El 10 de marzo de 1503, mientras Castilla se despojaba de su manto helado, acudí a mi lecho donde horas después di a luz un hijo, al que llamé Fernando en honor a mi padre, y que para placer de mi madre fue declarado sano de cuerpo y mente. Poco después me trasladé con mi casa real al castillo de la Mota, situado en el centro de Castilla. Mi madre tuvo que regresar a Toledo para acallar la agitación que la repentina marcha de Felipe había desencadenado en sus Cortes y yo no tenía ningún deseo de permanecer en la ciudad con los recuerdos de mis riñas con Felipe y de la muerte de Besançon.
Despaché una carta a Nápoles, donde mi padre había ido a combatir contra los franceses. En medio de la guerra, que con su habitual brusquedad describía como «plena de desagradables escaramuzas», me enviaba un anillo de rubíes y lamentaba no poder ver al nuevo nieto que llevaba su nombre. «Has colmado mis más fervientes esperanzas, madrecita —escribía—, y pronto conseguiré que los franceses huyan como bellacos. Sugiero que escribas a tu marido y le comuniques la buena nueva». Me imaginaba su sonrisa irónica mientras redactaba estas palabras. La verdad es que había escrito a Felipe varias veces y no había recibido respuesta. Sabía que había llegado a Francia porque el embajador de mi madre en París así nos había informado. Sin embargo, cualesquiera que fuesen los acuerdos a los que hubiera llegado con Luis, no habían servido para detener la pugna sobre Nápoles. Madame de Halewin seguía enviando noticias regulares acerca de los niños, pero de mi marido no había tenido noticias desde su partida hacía ya siete meses.
Era como si para él hubiera dejado de existir.
Ignoré el miedo de que me hubiera abandonado y me concentré en mi nuevo hijo.
Fernando, así lo llamábamos, era un niño hermoso aun siendo un bebé, de suaves cabellos castaños, ojos de color ámbar y delicados huesos bajo su aspecto rechoncho, señal inequívoca de su sangre aragonesa. Sabía que cuando creciera se parecería a la familia de mi padre y me consolaba abrazarlo, acariciar los pliegues que se le formaban en el cuello y disfrutar de su ansiosa boquita en mi pezón. Más que estar inquieto, gorjeaba, chapurreaba y reía con placer. Era dócil como Carlos lo había sido al nacer, pero a diferencia de él, experimentaba tal curiosidad por todo lo que le rodeaba que la expresión constante de asombro en sus grandes ojos y en su perfecta boquita nos cautivaba a todos.
El efecto que tuvo en mi madre fue milagroso. Abandonó el luto como si mudara de piel y volvió a ser la misma de siempre. Un ligero color tiñó sus mejillas y su paso recuperó el vigor, como si todos sus dolores se hubieran desvanecido. Comprobé con alivio que no estaba tan enferma, sino más bien que habían sido las recientes pérdidas y las preocupaciones por España las que la habían puesto así. Ahora, sin embargo, tenía un nuevo nieto y yo sufría con paciencia su obsesiva preocupación por la salud del niño y el examen de su casa real. Quería más sirvientes a su servicio y yo le recordé que a él le daba igual cuántos pajes atendían su cuna. Sin embargo, accedí a sus deseos de ponerle un médico sólo para él. El hijo de mi hermana Isabel había sido una criatura saludable hasta que enfermó y murió. La muerte había asolado nuestra familia durante años, trastocando nuestras mayores esperanzas, por lo que decidí que Fernando recibiera los mejores cuidados. No obstante, en un punto fui firme: debía amamantarlo. No lo entregaría al protocolo establecido, según el cual el príncipe recién nacido debería quedar al cuidado de una nodriza y de guardianes elegidos.
