Después de mi negativa pública a hacer el juramento, don Manuel y Felipe se vieron en un dilema. Se sentían inseguros respecto a cómo proceder, e incapaces de ordenar mi confinamiento por miedo a que se dijera que era tratada con crueldad sin razón aparente. Toda La Coruña había visto que actuaba con bastante cordura. Y por ello, cada noche nos reuníamos con gente como si no hubiera ningún problema, aunque yo podía ver en el ceño de Felipe y los frenéticos murmullos que don Manuel le soltaba al oído y que presagiaban que no iban a darse por vencidos. Cuando empezaron a llegar los primeros nobles castellanos con sus vasallos y criados, quedó claro que como yo había elegido las palabras para dejar claro mi papel de heredera legítima de mi madre y reina con decoro, ellos habían elegido el camino de la fuerza.
Durante su visita, don Lope me había advertido que los grandes buscaban su propio beneficio. Por lo tanto no me sorprendió que los que vinieron intentaran recoger las recompensas de mi esposo y de don Manuel. No obstante, su presencia obligaba a Felipe a sentarme a su lado, desde donde yo obsequiaba a cada uno de ellos con una graciosa sonrisa, y en especial cuando el marqués de Villena, que fue a recibirnos a la frontera en nuestra primera visita a España y que ahora hacía campaña activamente contra mi padre en Castilla, llegó con su aliado, el pelirrojo y rubicundo Benavente. Me costaba trabajo creer que tres años antes había cenado con aquellos mismos nobles tras haber cruzado los Pirineos. También noté que Benavente parecía desconcertado cuando le pregunté por mi hijo, el infante Fernando, a quien había dejado al cuidado de mi madre. Farfulló que el niño estaba bien y que mi padre lo había conducido a Aragón, después de la muerte de mi madre.
Villena, con su elegancia sibilina de siempre, se limitó a sonreír.
Don Manuel se ocupaba de traducirle todo lo posible a Felipe. A la mención de nuestro hijo, a quien no había conocido, se sentó recto y dijo en incomprensible español:
—¡Entonces el rey de Aragón ha cometido un grave insulto contra mí, pues el infante no es su hijo!
Guardé silencio, lo mismo que Villena y Benavente. Me tranquilizaba saber que mi hijo estaba a salvo, aunque eso significara que podría no verlo durante algún tiempo, dado que mi padre había ordenado trasladarlo a Aragón por su seguridad. Al menos Felipe no intentaría utilizarle como un arma. Sabía que la sucesión ideada por mi madre citaba a nuestros hijos como herederos después de mí. No servía a sus intereses tener un príncipe nacido español bajo la tutela de mi padre, y así lo reveló su arranque de ira.
El almirante no hizo acto de presencia. Cuando pregunté por él, Villena contestó que no había visitado la corte desde que acompañara el féretro de mi madre a su tumba en Granada. Fuera o no el dolor lo que lo había mantenido alejado, la ausencia del almirante dejaba clara su posición. No obstante, aquellos que habían venido, llenado nuestro alojamiento y consumido nuestros víveres, precipitaron la decisión de don Manuel y de Felipe de ordenar nuestra partida.
Y así fue como, dos semanas después, abandoné mis aposentos flanqueada por Beatriz y Soraya, y salí a un patio bañado de sol donde me esperaban los caballeros españoles y el ejército de mi esposo. Me cuidé de ocultar mi consternación al encontrarme con los nobles montados en sus caballerías, rodeados de sus hombres. Sentí una furia casi abrumadora ante su insolencia. Que se atrevieran a desacatar el edicto de mis padres según el cual ningún noble podía reunir a sus vasallos armados sin autorización, demostraba que ahora se sentían por encima de la ley.
—Contemplad a los traidores. ¿No sienten vergüenza? —me susurró Beatriz.
