Don Lope vino al día siguiente, tal como había prometido. Yo no había dormido pensando que don Manuel podía haberle detenido, pero al parecer el embajador decidió que don Lope y yo éramos tan impotentes como él esperaba.
Beatriz me peinó y me aplicó discretos afeites para disimular las ojeras y añadir color a mis mejillas. En lugar del vestido negro, escogí uno de terciopelo azul. Una sabia elección, ya que el rostro de don Lope se iluminó en el instante en que entré en la cámara.
—Beatriz, no os mováis de la puerta —ordené y me giré hacia él—. Estoy preparada para hacer lo que sea menester. Dadas las circunstancias, creo que lo mejor será que confirme la regencia de mi padre hasta que pueda regresar a España.
—No podríais haber tenido mejor idea.
Me guió hasta la mesa. Hablaba en voz baja.
—Pero debemos andarnos con cuidado. Don Manuel sospecha algo. Hace una hora me preguntó sobre el verdadero significado de que tengáis en vuestro poder el anillo de su majestad, y también por cuánto tiempo planeaba quedarme. Le respondí que el anillo era simbólico y que os vería hoy para despedirme. Debemos darnos prisa.
Cogimos una pluma, el tintero y un pergamino, y redactamos mi respuesta oficial a las citaciones de las Cortes. Allí reafirmé mis compromisos con el trono y otorgué a mi padre el poder de seguir ejerciendo su papel de monarca hasta mi llegada, por las armas si fuera necesario. «Bajo ninguna circunstancia, Felipe de Flandes podría hacerse llamar otra cosa que príncipe consorte —escribió don Lope—, así como tampoco ningún grande ni otro alto prelado o funcionario al servicio de la corona podrá concederle privilegio alguno sin el consentimiento oficial de su majestad la reina, bajo riesgo de contrariarla seriamente». Después firmé la misiva: «Yo, la reina Juana».
—Una vez que el rey Fernando enseñe esto a las Cortes —aseveró don Lope—, pondrá freno a la felonía de don Manuel y de vuestro esposo, y a sus afirmaciones de que estáis loca. No tendrán más remedio que llevaros a España y una vez allí, haremos todo lo que sea necesario para defenderos.
Miré el papel. Aguardaba el momento de echarle arena para secar el exceso de tinta.
—Todo lo que sea necesario —repetí, mientras un escalofrío me recorría el cuerpo—. ¿Creéis que habrá que llegar tan lejos?
—Rezo para que no sea así —contestó—. No obstante, vuestra alteza debe estar preparada. Me parece que su alteza, vuestro esposo, está dispuesto a tomar lo que no estáis dispuesta a darle.
—Sí —repuse.
Hice una seña. Una vez sacudida la arena, el extremo del cucurucho de cera se derritió bajo la llama y goteó sobre el borde plegado.
—El sello, vuestra majestad —apremió Don Lope—. Sólo el sello puede hacerla oficial.
Acerqué la mano y presioné el anillo con el sello en la cera. Dejó una impresión leve. Al endurecerse caí en la cuenta de que era mi primer acto oficial como sucesora de mi madre, y una declaración de guerra contra mi esposo.
Don Lope escondió el documento en una bolsa que contenía mis cartas de pésame. Había escrito a la marquesa de Moya y a otros miembros del séquito de mi madre con la esperanza de que entre un montón de cartas selladas, consiguiera esquivar todas las miradas espías.
Don Lope tomó mi mano y me hizo una reverencia. Pese a que cuando lo vi por primera vez me había dado la imagen de un hombre viejo y frágil, ahora veía la vivaz inteligencia que lo había convertido en uno de los más leales confidentes de mi madre.
—Iré directamente a Amberes —dijo—, y compraré un pasaje en el primer galeón que viaje a España. El mes que viene, a más tardar, habré entregado la carta a vuestro padre. Él la llevará ante las Cortes, que comprobarán, escrito de vuestro puño y letra, y con mi testimonio, que los rumores sobre vuestra incapacidad para gobernar son infundados. Seréis llamada a acudir a Castilla y allí, el triunfo será vuestro.
—¡Buena suerte! —susurré, dándole un abrazo—. Os estaré esperando.
Me acompañaban mis damas, madame de Halewin y mis hijas Leonor e Isabel.