Durante la primavera y el verano, mi madre viajó a la Mota a intervalos regulares, manteniéndome informada de las deliberaciones de las Cortes. Tendría que regresar a Flandes por mi cuenta si Felipe no me llamaba pronto, pero ella me contestó que mi presencia en España era necesaria al menos hasta que concluyeran las sesiones. Accedí a regañadientes. Tenía que pensar en mi hijo y lo cierto era que no podía embarcarme en un viaje mientras fuera tan pequeño. Por lo tanto, informé a los procuradores de que estaría a su disposición y me dispuse a crearme un hogar dentro de las gruesas murallas fortificadas de la Mota.
Pese a mi sempiterna aversión a las fortalezas, el viejo castillo resultó la residencia perfecta en la que sobrellevar otro caluroso verano. Situado en las colinas altas de Castilla y rodeado de vastos campos de trigo, sus murallas y su muro de cerramiento lo mantenían fresco. Pronto me familiaricé con los largos y tortuosos pasillos y las escaleras. Allí transcurría el tiempo mientras cuidaba de mi hijo y de banales tareas diarias, interrumpidas sólo por las visitas de mi madre y por viajes al cercano municipio de Medina del Campo, donde Beatriz y yo acudíamos al mercado y regateábamos sin pudor por los rollos de brocado importados de Venecia. Pagábamos un precio excesivo pese a nuestros intentos de burlar a los astutos comerciantes, y regresábamos a la Mota como gorriones con ramas para su nido, poniéndonos a confeccionar nuevos vestidos sin demora.
Pero aquellas distracciones perdieron interés según se acercaba el otoño. Mi madre envió el recado de que las sesiones de las Cortes habían finalizado y anunció que vendría a verme tan pronto como recogiera sus pertenencias en Toledo. La inquietud se apoderó de mí. Llevaba casi dos años en España y todavía no había recibido una respuesta a mis innumerables cartas a Felipe. Era como si el pasado se hubiera convertido en un espejismo, en la vida de otra persona. Me preocupaba que mis otros hijos me olvidaran, que crecieran rodeados de otras personas y que mi esposo y yo nos hubiéramos convertido en extraños el uno para el otro. Mi temperamento no era el de alimentar viejas heridas. Anhelaba recuperar mi vida matrimonial, una vida que a pesar de los problemas había estado llena de pasión y alegría.
Empecé a merodear por las murallas según se acortaban los días y los crepúsculos carmesíes del verano eran devorados por la repentina aparición del otoño. Mientras mi vista se perdía en el horizonte, no me imaginaba pasando otro invierno en España. El dolor de mi corazón, que había mantenido apagado gracias al amor a mi hijo y el deber hacia mi país, no podía ser negado por más tiempo.
Las Cortes se habían levantado y, al final, no me habían convocado. Cualesquiera que fuesen las decisiones que habían alcanzado, no habían requerido mi presencia. ¿A qué esperaba? ¿Por qué me demoraba?
Mi corazón me decía que había llegado el momento de partir. Mi hijo era todavía un bebé, pero podía viajar por mar. Era la ruta más corta. Un galeón bien equipado nos protegería. Una repentina tristeza me invadió cuando descendía las escaleras. Echaría de menos España. No tenía ni idea de lo que me encontraría cuando llegara a casa, dado el alejamiento entre Felipe y yo.
Pero tenía que ir. Sentada a mi mesa, escribí a mi madre en Toledo.
Una semana después se abrió la puerta de mi cámara y entró el arzobispo Cisneros. El contacto entre nosotros había sido de lo más superficial. Cuando llegué estaba ocupado lidiando con las insurrecciones moriscas, y una vez que dejó clara su antipatía hacia mi esposo durante nuestra investidura, me mantuve alejada de él. Cosa que resultó muy fácil dado que no vivía en la corte sino en su diócesis de Toledo, donde atendía a mi madre y a las Cortes en calidad de primer prelado de Castilla.
Su repentina aparición en la Mota nos causó una fuerte impresión a mí y a mis damas.