Lo hice. Es más, no aparté mis ojos de ellos. La exhibición de su poder no era sólo por mí sino también por Felipe, si hubiera sido lo bastante sabio para reconocerlo. Los grandes declaraban así que no reconocían poder alguno por encima del suyo, en espera del momento en que pudieran reclamar sus derechos feudales y arrastrarnos al desorden y al caos.
De repente vi a alguien a quien no esperaba. Se hallaba ligeramente separado de Villena y Benavente. Un hombre de hombros enormes, montado a horcajadas en un corcel pinto árabe que casi parecía demasiado pequeño para sostenerlo. Llevaba un manto con capucha, y antes de que desviara la mirada vi la cicatriz que cruzaba su ojo derecho, sellándoselo. Era el yerno de mi padre, el condestable de Castilla, casado con Juana, mi hermana bastarda, y el último hombre a quien esperaba ver. ¿Por qué no se había presentado formalmente? ¿Y qué hacía allí, escondido entre las filas como si se tratara de un vulgar criminal? ¿Le había enviado mi padre a vigilarme? ¿Sabían Felipe o don Manuel que se encontraba allí?
Una mirada rápida a mi esposo me convenció de que no. Pero el condestable sabía que lo había visto y me devolvió la mirada sin reacción visible, antes de que su único e inquietante ojo se posara en mis holgados ropajes como si pudiera adivinar mi secreto.
Me alejé de él y me dirigí a la yegua que me esperaba. Soraya y Beatriz cargaron nuestras valijas en un carromato. Montado sobre su caballería, Felipe levantó la mano.
El enorme séquito se puso en marcha.
Miré por encima de mi hombro. Como una culebra de acero, el ejército de Felipe serpenteaba por el camino hasta muy lejos, con sus filas aumentadas por los nobles castellanos y sus hombres. No había visto semejante ejército desde que mis padres emprendieron la cruzada contra los moros. Mientras volvía la mirada con resolución al camino, reprimí un atroz estremecimiento de miedo. No podía dejar que aquella muestra de poder me intimidara.
Pronto llegaríamos a Castilla, donde volvería a reunirme con mi padre y opondría resistencia.
Pese a sólo estar en mitad de la primavera, el calor era intenso. Todos los días el sol iluminaba un cielo limpio de nubes y blanqueaba la mismísima tierra. Mientras atravesábamos la escarpada cordillera que separaba las provincias gallegas de Castilla, los valles en barbecho del norte se rendían ante las áridas escarpaduras, donde los pinos atrofiados apenas echaban raíces y los halcones, volando incesantemente en círculos, proferían sus gritos estremecedores. Si hacía tanto calor allí, Castilla sería un horno, pensé sonriendo a pesar de todo. Semejantes temperaturas no habían sentado bien a los flamencos la última vez que estuvimos en España. Viajar en condiciones tan extremas sólo podía suscitar desacuerdos.
Estaba en lo cierto. Al cabo de unos días hubo altercados entre don Manuel y nuestros orgullosos nobles, ninguno de los cuales apreciaba al embajador advenedizo que se colgaba de Felipe como si fuera un perrito faldero y lo mantenía alejado como si ya fuera un rey ungido. En el tiempo que había pasado en el extranjero, en medio del excesivo protocolo de la corte imperial y de la francesa, don Manuel había olvidado que en España nuestros nobles se sentían igualmente orgullosos de su sangre y estaban acostumbrados a acercarse a su soberano sin excesivas ceremonias. La asidua protección que brindaba a la persona de Felipe, y la disposición de éste a dejarlo actuar como asesor personal y guardián, no le granjeaba al embajador las simpatías de los nobles caballeros, a algunos de los cuales se les oyó amenazar con apuñalar a don Manuel.
Una noche, mientras mis damas y yo esparcíamos lavanda seca sobre el suelo alfombrado de mi tienda para mantener nuestro ambiente libre de pulgas, oímos gritos que provenían del campamento de Felipe. Envié a Beatriz a investigar. Regresó con una amplia sonrisa.
