco años.
—Maldita sea —exclamó Stephen—. ¿Tan pronto?
—Le acompaño en el sentimiento —prosiguió el embajador.
—Le agradezco en el alma que haya venido usted personalmente.
—A su disposición en todo lo que pueda servirle.
—Es usted muy amable.
El embajador le dio un apretón de manos y se fue.
Stephen se quedó mirando al cielo, con su pensamiento en el anciano. Había sido inmensamente alto, con una voluntad de hierro y un temperamento agrio. Su sarcasmo lograba que las lágrimas asomaran a los ojos. Había tres maneras de tratar con él: volverse como él, rendirse o marcharse. La madre de Stephen, una victoriana agraciada y débil, se había rendido y murió joven. Stephen se había marchado.
Se imaginó a su padre en el ataúd y pensó: «Ahora sí que ya no puede nada. Ya no puede hacer que las doncellas lloren o que los lacayos tiemblen, o que los niños huyan a esconderse. Ya no puede arreglar matrimonios, desahuciar a los inquilinos o rechazar los proyectos de ley del Parlamento. Ya no enviará más ladrones a la cárcel, ni trasladará más agitadores a Australia. La ceniza vuelve a la ceniza, el polvo al polvo.» Pasados algunos años, revisó su opinión sobre su padre. Ahora, en 1914, a la edad de cincuenta años, Walden ya admitía que había heredado algunos de los valores de su padre: su amor a la cultura, su fe en el racionalismo, su entrega a las buenas obras como justificación de la existencia del hombre. Pero por aquel entonces, en 1895, sólo había existido amargura.
Pritchard trajo una bandeja con una botella de whisky y dijo:
—Es un día triste, Milord.
Aquel Milord sorprendió a Stephen. Él y su hermano tenían sus propios títulos señoriales; Stephen era Lord Highcombe, pero los criados siempre les llamaban señor, y Milord quedaba reservado al padre. Ahora, por supuesto, Stephen era el conde de Walden.
Además del título, entraba en posesión de varios miles de hectáreas en el sur de Inglaterra, de una gran extensión de terreno en Escocia, seis caballos de carreras, «Walden Hall», una quinta en Montecarlo, un coto de caza en Escocia, y un escaño en la Cámara de los Lores.
Tendría que vivir en «Walden Hall». Era la casa solariega, en la que el conde residía habitualmente. Tomó la decisión de instalar luz eléctrica. Vendería unas granjas e invertiría en propiedades de Londres y en los ferrocarriles norteamericanos. Pronunciaría su discurso de presentación en la Cámara de los Lores; ¿sobre qué hablaría?
Probablemente sobre política exterior. Tendría que ocuparse de los colonos, administrar las casas. Tendría que estar presente en las recepciones de la temporada, y organizar cacerías, con sus correspondientes fiestas y bailes.
Necesitaba una esposa.
El papel de conde de Walden no podía ser representado por un soltero. En todas aquellas fiestas tenía que haber una anfitriona, alguien que contestara a las invitaciones, preparara los menús con las cocineras, asignara las habitaciones y se sentara al otro extremo de la gran mesa del comedor de «Walden Hall”. Tenía que haber una condesa de Walden.
Tenía que haber un heredero.
—Necesito una esposa, Pritchard.
—Sí, Milord. Se acabaron nuestros días de soltería.
Unos días después, Walden visitó al padre de Lydia y le pidió su autorización formal para poder visitarla.
Pasados veinte años, le resultaba difícil imaginarse cómo pudo haberse comportado de una manera tan irresponsable, aunque fuera joven. Jamás se había preguntado si se trataba de la esposa adecuada para él; tan sólo si tenía el necesario rango para ser condesa. Jamás se había planteado si podría hacerla feliz. Se había imaginado que aquella pasión oculta que ella reflejaba mientras tocaba el piano iba a ser dirigida hacia él, pero estaba equivocado.
