Capítulo 12

Tal como doña Ana predijo, mi tercer embarazo resultó ser el peor. Nunca me había sentido tan mal ni tan agotada. No me moví para presenciar la partida pontificia de Besançon, con las alforjas cargadas de documentos y un séquito tan numeroso como para poblar una aldea. No saludé a los enviados que llegaron de toda Europa para buscar el favor de los nuevos herederos de España. Me refugié en mis aposentos porque sabía que tan pronto como naciera mi hijo, todo eso y más me esperaría de todas formas.

El 15 de junio de 1501, después de atroces horas de parto que pusieron fin a una difícil gestación, nació mi hija. Apenas levanté la cabeza de mis almohadones empapados de sudor mientras las comadronas la limpiaban y la envolvían. Temía odiarla después del calvario que me había hecho pasar, pero cuando la depositaron en mis brazos y eché un vistazo a sus claros ojos azules, mis dudas se desvanecieron. Con la pelusa dorada de su cabeza, todavía blanda y contraída, signo seguro de que al igual que mi madre en su juventud tendría el cabello del color de los trigales de Castilla. Ella era la hija que yo había estado esperando sin ni siquiera saberlo.

—Isabel —anuncié—. Se llamará Isabel en honor de mi madre y de mi hermana.

Negué con la cabeza cuando doña Ana vino a buscarla para entregársela a la robusta campesina elegida como nodriza. En su lugar, para asombro de mi dueña, me desanudé la camisa. El ansia con que la boca de Isabel apretó mi dolorido pezón originó una ola de placer que barrió mi cuerpo. Cerré los ojos e ignoré el comentario de doña Ana acerca de que nunca se había visto que una mujer de sangre real alimentara a su hijo como lo hacían las vacas en el campo.

Felipe vino a visitarme mientras me recuperaba y me contó riéndose que desde que corrió la voz de que amamantaba a mi hija, era el escándalo de la corte. Mientras sostenía a Isabel en brazos me felicitó por su perfección. Y luego añadió que había recibido un comunicado de Besançon en el que decía que en España todo iba tal como estaba planeado.

Con el bebé fuera de mi vientre y superado el malestar, la noticia me hizo sentarme erguida.

—¿Qué significa «como estaba planeado»?

—Nada por lo que debas temer —repuso y me besó—. Ahora descansa. Debes recuperar las fuerzas. Tenemos que planear nuestro viaje a España, ¿recuerdas?

Tres semanas después de su nacimiento, aún no había entregado a Isabel a madame de Halewin y al batallón de criados que aguardaban para ganarse el sustento. Ordené que pusieran una cuna al lado de mi cama y la tuve allí, a mi lado, día y noche.

Felipe se marchó a visitar sus estados, dejándome en un palacio lleno de mujeres y hombres viejos. En otros tiempos le habría echado de menos. Ahora no. Había recuperado las fuerzas y la cabeza, y tenía asuntos propios de los que ocuparme. Me senté delante de mi despacho y escribí una larga carta a mi madre, comunicándole el nacimiento de Isabel y preguntándole por las novedades. Incluí una sustanciosa donación para celebrar misas por la memoria de mi difunta hermana y su difunto hijo, y aseguré a mi madre que me preparaba para visitarla tan pronto como lo permitiesen los preparativos.

Entonces, ordené que limpiaran mis aposentos, sacaran brillo a la plata y airearan mis vestidos. Presencié cómo Leonor recibía sus primeras lecciones y cómo destetaban a Carlos. Y por encima de todo, cuidé de mi Isabel. Nunca había sido tan protectora. Era como si buscara proteger a mi hija de alguna amenaza oculta, aunque no podía nombrar lo que temía.

Estábamos las dos solas en mis aposentos, yo balanceaba en el aire un sonajero de oro con una pequeña campanita mientras ella chapurreaba y daba pataditas con sus diminutos pies, cuando Beatriz me trajo una carta.

—Esto acaba de llegar con el correo de Bruselas. Me examinó con la mirada antes de coger en brazos a Isabel y llevársela a su cámara, mientras yo me dirigía a mi mesa con la carta en mano.

Después de romper el sello desplegué el duro pergamino. Reconocí el grano al instante. El papel utilizado por mi madre carecía del color sedoso que tenía el mío.

