Una terrible pelea se desencadenó cuando doña Ana fue informada de que no me haría acompañar de mis damas españolas, ella incluida. Amenazó con coger el primer barco que zarpara rumbo a España y respondí ofreciéndome a pagarle el viaje. Después del incidente me negué a verla y celebré las fiestas de Nochevieja de 1497 con todo boato, en compañía de Felipe, antes de nuestra partida hacia la primera confederación de nuestro viaje.
Ya de camino, llegaron noticias de que Margarita y mi hermano se habían casado en España con bombos y platillos. Pero otra noticia más triste acompañaba la misiva: en mitad de las celebraciones de la boda, mi abuela había fallecido en Arévalo.
Me sobrevino un dolor inesperado y profundo. Había olvidado la visita que le hice y una noche, estando en nuestro lecho, faltó poco para que confesara a Felipe el secreto que guardaba y del que tanto deseaba librarme. Pero no lo hice. Algo me dijo que no lo entendería. Había vivido la mayor parte de su vida sin familia. Sin duda juzgaría a mi madre como una soberana fría y sin escrúpulos, muy parecida a su padre. Y así me oculté detrás de una frágil sonrisa mientras en mi mente evocaba los ojos inquietantes de mi abuela y su voz que susurraba: «¿De qué tienes miedo…?».
Mi preocupación se disipó a medida que avanzaba nuestro viaje y Felipe se esforzaba por lucirme delante de sus súbditos. En todos los municipios en los que entrábamos, éramos recibidos por jubilosas multitudes que salían a nuestro encuentro para saludarnos. Minuciosas bienvenidas fueron organizadas en nuestro honor y los alcaldes nos obsequiaban con las llaves de la ciudad y con proclamas. También empecé a familiarizarme con la tierra, los campos salpicados de tulipanes y las ciudades pintadas de colores tan brillantes como las monedas recién acuñadas. Ríos cristalinos entrecruzaban valles donde la caza era tan abundante que Felipe me dijo que sólo hacía falta tensar el arco para obtener alguna pieza, y donde los bosques extasiaban la vista.
De todos modos, no veía nada que se pudiera comparar con la magnificencia de las vastas extensiones de España, ni esas austeras llanuras que desembocaban en valles fértiles, ni cielos que cambiasen constantemente. En Flandes todo parecía nuevo, el acompañamiento adecuado para mi nueva vida. Y no tardé en lanzar monedas de mi bolsillo a las multitudes con una generosidad que habría sido desconocida en mi país, deleitándome con las caras anónimas que me miraban como si yo fuera una diosa.
A finales de abril viajamos al reino de los Habsburgo en Austria para pasar una semana con el padre de Felipe, el emperador Maximiliano. Sentía curiosidad por conocer a mi alabado suegro, soberano de la mitad del mundo civilizado y heredero de la codiciada corona del Sagrado Emperador. Me pareció un hombre serio que gozaba de buena salud y que tenía escaso sentido del humor. Vivía en un magnífico palacio, lleno de estudiosos y artistas que aspiraban a ser reconocidos y buscaban sus favores. Por todas partes había pruebas de su riqueza. Como regalo de bienvenida me obsequió con un collar de esmeraldas que pesaba tanto que me causaba dolor llevarlo, y cuando cenamos con él y su segunda esposa, la emperatriz nacida en Italia, los platos de oro tenían tantas piedras preciosas incrustadas que apenas pude pinchar la comida. No pude evitar pensar que mi madre había empeñado sus joyas y fundido su plata para financiar sus guerras y cómo, hasta el día de hoy, hacía reparar y remendar sus vestidos mientras trabajosamente ahorraba hasta la última moneda para reclamar sus joyas a los prestamistas.
