Capítulo 32

Mi padre regresó al día siguiente. Se declaró encantado con la pequeña Catalina, que gorjeó y le chupó el pulgar. Cuando se la llevaron para que durmiera la siesta, él y yo comimos en el patio y paseamos por el jardín amurallado, en un agradable atardecer de verano.

Habló de los muchos obstáculos a los que se enfrentaría en los meses venideros, uno de los cuales sería convencer a los nobles para que lo ayudaran a vencer a don Manuel. Descubrí con indignación que el traicionero embajador había regresado a escondidas a Burgos, para apoderarse de un castillo e instalarse en él con sus mercenarios, como un señor feudal. Mi padre me aseguró que el condestable ya estaba en camino para alzar a sus hombres y confiaba en que otros siguieran sus pasos, porque si había una cosa en la que los nobles coincidían era en su odio hacia don Manuel.

Insistí en que convenciera a Cisneros para redactar nuestro acuerdo de forma oficial, y así yo lo podría firmar. Tenía el anillo de mi madre pero todavía no poseía un sello oficial, por lo que mi padre me trajo el que ella siempre había utilizado. Había visto muchas veces ese gastado sello cilíndrico y sentí que su espíritu me acompañaba mientras sellaba el documento que devolvía a mi padre sus poderes sobre Castilla.

En una ceremonia organizada con todo detalle, Villena, Benavente y los otros grandes que se habían reunido bajo el estandarte de Felipe acudieron ante mí para suplicar mi perdón por las injusticias cometidas contra mí. No quedaba más remedio que perdonarlos, aunque me estremecí cuando Cisneros, después de hacer una profunda reverencia sobre mi mano, levantó la mirada y clavó en mí sus ojos ardientes como ascuas. A pesar de la insistencia de mi padre en que el arzobispo se había unido a él «como un perro de caza bien entrenado», jamás contaría con mi confianza.

A principios de septiembre, mi padre encontró el lugar perfecto para que me alojara con mi corte, un palacio real en la villa de Arcos de la Plana, a apenas dos días a caballo desde Burgos. El invierno se acercaba y con el apoyo de los nobles, mi padre había reunido las tropas que necesitaba para luchar contra don Manuel. Ya se había corrido el rumor de su inminente marcha sobre la ciudad, y los cortesanos flamencos que no estaban en deuda con don Manuel habían huido con piezas de la vajilla de oro de Felipe escondidas en sus alforjas. Varios fueron arrestados. Otros, sin embargo, llegaron a puerto y fletaron un barco para regresar a Flandes.

—Si queremos pescar a don Manuel —exclamó mi padre entre risas—, deberíamos partir antes de que él también encuentre un agujero en el que esconderse.

Era como si hubiese rejuvenecido. La inminente guerra devolvió brillo a sus ojos rasgados y color a sus mejillas. Se rió cuando ventilé mi rabia contra la insolencia de don Manuel.

—Cadenas es lo que se merece —afirmé—, y un calabozo para lucirlas.

—Y así será —añadió mi padre—. Y ahora, ordena a tus damas que hagan el equipaje. Tengo una sorpresa para ti.

Hicimos el viaje de dos días a Arcos en el bendito frescor nocturno. Alumbrados por antorchas, los campesinos y los habitantes de las aldeas surgían de las sombras para presenciar la imagen de su nueva reina cabalgando al lado del viejo rey, seguidos por un séquito de nobles y clérigos que escoltaban el carro que transportaba el ataúd de Felipe.

Las mujeres se arrodillaban en el polvo y los hombres descubrían su cabeza. Un grupo de niños se acercó corriendo a mí por el medio de la carretera, desafiando las coces de los caballos, para arrojar frágiles flores silvestres y trozos de manzanilla en mis manos, mientras gritaban sin aliento:

—¡Que Dios la bendiga, majestad! ¡Que Dios la bendiga!

Inclinándose desde su caballo, mi padre murmuró:

—Te quieren bien, madrecita, como querían a tu madre.

Y yo me aferré a aquellas pequeñas ofrendas como si fueran joyas preciosas.

En Arcos encontré un palacio espacioso y bien equipado, con todo su personal, incluida, para mi desagrado, mi hermanastra Juana. Confiaba en no volver a verla nunca más pero no podía rechazar su servicio dado nuestro parentesco. Acepté su rígida reverencia con toda la gentileza de que fui capaz. Luego me volví al numeroso grupo de cocineros, chambelanes, camareras y doncellas que se inclinaban ante mí. Desde mi estancia en Flandes no había dispuesto de tantos criados.

—No sabré qué hacer con todos ellos —dije a mi padre—. Mis necesidades son simples.

—Tonterías. Ahora eres una reina. Necesitas una corte.

Señaló una habitación.

—Mira hacia allí. Creo que hay alguien que desea saludarte.

Miré hacia donde me indicaba. La luz entraba a raudales a través de una ventana elevada y proyectaba sus haces sobre una pequeña figura que apareció de repente. No pude moverme ni hablar mientras contemplaba, a través de un velo de lágrimas, a mi hijo de cinco años, el infante Fernando, a quien había visto por última vez siendo un bebé.

Hizo una reverencia con perfecta solemnidad.

—Majestad —recitó—, bienvenida a Arcos.

Mientras me arrodillaba para contemplar sus ojos castaños ribeteados de espesas pestañas, mi corazón palpitaba con fuerza. De todos mis hijos, era el que más se parecía a mi padre, como si hubiera absorbido los rasgos físicos del hombre que lo había criado.

—Fernando —dije—, ¿sabes quién soy?

Miró a mi padre antes de responder.

—Sí. Sois mi madre, la reina.

Abrí los brazos y lo abracé.

—Sí —susurré—, soy tu madre, la reina.

Mientras lo abrazaba miré a mi padre.

—Gracias, padre, desde lo más profundo de mi corazón. Me has traído tanta felicidad…

Hizo una reverencia con la cabeza.

—Que siempre sea así, madrecita.

Desde mi palacio en Arcos fui informada diariamente, por correo, de la evolución del asedio. Mi padre y los grandes marcharon a Burgos para reunirse con el condestable y sus fuerzas. Cercaron a los mercenarios en la ciudadela rodeando los muros del castillo. Aguardaron tres meses hasta que todos los que la habitaban capitularon, sin necesidad de desenfundar ni una sola espada. Mi padre les prometió misericordia si juraban lealtad a España y entregaban al traidor don Manuel. Pero él había escapado unos días antes de la rendición por un pasaje subterráneo, llevándose una pequeña fortuna con la vajilla de Felipe y sus joyas personales.

—¿Puedes creerlo? —dijo mi padre cuando regresó para escoltarme hasta Burgos y hacer nuestra entrada triunfal en la ciudad—. Ese sapo miserable encontró un viejo pasadizo medieval que los demás habían olvidado. Conducía directamente a un convento donde, a punta de daga, obligó a las pobres hermanas a que lo ayudaran a escapar. Desde allí huyó a Laredo donde embarcó rumbo a Viena.

