Tordesillas, 1554
Han transcurrido mil noches antes de que llegara esta hora.
Me duele la mano al escribir y el corazón al recordar. Sin embargo, he cumplido con mi deber como reina. No me he apartado de la verdad. No he embellecido ni mentido acerca del pasado para restar amargura al presente. Al contrario, he recorrido una vez más ese largo e inesperado camino que me condujo hasta este lugar, reviviendo cada uno de los errores, cada lágrima y cada placer. He mirado y acariciado, llorado y odiado, los rostros de todos aquellos a quienes amé.
Ahora estoy rodeada de extraños. No me queda nadie, nadie salvo él, cuyo cuerpo se ha convertido en polvo en el viejo y desvencijado féretro que descansa en la capilla del castillo. A veces me llevan allí para visitarlo, me siento a su lado y acaricio el desgastado ataúd de madera con mi nudosa mano. No me avergüenzo de hablar con él. Ha pasado tiempo desde que lo perdoné y me perdoné a mí misma. Ya nada parece tener sentido. Somos todo lo que nos ha quedado y ya no podemos hacernos daño alguno.
Como él, yo también iré pronto al lugar donde los tronos no significan nada.
Pero todavía no. Todavía hay un lugar más al que debo ir. Sólo tengo que cerrar los ojos para verlo. El horizonte engalanado con tonos violeta y cincelado con nubes plateadas, el lamento del viento apagándose con la brisa perfumada de jazmín. A mis pies, jardines primaverales jalonados de mosaico y encaje. Senderos de cuarzo blando rodean las fuentes y el perfume de las granadas maduras satura el aire. Siento las gotas de agua en mi piel, las motitas de las mimosas y el canto de los esclavos en la torre del homenaje me invita a bailar. Está tan cerca que puedo tocarlo, una extensión bermeja sobre la colina, donde las puertas doradas se abren para darme la bienvenida.
Y en lo alto del cielo, los murciélagos han vuelto.