Asistí a mi primera (y última) muerte de un oso, organizada en honor de nuestra visita. Había oído hablar de esta peculiar costumbre pero nada podría haberme preparado para los lastimosos rugidos de aquella orgullosa bestia negra encadenada a una estaca en un foso, rodeada de cortesanos vociferantes mientras los mastines se turnaban para destrozarlo. El oso se las arregló para atacar y destripar a tres perros salvajes antes de ser abatido. Para entonces, estaba mareada por el hedor a sangre y entrañas, y enferma ante el aparente deleite de la corte con el sufrimiento de aquellas criaturas. Me puse en pie para excusarme e irme, seguida de mis damas, tan pálidas como yo misma, pero Felipe apenas reparó en mí, ocupado en gritar y ansioso de ganar las apuestas que había hecho con sus hombres. Mientras abandonaba las gradas tambaleándome y con la mano apretada contra la boca, desesperada por respirar aire fresco, oí decir a Maximiliano:
—Nunca había oído hablar de un español que no tuviera agallas para presenciar una carnicería.
Poco me faltó para contestar que con agallas o sin ellas, nunca presenciaría semejante barbarie en España. Entonces me acordé de las quemas de herejes de Cisneros y apreté la mandíbula. Juré que nunca más presenciaría alegremente semejante tortura.
También fui testigo directo de la tensión que había entre Felipe y su padre, que confirmaba todo lo que mi marido me había contado de su distanciamiento. Pese a guardar un parecido físico, se hablaban en los términos más formales, sin un solo gesto de afecto entre ellos. Cuando nos llegó la hora de partir, incluso su despedida fue cuidadosamente ensayada y careció por completo de afecto.
Después, Felipe y yo nos vimos obligados a separarnos. Sería la primera vez que no estaríamos juntos desde nuestro casamiento. Él continuaría viaje para asistir a la reunión oficial de sus estados generales, un organismo rector compuesto por oficiales de las cancillerías de los estados imperiales, mientras yo regresaba a Bruselas. Quería quedarme con él, pero me aseguró que me aburriría mortalmente y que no tendría ni un momento para estar conmigo.
—Eso sin mencionar que tu presencia sería una distracción demasiado tentadora —añadió con un guiño.
Así, mi séquito y yo regresamos a palacio. La tarde de mi llegada me dirigí a la galería, deseosa de contar mi aventura a las otras damas que no me habían acompañado, ya que debo admitir que había disfrutado siendo el centro de atención y detestaba abandonar el papel.
Estaba tan absorta en mi propio esplendor que casi no me fijé en la tímida joven que, con cautela, se acercó a mí. Era una criada o una doncella y miraba al suelo.
—Alteza, os pido permiso —le oí murmurar.
Me di la vuelta con una sonrisa. Durante el viaje, muchas chicas como ella se me habían acercado, deseando conseguir una cinta de mi cabello o un lazo de mi puño, como si cualquier artículo que hubiera tocado mi persona fuera un talismán.
Madame de Halewin se interpuso entre las dos.
—Su alteza no desea ser molestada. ¡Vete ahora mismo!
El gesto de mi mano la detuvo. Me situé delante de ella y estudié su figura, ahora encogida de miedo. Era casi una niña, una de las miles que preparaban la comida, lavaban la ropa blanca, quitaban el polvo a nuestras pertenencias y barrían las chimeneas. Siguiendo el ejemplo de mi madre, había aprendido a ser amable con quienes me servían, dado que la justicia y no el orgullo era el sello de la realeza.
—Acércate —dije—. ¿De qué se trata?
La niña metió una mano en el bolsillo de su delantal y sacó un pedazo de papel.
—Sus damas le envían esto —murmuró antes de retroceder con rapidez.
Al leerlo, fruncí el ceño. La escritura era apretada y la tinta borrosa pero las palabras eran inconfundibles: «Somos prisioneras».
—¿Qué es esto? —pregunté a la niña—. ¿De dónde ha salido? Contesta.
Beatriz y Soraya se acercaron a mí. Un nudo de angustia se formó en mi pecho cuando la niña susurró:
—Es de una dama que se llama doña Francisca. Me ha pedido que se lo entregue a vuestra alteza. Me lo ha suplicado. También me ha pedido que os diga que doña Ana está enferma.
Era todo lo que necesitaba oír. Eché a andar.
—Beatriz, Soraya, acompañadme. Visitaremos a mis damas en sus aposentos.
Detuve a madame de Halewin con una sola mirada.
—A solas.
De pie, junto a una escalera que conducía a una parte ruinosa del palacio, miré horrorizada alrededor.