Se reía mientras hablaba. Encontraba divertida la cobardía del embajador, mientras yo replicaba que no se había hecho justicia.

—Por el contrario —repuso—. Ser exiliado en la corte de tu suegro será castigo suficiente. De primer consejero ha pasado a viajar de polizón a Viena, disfrazado con un hábito de monja robado, para suplicar ayuda de manera humillante. Por fortuna para él, cuenta con las joyas de tu difunto esposo. De lo contrario Maximiliano le degollaría.

—No tiene derecho a esas joyas —rebatí—. Y todavía es un hombre libre.

—Libre sí, pero arruinado. Y Burgos es mía.

No dije nada sobre su error, y supuse que había querido decir «nuestra». Una semana después entramos en Burgos mientras repicaban las campanas de la catedral. Me puse mi mejor vestido dorado y una corona. Esta vez el gentío clamaba: «¡Viva el rey don Fernando! ¡Viva la reina doña Juana!». Y yo atisbaba la sonrisa de orgullo de mi padre. Debía de ser la misma que había lucido en incontables ocasiones, cuando tomaba una ciudad para mi madre. Me complacía presenciar que contaba con la veneración y el respeto que se merecía, y ver cómo los nobles arrugaban la frente cuando veían cómo éramos recibidos. Era mejor que supieran de antemano que, bajo mi gobierno, Castilla ya no estaría presa de sus tretas y ambiciones.

A las puertas de la catedral, mi padre me tomó la mano y la levantó en alto junto a la suya, provocando el clamor de la multitud.

—Y una vez que hayamos puesto las cosas en orden aquí —dijo mientras yo reía de gozo—, las campanas de Toledo redoblarán anunciando tu coronación.

El otoño dio paso al invierno y el invierno a la primavera. Había mucho que hacer en Burgos pero yo dejé que fuera mi padre quien discutiera con el condestable y con los grandes, mientras yo regresaba a mi palacio con mis hijos. Por primera vez en mucho tiempo pude dedicarme a ser madre. Catalina estaba a punto de cumplir el primer año. Deseaba pasar tiempo con ella y con mi hijo, y disfrutar de la tranquilidad que tan dolorosamente me había ganado. La casa se llenó de risas, y con mi devota Beatriz, Soraya y la anciana doña Josefa, que parecía haber envejecido desde que se hizo cargo de los niños, me dispuse a crear un mundo íntimo.

Mi padre había mostrado un singular cuidado en la educación de Fernando. Mi hijo nacido en España era despierto, inteligente y estudioso, pero no de manera tan evidente como Carlos. Dedicaba las mañanas a vigilar su instrucción, recordando cómo mi madre había supervisado personalmente la educación de mis hermanas y la mía, y lo mucho que ello había influido en nuestro progreso académico. Pero por las tardes insistía en que saliéramos a los jardines a disfrutar del aire fresco.

Él compartía con nosotros muchas historias de los años en que vivió en Aragón y aseguraba que las montañas eclipsaban todo cuanto había visto en Castilla, y que siempre había deseado tener su propio halcón. Mandé llamar a un renombrado halconero de Segovia y le ordené que me trajera el ave perfecta. Y aunque yo temía que la criatura fuera demasiado salvaje para un niño, ésta se encariñó de Fernando como si fuera un gatito. El halconero me aseguró que mi hijo era un cazador nato y ambos se entregaron con gusto a las lecciones de cetrería en los anchos campos que rodeaban el palacio, regalando nuestra mesa con codornices y otros pequeños pájaros.

A veces me reunía con ellos, para lo que llevaba el grueso guante forrado sobre el que, amarrada y encapuchada, el ave aguardaba impaciente a que la desatara para elevarse en el cielo. Me hipnotizaba ver cómo remontaba el vuelo sin el menor esfuerzo, ajena a la frenética algarabía de las criaturas que el halconero espantaba moviendo los arbustos con un palo. Cuando se lanzaba al vacío con letal precisión para capturar su presa contenía la respiración. Me disgustaba el olor a sangre, pero no por ello dejaba de admirar cómo asestaba siempre una muerte rápida y certera.

También disfruté de momentos solitarios en los que hice las paces con mi pasado. Nadie parecía saber qué hacer con el féretro de Felipe. El olor se hizo tan terrible que tuve que dar la orden de cerrar la tapa con clavos y ordenar que el féretro fuera transportado a una capilla en ruinas en los terrenos del palacio, donde descansaba ante un altar cubierto de hojas secas y ramas. Ordené que arreglaran el techo para protegerlo de los elementos, pero aparte de eso, poco más hice. Aunque no creía que quedase nada, salvo la carne muerta, dentro de la caja, todavía encontraba un extraño consuelo en acudir a la capilla por las tardes, mientras todos dormían la siesta. Me sentaba a su lado y a veces acariciaba los tiradores, ahora deslustrados. En algunos momentos también le hablaba de nuestro hijo y de lo guapo que era, y de nuestra hija Catalina, que había heredado lo mejor de ambos en su aspecto y su personalidad. Felipe había ido a un lugar donde las coronas ya no importan y yo deseaba recordarle tal como lo había conocido: joven, hermoso y ajeno a la ambición que nos destrozó.

—Descansa ahora, mi príncipe —murmuraba con los labios pegados al ataúd. Entonces, el olor a muerte desaparecía. Era como si el féretro sólo contuviera recuerdos.

Y no odiaba los recuerdos.

El almirante permanecía en Burgos acompañando a mi padre, pero me enviaba misivas con detalles sobre los acontecimientos que ocurrían en Castilla. Me informó de que había habido muchas riñas y amenazas cuando mi padre anunció su decisión de enderezar el reino juntos. Me contó que el marqués de Villena se había quitado el sombrero con un gesto de reprobación y que había declarado que jamás volvería a estar bajo el yugo de Aragón. Mi padre, añadió el almirante, se mostró curiosamente suave en su reprimenda, dada la relación que había mantenido con la nobleza castellana en el pasado. A su lado, apoyando todos sus movimientos y enfrentándose a los nobles con toda la ira de la Iglesia a sus espaldas, estaba Cisneros, que a los sesenta y siete años de edad había recibido la birreta cardenalicia.

Me sorprendió la noticia de que Cisneros había sido elevado a un cargo de semejante prestigio. Mis antiguos sentimientos hacia él no habían desaparecido y no me entusiasmaba que ahora disfrutase de un poder eclesiástico que en Castilla tenía una importancia clave. Nadie me había informado de que el Papa se planteaba nombrarlo purpurado y respondí al almirante que alguien debería haberme informado en el momento oportuno. Daba por hecho que Cisneros tendría que acudir a la ceremonia de investidura y rogué ser informada con la debida antelación para poder prepararme. Esperaba una respuesta en unos días, pero para mi desconcierto ésta no llegó.