La visitó diariamente durante dos semanas; no había manera de poder llegar a casa con tiempo para asistir a los funerales de su padre, y entonces se declaró, no a ella, sino a su padre. Su padre contempló el compromiso con la misma visión pragmática que Walden.
Walden explicó que quería casarse inmediatamente, aunque estuviera de luto, porque tenía que volver a su país para dirigir su finca. El padre de Lydia lo comprendió perfectamente. Seis semanas más tarde se casaban.
«¡Qué joven más arrogante y atontado fui! —pensó—. Del mismo modo que imaginé que Inglaterra siempre regiría el mundo, creí que yo siempre sería dueño de mi corazón.» La luna asomó por detrás de una nube e iluminó el dormitorio. Se inclinó para ver el rostro de Lydia durmiendo.
«No preví esto —pensó—. No pensé que me iba a enamorar irremediable y desesperadamente de ti. Sólo pedía que nos quisiéramos el uno al otro, y al final tú te contentaste con eso, pero yo no. Nunca pensé que iba a necesitar tu sonrisa, a suspirar por tus besos, a anhelar que vinieras a mi habitación por la noche; nunca pensé que llegaría a sentir miedo, terror a perderte.» Ella murmuró algo entre sueños y se volvió. Él sacó el brazo que tenía debajo de su cuello, y luego se sentó en el borde de la cama. Si se quedaba más tiempo, se adormilaría y no le gustaba que la doncella de Lydia los sorprendiera a ambos en la cama cuando entrara con el té por la mañana. Se puso la bata y las zapatillas y salió sin hacer ruido de la habitación, pasó por los vestidores gemelos y entró en su dormitorio.
«¡Qué afortunado soy!», pensó mientras se disponía a dormir.
Walden pasó revista a la mesa del desayuno. Había café, té chino e indio; jarras de crema, leche y jugos de fruta; una gran fuente de copos de avena calientes; platos con bizcochos y tostadas, tarros de mermelada, miel y compota. En el aparador había una hilera de bandejas de plata, calentadas cada una de ellas con su propia lámpara de alcohol, que contenían huevos revueltos, salchichas, bacon, riñones y pescado. En la mesa fría había filetes de ternera, jamón y lengua. En el frutero, en mesa aparte, se amontonaban mandarinas, naranjas, melones y fresas. Supuso que aquel despliegue pondría de buen humor a Aleks.
Se sirvió huevos y riñones y se sentó.
«Los rusos querrán cobrarse su parte —pensó—. Van a pedir algo a cambio de su promesa de ayuda militar.» Le preocupaba pensar cuál sería el precio, Si pedían algo cuya concesión no estaba en manos de Inglaterra, toda la negociación se vendría abajo inmediatamente, y entonces…
Su misión era asegurar que no fracasara estrepitosamente.
Iba a tener que manipular a Aleks. Cuando lo pensaba se sentía incómodo. El hecho de que conociera al muchacho desde hacía tanto tiempo tendría que servirle de ayuda, pero en realidad habría resultado más fácil negociar con cierta dureza con alguien que personalmente le resultara indiferente.
«Tengo que dejar mis sentimientos a un lado —pensó—. Tenemos que ganarnos a Rusia.»
Se sirvió café y tomó unos bizcochos y miel. Un minuto después entró Aleks, con rostro resplandeciente y acicalado.
—¿Has dormido bien? —le preguntó Walden.
—Maravillosamente bien.
Aleks tomó una mandarina y empezó a comérsela con tenedor y cuchillo.
—¿Sólo vas a tomar eso? —preguntó Walden—. A ti te gustaba el desayuno inglés; recuerdo que comías copos de avena, crema, huevos, ternera y fresas, y terminabas pidiendo a la cocinera más tostadas.
—Pero ya no soy un adolescente en pleno crecimiento, tío Stephen.
«No debería olvidarlo», pensó Walden.
Tras el desayuno fueron al salón de mañana.
—Nuestro nuevo plan quinquenal para el Ejército y la Armada va a hacerse público de un momento a otro —dijo Aleks.
