Pusieron un centinela de vigilancia en la puerta. Oí voces, cómo encendían fogatas, y pasos. Cuando anocheció tuve que retirarme a un redil de paja donde guardaban las cabras. Las pobres criaturas balaban y se encogían de miedo al sentir mi desesperación, pero emitían calor en aquella pequeña choza y yo sabía que no podía sobrevivir toda la noche al aire libre sin un manto y con los pies descalzos. Beatriz recibió permiso para traerme un plato de comida, una capa y un brasero. Envuelta en ella, me acurruqué contra el brasero mientras los lobos aullaban fuera de los muros del castillo y las cabras se hacían un ovillo.
—Mi señora, os lo ruego —imploró Beatriz—. Entrad dentro, por favor. Os moriréis de frío.
—No. Cuidad de mi hijo. No regresaré a esa prisión. Si lo hago, nunca más me dejarán salir.
Beatriz continuó con sus súplicas hasta que un soldado la obligó a salir. Al día siguiente, por la tarde, mientras dormitaba de manera irregular y siempre con un ojo en la entrada por si decidían sacarme de allí a la fuerza, oí el ruido de sandalias. Sólo había una persona que llevara sandalias en invierno.
Me puse tensa y me cubrí con mi capa.
En la entrada de la choza apareció un hombre encapuchado. Cisneros se quitó la capucha de un tirón y pude ver su ictérico y enfurecido rostro.
—Alteza, salid de aquí ahora mismo.
—Abrid el rastrillo —repliqué— y así lo haré.
—Eso es imposible. Su majestad ha ordenado que no salgáis del castillo.
—Entonces me quedaré aquí.
—¡Esto es un ultraje! Ahora mismo, todo el castillo y casi toda Medina del Campo dice que vuestra alteza se ha vuelto loca. ¡Estáis provocando un escándalo! ¡Salid de ahí inmediatamente!
—Me da igual lo que digan los demás. Y vos no sois nadie para decirme lo que tengo o no tengo que hacer. Soy la infanta y la heredera de Castilla. Y vos no sois más que un siervo.
Salió de la choza. Todo mi cuerpo se agitó cuando le oí gritar una orden a alguien que estaba fuera.
—No tenemos elección. Si es necesario, debemos sacarla de ahí por la fuerza.
—Monseñor, disculpadme —oí murmurar a don Lope—, pero yo he venido a la Mota por orden de su majestad. No puedo aprobar ningún acto que pueda hacer daño a su alteza. Me temo que debéis notificar a su majestad.
—Y yo os digo que su majestad está demasiado enferma —repuso Cisneros entre dientes, con una voz que me erizó el vello de la nuca—. No puede moverse de Madrigal. ¡Haréis lo que os ordeno!
—No —replicó don Lope, y la resolución en su voz me hizo acercarme lentamente a la entrada de la choza—. Monseñor, fue vuestra carta la que ha causado este disgusto. No entendí su contenido, como tampoco os entiendo ahora a vos. Su majestad me ordenó que me ocupara de que su alteza estuviera cómoda y a salvo hasta que enviara a buscarla. A menos que reciba órdenes contrarias de su majestad en persona, no puedo acceder a vuestra solicitud. Si no deberíais buscar a otro hombre para eso.
Todo mi mundo se vino abajo. Sabía que había dicho la verdad, que ignoraba lo que Cisneros quería decir. Y mi madre estaba enferma. Se encontraba en Madrigal, a menos de una hora de distancia. Estaba segura de que su muerte estaba próxima, de lo contrario habría mandado a buscarme. Cisneros debió de interceptar sus cartas para usurpar su poder mientras ella convalecía, ignorante de todo, y con seguridad había intimidado a don Lope para que me mantuviera allí, lejos de ella.
