En Navarra, ese reino diminuto pero muy importante, situado entre Francia y España, nos aguardaban tormentas torrenciales que oscurecían el paso montañoso que teníamos por delante. Tuvimos que renunciar a los caballos, que regresaron a Flandes con nuestros oficiales y criados menos intrépidos. El resto de nosotros cruzaría las montañas en mulas de pie firme, alquiladas a los guías locales por un precio exorbitante. Eran animales perfectos para los peligrosos caminos de montaña.
Estaba acostumbrada a montar en mula, pues era el modo de transporte preferido en los duros caminos de Castilla, aunque hasta yo llegué a pensar que no sobreviviríamos los traicioneros arroyos que nuestros guías llamaban caminos. Asediados por los vientos y la nieve que nos impedía ver el paso que queríamos atravesar, perdimos a varios criados y a sus mulas cargadas, despeñados entre escalofriantes alaridos de muerte, cuyo eco quedaba suspendido en el aire durante horas. Besançon y su séquito de secretarios se sentían muy mal. Mis damas cabalgaban encorvadas en mudo sufrimiento. Anonadado por su propio mal humor, con el rostro blanco y callado, Felipe añadía a su incomodidad el malestar que le producía un diente, enfermo a causa de todos los postres y los vinos dulces que había tomado en Francia. Acabé por implorar a todos los santos que conocía que no acabáramos sepultados y perdidos para el mundo hasta comienzos de la primavera, cuando los pastores de cabras encontrarían nuestros cuerpos helados bajo la nieve que empezaría a derretirse.
Viajamos por caminos escarpados, con las manos y los pies entumecidos nuestras capas cristalizadas por el frío. En realidad fueron sólo cuatro días pero parecieron una eternidad. Finalmente, mis oraciones fueron escuchadas y conseguimos dejar atrás el infierno de hielo.
El cielo se despejó y unos rayos de sol anémicos brillaron entre las nubes.
A media tarde del 26 de enero de 1502, contemplé por primera vez las verdes extensiones que formaban el valle del Ebro, que se extendía delante de nosotros como una visión del paraíso, y los acantilados terrosos de Aragón, que se alzaban contra la inmensidad de un cielo en el que no se veía una sola nube.
Tiré de las riendas hasta que mi cabalgadura se detuvo. A mi lado, Felipe siguió mi ejemplo, con la mandíbula inflamada envuelta con un pañuelo. Miró el paisaje desconocido con gesto de tedio. Uno de los guías siguió a medio galope para avisar de nuestra llegada.
—España —dije respirando hondo—. Estoy en casa.
¿Cómo puedo describir lo que sentí cuando pisé mi tierra natal después de siete años de ausencia? Pensé que recordaba el aspecto, el olor, la sensación misma de España. Pero la verdad era que me resultaba un mundo tan extraño e intenso como Flandes me lo había parecido en su día. Exuberante y a la vez austero en su complejidad, con sus bosques de hoja ancha y sus montañas prohibidas, y el serpenteante río Ebro que parecía interminable. Después tropezamos con el valle donde nos aguardaba un viento feroz que soplaba desde de la bahía de Vizcaya.
Oí a Felipe decir entre dientes las primeras palabras que se dignaba dirigirme desde que abandonamos Francia.
—¡Maldito sea tu testarudo orgullo! ¡De no ser por ti, ahora mismo estaríamos delante de una chimenea y no helados de frío como si fuéramos campesinos!
No obstante, sus palabras carecían de mordacidad, apagadas como estaban por la venda que envolvía parte de su rostro contraído por el dolor.
Reaccione con rapidez.
—Sí, pero aquí serás rey.
Mis palabras dieron en el blanco porque estiró los hombros visiblemente y gritó a su paje que le diera un sombrero limpio y una capa.
Beatriz y Soraya se pusieron a mi lado. Cuando divisamos una compañía de caballeros con su séquito galopando hacia nosotros en sus garañones, el alivio de encontrarse en casa superaba nuestra fatiga.