«He ahí su manera de actuar —pensó Walden—. Te dice algo antes de pedirte algo.» Se acordó de Aleks cuando le dijo: «Me propongo leer a Clausewitz este verano tío. A propósito, ¿puedo traer un invitado a la cacería de Escocia?»
—El presupuesto para los próximos cinco años es de siete mil quinientos millones de rublos —prosiguió Aleks.
A diez rublos por libra esterlina, Walden calculó que sumaban setecientos cincuenta millones de libras.
—Se trata de un programa importante —dijo—, pero ojalá lo hubierais empezado hace cinco años.
—Ojalá hubiera sido así —confirmó Aleks.
—La cosa es que el programa apenas habrá empezado antes de que entremos en guerra.
Aleks se encogió de hombros.
Walden pensó: «Por supuesto que no se comprometerá anunciando de antemano la fecha en que Rusia entrará en guerra.»
—Lo primero que tenéis que hacer es aumentar el calibre de los cañones en los acorazados.
Aleks negó con la cabeza.
—Nuestro tercer acorazado está a punto de ser botado. El cuarto está en construcción.
Ambos tendrán cañones de doce pulgadas.
—No es suficiente, Aleks. Churchill ha instalado cañones de quince pulgadas en los nuestros.
—Y hace bien. Nuestros comandantes lo saben, pero no los políticos. Ya conoces Rusia, tío: se desconfía por completo de las ideas nuevas. Cualquier innovación dura una eternidad.
«Estamos con las espadas en alto», pensó Walden. Y preguntó:
—¿Cuál es vuestro primer objetivo?
—Van a gastarse inmediatamente cien millones de rublos en la flota del mar Negro.
—Yo diría que el mar del Norte es más importante. «Al menos para Inglaterra.»
—Nuestro punto de vista es más asiático que el vuestro; nuestro vecino incómodo es Turquía, no Alemania.
—Podrían aliarse las dos.
—No hay duda de que podrían. —Aleks dudó unos instantes—. La gran debilidad de la armada rusa —prosiguió— es que no tenemos puerto de aguas cálidas.
Parecía que se trataba del inicio de un discurso preparado y Walden pensó que estaban entrando ya en el meollo de la cuestión, pero prosiguió con su tanteo:
—¿Y qué me dices de Odesa?
—En la costa del mar Negro. Mientras los turcos posean Constantinopla y Gallípoli, tienen bajo control el paso entre el mar Negro y el Mediterráneo; de modo que, desde un planteamiento estratégico, el mar Negro podría ser considerado también como un lago interior.
—Y de ahí que el Imperio ruso haya estado intentando abrirse paso hacia el Sur durante cientos de años.
—¿Por qué no? Somos eslavos y muchos de los pueblos balcánicos son eslavos. Si quieren la independencia, cuentan, desde luego, con nuestra simpatía.
—Seguro. Y por tanto, si la consiguen, probablemente permitirán el acceso de vuestra armada al Mediterráneo.
—El control eslavo de los Balcanes nos ayudaría. El control ruso sería una ayuda mayor.
—Sin duda, aunque no está a la vista, me parece a mí. —¿Te gustaría que lo examináramos más detalladamente?
Walden abrió la boca con intención de hablar para volverla a cerrar de golpe.
«Ya está —pensó—, eso es lo que quieren; ese es el precio. No podemos darle a Rusia los Balcanes, ¡por el amor de Dios! Si el acuerdo depende de eso, no habrá acuerdo…» Aleks seguía hablando:
—Si hemos de combatir a vuestro lado, debemos ser fuertes. Esa zona de la que estamos hablando es la que necesitamos reforzar, de ahí que acudamos naturalmente a vosotros para que nos ayudéis.
No se podía resumir con mayor sencillez: dadnos los Balcanes y pelearemos a vuestro lado. Recobrando la calma, Walden frunció el entrecejo, como si estuviera sorprendido, y dijo:
—Si Gran Bretaña tuviera el control de los Balcanes, podríamos, por lo menos teóricamente, daros esa zona. Pero no podemos daros lo que no tenemos, de modo que no veo cómo podemos reforzaros, tal como tú lo planteas, en ese sector.