—Me pregunto por qué no se me consultó —comenté a Beatriz una noche durante la cena—. ¿Temían que pudiera protestar porque se elevara a Cisneros a semejante rango? Es posible que lo hubiera hecho, pero no tengo voz ni voto respecto a las recompensas que Roma decide entregar a sus siervos.

No presté la atención a los criados que nos rodeaban, dispuestos para llenar nuestras copas. En cuanto hube aireado mi frustración, me olvidé del asunto y reanudé mis actividades diarias.

Escribí a mi hermana Catalina, en Inglaterra, interesándome por su estado y prometí ayudarla en su lucha por casarse con el príncipe. También escribí a mi cuñada Margarita, pidiéndole que se preparara para enviarme a mis hijas cuando llegara la primavera.

No había sabido nada de ella, ni siquiera unas letras de pésame por la muerte de Felipe. Sabía que Carlos debía permanecer en Flandes, como nuevo heredero de los Habsburgo, y sospechaba que Margarita también se había hecho cargo de él. No sabía si había cogido tanto afecto a mis hijos que guardaba silencio con la esperanza de que no preguntara por ellos. De ser así, lamentaba que tuviera que renunciar a mis tres hijas. Deseaba criarlas con Catalina y Fernando, como mi madre nos había criado a nosotros. No quería que mis hijos se viesen como extraños unos a otros como había ocurrido con Margarita y Felipe, y como a menudo lo eran muchos niños de las familias reales.

Cuando mi padre entró sin avisar en mis aposentos después de meses de ausencia, me encontró preocupada y desprevenida.

—¿Qué? —me espetó mientras la expresión de su rostro revelaba un acceso de cólera—. ¿Qué he hecho para disgustarte tanto que lanzas reproches contra mí en presencia de cualquiera?

Sentadas conmigo, y afanadas en sus labores, se hallaban mis damas. Al mirarlas reconocí mi propia sorpresa reflejada en sus rostros. Con la mano les hice señas para que se fueran.

La risa de mi padre sonó seca.

—No es necesario que se marchen. Ya te has quejado bastante a mis espaldas. Cualquier cosa que digas ahora no será ninguna sorpresa.

Lo miré en silencio mientras Beatriz y Soraya se ponían en pie y nos dejaban.

Deposité mi labor a un lado.

—Padre, ¿qué sucede? Estás enfadado conmigo y no tengo idea de por qué.

—¿De veras? —me miró, con las manos crispadas enfundadas en sus guantes—. ¿Vas a decirme que no te has quejado de que te mantengo, de forma deliberada, ignorante de lo que sucede en el reino?

—Yo… yo nunca he dicho eso.

Se me secó la garganta. En su voz había un tono de dureza y crueldad que no había escuchado antes.

—¿Nunca?

—No.

Se giró para coger la capa y rebuscó entre los pliegues, de donde sacó un pergamino doblado que blandió frente a mi cara. Su puño temblaba.

—¿Qué me dices de esto, eh? ¿No has aprendido que todo lo que dices o haces es importante? ¡Al no consultar conmigo pones en duda tu confianza en mis habilidades!

Durante un instante, que me pareció infinito, me quedé sin respiración.

Mi carta. Había interceptado mi carta.

Una sombra empezó a crecer en los rincones de mi mente. Me obligué a apartar la mirada del pergamino arrugado que sostenía en la mano para mirarlo a los ojos. Me encontré con la mirada inescrutable de un extraño, alguien a quien no conocía.

—No pensé que hiciera falta consultarte sobre mis hijos —dije con delicadeza—. Esa carta va dirigida a la hermana de Felipe y en ella le pido noticias de mis hijas Leonor, Isabel y María. No sé nada de ellas desde hace más de un año y me separé de María cuando sólo era un bebé.

Su mandíbula se crispó.

—¿Para qué queremos otro montón de niñas aquí? —dijo, demostrando que no sólo interceptaba mi correspondencia sino que también la leía—. Necesitarán personal de servicio, dotes. No podemos permitírnoslo. Es mejor dejarlas donde están y que sean los Habsburgo quienes se encarguen de desposarlas.

Sentí un miedo helado. Me levanté y me dirigí a la ventana pasando por delante de él.

—El lugar de mis hijas está aquí, a mi lado —repuse finalmente—. Si no podemos permitírnoslo, economizaré. Te dije que no necesitaba tantos criados y donde comen tres, pueden comer cinco. Si es necesario, mis hijas pueden dormir en mi lecho.

Dio golpecitos en el suelo con la punta de una bota.

—Necesario o no, todo tiene un precio.

—Eso parece.

Me volví para mirarlo y le solté:

—Como el hecho de que tenga que tolerar espías en mi casa. Pero no lo consentiré, padre. No comprendo qué es lo que he hecho para que pienses que necesitas vigilar mis movimientos e interceptar mi correspondencia privada. Tal vez éste sea el mejor momento para que me lo expliques.

Su rostro se transformó en un instante. La rabia se desvaneció como si se hubiera despojado de una máscara. No me gustó la camaleónica rapidez ni el tono conciliador en que dijo:

Madrecita, perdóname. Mi comportamiento es inexcusable.

De repente me falló la voz. No había negado que me había puesto espías. ¿Por qué? ¿Qué temía? Algo cambió entre nosotros, algo que derrumbó la confianza que creía que compartíamos.

—Estoy alterado —añadió—. Siempre he tenido mal genio. Tu madre me censuraba por ello constantemente.

Hizo un alto.

—La culpa la tienen esos malditos grandes. Te digo que carecen de lealtad. He pasado meses en Burgos intentando que entren en razones, pero fue en vano.

Hasta ahí podía comprenderlo. Sabía por experiencia que los nobles de Castilla eran capaces de hacerle rechinar los dientes a un santo.

—¿Qué han hecho esta vez? —pregunté en voz baja.

—Lo de siempre. Dicen que si no cumples las promesas que tu difunto esposo les hizo, encontrarán los medios para hacer que lo lamentes. Quieren lo que tu madre y yo les quitamos, aunque no hayan hecho nada para merecerlo. Parece que tu esposo y ese idiota de don Manuel los adoctrinaron bien. Ahora piensan que cada vez que me ayuden yo debería concederles a cambio un título o un castillo.

Volví a sentarme. Ha sido su temperamento, me dije, ese infame pronto aragonés que mi madre, con toda paciencia, limó durante sus años de matrimonio.

—¡Se atreven a amenazarme! —dijo mientras golpeaba con el puño enguantado la mano abierta—. Ya es hora de que aprendan quién los gobierna. No toleraré que destruyan este reino después de que han actuado a mis espaldas y en complicidad con los Habsburgo. Consintieron que me echaran, pero ahora he vuelto y tendrán que honrarme como corresponde.