Espoleé a mi agotada mula en su dirección y los reconocí de inmediato. Eran grandes de España, nobles a quienes conocía desde mi niñez. El delgado y poderoso marqués de Villena, cuyas posesiones en Castilla oriental rivalizaban con las de la corona. Y su aliado, el fornido, exaltado y velludo conde de Benavente, a quien le gustaba comer la carne cruda. Los saludé con ardor cuando desmontaron y me hicieron una reverencia, pero reservé mi sonrisa para la figura inclinada del almirante don Fadrique, mayordomo mayor de mi madre y jefe de nuestra armada, que me había escoltado a mis esponsales en Valladolid.
Ahora, unas vetas plateadas salpicaban sus cabellos negros. Reconocí la pequeña cicatriz en la sien recuerdo del sitio de Granada. Su traje negro le daba un aspecto severo, aunque éste no disimulara su afecto. Tenía los ojos de color azul oscuro casi negro, caídos y hundidos, los ojos de una persona de mundo con un alma moderada que no permitía que las exigencias de la vida los endurecieran. En ese momento, me miró con una callada reverencia que me hizo dar un respingo en la silla. Y esa mirada fue suficiente para convencerme, como nada lo había hecho hasta entonces, de que ya no era la infanta aniñada que había abandonado España siete años antes.
—Vuesas mercedes —dije con un nudo en la garganta—, me alegro de veros. Os ruego que saludéis a mi esposo, su alteza el archiduque Felipe.
Saludaron con una reverencia a Felipe, que ahora lucía ropa limpia. Para mi turbación, mi esposo recibió el gesto de obediencia en silencio, casi sin levantar la barbilla, ahora sin vendar, y se volvió a mirar a Besançon. Éste, que a pesar de nuestras recientes privaciones había acabado con la vida de una mula gracias a su sobrepeso, parecía a punto de repetir la hazaña con el animal que montaba, sentado a horcajadas como un bamboche con las vestiduras sucias.
—Os hemos preparado alojamiento —anunció el almirante con su timbre áspero.
—Os lo agradezco —repuse—. ¿Hay algún médico cerca? Mi esposo no se encuentra bien.
—El médico de su majestad, el doctor Soto, se encuentra aquí —dijo el almirante.
Media hora después, cuando llegamos a la sencilla casa solariega, el diminuto médico converso que atendía a mi madre desde su coronación examinó a Felipe.
—La encía está infectada —dijo. Tenía las cejas tan pobladas que se encontraban encima de la nariz, y la mirada lúcida de inteligencia—: Debo sacar el diente antes de que los humores contaminen la sangre.
Desde la cama, Felipe lanzó un grito de protesta. Mientras el almirante lo sujetaba por los hombros y yo por los pies, Soto alivió a mi esposo de su acceso con un experto pinchazo con una aguja al rojo vivo, seguido de un trago de una bebida hecha con semillas de adormidera. Una vez que estuve segura de que Felipe dormía, bajé sola al salón para reunirme con los nobles.
Benavente y Villena estaban sentados delante del fuego. Bebían y hablaban en voz baja, mientras sus sirvientes, de pie junto a la pared, aguardaban atentos a cualquier señal. Sin duda no esperaban que apareciera sola, dado que interrumpieron repentinamente su conversación y se apresuraron a ponerse de pie y hacer una reverencia.
El almirante me guió con su callosa mano hasta una silla. Les pedí que se relajaran, pues encontraba incómoda tanta solemnidad. Les llevaría algún tiempo acostumbrarse a mi rango de heredera.
—Vuesas mercedes, el viaje ha sido realmente duro —empecé a explicar—. Mi marido no se encuentra bien y os pide que le disculpéis. Necesita descanso.
Me detuve. Y resistí el impulso de seguir disculpando a Felipe, de cuya rudeza, a pesar del diente, sin duda habían estado hablando.
—No hay necesidad de explicar nada —intervino el almirante.
Me fijé que no bebía ni tampoco tomaba asiento. Prefería permanecer de pie junto a la pared.