Los aposentos de mis damas, si así podían llamarse, consistían en una bodega con muros enmohecidos y sin ventanas, y el suelo de piedra desvencijada cubierto de paja. No habría alojado a una mula allí, pensé, y me sentí enferma cuando reparé en los camastros, las mantas raídas y el revoltijo de cenizas en el medio donde mis damas acudían a encender fuego y calentarse.
Hice un gesto a Beatriz, que recompensó a la niña con una bolsa de monedas. Ésta desapareció correteando, feliz de haber hecho una buena obra y de haber mejorado sustancialmente su situación económica.
Mis cuatro damas estaban de pie, pegadas unas contra otras. Sus ropas estaban cubiertas de tierra y todas tenían la mirada superficial de los enfermos. Al ver el odio reflejado en sus ojos hundidos deseé huir por las escaleras. Había firmado vales para pagar su manutención mientras estuviera de viaje con Felipe. Creía que me había ocupado de prodigarles bienestar. ¿Cómo había sucedido aquello? ¿Cuánto tiempo llevaban allí, así?
Me acerqué al camastro donde yacía doña Ana y me arrodillé.
—Doña Ana —susurré—. Doña Ana, soy yo, Juana. Estoy aquí.
Mi dueña abrió los ojos, vidriosos por la fiebre.
—Mi niña —dijo con voz ronca—. ¡Niña mía! Llamad a un médico. Me estoy muriendo.
—No, no. No vais a morir.
Me quité el chal y la rodeé con él.
—Es sólo la fiebre terciaria que solía daros en Castilla. En cuanto llegábamos a Granada, os recuperabais.
—Aquí será diferente —murmuró.
Lancé una mirada llena de rabia a doña Francisca de Ayala que, de pie a mi lado, me miraba como si fuera un espectro acusador.
—¿Cómo ha sucedido esto? ¿Por qué nadie me ha informado de estas deplorables condiciones?
Su mirada se encontró con la mía.
—Lo intentamos, vuestra alteza. Se nos denegó el acceso a vos.
—¿Denegado?
Mi voz subió de tono.
—¿Por quién? ¡Hablad enseguida!
—Monseñor Besançon. Su secretario nos dijo que habíais autorizado nuestro traslado y que, si no estábamos conformes, deberíamos partir hacia España.
Me miró con tristeza.
—Supongo que esperaba que fuésemos caminando.
—Eso es imposible.
Mi mirada voló a Beatriz.
—Pagué vuestros gastos de mi propio bolsillo. Me aseguraron que estaríais bien cuidadas.
Doña Francisca introdujo la mano en el bolsillo de su raída capa y sacó un fajo de papeles arrugados y atados con una cuerda y los arrojó delante de mí.
—Aquí tenéis nuestras cartas. Os escribimos todos los días durante semanas, y todas nos fueron devueltas. Luego, una noche, llegaron y nos encerraron. Fue casualidad que lográramos escapar.
Recogí el fajo con mano temblorosa.
—¿Casualidad? —repetí.
—Sí. Una vez que comprendimos que nadie nos salvaría fuimos presas de la desesperación e imploramos ayuda a la sirvienta que nos traía la comida todos los días. Se apiadó de nosotras y accedió a trasmitiros nuestro mensaje en persona cuando llegarais, si monseñor Besançon no os acompañaba, por supuesto. Tenemos suerte de que no haya sido así. De lo contrario es posible que hubierais encontrado cinco cadáveres.
Besançon estaba con Felipe. Había viajado con nosotros por Flandes antes de retirarse a una de sus casas. Yo había tratado de ignorar su sinuosa y corpulenta presencia. Sin embargo, en todo ese tiempo no había sabido que mis damas habían sido obligadas a subsistir con una sola comida, que era menos de lo que recibía un mozo de establo o una fregona.
La ira se apoderó de mí. Había permitido que ocurriera eso, sí, pero lo había hecho por ignorancia. Jamás habría concebido semejante traición.
En ese momento, mi disgusto hacia el principal asesor de mi marido, hacia el hombre que Felipe consideraba como su único y verdadero padre, se convirtió en odio.
Juré, mientras me ponía de pie y apretaba el fajo de cartas que sostenía en la mano, que le bajaría los humos.