—Hablas de la posibilidad de una guerra civil.

Frunció el ceño.

—Más bien de una matanza civil. Los sometí antes y, si es preciso, volveré a hacerlo ahora.

—Pero son miembros de nuestra nobleza con escaños en las Cortes. Si les declaráramos la guerra, violaríamos sus derechos.

—¡No tienen derechos! Conspiran, se confabulan e intrigan sin parar, y olvidan que ésta no es la España de antaño. Puede que Isabel considerara oportuno negociar con ellos, pero yo no lo haré.

Se detuvo abruptamente y después de una pausa agitada, dijo:

—Debes comprender mis apuros. Esos grandes son perros y por el bien de Castilla como perros deben morir.

Sentí que me acaloraba. Estaba harta de poses y prepotencia en el nombre de España. Deseaba frenar aquello antes de que condujera a más calamidades.

—La última cosa que deseo es empezar mi reinado mandando un ejército de españoles a luchar contra españoles. Estoy de acuerdo en que este asunto con los nobles es grave y no ignoro tu frustración, padre. Pero debe de haber otra manera de demostrarles que ahora nosotros tenemos una autoridad más grande en el reino. Tal vez haya llegado el momento de anunciar mi coronación.

Erguí los hombros. Él me miró con fijeza.

—¿Coronación?

—Sí. Hace meses me dijiste que iríamos a Toledo para mi investidura y coronación. ¿Por qué no ahora? Parece el momento perfecto. La nobleza necesita comprender que tiene una reina. No tenemos que celebrarlo por todo lo alto, sólo lo justo para entretener a la gente y recordar a los nobles cuál es su lugar. El almirante me dijo una vez que mi madre siempre insistió en tratar a los nobles de manera firme pero gentil. Dijo que era una de sus…

—Tu madre está muerta —dijo con tono grave—. Ahora gobierno yo.

Me quedé inmóvil. Temí que mi corazón se hubiera detenido para siempre. Debió de ver la expresión de mi rostro, de absoluto horror, dado que se acercó a mí e intentó coger mis manos entre las suyas. Me escabullí.

—No era eso lo que quería decir —repuso—. Era una manera de hablar, madrecita, nada más.

Finalmente respiré. Mantuve la mirada fija en su rostro.

—¡Por todos los santos! Soy un hombre endurecido, desacostumbrado a las sensibilidades femeninas. Me esfuerzo mucho para devolver a este reino algo que se asemeje al orden, y cada vez que vuelvo la espalda, uno de esos nobles intenta rebatirme. Son más traicioneros que los moros, créeme. Y al menos a los moros puedes amenazarlos con la hoguera para mantenerlos a raya.

—Sigo pensando que debemos darles una oportunidad para enmendarse —me oí decir, a pesar del frío helado que calaba mis huesos—. No quiero que se derrame una sola gota de sangre. No beneficiaría a España. Quiero que convoquemos a las Cortes para mi investidura. Luego, si los grandes se resisten, podemos contemplar medidas más duras.

—Si eso es lo que deseas —asintió.

Se giró para recoger su capa y caminó deprisa hasta la puerta. Su mano levantaba la aldabilla cuando logré decir:

—Padre.

Me miró por encima del hombro.

—La carta —dije—, la enviarás a Saboya.

No era una petición, y por la tensión de su rostro supe que lo sabía.

—Por supuesto que lo haré. Todo saldrá bien, ya lo verás.

Sin embargo, mientras se iba, yo dudaba de todo.

Aguardé varios días, durante los que me abstuve de hablar con nadie, excepto con mis damas, y procuré mantener un tono neutral en mis cartas. Dudaba que don Lope, mi secretario, hubiera tenido nada que ver con la interceptación de mi carta a Margarita pero ya no confiaba en que las misivas que enviaba llegaran a su destino.

La cosa no tuvo mayores consecuencias, dado que las cartas requerían mi firma. Pero resultó imposible recuperar la tranquilidad de mi existencia. Con corrosiva precisión, la red de sospechas que había destruido mis últimos años con Felipe volvió a perseguirme y me sentía atrapada como me ocurría cuando él vivía.

Mi hermanastra Juana, por ejemplo, se volvió insoportable. Ella encabezaba el grupo de narigudas mujeres que me atendían en mis aposentos, y mientras que antes las toleraba asignándoles tareas sin importancia, como limpiar las chimeneas y ocuparse de la ropa de cama, ahora las encontraba tan malintencionadas que no podía evitar vigilarlas. Sospechaba que una de ellas, si no todas, eran informadoras y las trataba con una remota formalidad, ya que no podía rechazar sus servicios por completo sin llamar demasiado la atención.

Todas las noches, una vez que mis damas se retiraban, me levantaba y en el silencio de la habitación iluminada por la luna, me paseaba durante horas consumida por las dudas. La sombra desplegó sus malignas alas en mi mente y se hizo más grande y más amenazadora, hasta que temí volverme loca de verdad, ya que no podía decir si lo que sentía era real o si eran sólo las ideas delirantes de una mujer que había sido traicionada demasiadas veces.

Necesitaba asegurarme, por lo que sucumbí a aquello contra lo que había luchado desde que mi padre viniera a verme: llamé a Beatriz y le entregué una misiva sellada.

—Busca un correo de confianza para que haga llegar esto al almirante —le dije—. Debo verlo.

Convinimos en reunimos en el llano, en un bosque solitario al que mi hijo Fernando acudía a menudo para cazar. Necesitábamos protegernos de las miradas curiosas. Esperé hasta la hora de la siesta para ensillar la yegua que guardaba en los establos para mis paseos por los alrededores. Montaba a caballo diariamente para hacer ejercicio, o eso fue lo que dije a mis damas, y por lo tanto nadie pensó nada cuando, acompañada de Beatriz, que montaba su mula, salimos a disfrutar de la tarde.

Una ligera brisa balanceaba las ramas de los robles y los tilos. Del oeste llegaba el salobre olor de los afluentes del Duero. El invierno había blanqueado las llanuras, pero con la llegada del calor veraniego, las flores silvestres y las de retama, amarillas como soles, habían empezado a florecer, y me encontré contemplando el paisaje con una posesiva ternura.

Desmontamos en las estribaciones del bosque. Dejé a Beatriz con nuestras cabalgaduras mientras yo me internaba bajo un susurrante dosel de hojas.

Al principio pensé que no había llegado. Lo único que oía era el murmullo de la brisa y el crujido de las ramitas bajo mis pies. Me acordé de la vez que intenté huir de Felipe, escapando por las salinas, y cerré los ojos un instante para apartar la imagen inesperada de la anónima gitana que había muerto por deseo suyo.

Entonces, lo vi de pie, junto a su caballo amarrado, en un claro veteado por el sol. Me quité el chal que cubría mi cabeza. Casi corrí hacia él, pues bajo la luz de color azafrán su oscura figura parecía un baluarte de esperanza.