La respuesta de Aleks fue tan rápida que forzosamente debía tenerla prevista:
—Pero podríais reconocer los Balcanes como zona de influencia rusa.
«Ah, eso no está mal. Hasta aquí sí podríamos llegar», pensó Walden.
Se sintió como si le quitaran un enorme peso de encima. Decidió poner a prueba la determinación de Aleks antes de dar por finalizada la conversación y dijo:
—Ciertamente, podríamos llegar a un acuerdo para apoyaros en aquella zona, con preferencia sobre Austria o Turquía.
Aleks hizo un gesto de disconformidad y replicó con tono firme:
—Queremos algo más que eso.
Aquel forcejeo había valido la pena. Aleks era joven y tímido, pero no se lo podía manipular. Las cosas se complicaban.
Walden necesitaba ahora tiempo para reflexionar. Para Gran Bretaña, hacer lo que quería Rusia significaría un giro importante en su política de relaciones internacionales, y tales cambios, como los movimientos de la corteza terrestre, producían terremotos en lugares imprevisibles.
—Tal vez quieras hablar con Churchill antes de que vayamos más lejos —dijo Aleks, iniciando una sonrisa.
«Sabes de sobra que quiero», pensó Walden.
Y de pronto se dio cuenta de lo bien que Aleks había llevado todo el asunto. Primero había asustado a Walden con una petición absolutamente descabellada; luego, cuando planteó la auténtica petición, Walden se había sentido tan aliviado que la había acogido con satisfacción.
Creía que iba a manipular a Aleks, pero, llegado el caso, fue Aleks quien supo manipularle a él; sin embargo, Walden sonrió y dijo:
—Estoy orgulloso de ti, hijo mío.
Aquella mañana, Félix resolvió cuándo, dónde y cómo iba a matar al príncipe Orlov.
El plan empezó a dibujarse en su mente mientras leía el Times en la biblioteca del club de Jubilee Street. Su imaginación se vio iluminada por un párrafo en la columna titulada «Circular de la Corte»: El príncipe Aleksei Andreievich Orlov llegó ayer de San Petersburgo. Será huésped del conde y de la condesa de Walden durante su estancia en Londres, el príncipe Orlov será presentado a Sus Majestades el rey y la reina en la Corte el jueves 4 de junio.
Ahora ya estaba seguro de que Orlov iba a encontrarse en un lugar determinado, en una fecha concreta y a una hora exacta. Una información de este tipo resultaba esencial para un asesinato cuidadosamente planeado. Félix había previsto que lograría la información hablando con alguno de los criados de Walden, o quizás observando a Orlov e identificando alguna cita habitual. Ahora ya no tenía necesidad de asumir los riesgos implicados en entrevistar a los criados o en seguir la pista a unas personas. Se preguntó si Orlov sabría que sus movimientos estaban siendo anunciados en los periódicos, como para ayudar a los asesinos, en su opinión, se trataba de algo típicamente inglés.
El problema siguiente era saber cómo aproximarse suficientemente a Orlov para matarle.
Incluso a Félix iba a resultarle difícil introducirse en el palacio real. Pero también el Times le dio la respuesta a ese interrogante. En la misma página de la «Circular de la Corte», entre el reportaje de un baile ofrecido por Lady Bailey y una lista de últimas voluntades testamentarias, leyó: AUDIENCIA DEL REY DISPOSICIONES PARA LOS COCHES
A fin de facilitar las disposiciones para llamar a los coches de los invitados a la recepción de Sus Majestades en el palacio de Buckingham, se nos ruega que informemos que, en el caso de que los invitados tengan el privilegio de entrar por el acceso de Público, el cochero de cada vehículo, a su regreso para recoger a los invitados, deberá entregar al policía de servicio, situado a la izquierda de la puerta exterior, una cartulina en la que conste escrito claramente el nombre de la dama o caballero a quien pertenezca el coche; y en cuanto a los coches de los demás invitados, que regresen para recogerlos por la entrada general, deberá ser entregada una cartulina similar al policía de servicio, situado a la izquierda de la arcada que conduce al Cuadrángulo del Palacio.