—Soraya —dije—, por favor, ayuda a doña Ana y doña Francisca y a las otras damas a recoger sus pertenencias mientras dispongo dónde deberán ser conducidas. Beatriz, acompáñame. Tengo asuntos importantes que atender.
Mandé llamar a madame de Halewin.
—¿Os atrevéis a decirme que no sabíais nada de esto? ¿Cómo es posible? ¿Acaso no me dijisteis que a mis damas no les faltaría de nada?
Para hacerle justicia, madame no ocultaba su disgusto. Pálida y temblorosa, dijo:
—Alteza, os juro que llevé a cabo vuestra orden. Dije que pagaríais de vuestro propio bolsillo. Yo…
—¿Sí? ¿Vos, qué, madame? Hablad.
—¡No sabía nada!
Bajó la mirada. Pensé que podría desvanecerse a mis pies. Temía lo peor, y tenía motivos. Podía haberla enviado en ese mismo instante al recinto donde habían estado mis damas, y parte de mí así quería hacerlo.
—Alteza, monseñor Besançon dijo que se ocuparía personalmente de los detalles relativos a su cuidado. Dio órdenes expresas de que se le informara de todo lo que ocurriera en vuestra casa.
—Sí, eso me han dicho —repliqué—. También tengo entendido que el señor arzobispo ha revisado mi correspondencia antes de que yo tuviera la oportunidad de hacerlo. Resolveré este asunto en cuanto regrese mi esposo. Mientras tanto revisaré personalmente mis cuentas e investigaré cómo ha sucedido este desastre.
Le dirigí una fría mirada.
—Ahora, madame.
Salió apresuradamente. Al cabo de unos minutos regresó con un registro forrado de cuero que yo nunca había visto, y la acompañaba un caballero de aire ansioso y rapaz al que tampoco había visto nunca, y que era el responsable del contenido del registro. Con una exagerada reverencia, se presentó como monsieur el tesorero y procedió a explicar, con aire pedante, cómo el dinero entraba y salía de mis arcas privadas. Madame permanecía de pie, a su lado, estrujando un pliegue de su vestido. Mientras escuchaba la jadeante explicación del pobre hombre, con la mirada fija en las compactas operaciones, deseé que no trasluciera el hecho de que me podrían haber robado sin que me hubiera dado cuenta. Yo era una persona culta, pero las complejidades de mi propia economía no habían sido parte de mi educación curricular.
—Mis damas han padecido privaciones inenarrables —interrumpí finalmente, con deliberada severidad—. No consigo ver por qué no utilizasteis el dinero que había autorizado para su mantenimiento.
—¿El dinero, su majestad? —repitió, parpadeando como si yo fuera una extraña criatura cuya lengua no acabara de comprender—. No tengo constancia de la existencia de tal dinero.
—¿Cómo es posible? Yo misma firmé los comprobantes antes de partir con mi esposo.
—Tengo constancia de esos comprobantes, sí.
Pasó las hojas del registro y se detuvo en una entrada.
—Aquí están. Los presenté para su aprobación al secretario del señor arzobispo. Pero ninguno era para el mantenimiento de vuestras damas. Me dijeron que vuestra alteza las había despedido de su servicio y que debían volver a España.
Cerré el registro de golpe. Faltó poco para que le pillara los dedos.
—¿Quién os dijo eso?
Retrocedió como si esperase recibir un golpe.
—El secretario de su eminencia el arzobispo.
—¿Es eso cierto?
El tono de mi voz era frío como el hielo.
—Bien, soy la archiduquesa de Flandes y no recuerdo haber dado esa orden. Un sencillo descanso es todo lo que ordené para mis damas, descanso y varios aposentos donde fueran atendidas como se merecen. Parece que monseñor Besançon necesita que le recuerden que no manda aquí.
El tesorero cogió su registro y salió corriendo hacia la puerta. Madame me miró llorosa.
—Me temo que su alteza no comprende. Os suplico que no os enfrentéis con él. Goza del profundo respeto tanto de la corte como de su alteza, vuestro señor esposo. Si os enfrentáis a él, podríais ganaros su animadversión.
La contemplé en absoluto silencio. En mi fuero interno su advertencia me causó alarma, pero decidí ignorarla. No toleraría que Besançon controlara mi casa o mis decisiones.