—El marqués de Villena está furioso con don Manuel. Parece que, a cambio del apoyo del marqués, se le prometió la devolución de un castillo que sus majestades tomaron durante la Reconquista. Pero ahora don Manuel asegura que no habrá gastos en castillos o tierras hasta que su alteza sea investido rey por las Cortes y reclame el tesoro real.
Sonrió.
—Princesa, he creído que Villena sacaría su espada y cortaría en dos a don Manuel. ¡Y Benavente es un ogro! Ha cogido a don Manuel por la camisa y lo ha zarandeado hasta que el embajador ha gritado. Vuestro esposo, el archiduque, ha tenido que intervenir y entregar a Villena una copa de oro de su mesa y a Benavente una bandeja.
—Vaya —dije—, de modo que ahora mi esposo regala su vajilla.
Bien. Que se roben unos a otros. Cuanto mayor sea la discordia entre ellos, mejor para nosotras.
Me conformé. Podía permitirme esperar. Las condiciones primitivas de las que los flamencos ya habían empezado a quejarse no me alteraban. Cabalgar todo el día bajo un sol de justicia y en medio de una nube de polvo levantada por miles de pezuñas, armar el campamento al anochecer, alimentarse de frutos secos y hervir agua para beber eran incomodidades a las que me había vuelto inmune durante los años en que mis padres mantuvieron la cruzada contra los moros. Ocultar mi preñez durante otro mes o más sí sería un reto difícil, pero me confortaba el hecho de que Felipe y don Manuel se enfrentaban a otros problemas mayores.
Los campesinos gallegos, por citar uno, casi fueron su perdición. Don Manuel los había contratado para ocuparse de la caravana de carros cargados con armas, las mejores galas, y otros artículos. Una noche, los gallegos desataron sus bueyes mientras dormíamos y se esfumaron. La guardia flamenca ocupó el lugar de los gallegos, pero no antes de que hubiera una salva de recriminaciones entre ellos y los siervos de los nobles, quienes, con su acostumbrada arrogancia, se negaron a ayudar con los carros.
Luego, al entrar en León, los suministros de víveres se volvieron inalcanzables, o alcanzables sólo a un precio exorbitante. En silencio, me regocijaba viendo a Felipe cabalgar furioso. Estaba empezando a ver el otro lado de este reino que había codiciado, la sospecha insular hacia los extranjeros y su codicia de dinero. A punto de estallar, recriminó a los grandes y les ordenó que trataran con aquella gente tan obstinada, alejándose aún más de los nobles, pues ¿a quién, salvo a un Habsburgo, se le ocurriría dar órdenes a españoles de sangre azul como si fueran lacayos?
En la ciudad de Sanabria, Felipe ordenó que nos detuviéramos. Habíamos llegado a la orilla de Castilla después de semanas de viaje, y Felipe declaró que necesitaba descanso. Requisó la casa más cercana. A mí y a mis damas nos reservó la habitación del piso de arriba.
Aquella noche, mientras estaba de pie en la bañera de cobre, cubierta por una camisola ancha, mientras Beatriz me lavaba para despojarme de la mugre y del polvo del viaje, la puerta se abrió de golpe y Felipe irrumpió en la habitación. No me molesté en cubrirme con los brazos. Era demasiado tarde. Tras un rápido vistazo a mi figura redondeada, exclamó con tono triunfante:
—¡Lo sabía! Estás preñada tal como pensaba don Manuel. Esta noche cenarás conmigo para que pueda anunciar la buena nueva.
—¿Cenar contigo? —dije saliendo de la bañera y cubriéndome con la bata que me ofrecía Soraya—. Creo que no. Estoy muy cansada y no estoy de humor para charlar.
—Lo harás de todas maneras. Necesito que todo el mundo vea que no estás retenida contra tu voluntad.