Tenía los nervios a flor de piel. Pasaba las noches caminando de un lado a otro de mi cámara. Despreciaba profundamente las horas interminables, el disimulo y la fingida sumisión. Sabía que debía comportarme como si me hubiera reconciliado con los míos, para que nada pudiera alertar a don Manuel de mis planes. La nueva debía tomarles por sorpresa y así Felipe y él no tendrían otro remedio que llevarme a casa. Me obligué a no pensar más allá. No me engañé pensando que el camino que me aguardaba sería fácil, pero al menos estaría en España, donde contaba con el apoyo de mi padre y de los nobles que todavía veneraban a mi madre.
Aun así, vivía cada día con el temor de que pronto no sería capaz de ocultar mi embarazo. Sólo se lo había comunicado a Beatriz, sabedora de que si se hacía público se podría utilizar como una razón para demorar mi partida. Debía marchar a España antes de que fuera visible y también debía dejar a mis otros hijos atrás.
Esa idea me horrorizaba. No sabía cuándo volvería a verlos, pero, después de horas de susurrantes debates con Beatriz en mis aposentos, llegué a la conclusión de que no podía exponerlos a los conflictos que me aguardasen en España. Don Lope había insinuado que podría haber una confrontación entre Felipe y yo. Sabía por experiencia propia el precio que una guerra así podría tener en la vida de un niño y no permitiría que mis hijos la sufriesen. A regañadientes escribí una carta a mi cuñada Margarita, para rogarle que diera su beneplácito a una visita de Carlos y sus hermanas en primavera. Margarita se mostró complacidísima en su respuesta y quiso saber si yo los acompañaría. Aunque debía de estar al tanto de la situación entre Felipe y yo, decidió hacer la vista gorda y yo le respondí que iría tan pronto como despachara mis asuntos. Aunque nunca se atrevería a desafiar a su hermano, al menos sabía que allí mis hijos estarían a salvo. Ella no permitiría que se vieran mezclados en nuestras batallas.
Abandoné mis pensamientos para mirar a mis hijos y reprimí el profundo dolor y el temor que sentía por ellos.
Con sus rebeldes rizos dorados y sus curiosos ojos azules, Isabel se hallaba ahora en esa edad precoz en la que los niños disfrutan enfadando a los otros niños. Le encantaba arrancar a Leonor los adornos que llevaba en el cabello, riendo con pícaro júbilo cuando daba una patada en el suelo y la insultaba, llamándola tonta. Entonces tiraba de los hilos que colgaban del aro para bordar que sostenía Leonor, y rompía la concentración de mi hija mayor.
Chasqueé la lengua.
—Isabel, hija mía, ¿no ves que tu hermana está intentando coser?
Di unas palmadas sobre mi regazo y la llamé.
—Ven. Te contaré una historia de España.
Isabel dejó en paz a su hermana. Adoraba las historias y podía pasar horas, con los ojos muy abiertos, escuchando los relatos de las cruzadas contra los moros y la batalla de mis padres para reunificar España. Concebidas originalmente para pasar el tiempo, aquellas historias se convirtieron en mi arma secreta. Aunque con seguridad los abandonaría durante mucho tiempo, quería que mi hija supiera que por sus venas corría sangre española. Carlos y Leonor eran más mayores, habían sido criados para ser Habsburgos, pero Isabel todavía era lo bastante joven como para ser influenciada. Confiaba en grabar en ella una memoria que contrarrestase cualquier acusación en mi contra, a la que tuviese que enfrentarse más tarde.
La levanté en brazos y la senté en mi regazo.
—¡Uf! ¡Cuánto pesas! —dije, y me puse a alisar sus cabellos—. ¿Quieres que te cuente la historia de la reina Urraca?
Isabel sacudió la cabeza.
—No. La de Bebidal.
—Bo-ab-dil —corregí—. Se llamaba Boabdil y era el sultán de…
Unas voces que provenían de los corredores apagaron la mía. Miré hacia la puerta y al escuchar las fuertes pisadas que avanzaban hacia nosotras me puse de pie. Mi mirada voló a Beatriz. Apreté a Isabel contra mí. La puerta de mis aposentos se abrió de par en par.
Varios guardias entraron en tropel, guiados por don Manuel. Con una mueca por sonrisa, anunció:
—Don Lope ha sido arrestado en Amberes por espía.