—Excelencia, os hemos echado de menos —dije, mientras tomaba mi mano y hacía una reverencia.

—También a vuestra majestad.

Su gentil saludo me conmovió. Escruté sus profundos ojos color cobalto, deslumbrantes en la esculpida palidez de su rostro, y en ellos vi reflejado lo que había temido.

—Mi padre —dije, y mis palabras me causaron amargura— actúa contra mí.

—Sí. Hubiera venido antes pero temía que me mandase seguir y lo impidiese. Cuando recibí vuestra misiva, decidí dar un rodeo. Sospecha de mí. Sabe que habéis depositado vuestra confianza en mí y no está dispuesto a tolerarlo.

Hizo un alto antes de decir:

—Os suplico vuestro perdón. Cometí un terrible error en llevarlo hasta vos. Cuando comprendí lo que intentaba me quejé, le dije que no estabais allí para aprobar semejante decisión y me prohibió veros o mantener correspondencia con vos. No ordenó que me arrestaran por ser quien soy, pero él y Cisneros encontrarán la manera de apartarme. Actúan contra cualquiera que perciben como una amenaza.

—¿Qué… qué es lo que pretende? —me oí decir.

Inclinó la cabeza.

—¿Acaso no me llamasteis por esa razón? Fue a veros, ¿verdad? —pregunté.

—Sí, y estaba muy enfadado. Descubrí que interceptaba mis cartas, pero luego añadió que tenía problemas con Villena. Le dije que reuniera las Cortes para mi coronación.

Guardó silencio durante un largo instante. Luego dijo con un suspiro:

—Por supuesto, eso explica por qué regresó a Burgos tan airado. ¿No os dijo que ha tomado una nueva esposa?

—¿Una esposa? —dije sobresaltada—. ¿Mi padre se ha vuelto a casar?

—Sí. Se ha casado nada menos que con Germaine de Foix, la sobrina del rey Luis. En estos momentos ella se dirige a Aragón.

Germaine de Foix. Recordaba sus ojos negros, su boca fruncida y su voz chillona. Nos conocimos en Francia, donde intentó hacerme pasar de largo la sala donde Felipe y el rey estaban reunidos, y la tuve pegada a mis talones mientras duró mi visita. ¿Por qué mi padre había buscado para casarse a una mujer nacida en una tierra que había despreciado y contra la que había luchado toda su vida?

De repente, se hizo horriblemente claro. Una nueva esposa, otra reina de España.

—Quiere un hijo —dije respirando hondo—. Un heredero para Aragón.

La rabia cambió el tono del almirante.

—Sí. Ahora, vos sois su heredera y vuestros hijos después de vos, pero si tiene un vástago con Germaine, entonces Aragón ya no necesitará a Castilla. Es más, podría suceder lo contrario, que al establecer una alianza con los franceses para reforzar su poder sobre los grandes, éstos no se atrevieran a rebelarse temiendo que Luis enviara un ejército para defenderlo.

—Como Felipe —dije, encogiéndoseme el corazón—. Utiliza a Francia para reafirmar su posición. Pero mis hijos son también sus nietos, herederos por la voluntad de mi madre.

Me detuve. Su mirada sombría se cruzó con la mía.

—¡Vive Dios! ¿Llegaría tan lejos como para apartarlos del trono?

—Llevan la sangre de los Habsburgo. Él y Cisneros están decididos a no dejar que nunca gobiernen aquí. Y eso no es todo, señora. Cuando anunció sus esponsales a los nobles, habló de uno para vos también. Fue entonces cuando elevé mi protesta, ganándome su enemistad.

Me esforcé para guardar la compostura, aunque mi pulso se desbocó.

—¿Sabéis con quién?

Denegó con un gesto.

—No. Pero quienquiera que sea no os favorecerá. Su majestad percibe a vuestros hijos, y por lo tanto a vos, como amenazas. Si sois nuestra reina, entonces deberá prevalecer la sucesión elegida por vuestra madre. A su debido tiempo, Carlos la heredará. Vuestro padre luchará para que esto no suceda con todas sus fuerzas. Ahora desea unir el destino de Castilla al suyo y cuenta con la absoluta aprobación de Cisneros.

Me giré mientras la oscuridad del bosque se cernía a mi alrededor.

—Soy castigada —me oí decir—, soy castigada por lo que hice.

El almirante me cogió por los hombros y, dándome la vuelta, me obligó a mirarlo. Su austeridad impresionaba. Parecía el caballero maldito de un cuento de fantasmas para niños. Y sin embargo nunca me había parecido más hermoso que en aquel momento, cuando dijo:

—Éstas son las ambiciones de los hombres. La culpa es de ellos, no vuestra. No habéis hecho mal alguno.

—No lo comprendéis —susurré—. Maté a Felipe. Lo envenené.

Hallé comprensión en el fondo de sus ojos. Me miró, tomó mis manos y me dijo con total convicción:

—Hicisteis lo que cualquier reina habría hecho. No teníais espada o arma con la que defenderos, y, pese a ello derrotasteis a vuestro enemigo. Sois, sin duda, la hija de Isabel de Castilla. Ella habría hecho lo mismo para salvar su reino. Es su legado, vivo en vos.

Las lágrimas no me dejaban ver cuando levantó mi barbilla y posó sus labios en los míos, como un amante.

—Debéis abandonar este lugar —dijo, susurrando—. Tomad a vuestros hijos, a vuestros criados de confianza y partid lo antes posible a Segovia. Allí os aguarda la marquesa de Moya. Os veré tan pronto como reúna los hombres suficientes. Con algo de suerte, podré convencer a algunos de los nobles para que luchen a nuestro lado. Lucharemos contra vuestro padre y ganaremos Castilla para vos.

Escuché sus palabras, y las sentí en lo más profundo de mi ser. Y en aquel terrible momento supe, con una repentina y profunda certeza, todo lo que tenía que hacer. Siempre había sabido que llegaría la hora en la que sería necesario enfrentarme a mi pasado y a mi futuro, y decidir el rumbo por mí misma. Había sido un peón empujado por los caprichos del destino la mayor parte de mi vida, una niña inocente utilizada para sellar una alianza política y una esposa engañada y manipulada por su corona. Ahora, finalmente, tenía la fuerza para ser la mujer que siempre había querido ser, la reina que mi madre creyó que llegaría a ser.

—No —repliqué. Él se apartó—. No debe haber una guerra. Lo prohíbo.

Se quedó inmóvil.

—Si no luchamos, ganará. Os espera…

—Sé lo que me espera. Lo sabía y he huido de ello desde el día en que fui nombrada heredera de este reino. No seguiré huyendo. Castilla debe ser lo primero. No dejaré que se derrame sangre en mi nombre.

—Mi señora —dijo volviendo a tomar mis manos—, vuestro padre no se detendrá hasta que consiga lo que quiere. Nadie puede ayudaros si no lucháis.