—Cruzar los Pirineos en invierno pondría a prueba a los hombres más valientes.
Miré a Villena. Arqueó una ceja con elegancia mientras una son risa sarcástica se dibujaba en sus finos labios. Me fijé que había adornado una de sus pequeñas orejas con una diminuta piedra roja. Tenía el rostro distante de un pájaro de presa, la tez morena y unos deslumbrantes ojos verdes-amarillentos. Conocía su reputación. Tenía fama de ser un hombre despiadado y de impecable linaje, que había causado muchos disgustos a mis padres cuando se negó a que requisaran sus castillos durante la cruzada contra los moros. A menudo mi madre hablaba de él con aspereza. Mi padre lo detestaba. Y yo no podía dejar de preguntarme qué pensaría del príncipe de los Habsburgo que había llegado con su esposa española para reclamar el título de príncipe consorte.
Como si leyera mis pensamientos, intervino el almirante:
—Debéis concedernos el honor de compartir una comida con nosotros.
Con una sincera risotada de conformidad, el impasible Benavente dio unas palmadas con sus fornidas manos.
Los criados se apuraron. La comida era sencilla: pan, jamón frío y queso. Estaba deliciosa. Comí como una mujer hambrienta, y entre bocados, pedí que subieran comida a Felipe y también a las habitaciones donde mis damas se encargaban de preparar mis aposentos.
Entonces pregunté:
—¿Y sus majestades, los reyes? ¿Saben que estamos aquí?
—Sí, han sido informados —repuso Villena—, pero sus majestades han acudido a Sevilla para contener la insurrección de los moriscos. Esos herejes de mala muerte nunca están contentos. Cisneros va de camino. Como príncipe de la Iglesia es el encargado de ocuparse ellos. Dice que hace años que debería haberlos quemado a todos.
El marqués movía su enjoyada mano con fastidio, como si hablara de la exterminación de las ratas. El silencioso criado, situado detrás de él, se inclinó por encima de la silla para limpiar su boca de migas. Me encontré mirando fijamente al criado mientras le llenaba la copa de vino. Al percatarse, Villena frunció la boca con una media sonrisa salvaje que me hizo apartar la mirada con rapidez.
—No obstante —escuché decir al almirante, cuyo apetito parecía tan austero como su persona—, sus majestades han anunciado que se reunirán con vos en Toledo. Se os han preparado festejos de bienvenida porque además falta poco para la Semana Santa.
—¿Festejos? —repetí.
Si habían organizado festejos es porque sabían de nuestra llegada antes de que les llegase confirmación oficial de nuestra partida desde Francia. Don Lope había hecho muy bien su trabajo.
—Ah, sí —susurró Villena—. Tenemos entendido que esos flamencos esperan diversiones. Al fin y al cabo habéis estado en un reino conocido por su joie de vivre, n’est-ce pas?
El estómago me dio un vuelco. Mi madre, según parecía, había sido bien informada. ¿Cómo se habría tomado la noticia del compromiso? ¿Qué nos diría al respecto?
Confié en poder ocultar mi ansiedad.
—¿Cómo están sus majestades?
—Gozan de excelente salud y están deseosos de veros, vuestra alteza —intercedió Benavente antes de que Villena pudiera contestar. El almirante desvió la mirada.
—Cierto —dije rápidamente—. En ese caso debemos apresurarnos porque yo también estoy ansiosa por verlos.
Acabamos el resto de la comida en un incómodo silencio. Villena y Benavente se despidieron enseguida. El almirante se quedó como si presintiera mi necesidad de hablar. Me observaba con atención, haciendo gala de la paciencia que había desarrollado en los años de servicio a una reina muy ocupada. Finalmente, habló.
—Vuestra alteza parece preocupada. No deseo parecer atrevido, pero espero que sepáis que podéis confiar en mí si tenéis necesidad.
Sonreí.
—Mi madre siempre ha dicho de vos que sois de noble corazón.