A fin de lograr que los invitados se beneficien de las disposiciones anteriores, es necesario que un lacayo acompañe cada carruaje, dado que no está prevista otra manera de llamar a los coches que la de entregar los nombres a los lacayos que aguarden junto a la puerta, con quienes regresarán los vehículos. Las puertas estarán abiertas para la recepción de los invitados a la 8.30.
Félix lo leyó varias veces. Había algo en la prosa del Times que le hacía muy difícil su comprensión. Parecía querer decir, por lo menos, que a la salida de los invitados sus lacayos irían corriendo a buscar sus coches, que estarían estacionados en algún otro lugar.
Ya habría alguna manera, pensó, de introducirse en el coche de Walden cuando regresara a palacio a recogerlos, pero seguía existiendo un serio problema. No tenía pistola.
Le habría resultado bastante fácil procurarse una en Ginebra, pero hubiera sido arriesgado cruzar con ella las fronteras internacionales; le habrían podido negar su entrada a Inglaterra, en caso de registrarle el equipaje.
Seguro que resultaría igualmente fácil hacerse con una pistola en Londres, pero no sabía cómo, y no era partidario de preguntar abiertamente. Se había fijado en las tiendas de arenas del West End de Londres y observado que todos los clientes que entraban y salían en ellas pertenecían, sin excepción, a la clase alta. A él no le habrían atendido en ninguna de ellas, aun en el caso de que hubiera dispuesto del dinero necesario para comprar aquellas armas de fuego de precisión y de bella factura. Pasaba parte de su tiempo en bares con clientela perteneciente a las clases inferiores, en los que era seguro que se compraban y vendían armas entre criminales, pero no pudo ver ningún caso, lo que no era de extrañar. Su única esperanza estaba en los anarquistas. Había entrado en contacto con los que consideraba «serios», pero nunca hablaban de armas, sin duda debido a la presencia de Félix. El problema radicaba en que él no llevaba suficiente tiempo entre ellos como para que pudieran confiar en él. Siempre había espías de la Policía en los grupos anarquistas, y si bien ello no impedía que los anarquistas dispensaran una buena acogida a los recién llegados, al mismo tiempo sabían mostrarse cautelosos.
Ahora ya no le quedaba tiempo para una averiguación indirecta. Tendría que preguntar directamente cómo se podían conseguir armas. Haría falta mucho tacto, e inmediatamente después tendría que cortar sus lazos con Jubilee Street y trasladarse a otra parte de Londres, para evitar así el riesgo de ser localizado.
Tenía en buen concepto a los jóvenes e impulsivos judíos de Jubilee Street. No estaban contentos y eran violentos. A diferencia de sus padres, se negaban a trabajar como esclavos en los talleres explotadores del East End, cosiendo trajes que la aristocracia encargaba a los sastres de Saville Row. Y a diferencia de sus padres, no hacían caso de los sermones moralizantes de los rabinos; pero no acababan de ver claro si la solución de sus problemas se hallaban en la política o en el crimen.
Creyó que quien le ofrecía mejores perspectivas era Nathan Sabelinsky, un hombre que rondaba los veinte años, de apariencia más bien eslava, que vestía camisas de cuello almidonado y un chaleco amarillo. Félix lo había visto alrededor de los apostadores de Comercial Road, debía tener dinero para gastárselo en el juego y en ropa.
Recorrió con su mirada toda la biblioteca. Los demás ocupantes eran un anciano dormido, una mujer con un grueso abrigo que estaba leyendo Das Kapital en alemán y tomando notas, y un judío lituano inclinado sobre un periódico ruso, que leía con la ayuda de una lupa. Félix salió de la habitación y bajó las escaleras. No había pistas de Nathan ni de ninguno de sus amigos. Era demasiado temprano para él, y si realmente trabajaba debía hacerlo de noche.