—¿Quién dice que no lucharé? —repuse, sonriéndole con ternura—. Tenéis razón. No se detendrá, no a menos que yo lo detenga. No hay lugar en España que pueda cobijarme. Adondequiera que huya, me seguirá. Pondrá en peligro las vidas de quienes me aman, incluidas las de mis hijos. Y no arriesgaré a mis hijos, ni m quiera por mi trono.

—¡Si queréis sobrevivir, no hay otra manera! Os lo ruego, mi señora, hacedme caso.

—No —repetí, mientras quitaba las manos de entre las suyas, dejando un vacío en mi interior—. Castilla es mi primogenitura, mi legado. Nada ni nadie me lo quitará. Debo mirar a mi padre a los ojos y demostrarle que no sólo soy su hija, sino que también soy la hija de Isabel de Castilla.

Vi cómo dudaba, cómo su boca se tensaba. Entonces, cayó de rodillas delante de mí y le oí decir con la voz quebrada:

—Vuestra majestad sólo tiene que llamarme y acudiré presto a vuestro lado.

Puse mis manos sobre su cabeza y tragué el dolor por esta pérdida final.

—Ahora marchad, excelencia. Salvad vuestra vida y la de quienes confían en vos.

No volví a tocarlo. Me cubrí la cabeza con el chal y empecé a caminar, desandando el camino, en dirección a donde me esperaba Beatriz con las monturas para volver a Arcos y al destino que había decretado para mí misma.

Aunque no miré atrás, sabía que seguía arrodillado, mirándome.

Regresé a la casa, evitando a Juana y a mis otras damas. Al llegar a mis aposentos, mandé que viniera don Lope a verme con papel y pluma. De pie, a mi lado, Beatriz se puso pálida mientras dictaba mis órdenes. Después de apretar mi sello contra la cera, me dirigí a don Lope:

—Se lo entregaréis personalmente. Decidle que lo espero aquí.

Temblando mientras contenía las lágrimas, mi secretario se despidió con una profunda reverencia.

Me volví hacia Beatriz. Nuestros ojos se encontraron y en su profunda mirada leí que habría ido al fin del mundo por mí si se lo hubiera pedido. La abracé con fuerza.

Entonces entré sigilosamente en la habitación de mi hija. Dormía plácidamente, con las sábanas alborotadas, sus rizos dorados despeinados, la frente brillante de sudor. Tuve que llevarme las manos a la boca para no sollozar. Aún era tan inocente, tan desconocedora de la crueldad incomprensible del mundo. ¿Qué le dirían de mí? ¿Quién le contaría la verdad? ¿Qué futuro aguardaba a estos hijos míos, atrapados en la vorágine que era mi vida?

Me incliné sobre ella, aspirando su dulce olor. Mis labios rozaron sus mejillas. Debía hacer esto por ella. Por ella y por Fernando, Carlos, Leonor, María e Isabel. Ellos también eran mi legado. Mi sangre corría por sus venas como también la de Felipe. Ya tendría tiempo para sentir la angustia. En aquel momento debía protegerlos y asegurarles la tranquilidad que yo apenas había conocido.

Pasara lo que pasase, mis hijos deberían sobrevivir.

Llegaron cuatro días después, al amanecer. Un instante antes la casa parecía vacía, salvo por los criados ya despiertos y preparándose para reanudar las tareas diarias. Luego se oyó un alboroto en la sala, el abrir y cerrar de puertas y las fuertes pisadas subiendo las escaleras.

Había pasado despierta casi toda la noche. Beatriz me puso mi toca en la cabeza y me besó las manos. Le acaricié la mejilla durante un momento antes de salir al corredor. Soraya estaba con Catalina y doña Josefa con mi hijo.

Los nobles aguardaban abajo, de pie en la entrada. Reconocí al condestable tuerto, al feroz Villena y al sudoroso Benavente. Se detuvieron. Me devolvieron la mirada y luego hicieron una reverencia al unísono, como si presentarse al alba y sin previo aviso fuera la cosa más normal del mundo.

Momentos después entró mi padre, con la capa de montar ondeando detrás de él. Me miró.

—Padre —dije calmadamente, y bajé las escaleras—, te esperaba. ¿Nos retiramos a la sala? Tendrás sed.

Me acerqué y lo besé en la mejilla.

Evitó mi mirada. Con un gesto despachó a los nobles.

Lo guié hasta la sala. Una camarera con cara de sueño se apresuró a coger la jarra de vino y la depositó en la mesa. Le serví una copa y se la di. Él la cogió, sin mirarme.

Todavía hay tiempo, me dije. Sólo ha traído a algunos de sus hombres. No he visto ningún guardia. Si deseara hacerme daño, no habría venido así.

Ahogué una repentina carcajada.

—Hija —dijo finalmente y me señaló una silla—. Será mejor que tomes asiento. Traigo noticias importantes.

Mi corazón empezó a latir más rápido. Obedecí, como había hecho tantas veces cuando era una niña.

Me miró en silencio. Levantó su copa como si fuera a beber y luego cambió de opinión y la depositó en la mesa.

—He venido a verte… —empezó a decir y se detuvo.

Se aclaró la voz. Me resultaba extraño que, después de todo lo que yo sabía, de lo que él sabía, se mostrase tan esquivo.

Entonces lo soltó, de forma tensa y brusca:

—Existe un descontento entre nosotros que podría frustrar el adecuado gobierno de este reino y suscitar la traición. No lo toleraré.

Reuní fuerzas, contrayendo el estómago. Había oído esa historia del descontento demasiadas veces antes.

—¿Estás seguro? ¿Quién tendría razones para conspirar contra ti?

—¿Acaso lo dudas? —gritó.

De repente pensé en mis hijos, que estaban en el piso de arriba. Si fingía conformarme, si pretendía ser la hija sumisa y acomodaticia por la que siempre me había tomado, si lo convencía de que no representaba la menor amenaza, tal vez me dejaría en paz por el momento, un día más para estar con Catalina y mi hijo, un día más de libertad.

De nuevo, sentí el deseo de soltar una carcajada salvaje, pero me obligué a decir:

—No lo dudo. Sólo deseo saber por qué crees que alguien conspiraría contra ti.

—Es bueno que no dudes —repuso, ignorando mi pregunta.

Se paseó por la sala mientras todo su cuerpo emanaba tensión. Se detuvo. Aunque no podía verle los ojos, sentí que los dirigía a mí.

—¿Qué dirías si te dijera que un rey ha pedido tu mano en matrimonio?

Ahí estaba. Por fin. No respondí.

—Pero, no un rey cualquiera —añadió, y además tuvo la audacia de reírse—, sino uno que goza de gran respeto y prosperidad.

—¿De veras?

Apenas podía oír mi propia voz.

—¿Y quién es ese gran rey?

—El rey de Inglaterra.