—No merezco el favor de su majestad —dijo con verdadera humildad—. Ha luchado por el bien de España con una tenacidad que supera la de cualquier hombre. Tenemos suerte de tenerla como nuestra reina.
Guardé silencio. Sólo entonces empecé a darme cuenta de lo mucho que tendría que esforzarme, de lo pesada que era la corona que heredaría. Moví la copa en mis manos mientras pensaba lo cómodo que este hombre de acción parecía sentirse con el silencio. Ofrecía un contraste sorprendente, y hasta cierto punto inquietante, con las fruslerías y las arrogancias de la corte de mi marido.
—¿Mi madre se encuentra bien? —pregunté con cierto temor.
No podía preguntar abiertamente si nuestra visita a Francia le había despertado reservas sobre la conveniencia de confiar a Felipe el trono que tanto le había costado ganarse, pero la expresión pensativa y vacilante que se dibujó en el rostro del almirante me hizo pensar que así era. Sus palabras confirmaron mis miedos.
—Últimamente su majestad ha estado inquieta. Los grandes de España han vuelto a rebelarse y como siempre buscan sacar partido de su sufrimiento. La muerte de vuestro hermano la afectó de manera especial. Muchos afirman que no es la misma desde entonces. Sin embargo, continúa cumpliendo con su deber por España. En eso nunca flaqueará.
—Sí —murmuré.
Lo miré a los ojos.
—Ella nunca esperó que este día llegaría.
—Cierto. Y vos lleváis su sangre.
—¿Ha…? —Tragué saliva—. ¿Ha dicho algo de mi esposo?
—No.
Miró mis manos, crispadas sobre la copa, y añadió:
—Pero otros lo han hecho.
Me eché hacia atrás.
—Villena —prosiguió—. Vuestra alteza lo ha visto, ¿no? Es uno de nuestros nobles más orgullosos y problemáticos, y me temo que muy influyente. Ha manifestado su desagrado de que un Habsburgo que ha hecho las paces con Francia se convierta en el rey consorte. Si desea que lo acepten, su alteza tendrá que hacer una labor muy conciliadora.
—No es un mal hombre —repuse inmediatamente, sintiendo la urgente necesidad de proteger a mi marido de la antigua animadversión española hacia los extranjeros, fruto de siglos de soportar invasores como los moros—. Es joven y adolece de una orientación ejemplar.
—Os creo, pero no se ha hecho querer con sus actos en Francia. No obstante, todavía hay tiempo para que se pruebe a sí mismo. Si os sirve de consuelo, por una vez, no me apresuraré a emitir un juicio.
—Os lo agradezco —susurré.
Durante un segundo, las lágrimas se agolparon en mis ojos. Me di cuenta de que estaba agotada. Me puse de pie.
—Debo descansar —dije, ofreciéndole la mano—. Os estoy muy agradecida por vuestra sinceridad y amabilidad esta noche, almirante. Os prometo que no serán olvidadas.
Hizo una reverencia, posando los labios en mis dedos.
—Alteza, siempre me esforzaré por serviros. A pesar del archiduque, sois mi infanta, y un día seréis mi reina.
Al cabo de dos días, cuando Felipe había recuperado sus fuerzas, partimos hacia Castilla bajo una lóbrega llovizna.
—¿Dónde está ese resplandeciente sol español que supuestamente ciega los ojos? —murmuró a mi lado—. ¿Dónde están los limoneros y los naranjos que cuestan el rescate de un rey? Lo único que veo son rocas y lluvia.
—Estás pensando en el sur.
Miré ansiosamente a los grandes, que estaban detrás nuestro. Hasta ese momento, Felipe apenas les había dirigido unas cuantas palabras.
—Pronto verás lo hermosa que es España. No hay nada que pueda comparársele.
—Eso espero, teniendo en cuenta los extremos a que llegaste para traernos aquí —dijo refunfuñando.