Durante un instante volví a experimentar todos los miedos de mi niñez, como si la gran Isabel pudiera entrar en mi cámara en cualquier momento para poner a prueba mi disposición a ocupar su trono. Nunca había sido su favorita. Nunca había sido elegida para ser su sucesora. Sin embargo, al acercar la carta al rostro y oler la tenue fragancia del humo de vela y un toque de lavanda, mis ojos se llenaron de lágrimas. Miré la letra de mi madre, sesgada a lo largo de la misiva:

Queridísima hija:

Confío en que cuando esta carta te llegue goces de buena salud. He rezado por ti día y noche para que encontraras socorro en lo que sin duda es el momento más duro para una mujer. Pero sabía que Dios te ayudaría a traer a tu hija al mundo, porque tu cuerpo es tan fuerte como un día lo fue el mío. Nunca tuve problemas durante el parto como lo tuvieron otras. La noticia de que has traído al mundo una hija sana y que le has puesto mi nombre actúa como un bálsamo para mi corazón, pues acabo de enviar a tu hermana Catalina a Inglaterra para desposarse y echo mucho de menos su compañía. Ella era mi última hija y un gran alivio para mí en estos momentos de dolor.

Te escribo porque me siento como Jonás dentro de la ballena, luchando contra lo insuperable. Monseñor el arzobispo Besançon acaba de dejarnos, y me temo que insatisfecho. Su petición del reconocimiento de tu marido como infante no fue del agrado de las Cortes ni del nuestro. No parece entender que no podemos investir a Felipe con el título ni concederle la investidura de príncipe consorte de estos reinos hasta que no te hayamos investido a ti, dado que la sucesión recae en ti como nuestra primera heredera. Vivimos tiempos peligrosos, y por lo tanto debo rogarte que no te retrases y vuelvas con nosotros lo antes posible, con tu marido y tus hijos, si fuera posible. Te envío a mi secretario, don Lope de Conchillos, a quien he confiado mis consejos.

Cuídate, hija mía, y recuerda el gran estado al que Dios te ha llamado.

Tu madre que te quiere,

LA REINA ISABEL

Permanecí en silencio, con la carta abierta en mis manos como si fuera un misal. No había leído la férrea orden de la madre que recordaba. No había encontrado la aspereza de una reina que debe conceder la sucesión a una hija de la que nunca ha estado cerca. En lugar de eso sonaba cansada, casi derrotada. Había esperado severos recordatorios de mi deber, la necesidad de dejar a un lado cualquier otro tipo de consideraciones, pero nunca me había parado a pensar que había enterrado a un hijo, una hija y un nieto en menos de dos años. No podía imaginarme perder a un hijo, mucho menos a dos. Y en ese momento la percibí no como una reina invencible sino como una mujer y una madre vulnerables, como yo.

¡Y Besançon! Era como una serpiente con tonsura que sólo miraba por el bien de Flandes mientras mis padres se enfrentaban a una tumba llena de esperanzas truncadas, una nobleza siempre en rebeldía y unas Cortes llenas de preocupación. Pero ahora la baza era mía. No podía dar a Felipe lo que yo, a su debido tiempo, le entregaría libremente: la corona del príncipe consorte. El poder del arzobispo se apresuraba a llegar a su fin.

Mis dedos rozaron el sello roto de la carta. Me volví para contemplar mis aposentos.

Era como si acabara de despertar de un profundo letargo. Los rayos de sol, que irrumpían en cascada a través de las cortinas de terciopelo, iluminaban los valiosos tapices, tejidos en Bruselas con escenas de faunos y rubicundas doncellas descansando bajo pérgolas, que decoraban las paredes. Mi copa de adorno española reposaba encima de un mueble, casi escondida detrás de una tropa de pastoras de porcelana enviadas por Ana de Bretaña, esposa del rey Luis de Francia, como regalo de conmemoración de los cercanos nacimientos de Isabel y de su hija, Claudia.

Rara vez contemplaba los pequeños obsequios que amontonaba junto a los cientos de objetos de arte que abarrotaban mis estancias. Había vivido durante tanto tiempo entre una plétora de pinturas, estatuas, muebles y tapices que había dejado literalmente de verlos. Ahora que me encontraba de pie, allí, rodeada de tanta opulencia, sentí que me faltaba el aire. El olor de las hierbas dulces, desperdigadas sobre las alfombras bajo mis pies, taponaba mis sentidos como si fueran hollín.