—Gracias por vuestro consejo, madame. Y no os considero responsable. Podéis marchar.
Tras una rápida reverencia, se fue.
Al caer la noche, mis damas habían sido trasladadas a las habitaciones que había dispuesto para ellas y yo me había retirado a mis propios aposentos. Al día siguiente tomé la decisión de enviarlas a España antes que Felipe regresara con Besançon. Después de la humillación que habían soportado, mis damas nunca verían Flandes más que como un lugar de tormento, y a decir verdad, no quería sufrir su eterno reproche. No podía dejar partir a doña Ana, no tan enferma como estaba, pero las otras estaban lo bastante saludables para soportar el viaje. De nuevo convoqué a madame y a mi tesorero y les confié los preparativos. Al cabo de una semana emprendieron camino rumbo a Amberes, donde les aguardaba un galeón especialmente aprovisionado. Y también la carta que le envié a Felipe por correo, informándole de la situación con la que me había encontrado. Que Besançon se las apañe, pensé con petulancia.
Nombré a un médico para que velara por mi dueña y la visité todos los días. Para mi alivio, empezó a mejorar bajo sus cuidados, comió todo lo que se le mandaba y hasta llegó a quejarse de que no entendía nada de lo que el viejo médico le decía.
—Aunque me entendió muy bien cuando aparté su mano con una palmada cuando trató de examinarme el pecho —declaró—. ¡El muy osado! Como si le fuera a permitir acercar su mano a mi pecho.
Me reí para mis adentros. Estaba reponiéndose cuando Felipe volvió a casa.
Sin embargo, no vino a verme de inmediato. Cuando desperté me informaron de que había llegado muy entrada la noche. Me vestí inmediatamente y acudí a su encuentro. Lo encontré sentado en su recámara, los postigos de las ventanas todavía cerrados, vestido con su traje de montar manchado de tierra y una jarra de vino medio vacía a su lado.
Me detuve en el umbral.
—¿Felipe?
No me miró. Se sirvió una copa de vino, la bebió de un trago y volvió a llenarla.
—Felipe, ¿qué ocurre? —dije, acercándome hasta él—. ¿Qué ha sucedido?
Parecía exhausto. Unas profundas ojeras rodeaban sus ojos. Antes de que pudiera tocarle, se estremeció, se puso en pie y se fue al otro extremo de la habitación dando grandes zancadas.
—Ahora no —susurró—. No estoy de humor.
Me quedé quieta.
—Sólo deseo darte la bienvenida y hablarte de…
—Sé lo que quieres.
Me miró con frialdad.
—Preferiría no hablar de eso ahora. He atravesado momentos bastante difíciles y no necesito cargar con más preocupaciones.
—¿Preocupaciones?
Estaba tan sorprendida que apenas sabía qué decir. Poco faltó para irme de la lengua e informarle de que yo también había tenido preocupaciones durante su ausencia. Me contuve. Intuí que sería más sensato simplemente sentarme y tratar de descubrir la razón de su disgusto.
Tomé asiento.
—Te pido disculpas si piensas que estoy aquí para amonestarte. No era mi intención, te lo aseguro.
Hice una pausa. Su mirada recriminatoria pareció traspasarme. No se parecía en nada al hombre que había dejado unas semanas antes.
—Felipe, ¿qué ha ocurrido?
Sus rígidos hombros se derrumbaron de repente.
—Todo ha ocurrido —dijo en voz baja—. No soy nada. Soy menos que nada.
—Eso no es verdad. Lo eres todo para mí.
—En ese caso deberías ser tú la que dialogaras con mis estimados estados generales.
Se giró para coger la jarra. Antes de que lo hiciera, deposité mi mano sobre la suya. No dijo nada cuando le quité la copa de los dedos. Levantándome, estudié sus ojos apagados.
—¿Te han puesto a prueba? —pregunté.