Félix volvió a las Dunstan Houses. Metió la maquinilla de afeitar, la muda limpia y la camisa de repuesto en la maleta de cartón y le explicó a Milly, la esposa de Rudolf Rocker:
—He encontrado habitación. Volveré esta noche para dar las gracias a Rudolf.
Sujetó la maleta en el portaequipajes de la bicicleta y se encaminó al Oeste, hacia el centro de Londres, y luego hacia el Norte, hasta Camden Town. Allí encontró una calle de casas altas, en otros tiempos espléndidas viviendas, que habían sido construidas para familias pertenecientes a una clase media con aspiraciones, que ya se habían trasladado a las zonas residenciales, al final de las nuevas líneas del ferrocarril. En una de ellas, Félix alquiló una habitación en mal estado a una irlandesa llamada Bridget, y le pagó diez chelines como anticipo del alquiler de dos semanas.
Al mediodía regresó a Stepnev, frente a la casa de Nathan en Sidney Street. Era una casita que formaba parte de una hilera de casas de las que tienen dos habitaciones arriba y dos abajo. La puerta estaba abierta de par en par. Félix entró.
El ruido y el olor fueron para él como una sacudida. Allí, en una habitación de unos cuatro metros cuadrados, entre quince y veinte personas confeccionaban ropas. Los hombres trabajaban a máquina, las mujeres cosían a mano y los niños planchaban los vestidos acabados. El vapor que se desprendía de las tablas de planchar se mezclaba con el olor a sudor. Las máquinas martilleaban, las planchas silbaban y los trabajadores charlaban en yiddish sin parar. Las piezas ya cortadas y a punto de coser se amontonaban en cualquier espacio libre del suelo. Nadie levantó la cabeza para mirar a Félix; todos ellos trabajaban con un afán increíble.
Se dirigió a la persona más cercana, una muchacha que amamantaba un bebé y cosía a mano los botones de la manga de una chaqueta.
—¿Está Nathan? —preguntó.
—En el piso de arriba —le contestó ella, sin abandonar su trabajo.
Félix salió de la habitación y subió por una escalera estrecha. En cada uno de los dos pequeños dormitorios había cuatro camas. La mayoría eran utilizadas por quienes trabajaban de noche. Encontró a Nathan en la habitación del fondo, sentado en la cama, abrochándose los botones de la camisa.
Nathan vio a Félix y le saludó:
—Félix, wie gehts!
—Necesito hablar contigo —dijo Félix en yiddish.
—Pues habla.
—Ven afuera.
Nathan se puso el abrigo y salieron a Sidney Street. Se quedaron al sol junto, a la ventana abierta del taller; su conversación quedaba apagada por el ruido del interior.
—El negocio de mi padre —explicó Nathan—. Paga cinco peniques a la chica que cose a máquina un par de pantalones, en lo que emplea una hora. Paga otros tres peniques a las chicas que cortan, planchan y cosen los botones. Luego lleva los pantalones a un sastre del West End y a él le pagan nueve peniques. Un penique de beneficio, lo suficiente para comprar un trozo de pan. Si le pide al sastre del West End diez peniques le echará de la tienda, y le dará el trabajo a uno de los muchos sastres judíos que están en la calle con sus máquinas de coser bajo el brazo. Yo no voy a vivir así.
—¿Por eso eres anarquista?
—Esos hacen los vestidos más bonitos del mundo, pero ¿te has fijado cómo visten ellos?
—¿Y cómo cambiarán las cosas? ¿Por la violencia?
—Creo que sí.
—Estaba seguro de que pensabas así. Nathan, necesito una pistola.
Nathan se echó a reír con nerviosismo.
—¿Para qué?
—¿Para qué quieren generalmente los anarquistas las pistolas?