En mi mente contemplé España, inmensa y siempre cambiante, con sus agrestes cumbres de granito y sus áridas mesetas, sus ríos serpenteantes y sus densos bosques de pino y roble. Comparado con el salvaje tesoro de mi tierra natal, donde las fuentes cantaban en patios de mosaico, las colinas cambiaban de color con la puesta de sol, y donde ciudades de piedra calcárea colgaban de precipicios frecuentados por águilas, rematadas en lo alto por castillos de piedra que parecían enraizados entre el cielo y la tierra, Flandes era como un joyero esmaltado. Eché de menos el sabor de la tarta de granadas, de los limones y las naranjas de Sevilla. Quería escuchar el repicar de las campanas en la llanura vacía y verme a mí misma, de nuevo, en el resuelto vigor de un pueblo que nunca renunciaba a su orgullo. La soledad que me invadía era física, como el viajero que después de años vagando se siente débil y busca el camino a casa.

No tenía miedo. Podía aprender a ser reina. Lo llevaba en la sangre, la misma sangre que impulsaba a mi madre. Ella no lo sabía todo el día que ascendió al trono. No obstante, como ella, yo había sido llamada a serlo. España me había otorgado esa corona.

Abrí los ojos y llamé a Beatriz. Se detuvo en la puerta sosteniendo a Isabel en sus brazos.

—Mi madre envía un visitante —anuncié—. Debemos prepararnos.

—Alteza, es un placer veros.

Lope de Conchillos tomó mi mano e hizo una reverencia. Era un hombrecillo de mediana edad, de ojos marrones e incipiente calvicie, vestido con un jubón de lana que olía a paja. Lo conocía desde mi niñez. Había servido fielmente a mi madre como principal secretario y ella le confiaba la correspondencia más importante.

Sonreí, indicándole la silla libre opuesta a la mía.

—Lo mismo digo a vuesa merced. Hace demasiado tiempo que no recibo la visita de un compatriota. Por favor, sentaos.

La lluvia que golpeaba la ventana era un murmullo de guijarros acentuado por las paredes desnudas de la cámara. En la semana anterior a su llegada había ordenado que se las despojara de todo exceso, incluidos los morbosos tapices, y había tomado igual cuidado con mi apariencia, por lo que lucía un sencillo vestido negro, de cuello alto, y en cuanto a mis joyas, los anillos de boda y un pequeño crucifijo. Quería mostrarme con la formalidad de una matrona castellana, y por la mirada de aprobación de don Lope supe que lo había conseguido.

Beatriz y Soraya trajeron platos de aceitunas rellenas, pan integral, queso y una jarra de clarete. Sin levantar la vista, comprobé que asentía con agrado ante el sencillo refrigerio.

Aproveché el breve silencio que hubo mientras comía para sacar una misiva sellada para mi madre de uno de mis bolsillos.

—He escrito a su majestad. En ella le ofrezco mi voto solemne de cumplir con mi deber.

Inclinando la cabeza, cogió la misiva.

—Vuestras palabras, sin duda, contribuirán a la recuperación de su majestad.

—¿Recuperación? —Hice una pausa—. ¿Está mi madre enferma?

Soltó un suspiro.

—Los médicos dicen que no es grave. Insisten en que su majestad descanse. Pero es una petición que ella no lleva bien.

Sonreí levemente.

—No, seguro que no.

Hice un alto.

—Contadme todo sobre la visita de Besançon y lo que mi madre, la reina, espera de mí.

—En ese caso sugiero que os preparéis, princesa, porque no es un relato edificante.

Cuando empezó a hablar, mis manos se cogieron con fuerza a los brazos de la silla. El relato se ajustó a lo que me esperaba, aunque no por ello resultó más fácil oírlo. Besançon había actuado en España con su habitual arrogancia, exigiendo concesiones de mis padres a las que no tenía derecho, incluido varios obispados y beneficios para sí mismo.

Entonces, don Lope dijo algo que me causó un escalofrío.

—Cuando sus majestades le reprendieron por su presunción, el arzobispo replicó que tenía los medios para hacerles reconsiderar su posición. Aunque ésas no fueron sus palabras, no queda la menor duda de que eso fue lo que quiso decir.

Hizo un alto y me miró.

—¿Sabía vuestra alteza que recientemente se ha reunido con enviados procedentes de Francia?

—Lo ignoraba —repuse—. ¿Acaso debería preocuparme?

—Tal vez. No sabemos por qué ha elegido este momento particular para aceptar las insinuaciones del rey Luis, pero cualquier cosa que tenga que ver con los franceses incumbe a España. Su majestad cree que Besançon podría buscar el apoyo de Francia para vuestro esposo, y hasta una alianza que podría relegar a España a la posición de suplicante.