Me levanté con esfuerzo, me envolví con mi capa y salí de la choza con tanta dignidad como fui capaz. Debía de tener un aspecto lamentable: el cabello enmarañado, el rostro agotado por la falta de sueño, los pies sucios y la sien y la mejilla, manchadas de sangre seca. Con la barbilla en alto, me enfrenté al arzobispo Cisneros y al secretario.
—Don Lope, preparad una escolta. Iré a Madrigal ahora mismo.
Don Lope hizo una reverencia y se apresuró a obedecer.
Me volví hacia el arzobispo. Tenía el rostro contraído de ira.
—Si descubro que habéis mentido a mi madre, os puedo asegurar que, primer prelado o no, tendréis motivos para lamentarlo.
Mientras caminaba de regreso al castillo sentí su mirada clavada en la espalda como si fueran los colmillos de una serpiente.
Pero sabía que esta vez no se atrevería a detenerme.
Llegué al palacio de Madrigal mientras el sol, mortecino y sin calor, resbalaba detrás de un glacial banco de nubes, que transformaba el cielo en un apagado escudo gris.
No se había avisado de mi llegada. Cabalgué desde la Mota acompañada sólo de don Lope y dos soldados. Mis damas tenían instrucciones de encerrarse en mis aposentos con mi hijo y esperar mi regreso.
Cuando entramos en el patio del recinto favorito de mi madre, en medio del ruido de los cascos de los caballos, el palacio parecía desierto. Sin embargo, el ruido alertó a los mozos de cuadra y a los pajes, que salieron corriendo a recibirnos en medio de un comprensible asombro. Caminé con paso largo por los corredores revestidos con paneles de madera en dirección a los aposentos de mi madre, y dejé atrás a centinelas asustados y damas que se inclinaban hasta el suelo en apresuradas reverencias.
Llevaba puesto un vestido de lana, el rostro sin afeites y el cabello recogido en la nuca.
La marquesa me recibió en la entrada, tan encorvada y gris que parecía a punto de romperse. Sopesó mi aspecto con una sensata mirada e hizo un gesto a las mujeres que hacían guardia sentadas delante del dormitorio. El corazón me dio un vuelco cuando me cogió del brazo. Ella, que era la dama que más intimidad tenía con mi madre, me conocía desde que nací y, sin embargo, nunca había tocado sin permiso voluntariamente a una persona de sangre real.
—Asumo que vuestra tardanza en venir y esa mirada en vuestros ojos significa que se ha cometido un gran agravio —dijo—. Ya habrá tiempo para solucionarlo. De momento, lo único que su majestad necesita saber es aquello que puede hacer más fácil su camino hacia Dios.
Sus dedos, tan delgados que parecía que fueran a romperse de un momento a otro, me apretaron con una fuerza inusitada.
—¿Me habéis comprendido, princesa?
Asentí mientras colocaba la otra mano sobre la suya. Ella me soltó. Las damas que hacían guardia ante las puertas se levantaron y las abrieron. Entré.
Las cortinas abiertas dejaban entrar una luz descolorida. La atmósfera de la habitación era asfixiante. Los braseros situados en las esquinas desprendían una nube de humo perfumado de hierbas que se dispersaba por el techo. No veía a mi madre por ninguna parte. Ni cerca de la ventana, ni sentada en la silla tapizada de su escritorio, ni en el trono que descansaba encima de una pequeña tarima. Tardé unos segundos en darme cuenta, con un doloroso sobresalto, que yacía postrada en el lecho que tenía delante. Me acerqué a ella.
Descansaba reclinada sobre un montón de almohadones. Contemplé su translúcida palidez, bajo la que se adivinaban las venas azuladas y la forma de los huesos. Un gorro de hilo cubría su cabellera y sus rasgos tenían una extraña expresión infantil. Tardé un instante en darme cuenta de que no tenía cejas. Era la primera vez que me fijaba. Debía de habérselas depilado en su juventud. Aquellas finas líneas que estaba acostumbrada a ver arqueadas en señal de desaprobación, de hecho, eran pintadas. Sus manos descansaban sobre el pecho. También me fijé en ellas, en los dedos ahora largos y finos, sin anillos salvo el rubí con el sello de Castilla que le colgaba de un dedo de la mano derecha. No me había dado cuenta de lo hermosas que eran sus manos, de lo elegantes y suaves, como si estuvieran destinadas a sostener el cetro.