No me habría sorprendido. Mi padre se quejaba a menudo de las Cortes castellanas y de su negativa para concederle tal o cual cosa. Le había oído discutir con mi madre y ella siempre había conseguido calmarle con un comedido recordatorio: «Gobernamos por su sagrada aprobación, como monarcas elegidos. Sin su sabiduría seríamos como tiranos o nos aprovecharíamos de las ambiciones de otros». Ignoraba si ése era el caso de Felipe, si como archiduque él también tenía que someterse ocasionalmente a aquellos oficiales plebeyos que cuidaban primero del bienestar de su reino y que desdeñaban las exigencias a las que se enfrentaba como monarca.
—¿Ponerme a prueba? Han hecho mucho más que eso. Me han humillado.
Su mirada se cruzó con la mía. La rabia brillaba en sus ojos inyectados de sangre.
—Sólo soy archiduque de nombre. Me adulan, pero son las órdenes que da mi padre las únicas que se cumplen. —Se detuvo—. Nunca alcanzaré lo que deseo.
La indefensión que había en su voz despertó mi instinto protector. Parecía un niño desolado, de pie, con el cabello suelto alrededor de su rostro. Tomé su barbilla con mis manos.
—¿Qué es lo que deseas, amor mío? Dímelo y te lo daré.
Eran las palabras de una joven esposa que deseaba consolar a su esposo, de una mujer que no puede soportar ver sufrir a su amante. No tenía ni idea de qué podía darle que ya no tuviera, pero en ese momento habría ido a los confines del mundo para conseguirlo.
—Quiero… —tragó saliva—, quiero libertad. He pedido a los estados que me declaren archiduque por derecho propio, que me releven del vasallaje que le debo a mi padre para que pueda gobernar Flandes, no sólo de nombre sino también de hecho. Les he dicho que pronto cumpliré diecinueve años, edad de gobernar solo y que he pasado los últimos tres años probándome a mí mismo.
—¿Y te han rechazado? —pregunté.
Estaba asombrada. Creía que era el soberano de Flandes. Creía que él y Besançon supervisaban el ducado. Eso era lo que me había dicho mi madre. Que Felipe había gobernado desde la niñez.
Se apartó de mí.
—Dijeron que hasta que mi padre me conceda la madurez legal, debo acatar sus decisiones. Les pregunté por qué se burlaban de mí obligándome a asistir a sus sesiones cuando no tengo autoridad para afectar su resultado. Contestaron que mi padre así lo deseaba. Que así aprendería la manera adecuada de gobernar.
Su voz se endureció.
—¡La manera adecuada! Cristo bendito, he vivido toda mi vida bajo su sombra. No soy más que un bello príncipe en su jaula, sin poder ni prestigio, disfrutando de juguetes que sólo tengo bajo préstamo.
De modo que no era un soberano. Ostentaba su título a través de su padre, pero nada de lo que tenía era realmente suyo. Era la primera vez que la realidad penetraba en nuestro idílico mundo y en mi inocencia, no había sido capaz de reconocer la oscuridad que podía engendrar. Lo único que yo deseaba era verlo sonreír otra vez.
—¿Te he desilusionado? —le oí decir.
—No —contesté suavemente.
Me miró por encima del hombro.
—¿A pesar de que ahora sabes que soy la marioneta de mi padre?
—No eres una marioneta. No me importan los títulos, Felipe. Somos felices, ¿no es verdad? No necesitamos nada más.
Sonrió con tristeza.
—Tal vez tú no, pero yo sí. Nací para gobernar. Heredé mis tierras de mi difunta madre y soy un Habsburgo lo mismo que mi padre, maldita sea su miserable alma. Me merezco la corona. No tiene derecho a privarme de ella hasta que juzgue que me la he ganado.
—Felipe, una corona no es todo lo que parece. Mis padres tienen su corona y ¿qué les ha traído? Mi madre dedica cada hora de su tiempo a España, mientras que mi padre dedica meses interminables recorriendo el reino, arrestando y amenazando a los conspiradores, porque si no lo hiciera los grandes podrían tomarle por débil y sublevarse. No es una vida fácil.
—Tal vez.
Se dio la vuelta y me extendió la mano.
—Ven aquí.
Me acerqué despacio. Me cogió en sus brazos.
—Perdóname, no es culpa tuya, pero deseo dejar mi huella en el mundo. No puedo ser el heredero no declarado de mi padre para siempre.
Lo miré a los ojos.