Me quedé completamente inmóvil. Al principio me negué a creer lo que había oído. A punto de estuve de lanzar una carcajada de asco. Era una broma. Tenía que serlo.

—¿Enrique Tudor muestra interés por mí?

—Así es. Según parece quedó prendado de ti durante tu breve visita a Inglaterra. En aquel momento, por supuesto, semejante proposición estaba fuera de lugar. Estabas casada y él era viudo. Pero ahora dice que no puede pensar en otra cosa y que, después de muchas deliberaciones con sus consejeros, ha decidido abandonar su estado de viudez y ofrecerte un lugar a su lado como reina.

—Ya veo —dije con los dedos entrelazados sobre mi regazo—. Confío en que le hayas dicho que eso es imposible.

Entrecerró los ojos. Reconocí aquel tic suyo tan revelador.

—La verdad es que no le dije nada parecido.

Entonces se abalanzó sobre mí de forma tan repentina que aplasté la espalda contra el respaldo de la silla. A medio camino se detuvo, cogió su capa y sacó un sobre de ella. Lo arrojó a mi regazo.

—De su majestad Enrique VII. Escribe bien para ser inglés. Te sugiero que lo leas.

No toqué el pliego.

—No me interesa lo que tenga que decir.

Mi padre volvió a reír, sólo que esta vez su sonrisa sonó fría.

—Yo en tu lugar no me precipitaría. Es posible que con tiempo y algo de reflexión, encuentres que la propuesta tiene su valor.

De repente, empujé la silla hacia atrás y me levanté. El pliego cayó al suelo.

—Me ocuparé de que preparen algo de comer. Sin duda tendrás hambre después de cabalgar hasta aquí.

Estaba a punto de marcharme cuando añadió:

—Será una boda doble.

Me quedé inmóvil.

—Sí. Dice que si consientes en casarte con él aceptará que tu hermana se despose con su heredero, el príncipe Enrique. Piensa en ello. Serás reina de Inglaterra y cuando fallezca tu esposo, Catalina ocupará tu lugar. Dos infantas en el trono inglés. Una alianza de por vida con España, sin mencionar la promesa de que dispondrás de unas rentas considerables como su viuda real y un lugar permanente en la corte de su hijo. No es un mal plan, diría yo. Mejor que vivir aquí con el ataúd de tu difunto esposo apolillándose en esa capilla.

Me giré en redondo.

—Pero no mejor que desposarse con Francia.

Me miró sorprendido.

—Sí —dije—. Estoy al tanto de tu casamiento con Germaine de Foix. Puedes hacer lo que te plazca con tu persona, padre, pero no con la mía. ¿Cómo te atreves a presentarme a mí, reina de Castilla, una propuesta tan degradante, utilizando a mi hermana, tu propia hija, como cebo?

—Me limito a citar los hechos.

Su voz se endureció para afirmar:

—Y aquí van algunos más, para que los consideres. Necesito apoyo extranjero y mi alianza con Francia me lo suministrará. Y también la inglesa. Y los grandes no padecerán el suplicio de ser gobernados por una mujer no desposada. Eres reina sólo de nombre y por mi propia gracia. De no haber sido por mí, habrían acabado contigo hace años.

No había el mínimo atisbo de compasión en su voz, ni rastro de simpatía. Hablaba como si yo fuera un problema que hubiera que despachar, un inconveniente para el que se le había agotado el tiempo o la paciencia.

Mientras, yo lloraba en silencio por la destrucción de las ilusiones de mi juventud, de mi amor por ese hombre que siempre había ocupado un lugar tan importante en mi vida, y otra parte de mí se endurecía, convirtiéndose en piedra.

Nada había cambiado en lo que a él se refería. Esperaba que hiciera lo que a él más le convenía. Igual que me había convencido para abandonar España y marchar a Flandes, ahora me enviaría a Inglaterra. Sólo que esta vez quería que me fuera para poder robarme mi trono.

No aparté los ojos de él.

—No pensarás que accederé alguna vez a semejante monstruosidad.

—No te queda nada más. Cisneros y yo pensamos que ya ha llegado el momento de que asumas el lugar que te corresponde.

—Castilla es el lugar que me corresponde. Enrique Tudor negó a Catalina las comodidades más básicas. Jugó con ella mientras madre se hallaba moribunda. Nunca me casaré con él. La sola idea me insulta.

Me miró impasible. Luego dio unos pasos y recogió el sobre del suelo.

—Mentí. Hay otra persona que desea ese matrimonio, y más aún, que lo necesita —dijo entregándome el sobre—. Deberías leerla antes de decir nada más de lo que más tarde te arrepientas.

Lo cogí. El sello estaba roto pero reconocí los castillos derruidos y el león de España. Cuando desplegué el pergamino, encontré unas líneas escritas con desesperación que parecieron desgarrarme como si fueran zarpas.

Mi querida hermana:

Te escribo porque dijiste que si pudieras harías todo lo que estuviese en tu poder para ayudarme. Me encuentro a merced de este rey inglés que, como ya sabes, me ha negado toda condición y apropiado rango social en esta corte, y que me trata como si fuera una lacra que ha llegado a sus costas. Ahora, sin embargo, después de años de repudio y humillación, me ha informado de que desea que seas su nueva esposa y reina, y que si aceptas su proposición permitirá que el príncipe Enrique y yo reanudemos nuestro compromiso. Te suplico, Juana, por el amor que me tienes, que consideres mi suplicio. Jamás una infanta de Castilla ha caído tan bajo como yo. Pero tú puedes salvarme. Puedes venir a Inglaterra, donde viviríamos juntas como hermanas, como ya hicimos en nuestra niñez. No te faltará nada. Te lo prometo, ni siquiera cuando muera el rey. Ahora que eres viuda y que nuestro padre me informa de que, en lugar de ocupar el trono, preferirías buscar un lugar de descanso, yo te lo ofrezco a mi lado. Te necesito más que nunca, Juana.

Con todo mi afecto,

TU HERMANA CATALINA.

El silencio duró una eternidad. De pie, con la misiva en las manos, vi a mi hermosa hermana reducida a tal sufrimiento que se rebajaba a jugar el papel de la suplicante maquinadora.

Y sin embargo, pensé que podía ir a Inglaterra. Podía aceptar y así poner fin a todo. Podía llevarme a mi hija, y tal vez a mi hijo, y nunca mirar atrás. Podría desposarme con un hombre cuya esperanza de vida no sería muy larga, y que cuando muriera me convertiría en una reina viuda con toda una vida por delante. Todavía era joven. Aún tenía años por delante para labrarme una nueva existencia.

Como si estuviera muy lejos, oí decir a mi padre:

—Eres su única esperanza. Sólo tienes que firmar un decreto por el que renuncias voluntariamente al trono. Y yo gobernaré España como regente hasta que tu hijo Carlos alcance la mayoría de edad. Podrás marcharte con la conciencia tranquila.