De aspecto cadavérico, su dura y severa mirada se asemejaba a la de un fanático. Sorprendidas, mis damas se quedaron inmóviles mientras cargaban en sus brazos ropa de lino, piezas de mis vestidos y otros artículos. Habíamos aprovechado la lóbrega tarde y la siesta de Fernando para examinar mis pertenencias y elegir las cosas que debía llevarme y las que debía dejar atrás, dado que una casa real, por mucho que se controlase, invariablemente acumulaba más de lo que uno esperaba.
Dio un paso al frente vestido como siempre, con un hábito, una capa de lana marrón y los huesudos pies desnudos dentro de unas sandalias. Nos calibró con una penetrante mirada.
—¿Puedo preguntar a vuestra alteza qué hacéis?
Alcé la barbilla. Sentía su aversión instintiva hacia las mujeres. De hecho, que él y mi madre hubieran encontrado la manera de trabajar juntos ponía más de manifiesto la sagacidad y determinación de ella que la de él, y me desagradó la intrusión y el tono acusatorio. Aun así, le debía mi respeto por su rango, incluso si realmente no me imaginaba como la futura reina.
—Pongo en orden mis cosas —repuse—. He acumulado más de lo que un galeón puede transportar y asumo que, dado el estado de nuestras arcas, su majestad, mi madre, no querrá reunir una armada para llevarme a casa.
Con un gesto de su mano derecha Cisneros despidió a mis mujeres. Apreté los dientes y resistí el impulso de recordarle quién era yo. Beatriz me lanzó una mirada preocupada mientras cerraba la puerta.
El arzobispo y yo nos miramos cara a cara. Sentí su furia de inmediato, alzándose entre nosotros como un muro.
—Con perdón de vuestra alteza, vuestra decisión de marchar es de lo más inesperada.
—No veo por qué —repuse—. Mis hijos y mi marido me están esperando. No puedo quedarme aquí indefinidamente.
—¡Oh! —exclamó, apretando sus finos labios—. ¿Y qué hay del deber de vuestra alteza con España? ¿O es que eso no es tan importante como vuestro propio placer?
Nuestras miradas se cruzaron. La suya era impasible. Decidí no demostrar lo incómoda que me hacía sentir, pues así es como me imaginaba que miraba a los suplicantes herejes a los que condenaba a la hoguera.
—Mi deber aquí ha concluido —dije cuidadosamente—. Amo a España con todo mi corazón y volveré a reclamar mi trono cuando llegue el momento. Pero, monseñor, ese momento pertenece a un futuro lejano. Mi madre, Dios la guarde, está bien y le quedan muchos años de vida por delante. Y yo tengo un hogar en Flandes del que cuidar.
Enarcó una hirsuta ceja negra.
—Con el debido respeto, son pocos los que comparten vuestra creencia de que alguien os esté esperando en Flandes. De hecho, encontramos algo sorprendente esta muestra de devoción.
—¿Sorprendente? —repetí, obligándome a hablar con un tono despreocupado—. No veo por qué. Felipe y yo estamos ligados por el santo matrimonio. Pensaría que vos, más que nadie, respetaríais dichos votos.
Hice un alto y proseguí.
—He escrito a su majestad, mi madre, comunicándole mi voluntad. ¿Estáis aquí por orden suya? ¿O acaso tenéis la costumbre de abrir y leer su correspondencia privada?
El esbozo de una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Su majestad me ha pedido que hablara con vos. Ha leído vuestra carta pero ha sido puesta a prueba, últimamente, con la suspensión de las Cortes y la constante lucha por asegurar este reino. La decisión de vuestra alteza sólo ha aumentado su angustia.
Sentí una punzada de aprensión.
—Lamento causaros aflicción, pero deberíais saber que este día llegaría. Y como prefiero viajar en barco, será preciso hacer preparativos por adelantado.
—¿Y viajaréis por mar con vuestro hijo?
Me quedé inmóvil.
—Es mío.
Se quedó mirándome.