Durante un instante, me limité a mirarlo fijamente. A mi lado, Soraya y Beatriz se llevaron sus bordados al pecho, a modo de protección.
—No es… no es un espía —conseguí decir con la voz entrecortada. La carta dirigida a las Cortes no había llegado a España.
—¿Oh? —exclamó don Manuel ladeando su exagerada cabeza—. Llevaba encima cartas de vuestra alteza y tenía la intención de subir a bordo de un galeón. Entre las cartas había notificaciones oficiales que no tenía autoridad para transportar.
Sentí que el mundo se hundía a mi alrededor. Levanté la barbilla.
—La autoridad se la di yo. Es vuesa merced quien debería ser arrestado por atreverse a poner las manos en un servidor de vuestra reina.
En ese instante, madame de Halewin se puso en pie y cogió de la mano a la pálida Leonor. Yo apreté contra mí a Isabel.
—Alteza —dijo la institutriz con voz impasible—, permitid que me ocupe de la niña. No es apropiado someterla a esta vergonzosa situación.
—¡No! ¡Quiero quedarme con mamá! —gritó Isabel.
—Entregad la niña a madame —espetó don Manuel—. ¡Dejadnos solos! ¡Ahora!
Entregué a Isabel a madame de Halewin. Sentí las manos heladas. Madame de Halewin se llevó a mis hijas de forma apresurada. Mientras oía perderse en la distancia los gritos de miedo de mi hija Isabel, volví a sentir la oscura llama que me lanzó contra la cortesana de Felipe y tuve que clavarme las uñas en las palmas de las manos para no atacar a don Manuel como una loba poseída.
—¡No tenéis derecho! —siseé—. ¡Ningún derecho!
—Tengo todos los derechos —repuso, aunque retrocedió una pulgada hacia el grupo de guardias que lo custodiaban—. Estoy aquí por orden de su alteza el archiduque. Ha ordenado que no os reunáis con nadie más hasta su regreso.
Señaló a Beatriz y Soraya y dijo:
—Deben irse.
—Tendréis que pasar por encima de mi cadáver —dijo Beatriz entre dientes y presa de la ira dio un paso para ponerse a mi lado.
Con un tono agudo de pánico, don Manuel gritó:
—¡Lleváosla! ¡Lleváosla!
Dos guardias dieron un paso al frente y golpearon una mesa dorada que cayó al suelo. Soraya cogió un jarrón.
—Soraya, no —susurré—. Ve con Beatriz. Haz lo que dicen.
Los guardias sujetaron a mis damas y las sacaron de la cámara.
La indignación recorría mis venas. Me giré hacia la chimenea, agarré el atizador y avancé hacia don Manuel, con toda la intención de dejarlo caer sobre su cabeza. La mano enguantada de uno de los guardias sujetó con fuerza mi muñeca. El atizador cayó al suelo con gran estruendo.
—Confío en que no sea necesario arrestaros, vuestra alteza —dijo don Manuel, aunque su tono era más temeroso que amenazador.
De hecho, parecía un niño deforme en su rimbombante atuendo, rodeado por nuestro cuerpo de palacio.
—¡Voto a Dios que pagaréis con vuestra cabeza por esto! —susurré.
Le tembló el rostro.
—Sólo cumplo órdenes —dijo. Hizo un gesto a los guardias que ya habían empezado a retirarse hacia la puerta—. ¡Vámonos!
—Sí —me burlé—. Ahora que habéis aterrorizado a un grupo de mujeres reunidas en un aposento, podéis correr como bellacos.
La puerta se cerró. Desde donde estaba, escuché cómo se apostaban dos guardias en la puerta.
Los muros se cernieron sobre mí.
Felipe volvió una semana después, oliendo a sudor de caballo y a vino.
—¡Vamos! ¿Me tomas por un idiota? ¿Pensabas que no iba a descubrir tu estúpido juego?
Levanté los ojos desde mi silla.
—Qué detalle por tu parte volver a casa. Tal vez ahora consideres oportuno liberarme. ¿O permitirás que digan que has maltratado a la madre de tu futuro hijo?
Le espeté la nueva de aquella manera porque no me quedaba otra alternativa. No me habían permitido cambiarme de ropa, bañarme ni ser atendida por mis damas. El orinal situado en un rincón de la habitación despedía un olor hediondo, al igual que varios jarrones. La comida, servida en una bandeja que era arrojada a través de la puerta custodiada, estaba rancia. Toda la habitación olía como una letrina.