Pero el dolor del diente y su mal genio disminuyeron cuando pisamos Castilla. La primavera se había adelantado y la fértil meseta se abría ante nosotros como una ofrenda envuelta en verdes pastos. El Ebro y el Manzanares corrían caudalosos con las aguas heladas por la nieve fundida. Los bosques de pino y cedro emanaban un olor acre, y venados, liebres y codornices poblaban los caminos. Ésta era la España de renombre, de grandeza y de abundancia. Felipe empezó a señalarlo todo, a hacer miles de preguntas, y su fascinación con lo que veía pareció disipar parte del profundo resentimiento que yo percibía en Villena, obligado como estaba a explicar a mi esposo la prodigalidad de la caza en Castilla. Al parecer, los intereses de los hombres eran universales.
En Madrid, nos alojamos en el viejo Alcázar. Había llegado la Semana Santa y llevé a Felipe a las murallas para que presenciara las luminosas procesiones, los cánticos de los monjes encapuchados y las conmovedoras saetas cantadas a la Virgen en homenaje a sus horas de más dolor. Miró sobrecogido, como petrificado. Entonces se volvió hacia mí y tirando de mis faldas me arrastró fuera de la vista, acallando mi asustada protesta con sus labios. Se suponía que era un pecado mortal hacer el amor en esos momentos sagrados, pero hacía tanto tiempo que no estábamos juntos que no pude resistirme y le dejé que me tomara allí mismo, bajo el cielo salpicado de estrellas, entre los desgarrados lamentos de la saeta.
Después de eso nuestras peleas quedaron olvidadas, al tiempo que mi tierra avivaba la pasión entre nosotros. Nos tomamos con un deseo que no experimentábamos desde nuestras nupcias. Incluso, mientras sus cortesanos jugaban con desgana a los dados en el salón, bajo la prohibición de visitar las tabernas locales para observar la fiesta religiosa, Felipe y yo nos permitíamos satisfacer nuestra sensualidad.
—Creo que los españoles estáis un poco locos —me dijo la noche del Viernes Santo mientras descansábamos en nuestro lecho revuelto, después de haber visto cómo los flagelantes se azotaban en las calles—. Nunca había visto semejante sed de lujuria o sufrimiento.
Me estiré voluptuosamente.
—Somos gentes de fuertes pasiones.
Suprimí el remordimiento por haber dado rienda suelta a esas pasiones haciendo caso omiso del decoro, porque estaba convencida de que era mejor que Felipe estuviese de buen humor cuando nos encontráramos con mis padres.
Deslizó su mano hasta mi muslo.
—Sí, ya lo he visto.
Encontró mi sexo.
—Afortunadamente, las necesidades de los flamencos son menos complicadas.
Reí con ganas. Estaba demasiado agotado para hacer nada de momento. Por eso, después de desperezamos lánguidamente como los gatos, me levanté y fui a acomodarme delante de la ventana, dejándolo en la cama ya casi dormido.
Cerré los ojos para deleitarme con la sensación del aire sobre mi piel húmeda de sudor y aspiré el intenso olor a rosas que provenía de alguna enredadera que no podía ver.
Era mi hogar. Me embriagaba. Los cielos interminables, la luz persistente y el olor a sangre, flores y tierra. No había olvidado nada. Mis recuerdos habían quedado enterrados bajo la opulencia de Flandes, la monotonía de los canales y los jardines de mil colores. Mientras levantaba el rostro para contemplar la luna creciente, tan amarilla que parecía un sol poco iluminado, me maravillé de haber encontrado satisfacción en un reino tan distante. Luego, sin previo aviso, se apoderó de mí una dolorosa soledad, una profunda añoranza de mis hijos y una extraña desorientación que me hacía dudar sobre mi origen y pertenencia.
Oí el repiquetear de unos cascos y pude distinguir a unos jinetes que entraban al galope en el patio de la fortaleza.
Los observé con interés: era un grupo de hombres cuyas cabalgaduras estaban cubiertas de sudor. Tras desmontar, uno de ellos se quitó rápidamente el sombrero y miró mi ventana con una sonrisa maliciosa. Sin querer, lancé un grito ahogado y di un salto hacia atrás.