Las manos de una reina. Mis manos.
¿Cómo podía no haberlo visto?
—¿Madre? —susurré y fui testigo de su esfuerzo para despertarse, la aceleración de su pecho consumido, la contracción de sus cejas y el movimiento de sus párpados.
Entonces abrió los ojos y yo me dejé arrastrar por su azul etéreo, vidrioso a causa de los efectos de la pócima opiácea.
—¿Juana? Hija mía, ¿eres tú? ¿Por qué has tardado tanto? ¿Dónde has estado?
Me senté en un taburete que había junto a su lecho y le cogí la mano.
—Perdóname, madre. No sabía que estabas enferma. Nadie… me lo ha dicho.
Sacudió la cabeza con una característica indignación, aunque ahora la negación era desgarradora, como un intento fútil de negar su propia mortalidad.
—¡Malditas fiebres! Suspendí las Cortes y planeaba visitarte tan pronto como cerrara mi casa real de Toledo, pero me sentía tan mal que la marquesa de Moya insistió en que guardara cama durante unos días.
Su risita sonó hueca.
—Y aquí estoy No quería pasar tanto tiempo separada de ti y de mi nieto, por lo que finalmente les dije que me trajeran aquí, en una litera.
Hizo un alto y me miró fijamente.
—¿Qué te ha ocurrido? Dímelo.
Aparté los ojos.
—No es nada —murmuré.
Estaba claro que el arzobispo Cisneros había puesto su empeño en separarnos por razones poco honestas. Pero no la afligiría más. Después me ocuparía del arzobispo, ahora que sabía, tal como me ocurrió con Besançon, que era mi enemigo.
—Sé que no es verdad —dijo con una voz férrea que me hizo volver la mirada hacia ella—. Cisneros defendió ante las Cortes que no estás capacitada para gobernar. Dijo que entre tú y Felipe llevaríais a España a la ruina. Me desagradó su actitud y así se lo hice saber delante de mis procuradores.
Su mano se tensó bajo la mía. Me miró con fijeza.
—Se equivoca. Lo sé. Sé que puedes gobernar. Eres mi hija. Con un consejo leal y las Cortes de tu lado puedes gobernar tan bien como lo he hecho yo, o incluso mejor. No es ningún misterio el llevar una corona, por mucho que pretendamos lo contrario. Más bien es una cuestión de devoción y trabajo duro.
No contuve mis lágrimas. Preferí dejarlas correr. Me autoricé a sentir el increíble e inesperado pesar que arrastró una vida de malos entendidos, desconfianza y lucha para reafirmarme frente a una mujer que había arrojado una sombra inexorable sobre mí. Isabel de Castilla había sido una extraña para mí la mayor parte de mi vida, pero en ese momento la entendí. Nos unían los lazos que unen a una reina y su sucesora, a una madre y a una hija, lazos de sangre, sufrimiento y fuerza.
Era un legado más precioso que cualquier corona.
—Ve a la mesa —dijo, señalando su escritorio—, y tráeme el documento que hay encima.
Me levanté. El documento, que descansaba sobre una carpeta de piel, desgastada y manchada de tinta, estaba adornado con lazos y varios sellos. Su voz sonó a mis espaldas.
—Disponemos de poco tiempo, hija mía. No te entretengas.
Con una sonrisa, me volví hacia ella con el documento en la mano.
—Madre, ¿esto no puede esperar hasta después?
—No. Es tu futuro, Juana. Debes saber lo que contiene. Debo contar con tu consentimiento.