Hizo un alto. Sus ojillos entrecerrados se pasearon sobre mí. Parecía gordo, saciado de asados y buen vino, y de quién sabe cuánto tiempo y con cuántas rameras. Su pronunciada, aunque hermosa barbilla de antaño, descansaba ahora sobre un mullido rollo de grasa. La barba que trataba de dejarse crecer no le confería un aspecto distinguido. Al ser poco poblada sólo acentuaba la circunferencia de su rostro.
¿Cómo es posible que alguna vez lo encontrara deseable?
—¿Estás preñada?
—Es lo que sucede cuando un hombre fuerza a su esposa —contesté—. De haber tenido medios, lo habría arrancado de mi útero con mis propias manos.
—Debes de estar loca para hablar así —dijo con un gruñido.
Me apoyé en los brazos de la silla y me puse de pie. La habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor. Llevaba tanto tiempo sentada que me sentía mareada, pero me obligué a reír en voz alta.
—Sí. Debo de estar loca. Loca por haberte amado, por haber pensado que siendo un Habsburgo había algo de honor en ese traicionero cuerpo tuyo. Loca por haber creído todas las mentiras que me has contado una y otra vez. Loca por haber pensado que eras capaz de amar a alguien, aparte de a ti mismo.
Hice un alto para mostrar mis dientes detrás de una sonrisa y proseguí:
—Pero no estoy tan loca como para renunciar a mi corona. Puedes mentir, traicionarme, violarme y mantenerme prisionera el resto de mis días, pero mientras yo viva, Castilla nunca será tuya. Antes muerta que verte en mi trono.
Me escuchó como paralizado y de repente se inclinó hacia delante para alzarse imponente ante mí.
—¿Te das cuenta de lo que has hecho, estúpida mujer? Le has regalado Castilla a tu padre.
Levantó su carnoso puño crispado hasta mi rostro antes de decir:
—Escribirás a las Cortes. Les dirás que no tienes ninguna intención de privarme de mis derechos legales.
Mi mirada se encontró con la suya.
—Lo dudo.
Sin apartarse, bramó:
—¡Embajador!
Para mi indignación, don Manuel entró corriendo. Le lancé una mirada fulminante. Detrás de él, un secretario, visiblemente nervioso, depositó un pergamino sobre mi mesa. Felipe me cogió del brazo y me acercó a él.
—Firmarás o haré que don Lope sea servido a mis perros de caza. En pedazos.
—No te atreverías —me burlé.
Mis ojos recorrieron las apretadas líneas escritas en el pergamino, líneas oficiales que sin duda proclamaban mi ruina. El miedo se apoderó de mí.
Felipe se dirigió a don Manuel.
—Decídselo.
El embajador dio un paso al frente.
—Alteza, don Lope ha sido encarcelado y acusado de espionaje y traición. También ha caído gravemente enfermo después de su… interrogatorio. Me temo que si no recibe atención médica pronto, podría morir.
Lo ignoré y levanté los ojos hacia Felipe.
—¿Qué has hecho?
—Sólo lo que ese miserable se merecía. Veamos. Primero fue colocado en el potro hasta que se le rompieron los huesos, pero era demasiado fuerte. ¿O debería decir testarudo? Nunca se sabe con vosotros. Luego se le aplicó un ingenioso instrumento, llamado la Bota, una creación de vuestro Santo Oficio. Esto le soltó bastante la lengua.
—¿Lo has torturado? Pero ¡es mi siervo!
—Tus damas serán las siguientes —añadió Felipe—. Tus queridas Beatriz y Soraya. Será una lástima. Dado su estado, no resistirán mucho. En la celda apenas caben ellas y las ratas.
Deseé no estar preñada. Deseé ser un hombre y poder atravesarle el pecho con una espada. Porque en aquel instante supe que Felipe no dudaría en torturar y matar a un centenar de mujeres si era necesario. Su loco deseo de poseer mi corona y mi poder lo habían llevado a traspasar cualquier límite y razón. Nada importaba. No si se interponía en el camino de su ambición. Yo no era la única loca. Él también. Loco de poder y de su propia y sobrecogedora presunción.