Mi enfado no se hizo esperar.

—¡Felipe no lo permitiría! Sabe que España nunca confiará en Francia.

Don Lope recibió mi estallido en silencio.

—¿Estáis segura, princesa? —dijo al cabo de unos instantes.

—Tan segura como lo estoy de mí. Mi esposo no está aquí para hablar por sí mismo, ya que ha tenido que visitar sus estados para contar con su aprobación para este viaje, pero os aseguro que él y yo estamos absolutamente de acuerdo. Nunca nos aliaríamos con un reino que ha invadido los territorios de mi padre en el pasado y que desafía su derecho a Nápoles.

—Entonces me siento aliviado y también lo estará su majestad. De todos modos sería prudente que os mantuvieseis alerta. Sabemos que Besançon se ha reunido con enviados franceses pero no hemos podido averiguar nada de ese encuentro. Con seguridad informará a su alteza, y su alteza os lo comunicará a vos.

La duda me invadió. En el pasado Besançon me había tratado como una boba y yo no había logrado alterar su relación con Felipe. Si planeaba algo con Luis de Francia, yo sería la última persona en enterarme.

—No quiero ser deshonesta con mi marido —dije, con cautela—. Él y Besançon se conocen hace mucho tiempo. El arzobispo es su consejero y su mentor. Felipe confía en él.

—Su majestad lo comprende. No querría que hicieseis nada que fuera motivo de desacuerdo. De hecho, su principal preocupación es que vos y su alteza lleguéis a España. Y espera que podáis llevar con vos a vuestro hijo Carlos para que pueda conocerlo en persona.

Asentí rápidamente.

—Consultaré con Felipe cuando regrese. No veo por qué Carlos no pueda acompañarnos, aunque es muy pequeño todavía. En cuanto al tema de Francia… bien, veré lo que puedo descubrir. Es todo lo que puedo prometer.

—Gracias, princesa. Su majestad os pide prudencia de aquí en lo sucesivo, en particular con el arzobispo. Sabe en la alta estima en que se le tiene aquí y no desea que os hagáis su enemiga. Una vez que vos y vuestro esposo lleguéis a España y seáis investidos por las Cortes, se buscará un asesor más apropiado para su alteza.

—Sí —repuse con vehemencia—. A mi esposo le falta un consejo imparcial. Ha confiado demasiado tiempo en Besançon.

—¿Y a vuestra alteza? ¿Os falta consejo?

Su agudeza me pilló desprevenida. Lo cierto era que nunca había confiado en nadie, salvo en mis leales damas. Pero los príncipes necesitaban consejeros y las reinas confiaban en ellos.

—Ahora agradecería alguno —admití—. No querría que nada empañara mi imagen o la de España.

Don Lope sonrió.

—Princesa, confiad en mí y todo irá bien.

Unos días después, Felipe regresó a la corte. Entró alborotado en mis aposentos, con una ancha sonrisa en el rostro, y me tomó en sus brazos para acariciar mi cuello.

—¡Mi infanta! ¡Te he echado de menos!

Me reí nerviosamente mientras despedía a mis damas con un gesto y me acercaba al aparador para servirle una copa de vino. Mientras cogía la botella, se me ocurrió lo mucho que se parecía nuestro matrimonio al de nuestros padres, con este gesto simbólico con el que iniciábamos nuestros encuentros. También sentí una punzada de culpabilidad al no poder contarle lo que don Lope y yo habíamos hablado.

Le di la copa con una sonrisa.

—Entiendo que la visita a los estados fue bien. ¿Te han concedido todo lo que esperabas?

—Así es. Han accedido a vigilar el reino mientras estamos fuera y han aprobado nuestros gastos. Iremos a España a lo grande.

Bebió del vino mientras miraba la habitación.

—Has cambiado la decoración.

Hizo un alto. Fue como si la habitación se enfriara de repente.

—Tengo entendido que ha llegado un enviado de España. Podrías haberme escrito, habría vuelto antes para darle la bienvenida.

—¡Oh! No era necesario —dije mientras regresaba a mi silla y a la labor que hacía para la cuna de Isabel, temerosa de que mi rostro mostrase el engaño—. Ha venido como parte de nuestra escolta a España. Hemos hablado, sobre todo, de asuntos familiares.

Estiré la labor. Él no dijo nada, pero me miraba con intensidad. Sentí unos deseos terribles de llenar el silencio y espeté:

—¿Y monseñor Besançon? ¿Se sabe algo de él? Esperaba que ya hubiera llegado.