—Dímelo tú a mí, Félix.
—Para robar a los ladrones, para oprimir a los tiranos, para matar a los asesinos.
—¿Cuál de esas cosas vas a hacer?
—Te lo diré si realmente quieres saberlo…
Nathan se quedó pensativo unos instantes, y luego contestó:
—Ve a la taberna «Frying Pan», en la confluencia de Brick Lane y Thrawl Street. Habla con Garfield, el enano.
—Gracias —dijo Félix, incapaz de disimular un tono triunfal en el timbre de su voz—. ¿Cuánto tendré que pagar?
—Cinco chelines por una pistola pequeña.
—Quisiera otra más segura.
—Las pistolas buenas son caras.
—Será cuestión de regatear. —Félix estrechó la mano de Nathan—. Gracias.
Nathan le vio montar en la bicicleta.
—Ya me dirás algo luego.
—Ya lo leerás en los periódicos —sonrió Félix.
Le dijo adiós con la mano y se fue pedaleando.
Recorrió en su bicicleta Whitechapel Road y Whitechapel High Street; luego, torciendo a la derecha, entró en Osborn Street. Inmediatamente el aspecto de las calles cambió. Esta era la parte más desatendida de Londres que había visto hasta el momento. Las calles eran estrechas y estaban muy sucias, la atmósfera cargada y apestosa, la gente miserable en su mayor parte. Los desagües estaban taponados por la suciedad. Pero, a pesar de todo, la actividad que se observaba recordaba una colmena. Los hombres subían y bajaban con carretones, la multitud se arremolinaba junto a los tenderetes callejeros, las prostitutas se apostaban en todas las esquinas, y los talleres de los carpinteros y zapateros ocupaban hasta las aceras.
Félix dejó su bicicleta frente a «Frying Pan»: si se la llevaban tendría que robar otra.
Para entrar en la taberna tuvo que pasar por encima de algo que parecía un gato muerto.
Dentro había una sola habitación, baja y desnuda, con un mostrador en el extremo más alejado. Los hombres y mujeres de edad estaban sentados en los bancos que rodeaban las paredes, mientras los jóvenes estaban de pie en medio de la habitación. Félix fue al mostrador y pidió un vaso de cerveza y una salchicha fría.
Miró a su alrededor y divisó a Garfield, el enano. No lo había visto antes porque el hombre estaba de pie sobre una silla. Medía poco más de un metro, tenía una voluminosa cabezota y su rostro aparentaba mediana edad. Un perrazo negro estaba echado en el suelo, junto a su silla. Hablaba con dos hombres de gran envergadura y aspecto belicoso que vestían chalecos de cuero y camisas sin cuello. Quizás eran sus guardaespaldas.
Félix se fijó en sus grandes barrigas, al tiempo que sonreía pensando: «Me los voy a comer vivos.» Los dos hombres tenían en las manos jarras de cerveza de litro, pero el enano bebía algo que parecía ginebra. El tabernero sirvió a Félix la bebida y la salchicha.
—Y un vaso de la mejor ginebra —encargó Félix.
Una mujer joven que estaba ante el mostrador lo miró, preguntó si era para ella, y le sonrió con coquetería, enseñando unos dientes invadidos por la piorrea. Félix miró a otra parte.
Cuando le sirvieron la ginebra, pagó y se dirigió al grupo que estaba junto a una ventanita que daba a la calle. Félix se detuvo entre ellos y la puerta, y dirigiéndose al enano, inquirió:
—¿Míster Garfield?
—¿Quién lo busca? —respondió Garfield, con voz chillona. Félix le ofreció el vaso de ginebra:
—¿Me permite hablarle de negocios?
Garfield tomó el vaso, lo apuró y contestó:
—No.
Félix se tragó la cerveza. Era más dulce y menos efervescente que la cerveza suiza.
—Quiero comprar una pistola —dijo.
—Entonces no sé por qué ha venido aquí.
—Me dieron su dirección en el club de Jubilee Street.