Miré el papel e intenté leer su contenido. Estaba helada. Iba dirigido a las Cortes. Me salté los saludos habituales y busqué el meollo. Cuando lo encontré se me cortó la respiración:
Ahora bien, dado que sé que en España se dice que estoy loca, debe permitírseme hablar en mi defensa, aunque no puedo evitar preguntarme quién ha lanzado semejante testimonio contra mí, puesto que aquellos que divulgan semejantes rumores no lo hacen sólo contra mi persona sino contra la corona de España. Por esa razón, ordeno que se haga saber a todos aquellos que desean mi enfermedad, que nada, salvo la muerte, me inducirá a privar a mi esposo de su legítimo derecho a gobernar Castilla, derecho que yo misma le concederé a mi llegada a nuestro reino.
Firmado en Bruselas, el mes de mayo del año 1505 por mí,
LA REINA JUANA.
Miré a don Manuel.
—Obra vuestra, deduzco.
—Fírmalo —masculló mi esposo—. No hay tiempo para preguntas.
—¿De verdad?
Le di la espalda e ignoré su encendida mirada. Después volví a mi silla, dispuesta a disfrutar del momento.
—Según cómo se mire —afirmé con toda calma—, parece que disponemos de todo el tiempo del mundo. Antes enviaste una carta a mi madre y a las Cortes en la que sostenías que estaba loca. Ahora quieres que diga que no lo estoy. Deberías decidirte por una cosa o la otra, porque mientras tanto mi padre gobierna como regente en mi nombre y hasta que yo diga lo contrario.
La furia transformó el rostro de Felipe. Don Manuel me hizo un gesto admonitorio.
—Alteza, cometéis un grave error. Vuestro padre ostentaba su título en Castilla gracias a vuestra madre, que ahora ha fallecido. Por lo tanto ya no posee ningún derecho a él, y ni siquiera las Cortes pueden imponerse al sentimiento popular. Fernando de Aragón nunca ha sido estimado. No podrá gobernar en vuestro nombre mucho más.
—¡Qué sabréis vos de mi padre! —repliqué—. ¡No sois digno ni de limpiarle las botas! ¡Os aplastará como el sapo que sois y yo aplaudiré cuando lo haga!
Capté una chispa de miedo en sus ojos saltones, que contradecían sus siguientes palabras.
—Alteza, la mayoría de los grandes ha enviado una carta jurando fidelidad a su alteza. Si esperáis ocupar vuestro trono alguna vez, deberías pensar primero antes de rehusar esta simple petición.
Nuestras miradas se encontraron. Apreté los puños en mi regazo. Ambigüedad, el arte del embajador. Yo también podía jugar su juego.
—Muy bien. Pero a cambio tengo algunas peticiones.
—No estás en posición de hacer trueques —saltó Felipe dando un puñetazo en la mesa.
Le dediqué una helada sonrisa.
—Soy la reina de Castilla. Sin mi firma en esa carta, en España no puedes mandar ni a una mula.
—Es cierto, alteza —susurró don Manuel—. Se nos acaba el tiempo.
Felipe me fulminó con la mirada.
—¿Qué deseas?
—A mis damas. También dejarás en libertad a don Lope y lo enviarás de vuelta a España. Y nada de guardias. Estoy preñada. No seré una prisionera. Si aceptas mis condiciones, firmaré la carta.
Su mirada se llenó de odio. De haber estado solos, no habría dudado en someterme por la fuerza. Pero no lo estábamos. Había traído a don Manuel y su agitado secretario se había convertido en testigo de mi firma voluntaria. No querría oír comentarios de que me habían coaccionado.
—Muy bien —gruñó—. Ahora, firma.
Me puse de pie.
—Don Manuel, habéis escuchado a mi esposo. Os ruego que le recordéis sus promesas.
Fui hasta la mesa, mojé la pluma en la tinta y garabateé mi firma. Felipe se fue muy ofendido, don Manuel y el secretario, casi corriendo detrás de él. Por primera vez sentí que la criatura que llevaba en mis entrañas me daba una patada. Lo tomé como un signo.
Había logrado una victoria. Y pese a haber pagado un precio terrible por ella, seguía siendo una victoria.
Y así, paso a paso, ganaría la guerra.