Volví a su lado. Cogió el pliego y lo contempló en silencio durante un rato.
—Este codicilo hace previsiones para Castilla después de mi muerte.
Me quedé inmóvil. Ahora sabía que ella no había ordenado mi confinamiento en la Mota sino que había sido obra de Cisneros, que quería mantenerme alejada de ella hasta su muerte. ¿Era ese testamento la razón para ello?
—Madre, ¿se trata de Felipe? —pregunté con suavidad.
Hizo una mueca.
—¡Que Dios me ayude! He intentado anular tu matrimonio. Envié una petición a Roma, he ido contra todo aquello en lo que creía. Pero no hay fundamento. Este codicilo es lo único que tengo para protegerte de él.
—¿Protegerme?
De repente, el aposento se oscureció como si una nube hubiera tapado el sol.
—¡Válgame Dios! —susurré—. ¿Qué ha hecho?
—¿Qué no ha hecho? No sólo se marchó apresuradamente a Francia en medio de su investidura en las Cortes de Aragón, sino que nos mintió sobre sus motivos. No intentó convencer a Luis para que no atacara Nápoles, sino que reiteró el compromiso de tu hijo Carlos con la hija de Luis y dijo que si no volvías con él enviaría a buscarte con un ejército financiado por los franceses. También exigió que tu padre retirase su reivindicación al territorio de Nápoles antes de que fuera demasiado tarde. En resumen, nos ha engañado. Nos dijo que iba a Francia a interceder pero se ha sentado a los pies de Luis como si fuera su mascota.
Mis puños se crisparon. Hubiera querido fingir lo contrario, pero lo cierto es que le creía. Yo sabía lo que siempre había estado presente: arrogancia, ansias de poder, debilidad y rabia frustrada. Felipe había jugado un juego traicionero mientras mi madre se debatía entre la vida y la muerte, mientras mi padre tomaba parte en una maldita guerra en Nápoles y yo buscaba desesperadamente mi lugar en un mundo que él pretendía destruir. Ése era el marido al que estaba ligada.
—¿Ha estado en Francia todo este tiempo? —pregunté finalmente.
La compasión en sus ojos me partió el corazón.
—Juana, nunca lo cambiarás. Por esa razón debo saber si todavía deseas ocupar el trono, y todo lo que él representa, después de mi muerte.
Mantuve su mirada y respondí sin vacilar:
—Lo deseo.
—Bien —dijo con un suspiro.
Al saber que pronto me enfrentaría sola al mundo tuve que reprimir una abrumadora sensación de pérdida. No me imaginaba a España sin ella.
Le serví una copa de la licorera que tenía junto a su cama y se la llevé a los labios. Su mano, mientras apretaba la mía, temblaba por el esfuerzo de enderezarse. Se desmoronó sobre las almohadas con un grito ahogado y la boca torcida de dolor.
—Sólo tú, don Lope y tu padre sabréis de este codicilo. Deberá mantenerse en secreto hasta después de mi muerte. Felipe no debe ser informado de su existencia. Algunos grandes ya han empezado a alimentar sus propias ambiciones. Tratarán de aprovecharse en el momento en que yo me haya ido.
Bajó la voz. Mientras yo me inclinaba para estar más cerca ella lanzó una mirada a la puerta cerrada de la cámara. Sentí un escalofrío. Ahora vivía con miedo de su propia corte, de sus nobles y de Cisneros. Sabía que los lobos que había mantenido doblegados durante años ahora roían sus correas.
—Por este codicilo con mis últimas voluntades te concedo mi corona de reina en funciones —prosiguió—, y la sucesión recae en tus hijos por orden de su nacimiento. Tu esposo nunca reinará en España, no dispondrá de tierras o rentas por motu proprio, no se le concederá el título de rey consorte sin tu consentimiento ni podrá pasarlo a una progenie que no lleve tu sangre. Al igual que tú, para ser coronado estará obligado a jurar lealtad ante las Cortes. Tu padre se ocupará de hacer lo mismo en Aragón cuando llegue el momento. Así lo comprometeremos.