Levanté la mirada y vi que su mano apretaba tensa el pie de la copa labrada con joyas. Su respuesta fue brusca.

—Así es. Ha enviado recado donde explica que se encuentra indispuesto a causa del viaje pero que espera estar aquí dentro de unos días.

Se acercó al aparador.

—¿Así que el enviado no tenía nada importante que decir?

—Sólo que mis padres nos esperan lo antes posible y que les gustaría que les llevásemos a Carlos.

Felipe soltó una tensa carcajada y apuró su copa.

—Espero que le hayas dicho que ni hablar. Carlos es demasiado pequeño para realizar un viaje tan largo. Él y las niñas se quedarán aquí.

Levanté la vista bruscamente.

—¿Ya lo has decidido? Mis hermanas y yo viajamos por España en nuestra infancia y ninguna de nosotras padeció por ello.

Con la jarra medio levantada, se volvió para mirarme con el ceño fruncido.

—No estamos en España. Tenemos un largo viaje por delante, y dado que tendremos que atravesar Francia, no…

Se detuvo. Durante un instante fue tal mi sorpresa que no supe qué hacer. El consejo de don Lope de no fomentar la discordia me pasó fugazmente por la cabeza momentos antes de dejar mi labor a un lado y ponerme de pie.

—¿Atravesar Francia? ¿No hablarás en serio?

—Sí. Luis nos ha invitado a su corte para conocerle a él, a su reina y a su hija recién nacida. Creo que deberíamos aceptar.

—Yo creo que no. Antes preferiría volver a nado a España que poner pie en la tierra de esos diablos.

—¡Diantres! —exclamó, golpeando su copa contra la vitrina—. ¿Vas a darme órdenes, esposa?

Se me encogió el corazón. Sentí que daba un paso atrás y tropezaba con mi silla. Estaba paralizada por el cambio que le había sobrevenido, la frialdad de sus ojos, el rostro ensombrecido y retorcido.

—Sólo quería decir que no podemos aceptar —repuse con voz temblorosa—. Ahora somos los herederos de España y Francia es nuestra enemiga.

—Ésa es precisamente la razón por la que tenemos que aceptar.

Girándose con brusquedad, tomó la jarra y se sirvió otra copa. Bebió el líquido de un trago y volvió a coger la jarra. Nunca lo había visto beber tanto durante el día. De repente me flaquearon las piernas y tuve que sentarme.

Dio media vuelta y me contempló.

—Juana, no lo comprendes.

Los latidos irregulares de mi corazón se volvieron más lentos. Bajo mi vestido, un sudor helado empapaba mi cuerpo. Se acercó a mí. Volvía a ser él. Pensé que debía de haberme imaginado la violencia que había vislumbrado en sus ojos.

—No —dije—. No lo comprendo. No veo ninguna razón por la que debamos ir a Francia.

—Debemos ir porque somos los futuros reyes de España y debemos actuar en consonancia. Luis ha extendido su invitación a mis estados. No le impulsa otro motivo que buscar nuestro favor.

—Los franceses siempre tienen un motivo —repliqué.

Pero, por primera vez, dudé de mis propias palabras. Desde niña me habían inculcado un odio a Francia que nunca cuestioné.

—Bueno, ahora la única preocupación de Luis es que no firmemos un pacto con tus padres que ponga a media Europa en contra de él. Le preocupa su seguridad. Tu hermana Catalina se ha casado con el heredero inglés. Tu otra hermana, María, se ha unido a Portugal. Y ahora tú y yo somos los herederos de España, eso sin mencionar el día que yo herede el imperio de mi padre. Me he convertido en una amenaza. Luis necesita mi amistad, y si todo transcurre según lo planeado, intentaré dársela.

Alzó una mano para detener mis protestas.

—Te lo advierto, no heredaré los enemigos de tus padres. La enemistad entre España, los Habsburgo y Francia debe terminar.

—Entonces deja primero que Luis renuncie a sus derechos sobre Nápoles.

El temor previo desapareció consumido en el fuego de mi propia rabia.

—Sé que tus intenciones son buenas, pero mis padres nunca aprobarán una alianza entre nosotros y los franceses.

—No hago una alianza por el bien de España —dijo—. La hago por el bien de Flandes.

Hizo un alto.