Los días pasaban interminables. Los guardias fueron retirados. Una vez más, podía moverme libremente por el palacio. Pero no abandoné mis aposentos. Sabía que en el momento que mi carta llegara a España, empujaría a aquellos que todavía eran fieles a mi padre, a declararse a favor de Felipe. Prometía títulos y riquezas y yo había dicho que lo haría rey. Sólo los muy valientes, o los estúpidos, seguirían apoyando a mi padre ahora. Recé para que lograra convencer a las Cortes de que mi carta debía de haber sido obtenida por la fuerza, dado que yo nunca le privaría, de forma voluntaria, de la defensa de mi reino.
El 15 de septiembre de 1505, me acosté en mi lecho y parí mi quinto hijo, una niña a la que Felipe ordenó que se bautizase con el nombre de María, en honor a su difunta madre. Inmediatamente después del nacimiento, volvió a marcharse, dejándome bajo la vigilancia de don Manuel y al cuidado de mis pocas pero leales damas.
Mi nueva hija era un bebé sano, con la piel de los Habsburgo y un chocante cabello pelirrojo e hirsuto. Poco después de parir, enfermé, por primera vez, de ese mal de las madres, a menudo letal, conocido como fiebre puerperal. Los médicos se mostraron consternados y aconsejaron a don Manuel que retirase todas las restricciones impuestas sobre mí. Don Manuel accedió, no sin antes enviar a María y a su nodriza a Malinas para reunirse con mis otros hijos en casa de su tante Margarita.
Desde el lecho, reuní todas las fuerzas que me quedaban para escribir una misiva a Margarita, que Beatriz confió a la nodriza, y en la que le imploraba que recordara que mis hijos eran inocentes y no debían ser utilizados. Los confiaba a su cuidado hasta que pudiera reunirme con ellos.
Las fiebres estuvieron a punto de poner fin a mi vida. Tan pronto como envié la carta, sucumbí a un feroz infierno. Después, Beatriz y Soraya me explicaron que no se habían apartado ni un momento de mi lecho, contemplando, sin poder hacer nada, cómo me agitaba delirante y trastornada.
Hasta finales de octubre no estuve lo bastante recuperada como para abandonar el lecho. Y hasta noviembre no tuve la fuerza suficiente para aventurarme en los jardines y disfrutar del fresco aire invernal.
Sólo una cosa me producía satisfacción: las ansiosas indagaciones y visitas diarias de don Manuel demostraban que el mero pensamiento de mi muerte le causaba un terror pasmoso. Mi fallecimiento hubiera supuesto un desastre para él y para Felipe. Sin mí, no tenían nada. Por ley, mi padre podía poner a mi hijo en el trono y gobernar en su nombre como regente. El sueño de una España de los Habsburgo, que había destrozado nuestras vidas, habría llegado a su fin, antes incluso de haber empezado.
Yo no tenía intención de morir. Los médicos habían dictaminado mi milagrosa recuperación, y yo sabía que aún no había llegado mi hora. Con una cogulla y las manos protegidas por un manguito, pasaba horas sentada en el jardín, mirando cómo la oscuridad invadía el cielo plomizo, mientras mi sombra permanecía impávida en el duro suelo. La nieve revoloteaba en el aire, y yo deseaba que cubriera Flandes para convertirla en una tumba de hielo.
Allí estaba cuando don Manuel fue a verme. Beatriz se puso en pie con las mejillas enrojecidas. Lo odiaba incluso más que yo. Indicándole que se apartara, miré con frialdad al embajador mientras hacía una profunda reverencia que casi desbarata el enorme sombrero de piel de castor que llevaba en la cabeza. Sus innumerables deferencias indicaban que había ocurrido algo importante.
—Alteza, os traigo buenas noticias. Nuestra carta llegó a Castilla y acabamos de recibir la citación de las Cortes. Partiremos hacia España tan pronto como todo esté listo.
Recibí la nueva sin decir palabra. Volvió a hacer una reverencia con el sombrero en mano, y luego envolvió su pequeña persona en la gruesa capa y se marchó a toda prisa.
Miré a Beatriz. A nuestro alrededor, la nieve empezaba a caer con más fuerza y borraba los contornos de los árboles frutales, de los setos y de los arbustos podados con formas de bestias rampantes.
Por primera vez en todos los años que llevábamos juntas, mi devota dama y amiga no se percató de mi desasosiego. Me abrazó y me dijo:
—¡Por fin, princesa! ¡Volvemos a casa!
«A casa».
—Sí —respondí suavemente—. Esto no ha hecho más que empezar.