Inmóvil, yo trataba de asimilar el golpe mortal que asestaba al hombre que había amado y defendido, el príncipe que al final le había fallado a España.
—Y tu padre —añadió— reinará en Castilla hasta que reivindiques el trono como propio. El te guardará el reino y se asegurará de que permanezca en manos españolas.
Su apretón se volvió más fuerte y su jadeo delataba la reaparición del dolor.
—Recuerda que las Cortes son tu aliado. Sólo ellas pueden aprobar el derecho de un monarca a gobernar. Mantenías a tu lado y te apoyarán.
—Sí, madre.
Me mordí el labio. Su mano apretaba la mía como si quisiera transmitirme sus últimas y escasas energías.
—Ojalá las cosas fueran diferentes —susurró—. Ojalá hubiera tenido más tiempo para detenerlo. Pero lo único que tengo es este codicilo. Este codicilo y a tu padre. Rezo a Dios para que sea suficiente.
Miré nuestras manos entrelazadas. Luego dije en voz baja lo que me salió del alma:
—Si es menester, lo detendré, madre. Defenderé España.
Las fuerzas la abandonaron. Me soltó la mano.
—Yo… debo descansar. Estoy tan cansada.
Permanecí sentada a su lado mientras la noche caía lenta.
El invierno dejó paso a la primavera y mi madre seguía viva. Mis damas me habían traído a mi hijo y mis pertenencias a Medina del Campo. Allí nos instalamos, en aquel íntimo palacio con un patio interior decorado con arcos y ventanales de intrincadas molduras, donde cada hora giraba en torno a ella. Cisneros se mantuvo alejado. Nos rondaba una gran cantidad de médicos reales, siempre llenos de esperanza. Pero sólo el médico de más confianza de mi madre, el doctor Soto, se atrevió a decirme que padecía un tumor maligno en el estómago. El tumor había empezado a afectar otros órganos y nos previno de que no presenciaríamos otra recuperación como la que había tenido después de mi llegada a España y del nacimiento de mi hijo. Al saber esto me sentí sobrecogida por la fuerza de su espíritu, capaz de haberse librado de las garras de la muerte durante todo ese tiempo.
Yo estaba convencida de que sólo la mantenían con vida el deseo de volver a ver a mi padre y la presencia de mi hijo Fernando. Todas las tardes, cuando lo llevaba a su cámara, insistía en levantarse de la cama y sentarse en su silla. Era un espectro envuelto en pieles que agitaba el sonajero mientras mi hijo hacía sus primeros y torpes intentos de gatear. La visión del crío suavizaba su rostro de cera, y mientras ella le cogía en sus frágiles brazos, él la miraba fijamente con un reverente silencio, como si supiera quién era.
Fue entonces cuando decidí dejarlo con ella. No expondría a mi hijo a los peligros del viaje ni a lo que fuera a aguardarme en Flandes. Allí estaría a salvo.
Entonces escribí a mi padre a Nápoles. Mi madre me exigió que guardara silencio sobre su estado. Conocía por experiencia la naturaleza caprichosa de la guerra y no quería que acelerase el regreso a casa cuando la victoria podría estar al alcance de su mano. Al final, rompí mi promesa e informé a mi padre de su estado y le pedí que encontrara la manera de darse prisa. No tendría la oportunidad de verlo y no quería dejarla sola demasiado tiempo. También dejé órdenes a sus damas de compañía y a los guardias para que, bajo ninguna circunstancia, se permitiera a Cisneros acercarse a ella.