—Juana, compartimos frontera con Francia. La misma amenaza a la que se enfrenta Aragón nos afecta a nosotros. Para que partamos, mis estados insisten en que primero aceptemos la invitación de Luis. Mi deber como archiduque es tener en cuenta su propia seguridad como lo es el de tus padres cuidar de sus Cortes.

—Entonces ve sin mí.

Alcé la barbilla y añadí:

—No puedo ser vista allí.

Suspiró.

—Eres mi esposa, la heredera de Castilla. Por supuesto que debes venir. No es un deshonor mostrar gentileza hacia otro soberano cuya posición es más débil que la tuya. Y sólo estaremos una semana o dos, como mucho.

Me resistía a su lógica. No quería compartir su visión del mundo porque chocaba con el mundo que había conocido toda mi vida. Me sentía como si hubiera deshonrado a mi padre, a Aragón, a los mismos cimientos de España. Deseé poder hablar con don Lope antes de tomar una decisión, pero presentí que me diría lo que yo ya sabía. Si Besançon estaba detrás de este encuentro con Luis, era deber de todos averiguar qué ganaba él con todo eso. Y Felipe tenía razón. Nuestra posición como herederos de España había eclipsado el poder de Francia. Un día, España y el imperio de los Habsburgo se unirían bajo nuestro mandato. Acecharíamos a Francia como lobos. ¿De qué podía tener miedo?

Respiré con firmeza.

—Muy bien —dije, recuperando mi labor con mano firme—. Pero me gustaría ser informada de todos los futuros preparativos para el viaje.

Frunció el ceño.

—¿Por qué? Es un asunto tedioso para una mujer.

—Sin duda, pero estaré fuera mucho tiempo y quiero supervisar los planes para los niños. Además no todos los días una infanta de Castilla visita Francia.

Soltó una carcajada.

—Ya veo. Por supuesto, quieres tener las joyas y los vestidos más espléndidos, pero no los necesitas, amor mío. Puedes eclipsar a Ana de Bretaña vestida sólo con tus enaguas.

Me dedicó una intensa sonrisa. ¿De verdad veía mis preocupaciones como mera vanidad? O se hacía el tonto, pensé, mientras se inclinaba a besarme, haciéndome sentir una inusitada falta de respuesta física.

—Te lo contaré todo —murmuró—. Cenaremos solos esta noche para que podamos disfrutar del encuentro.

Le ofrecí mis labios, preocupada por mi apatía. Nunca me había faltado el deseo por él, pero ahora estaba jugando un juego peligroso.

No obstante, mientras se marchaba con aire arrogante a sus aposentos para cambiarse de ropa para la cena, decidí no flaquear.

Las siguientes semanas puse a prueba mi resolución. Besançon volvió a la corte con aire petulante e inmediatamente se encerró con Felipe para discutir sus asuntos en privado. Don Lope me confirmó que aunque había tomado la decisión adecuada debía mantenerme en guardia. El engaño constante me ponía nerviosa y traté de convencerme de que el malestar me duraría unos cuantos días y nada más.

Padecí una gran ansiedad por abandonar a mis hijos, en particular a mi pequeña Isabel, que todavía no había cumplido los seis meses de edad. Debí entrevistar a cientos de niñeras antes de encontrar una que le gustara a Isabel. Afortunadamente, madame de Halewin, y para mi sorpresa doña Ana, me aseguraron que ellas se quedarían para encargarse del cuidado de los niños. Mi vieja dueña insistió en que era demasiado mayor para cruzar los Pirineos, y añadió, con un énfasis deliberado, que prefería morir allí antes de ser vista en Francia. Evité su reprimenda, me confortó saber que velaría por mis hijos y me dediqué a pasar tanto tiempo como pude con Carlos, Leonor e Isabel.

Finalmente, en una luminosa mañana de invierno de noviembre de 1501, mientras la muchedumbre maravillada se congregaba en el camino para vernos pasar, abandonamos Gante. Felipe encabezaba la comitiva en su caballo blanco de guerra, resplandeciente en su vestimenta de color escarlata. Yo cabalgaba a su lado en una yegua pinta, ataviada con un brocado ámbar que hacía juego con mis ojos.

A España, a España, cantaba mi corazón. Pronto me reuniría con mis padres, con los recuerdos de mi niñez y la promesa de mi futuro. Mis ojos ardían con lágrimas de súbita alegría. Podía sobrevivir a cualquier cosa, incluso pasar tiempo en Francia, porque pronto Felipe y yo estaríamos en la tierra donde había nacido.

Y allí cumpliríamos con nuestro destino.