—¡Felipe, despierta! —grité mientras me vestía deprisa y le arrojaba sus calzones sobre nuestro lecho—. ¡Vístete! ¡Mi padre está aquí!
Abrí la puerta y bajé corriendo las escaleras para acudir a su encuentro.
Al verlo, me lancé en sus brazos y enterré mi rostro en su grueso jubón de lana, respirando de nuevo el inolvidable olor de mi juventud. Todas las dudas se evaporaron. Estallé en un sollozo de alegría cuando se echó hacia atrás y sostuvo mi mandíbula con la mano. Una sonrisa iluminó sus curtidos rasgos, que habían cambiado profundamente desde la última vez que lo vi.
—Mi madrecita —murmuró—, ¡qué hermosa te has vuelto!
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Tenía el cabello ralo y unas arrugas rodeaban su boca y sus ojos. Siempre me había parecido una torre, pero ahora lo veía empequeñecido. Sin embargo, su sonrisa no había cambiado y su cuerpo aún tenía la musculatura propia de un hombre que se encuentra más a gusto en una silla de montar que en un trono.
—Tu madre y yo acabamos de regresar de Sevilla —dijo mientras me cogía del brazo y entrábamos en el edificio—. Os recibirá mañana. Nos han informado de vuestra travesía por las montañas y del diente infectado de tu esposo. Queríamos asegurarnos de que los dos estabais bien.
Se detuvo para mirarme.
—Es muy tarde. ¿Tal vez os molesto?
Sentí fuego en las mejillas. Iba descalza, en bata y llevaba el cabello suelto y despeinado. ¡Hasta un tonto se daría cuenta de que no estaba bordando!
—En absoluto —me apresuré a decir—. Acabábamos de retirarnos. Felipe bajará enseguida.
Mi padre se fijó en los cortesanos flamencos tumbados cerca del fuego, con pellejas de vino a los lados.
—Había olvidado que los extranjeros no comparten nuestra tendencia a acostarnos tarde —dijo de repente—. ¿Está por aquí ese arzobispo de tu marido?
—Está durmiendo —contesté.
Afortunadamente, Besançon tenía un sueño profundo. De lo contrario ya habría bajado y caminaría, con sus andares de pato y su sonrisa empalagosa, al encuentro de mi padre. Y yo no quería que estropease el primer encuentro de Felipe con mi padre.
—Bien. Entonces, vayamos a ver a tu esposo para que gocemos de cierta intimidad, ¿eh?
Asentí. Confiaba en que Felipe no hubiera perdido el tiempo. Mientras subíamos las escaleras, le pregunté:
—¿Mi madre está bien? El marqués de Villena mencionó que había habido problemas en Sevilla.
Frunció el ceño.
—Dichosos moriscos. Han permanecido ocultos durante años y ahora, de repente, se alzan en una revuelta. Pero en el momento en que aparece Cisneros y quema a algunos como medida preventiva, van a llorarle a tu madre. De ahí que hayamos tenido que ir a Sevilla para restablecer el orden. Por supuesto, el incidente la ha agotado, pero aparte de eso se encuentra todo lo bien que se puede esperar.
Me detuve. La preocupación debió de reflejarse en mi rostro porque me hizo un gesto cariñoso en la barbilla.
—No hay nada que temer. Un ligero ataque de fiebres palúdicas. Nada más. Dime, ¿cuál es tu habitación?
Antes de que pudiera detenerlo abrió la puerta y entró.
Felipe me había hecho caso. Estaba vestido y, para mi consternación, mantenía una conversación íntima nada menos que con Besançon. Los ecos de la intriga que estuvieran tramando habían vuelto el aire denso. Al ver a mi padre, se quedaron paralizados durante un instante.
El arzobispo se giró bruscamente hacia mi padre y le extendió la mano para que se la besase, como corresponde a un príncipe de la Iglesia. Me dieron ganas de echarlo.
—Su majestad —dijo arrastrando las palabras—, qué honor tan inesperado.
Mi padre ignoró la mano extendida.