El 11 de abril de 1504, mis pertenencias fueron embarcadas en un galeón en el puerto septentrional de Laredo. El viaje a la escarpada costa de Cantabria lo realizamos en etapas, dejándonos ver para disipar el rumor que recorría España de que la gran reina Isabel había muerto. El viento soplaba con fuerza, recordándome aquel día en que me despedí de mi familia por primera vez.
Nada era igual.
El barco que me llevaría a Flandes era macizo pero pequeño y sin estandartes dorados. Y de los cientos que acudieron a mi última partida, sólo mi madre, el almirante, la anciana marquesa de Moya y mis damas, Beatriz y Soraya, estaban de pie en el muelle. Mi hijo se había quedado en Madrigal, al cuidado de los criados de la casa real.
Involuntariamente, mi mirada se paseó por el espacio vacío que habían ocupado mi hermano y mis hermanas. Ahora todos ellos nos habían abandonado. De todos los hijos para quienes mi madre había albergado tantas esperanzas, por los que se había sacrificado para cuando llegara el día en que contribuiríamos a la grandeza de España, para que dispusiéramos de nuestras vidas como ella había dispuesto de la suya, con total decisión y una absoluta indiferencia a los caprichos del destino, ahora sólo quedaba yo.
Fui a arrodillarme ante ella. No podía seguir de pie. Sonreí mientras miraba sus ojos vidriosos por la pócima narcotizante de la que ahora dependía. Nunca tomaba tanta cantidad como para inducir al olvido. Quería mantenerse alerta, aunque las noches se habían convertido en un padecimiento y el doctor Soto había tenido que aumentar la dosis para que pudiera disfrutar de unas horas de sueño.
La abracé con fuerza y bajo el vestido acolchado que llevaba para disimular la pérdida de peso, sentí sus huesos.
—Madre —dije con una voz baja que nadie más podía oír—. Te quiero.
Sentí cómo la invadía la emoción mientras con una mano temblorosa recogía algunos cabellos rebeldes y los volvía a colocar bajo mi capucha.
—Siempre he esperado tanto de ti —dijo—. Sé fuerte. Recuerda quién eres.
Me abrazó y me susurró al oído:
—Yo también te quiero, hija mía. Siempre te he querido.
Las lágrimas me empañaron la visión. La abracé con la misma fuerza con que uno se abraza a una roca para que no le arrastre la corriente.
—Volveré. Te lo prometo.
El almirante nos interrumpió.
—Su majestad, su alteza, me temo que la marea no esperará.
Sentí un apretón en los dedos. Después me soltó. El vacío que dejó me pareció tan vasto como el mar que me aguardaba.
—Vuesa merced —interpeló al almirante—, os ruego que os aseguréis de que su alteza sea conducida a salvo a bordo.
El almirante me ofreció su brazo. Miré sus hermosos y tristes ojos y el terror se apoderó de mí, igual que había ocurrido la primera vez que me fui. Mientras me acompañaba al bote de remos que nos llevaría a mis damas y a mí al galeón anclado a la entrada de la bahía, no sentía las piernas.
Apreté el brazo del almirante.
—¿Mantendréis a mi hijo a salvo, señor?
—Alteza —respondió suavemente—, no temáis, lo protegeré con mi vida.
Asentí y giré la cabeza para mirar por encima del hombro. Mi madre parecía tan pequeña, apenas la veía en su silla. Con ayuda del almirante bajé los escalones y subí al bote de remos.
—Gracias, señor —susurré—. ¿Cuidaréis de ella?
Hizo una profunda reverencia.
—Permaneceré a su lado, princesa, y aquí estaré cuando regreséis. Que Dios os acompañe y os proteja.
Me besó la mano. Antes de dar un paso atrás me miró a los ojos. La inquebrantable resolución que vi en ellos me dio fuerzas.
Asentí y me di la vuelta.
Los remeros empuñaron los remos. Mientras remontábamos las olas, las figuras del muelle se fueron alejando, haciéndose cada vez más pequeñas, más distantes, hasta desaparecer finalmente de nuestra vista.