En el momento en que las palabras salieron de su boca, vi que se arrepentía de ellas. No era su intención que supiera que ahora que nos encontrábamos en el umbral de mi reino no sabía cómo lo recibirían. Esto explicaba por qué él, o más bien don Manuel, había decidido que nos detuviéramos en aquel pueblo miserable, en lugar de proseguir el camino a Castilla. ¡A saber qué recepción nos esperaba allí!
Lo miré con ojos objetivos. Noté en una vena visible en la sien y la tosquedad de su piel quemada por el sol, que delataba su afición creciente por el alcohol. A Felipe no le sentaban bien esas condiciones. Pese a su aspecto, era un hombre mimado, criado para los salones y las cacerías, no para soportar duras pruebas en las montañas y en medio de un calor sofocante.
—¡Oh! —exclamé finalmente con deliberada aspereza—. En ese caso, por supuesto que cenaré contigo. No queremos que mi padre piense que se abusa de mí.
Felipe frunció el ceño.
—Aseguraos de que no falte —dijo apuntando con el dedo a Beatriz.
La casa era una sencilla morada de madera, cuyo salón central se utilizaba para dar cobijo tanto al ganado como a las personas durante los recios meses de invierno. No era precisamente el escenario para una cena de la corte, y sin embargo, cuidadoso de las formas, don Manuel buscó la manera de reforzar el estatus principesco de mi esposo ordenando sacar los mohosos tapices de los baúles para colgarlos de las paredes. También mandó adornar la gastada mesa con la vajilla de oro y que los subalternos se vistieran con sus mejores galas. Acentuaban así la diferencia con los nobles españoles, ninguno de los cuales había visto la necesidad de refrescarse después de un duro día de cabalgar. Simplemente se sentaban a la mesa con sus jubones manchados de tierra y sus botas polvorientas, muy separados de los flamencos.
Aparecí vestida con un traje azul celeste, el cabello suelto y el rubí de mi madre colgado del cuello. Los nobles se levantaron al unísono e hicieron una reverencia. Ocupé el asiento vacío, al lado de Felipe. ¿Mi conducta hasta entonces había sembrado la duda? ¿Empezaban los nobles a cuestionarse su voluntad de aliarse con Felipe y su servil asesor? Me encontré examinando sus rostros uno por uno. Empecé por Villena, que arqueó su depilada ceja y me obsequió con una implacable sonrisa. Había visto durante nuestro viaje que, pese a ser tan banal como cualquier flamenco en cuanto a su aspecto, gozaba de la incansable constitución de un verdadero noble español, nacido para montar su caballería.
El corpulento Benavente se sentaba a su lado. No divisé al gran condestable por ninguna parte. De no confiar en mí misma, habría pensando que haberlo visto aquel día en el patio había sido una traición de mi imaginación.
Los criados trajeron bandejas de queso fresco, aves sofritas y carnes asadas antes de la reunión. Mientras comíamos, Felipe me habló sin mirarme:
—Posiblemente te gustará saber que tu padre se ha dignado, finalmente, a enviar recado. Desea que nos apresuremos a llegar a Toledo para que podamos ser investidos por las Cortes. Tu hijo lo acompaña.
Mi corazón se aceleró. Mantuve la mirada fija hacia delante.
—¿Qué? —añadió Felipe—. ¿No tienes nada que decir? Esperaba que te alegraras mucho de saber que tu querido padre y tu hijo español han preguntado por ti.
Me sentía como un animal que presiente, pero no ve, el cepo de hierro que tiene bajo sus patas.
—¿No deseas conocer nuestra respuesta? —preguntó mientras llevaba la mano bajo la mesa y me cogía un muslo—. Le he dicho que nos apresuraremos y le he ordenado que se reúna con nosotros en Castilla, donde asumiremos nuestros tronos y él renunciará formalmente a todos sus derechos al reino.