—Sin duda —repuso sin rodeos—. Arzobispo, no esperaba volver a veros después de la última visita.
El arzobispo se sonrojó. Felipe se acercó a mi padre, tomó su mano de igual a igual y lo besó en ambas mejillas. Mi padre aceptó el saludo francés con una mueca y luego chasqueó los dedos sin mirar a Besançon.
—Monseñor, si nos disculpáis, deseo hablar en privado con mi yerno.
Felipe se percató de la tensión entre ambos y añadió:
—Sí, marchad. Hablaremos después.
Enojado, Besançon recogió sus hábitos y salió de la cámara pisando fuerte.
Mi padre se volvió hacia mí.
—¿No habla español? Bien, entonces, tendrás que traducir tú, madrecita. Como ya sabes, hablo muy mal el francés.
Su francés era excelente, pero me alivió que la conversación empezara de forma amigable. Cuando surgió el tema de nuestra visita a Francia me puse tensa. Entonces mi padre me hizo un guiño para indicarme que estaba al tanto de mi papel en el asunto. Se abstuvo de interrogar a Felipe. En su lugar abrazó a mi esposo con camaradería masculina y le ordenó que se fuera a dormir, dado que al día siguiente debíamos levantarnos temprano para ir a Toledo y reunimos con mi madre y con la corte.
Acompañé a mi padre a los aposentos que su séquito había elegido para él.
—Cierra la puerta, madrecita —dijo.
Al volverme, me fijé que tenía un temblor nervioso debajo del ojo izquierdo. Algo que sólo le ocurría cuando estaba preocupado o enfadado.
—Felipe debe de sentirse avergonzado —dije—. Tenía tantos deseos de impresionarte. Se había hecho un nuevo traje de brocado para la ocasión.
—Puede ponérselo mañana —repuso contemplándome sin expresión.
—Padre —repuse suavemente—, sé lo disgustado que debes de estar. Asumo toda la responsabilidad de nuestros actos. Lo que pasó en Francia nunca debería haber ocurrido.
—No. Es cierto. Pero no te culpo por los desmanes de tu esposo y de Besançon.
La reprimenda me hirió profundamente por su franqueza, como lo había hecho en mi niñez, cuando vivía pendiente de ganarme su aprobación.
—Felipe renunciará a esa alianza —dije—. Te lo prometo, padre. Sólo necesita entender lo peligrosa que es para España. No quiere hacernos daño. Sólo piensa en las ventajas. Conocí a Luis en persona y te aseguro que podría convencer a un pájaro de entrar en la boca de una serpiente.
Mi padre rió secamente.
—Sí, suena propio de un Valois.
Guardó silencio durante un instante.
—Debes de querer mucho a Felipe para defenderlo tanto.
—Mucho —dije suavemente.
—Recuerdo la vez que dijiste que no significaba nada para ti. ¡Ah! Tu madre tiene razón. ¡Qué rápido pasa el tiempo! Aquí me tienes a mí, un viejo, mientras mi hija es ya esposa y madre.
Bajó los ojos y sonrió con tristeza. De repente fue como si todo el buen humor y la alegría vital que contagiaba se hubieran consumido.
—Ojalá hubieras traído a tus hijos. Isabel y yo estábamos deseando conocerlos, en particular a Carlos.
Me acerqué a él.
—Padre, lo siento tanto. Lamento la pérdida de Juan, Isabel y del pequeño Miguel. Haría cualquier cosa por tenerlos aquí.
Elevó la mirada y vi algo que no había visto nunca: lágrimas, lágrimas en los ojos de mi padre.
—Es terrible enterrar a tus hijos, Juana. Rezo para que nunca te ocurra lo mismo. Ahora María está en Portugal, Catalina en Inglaterra… —hizo una pausa, mordiéndose el labio—, pero tú estás aquí.
Se enderezó y respiró hondo.
—Sí, ahora estás en casa, adonde perteneces. Lo rodeé con mis brazos y se abandonó a mí como si fuera un niño.