—Desde luego —dijo finalmente—. No obstante, vuestra alteza no puede partir rumbo a Flandes así de repente. Estamos en guerra con Francia. Pensad en el placer que le supondría al rey Luis capturaros a vos y a un príncipe de España en alta mar. Lograría un excelente rescate por ambos. Incluso podría exigirnos que renunciáramos a Nápoles a cambio de vuestra libertad.
¿Le había enviado mi madre a reprenderme? Pero si tan preocupada estaba, ¿por qué no había venido ella misma? Nunca la había asustado reprenderme.
Me erguí todo lo que pude.
—Dudo mucho que corra peligro a manos de los franceses. ¿Cómo iba Luis a tener noticia de mi partida, a menos que le informáramos?
Lo miré a los ojos.
—Además ésa no es la razón por la que habéis venido, ¿verdad, monseñor? Hablad claramente. ¿Por qué os ha enviado mi madre en lugar de venir ella personalmente?
Su respuesta fue fría.
—Su majestad tiene que supervisar cientos de peticiones aprobadas por las Cortes, sin mencionar sus propios deberes como monarca. Me ha pedido que informe a vuestra alteza de que, lamentándolo mucho, vuestra presencia todavía es requerida en España. El abandono de Aragón y la posterior escapada a Francia de vuestro esposo, el archiduque, ocasionó preocupaciones más graves que las que anticipamos. Aunque la reunión anual de las Cortes haya terminado, debéis estar aquí en caso de que se os cite cuando vuelvan a reunirse.
Titubeé. No me gustaba lo que acababa de oír.
—¿Qué puede ser tan importante como para requerir mi presencia durante otro año?
Cisneros inclinó su cabeza. El gesto de modesta ignorancia me hizo empezar a temblar.
—No soy más que un siervo, vuestra alteza. Su majestad vendrá lo antes posible para reunirse con vos en persona. Por supuesto, yo le transmitiré cualquier preocupación que podáis tener.
Apreté las manos para reprimir un deseo repentino de salir corriendo de la habitación.
—Le escribiré una carta —conseguí decir, y la tranquilidad de mi voz me sorprendió porque me sentía como si caminara sobre hielo, y éste empezara a romperse—. Y ahora, monseñor, debéis de estar cansado. Permitidme que os acompañe a vuestros aposentos. ¿Cuánto tiempo planeáis quedaros?
Eché a andar pero se interpuso en mi camino con aire amenazador.
—No será necesario. Estaré poco tiempo y la milicia y yo estamos acostumbrados a apañárnoslas solos.
—¿La milicia? —pregunté.
Bajo mis pies, el hielo se rompió.
—Sí. Ha habido disturbios. Las cosechas no han sido buenas y el invierno que se avecina promete ser duro. Han llegado rumores de una insurrección en Medina del Campo y pensamos que lo mejor sería aumentar vuestra guardia aquí. Por precaución, nada más. No debéis preocuparos. Tenéis muchas cosas que hacer, además de ocuparos de su alteza, el infante. Apenas notaréis la intrusión —dijo con una sonrisa fría.
Me hundí, sin aviso, en rápidas y turbias aguas. Una milicia, había venido con una milicia. Aumentaba mi vigilancia. Había estado unos días antes en Medina del Campo y había visto una ciudad próspera, cuyos habitantes se aglomeraban en la feria del comercio, ansiosos por compartir su prosperidad. No había visto signos de penalidades o de insurrección.
Se volvió hacia la puerta.
—¿Cuándo? —pregunté sin poder controlar el temblor de mi voz—. ¿Cuándo ha dicho su majestad que vendría a verme?
—Pronto —dijo mirándome por encima del hombro—. Vuestra alteza debe ser paciente. Incluso una reina soberana debe atenerse a las leyes y los representantes electos, que en España son las Cortes y el consejo. A veces no le queda otra elección que obedecer, aunque lleve la corona.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Volvió a inclinar la cabeza, abrió la puerta y se marchó. Mientras oía alejarse sus pasos, me agarré con una mano temblorosa al respaldo de una silla.