Paladeé mi propia sangre allí donde mis dientes habían mordido mi labio. Debí haberlo imaginado. Había encontrado la manera de que mi actitud se volviese en mi contra. ¿Cuántas noches habría pasado don Manuel, dilucidando el problema con la tenacidad de una rata? Se ocuparía de despachar a mi padre y de que pareciera que me daba su título para apaciguar a las Cortes y a cualquier otro que pudiera mostrarse reacio a impugnar la voluntad de mi madre, pero yo nunca gobernaría.
Sospeché que Felipe deseaba que explotase, que cogiera mi copa y se la arrojase en un acceso de furia. Le estaría bien empleado si mostrase mi desquiciada sangre de familia. Pero no le daría el placer. Al precio que fuera, no interrumpiría esta cena hasta el final.
Sus dedos se hundieron en mi carne. Con la sonrisa congelada en mis labios, dije en voz baja:
—Mi padre no accederá nunca. Nunca permitirá que le robes lo que no te pertenece.
—Eso ya lo veremos.
Me soltó, cogió su copa y se puso de pie.
—Vuesas mercedes —dijo imponiendo inmediato silencio en la sala—, propongo un brindis.
Levantó su copa.
—Un brindis por mi esposa, la reina, que lleva en su vientre a mi hijo.
Los flamencos estallaron en un fervoroso aplauso. Los nobles permanecieron en sus asientos, quietos. No pude fijarme en sus expresiones, aunque sabía que algunos debían de haber recibido la noticia con placer. Era más fácil enfrentarse a una reina preñada. Si todo les salía a pedir de boca, Felipe derrotaría a mi padre y yo les haría un favor si muriera al dar a luz, como hacían muchas mujeres. Así tendrían al estúpido Habsburgo en sus manos y a toda Castilla a su disposición.
—¡Vamos! —oí decir a Felipe a modo de reprimenda—. ¿Es ésta manera de recibir semejante noticia? ¡Que se levanten vuesas mercedes! ¡Levantaos! Un hijo es una bendición. Brindemos por su salud y, por supuesto, por la de su alteza, mi esposa.
El chirrido de los bancos arañando el suelo de tablas hirió mis oídos. Los caballeros se pusieron de pie y sus copas en alto brillaron a la luz de las antorchas que colgaban de las paredes.
Felipe agitó la mano.
—Doy las gracias a vuesas mercedes. Su alteza, como seguro comprendéis, está agotada por nuestros viajes.
Hizo un gesto a los guardias, estacionados muy cerca.
—Escoltad a su alteza a sus habitaciones. No debemos privarla de un merecido descanso.
Alzando la barbilla, me puse de pie. Mientras caminaba entre los guardias, prisionera una vez más, no pude evitar mirar a Villena.
Para mi desasosiego, la mirada que me devolvió era casi de lástima.
Tan pronto como llegué a mis aposentos, me permití ventilar mi ira.
—Ha enviado recado a mi padre de que deseamos verle en Castilla —dije girándome hacia Beatriz—. Debemos avisarle de que se trata de una trampa.
—Su majestad no accederá —repuso—. Seguramente, él mejor que nadie sabe de lo que es capaz vuestro esposo.
—Sí —contesté rápidamente—. Vio quién era Felipe cuando estuvimos en España. Y esta noche no he visto al condestable en la mesa. Se ha ido. Estoy segura de ello. Tal vez haya ido a informar a mi padre.
Hice un alto.
—Pero ¿qué le dirá? Todos los grandes testificarán que viajo con ellos. A nadie parece importarle que no pueda ir al excusado sin permiso de Felipe o de don Manuel.
—Su majestad lo sabrá igualmente —insistió Beatriz.
Miró a Soraya.
—En La Coruña declarasteis que no refrendaríais ningún acto hasta que fueseis investida por las Cortes. Ello prueba que vuestro marido os obliga a hacer lo que os dice. Su majestad olerá la trampa.