«Renunciar voluntariamente al trono».

Mentía. Nunca tendría la conciencia tranquila. Si renunciara a mis derechos, renunciaría a la sucesión de Castilla. Ni siquiera las Cortes serían capaces de detenerlo. Lo entregaría todo a Aragón y al hijo que esperaba tener con su nueva reina francesa. Mis hijos quedarían inhabilitados para siempre y mi lucha por salvar España, quebrantada.

De repente escuché a mi madre como si la tuviera a mi lado: «el bien se pierde frente a la ambición».

Lo miré. Me pareció que era la primera vez que lo veía, como si fuera alguien que se parecía y hablaba como mi padre, pero cuya naturaleza era gélida y despiadada.

—Cisneros y yo hemos dedicado muchas horas a negociar estos matrimonios —añadió—. Como yo, ha consagrado su vida a este país. Con mi unión con Germaine y la tuya con el monarca inglés, acallaré a quienes se atrevan a decir que yo, Fernando de Aragón, no soy digno.

Dejé que el pergamino mancillado con la vergüenza de mi hermana se escurriese de mis dedos entumecidos. ¿Cómo iba a renegar, aunque fuera un solo instante, de mi propia sangre?

—Éste es mi reino —repliqué—. Lloro por Catalina, porque no tiene otro recurso, pero no puedo ayudarla. No, de esta manera. No quiero volver a oír una palabra sobre esto.

Arremetió contra mí. Durante un terrorífico instante, pensé que podría golpearme mientras me cogía del brazo con los ojos ennegrecidos de rabia.

—¡Cómo te atreves a hablarme como si fuera tu lacayo! —dijo entre dientes—. ¡Ahora soy yo quien manda aquí, no tú! Y desde hoy en adelante, ¡harás lo que yo te ordene!

Sus palabras cayeron sobre mí como una losa. Pero en aquel momento, no sentí miedo. Entonces comprendí lo que nunca antes había visto, la última y terrible verdad: mi padre no luchaba contra mí, luchaba contra un fantasma.

Todos esos años en los que vivió a la sombra de mi madre, cuando burlonamente le llamaban «el aragonés que vive bajo las enaguas de Isabel», le impedían olvidar o perdonar. Había esperado a que llegara el momento oportuno de reclamar lo que consideraba suyo, después de años de inclinarse ante el trono de mi madre. Había esperado y observado sin hacer nada mientras Felipe me perseguía sin mover un dedo para impedirlo, no porque no pudiera intervenir sino porque nunca había formado parte de su plan.

«No tiene nada que ver con el amor. De lo que dudaba era de su habilidad de vivir bajo la sombra que yo proyectaba sobre él».

Ahora había llegado su hora. Pulverizaría una vida, apagaría para siempre la luz invencible que había eclipsado la suya. Yo sólo era un obstáculo en su camino. Era a mi madre a quien deseaba castigar, a ella y a todo lo que ella representaba. Había sido ridiculizado, insultado y humillado. Nunca permitiría que volviera a pasar.

Me soltó. Bajo la manga sentí que me ardía el brazo.

—Por última vez —dijo con voz grave—, ¿abdicarás y harás lo que yo diga?

Retrocedí un paso.

—No. No abandonaré mi reino ni desheredaré a mis hijos. Si abdico, todo lo que mamá quería se perderá. No la traicionaré.

—¡Entonces me traicionas a mí! —gritó—. ¡Traicionas a tu padre!

Un zumbido invadió mis oídos. Di otro paso atrás, pero no sentía los pies.

—Parece que no te encuentras bien —dijo y habló con la intención de herir, de mutilar, de matar—. Te imaginas cosas. Esas fantasías a las que ya te entregabas en la niñez han acabado por afectarte. Si no quieres desposarte y llevar una vida normal, es que debes de estar loca. Debes ser conducida a un lugar seguro, lejos de este cementerio que tú llamas hogar.

Apreté las manos mientras mi cuerpo empezaba a temblar.

—Haz lo que quieras —susurré—, pero hagas lo que hagas conmigo no te servirá de nada. Sigo siendo la reina. Y un día un hijo será rey. Un príncipe con la sangre ile los Trastámara y los Habsburgo. Él construirá un imperio más grande que ninguno de los conocidos hasta ahora y conseguirá todo lo que he soñado para España y más.

—Mujer sin luces —maldijo—. Es un Habsburgo y sólo construirá lo que convenga a sus intereses. Y cuando lo haga, mi sangre, la sangre de Aragón, estará aquí para detenerlo.

Dio media vuelta y abandonó la sala.

Le oí dar órdenes. Me di la vuelta y tropecé con el dobladillo de mi falda. Al mirar más allá de la escolta de guardias que flanqueaba la puerta, reconocí al condestable bajando las escaleras, cargado con un escurridizo bulto al hombro como si fuera un saco de patatas.

Grité. Un hombre delgado vestido de escarlata se separó del grupo de guardias y se acercó a mí. Me miraba con la fijeza y la intensidad de un raptor. Era el marqués de Villena, el hombre a quien mi padre había llamado traidor.

—Alteza —dijo, e hizo una reverencia quitándose el sombrero y dejó ver la abundancia de su cabellera negra, que los años no habían rebajado ni encanecido. Era como si hubiera hecho algún pacto secreto para conservar la juventud. Ese hombre, que supuestamente había traicionado a España para beneficiar a Felipe, servía ahora a mi padre.

—Apartaos de mi camino —dije apretando los dientes—. Apartaos, válgame Dios. ¡Os lo ordeno!

Me miró desdeñosamente.

—Si vuestra alteza no obedece me veré obligado a utilizar medidas más drásticas.

Me arrojé sobre él y le arañé la cara. Mientras se apartaba, llevándose una mano a la mejilla herida, vi que los guardias vacilaban. Eché a correr. Nadie se atrevió a ponerme las manos encima cuando me abalancé hacia las escaleras pasando entre ellos, mientras un gemido de dolor brotaba de mi garganta.

De pie, en lo alto de la escalera, estaba doña Josefa con mis damas. Tenía el rostro bañado de lágrimas. Me giré a toda velocidad y corrí hacia la puerta abierta a tiempo de ver cómo el condestable y los otros nobles se subían a sus corceles. Mi padre aguardaba en las puertas con sus manos enguantadas tirando de las riendas de su caballo para que se plantara. Sentado delante de él, cogido al pomo de su silla, estaba mi hijo.

Al verme, gritó:

—¡Mamá, no dejes que me lleven!

Abrí la boca para gritar, para chillar, pero lo único que pude hacer fue estirar los brazos con un gesto de muda súplica.

Mi padre me miró. Entonces espoleó las costillas de su montura y se marchó al galope. Los nobles lo siguieron, dejando una nube de polvo suspendida en el patio vacío.

Detrás de mí oí acercarse a Villena y a la guardia.