—Anarquista, ¿verdad?
Félix no contestó.
Garfield lo miró de arriba abajo.
—¿Qué clase de pistola querría, en caso de que yo tuviera alguna?
—Un revólver. Uno bueno.
—¿Algo así como un «Browning» de siete disparos?
—Seria perfecto.
—No tengo ninguno. Si lo tuviera no se lo vendería. Y si lo vendiera tendría que cobrar cinco libras.
—Me dijeron que una libra como máximo.
—Le informaron mal.
Félix reflexionó. El enano había decidido que, como extranjero y anarquista, lo podría engañar. «Bien —pensó—, le seguiremos el juego.»
—No puedo dar más de dos libras.
—No podría rebajar a menos de cuatro.
—¿Se incluiría en ese precio una caja de municiones?
—De acuerdo, cuatro libras incluiría la caja de municiones.
—Estupendo —se dijo Félix.
Observó que uno de los guardaespaldas reprimía una mueca. Tras pagar las bebidas y la salchicha, a Félix le quedaban tres libras, quince chelines y un penique.
Garfield hizo un gesto con la cabeza a uno de sus compañeros. El hombre pasó detrás del mostrador y salió por la puerta trasera. Félix se comió la salchicha. Un minuto o dos más tarde el hombre volvió con lo que parecía un fardo de trapos. Se quedó mirando a Garfield, quien hizo un gesto de asentimiento. El hombre hizo entrega del fardo a Félix.
Félix deshizo el fardo de trapos y encontró un revólver y una cajita. Sacó el arma de sus envoltorios y la examinó.
—Bájala; no hace falta que se la enseñes a todo el mundo —dijo Garfield.
La pistola estaba limpia y engrasada, y el mecanismo funcionaba sin dificultades.
—Si no le echo una mirada, ¿cómo sabré que está bien? —replicó Félix.
—¿Dónde te crees que estás, en «Harrods»?
Félix abrió la caja de municiones y cargó la recámara con movimientos rápidos y expertos.
—¡Aparta esa mierda! —chilló el enano—. Dame enseguida el dinero y lárgate. No me jodas más, imbécil.
Félix sintió en su garganta un acceso de tensión y notó, al tragar, que le faltaba saliva.
Dio un paso atrás y apuntó con la pistola al enano.
—Jesús, María y José —murmuró Garfield.
—¿Tendré que probar la pistola? —preguntó Félix.
Los dos guardaespaldas se apartaron en direcciones contrarias, de modo que Félix no pudiera cubrir a ambos con una sola pistola. El corazón de Félix se sobresaltó; no había esperado aquella reacción tan inteligente de ellos. Su próximo movimiento sería lanzarse sobre él. La taberna se quedó de pronto en silencio. Félix se dio cuenta de que no podría llegar hasta la puerta antes de que uno de los guardaespaldas lo alcanzara. El perrazo gruñó, como si olfateara la tensión del ambiente.
Félix sonrió y disparó contra el perro.
El ruido del disparo resultó ensordecedor en aquella habitación. Nadie se movió. El perro se desplomó, desangrándose. Los guardaespaldas del enano se quedaron petrificados donde estaban.
Félix dio un nuevo paso hacia atrás, alargó la mano a su espalda y llegó hasta la puerta.
La abrió, sin dejar de apuntar a Garfield con la pistola y salió.
Dio un portazo, escondió la pistola en el bolsillo de su abrigo y montó en la bicicleta.
Oyó cómo abrían la puerta de la taberna. Se alejó de allí y empezó a pedalear. Alguien le agarró por la manga del abrigo. Pedaleó con más fuerza y logró soltarse. Oyó un disparo y se agachó por puro reflejo. Alguien gritó. Esquivó a un vendedor de helados y giró en una esquina. A lo lejos el silbato de un policía. Miró atrás. Nadie lo seguía.
Medio minuto después se había perdido entre el gentío de Whitechapel.
«Quedan seis balas», pensó.