Asentí. Me acerqué en silencio a la ventana. Estaba demasiado lejos para saltar aunque no estuviera preñada. La caída desde el balcón me rompería las piernas, si no me causaba la muerte. Y ahora tenía a mis espaldas a los guardias, vigilando mi puerta. Cerré los puños con fuerza.
—Debí marcharme. Debí coger un caballo y huir en el momento en que tuve la posibilidad.
—¿Cuándo? —repuso Beatriz—. ¿Cómo? Alteza, aquí somos igual de prisioneras que lo éramos en Flandes. No hay nadie que pueda ayudarnos.
—Debe de haber una manera.
Miré la mesa donde Soraya había dejado mis pinceles y mi espejo de mano.
—¿Aún tenemos esos artículos de escritorio de Inglaterra?
Soraya fue inmediatamente a uno de los baúles y sacó un montón de pergaminos, tinta y plumas que habíamos escondido debajo de la ropa blanca.
—¿En qué estáis pensando? —dijo Beatriz.
Me llevó un momento poner en orden mis pensamientos.
—Si tenéis razón y mi padre está al tanto de mi difícil situación, es posible que no sepa que estoy decidida a luchar contra mi esposo por el trono. Debo avisarle de que bajo ninguna circunstancia debe consentir en abandonar Castilla.
Hice un alto antes de decir:
—Pero ¿cómo le hago llegar una misiva? No podemos sobornar a nadie. Es demasiado peligroso.
Hubo un silencio.
Entonces, Soraya repuso con suavidad.
—Lo haré yo.
La miré con sorpresa. Ella sostuvo mi mirada con sus resueltos ojos negros y sus estrechos hombros erguidos con una confianza que nunca antes había visto en ella.
Beatriz soltó una risita nerviosa.
—¿Tú? Eres una mora, prácticamente una esclava. No puedes marcharte sola con la carta de su alteza, incluso si fueran tan estúpidos como para permitírtelo.
—Pero no soy una esclava —repuso Soraya—. Soy una conversa. Hay cientos como yo entre los siervos, los guardias y las criadas. ¿Quién se fijará si falta alguno? Esconderé la carta en mi persona, robaré una mula y me iré cuando nadie me vea.
Me miró. Era el parlamento más largo que le había oído nunca, y su español impecable y lo astuto de su razonamiento eran casi hipnóticos.
—He escuchado a los grandes en mis idas y venidas a la cocina —añadió—. Ni siquiera me ven. Pero yo sí que los veo a ellos. Muchos dicen que no saben qué hacer ahora. He oído decir al conde gordo que su majestad aguarda en Segovia, en el alcázar, con el tesoro. Segovia no está lejos, a una semana de distancia como mucho. Puedo hacerlo.
—Recuerda a don Lope —dije en voz baja—. Lo torturaron pese a ser un miembro del personal de la casa real. Si te cogen, no me atrevo a pensar lo que podrían hacerte.
—Sobreviví a la caída de Granada —replicó como si con eso lo dijera todo.
Beatriz asintió.
—Por más que odio admitirlo, no es un mal plan.
Las siguientes palabras fueron dirigidas a Soraya.
—No debes fallar. Debes partir a primera hora de la mañana, antes de que todos se despierten. Una vez que entregues la carta no corras a comunicarnos la buena nueva. Si lo haces, Dios sabe cómo acabaríamos. ¿Lo has comprendido? Mantente alejada hasta que sea seguro.
Asintió.
—Sí, lo prometo.
Me acerqué a ella y la abracé. Había sido una constante compañía desde la niñez y ambas sabíamos que podríamos no volver a vernos nunca más.
Antes del amanecer, partió con mi carta escondida entre sus faldas.
Las horas transcurrieron como una eternidad. Cuando finalmente cayó la noche, Beatriz y yo nos abrazamos la una a la otra.
—Lo ha conseguido —dije respirando hondo—. Está en camino. Que Dios la guarde.
—Que Dios nos guarde a todos —apuntó Beatriz.