—Dejarás tu huella. Cuando muera, heredarás su manto. Todo lo que gobierna pasará a ser tuyo. Y mucho más. Y yo, amor mío, estaré a tu lado.
Asintió y acarició mi mejilla con la punta de un dedo.
—Sí, por supuesto. Un día.
Sonrió vagamente.
—Sé que has pasado malos momentos. Recibí tu carta y te prometo hablar con Besançon en cuanto regrese. Lo mandé llamar para que me ayudara con los estados antes de darme cuenta de que mis esfuerzos eran en vano. Pensaba que su presencia podría influirles a mi favor. Sigue allí, vendiéndoles un caballo perdedor. Pero estoy seguro de que no era su intención encerrar a tus damas. Ha debido de tratarse de algún malentendido.
Me mordí la lengua. No dije lo que sabía mi corazón. El arzobispo había actuado con malicia. Sospechaba que había querido apartarme de mis aliados españoles para afianzar mi casamiento con Felipe. Me desagradaba tanto como antes, pero por el momento decidí olvidarme del asunto. No podía hacer nada mientras él estuviera visitando los estados y mis damas lejos.
Sin embargo, ahora sabía que Besançon no era mi amigo.
Una semana después, Felipe y yo cenábamos solos en mis aposentos. Habíamos ido unos días a cazar a un bosque cercano, acompañados de un mínimo de criados. No me agradaba la caza de conejos o el acecho de jabalíes y venados, pero el tiempo que mi esposo pasó en su elemento, haciendo algo en lo que sobresalía, lo llenó de entusiasmo y vivacidad. Las noches eran largas y apasionadas, propiciadas por la falta de ceremonia que nos rodeaba. Lo cierto es que me entristeció marchar. Descubrí que prefería la rústica simplicidad a la opulencia de nuestra vida en la corte.
Saboreábamos una de sus presas, una codorniz asada en salsa de ciruela, cuando Beatriz entró bruscamente.
—Alteza, disculpad la intromisión, pero ha llegado un correo. Dice que trae noticias urgentes.
Felipe empujó la silla hacia atrás y se puso de pie.
—No, quédate aquí —me dijo cuando yo empezaba a levantarme—. Deja que primero hable yo con él. Puede que no sea nada. Acaba la sopa. Volveré tan pronto como pueda.
Asentí, mirando a Beatriz.
—Las noticias proceden de España —dijo, cuando él se había marchado.
—¿España?
La servilleta apoyada en mi regazo cayó al suelo.
—¿Estás segura?
Ella afirmó.
—He oído al correo decirle al chambelán de su majestad que había cabalgado día y noche desde Amberes, donde un mensajero de España le había pagado para traer la carta hasta aquí.
—Debo hablar con él, pues —dije mientras me preguntaba adónde podría haber ido Felipe a reunirse con él. En ese momento, la puerta de la cámara se abrió, miré un instante el rostro de Felipe y di un paso atrás.
—Amor mío —dijo—, la carta es de mi hermana Margarita. Tu hermano Juan… murió hace dos semanas.
Abrí la boca en inmediata protesta pero la voz me falló. No sentí que me movía pero mi mano se aferró al respaldo de la silla como si en ello me fuera la vida.
—Nadie lo esperaba —prosiguió Felipe—. Cayó enfermo poco después de los esponsales. Margarita dice que al principio no parecía demasiado enfermo, pero al cabo de unas horas le subió la fiebre. Desesperada, llamó a tus padres. Para cuando llegó tu padre, era demasiado tarde. Juan murió en sus brazos.
Me quedé mirando de hito en hito, presa de la incredulidad. Detrás de mí, Beatriz jadeaba.
Mentalmente, vi a Juan mientras cabalgaba junto a mi padre durante la caída de Granada y recordé cómo me había pedido que le hablara a Margarita de él. Nunca habíamos estado muy unidos, no como deberían estarlo dos hermanos. Como heredero de mis padres su carga era mucho mayor que la mía. No obstante, habíamos compartido las vacaciones, paseos invernales por los jardines perfumados de lima de Zaragoza, y algunos veranos de embrujo en Granada. Tenía toda una vida por delante. Se esperaba que se convirtiese en el primer rey castellano-aragonés de la España reunificada, acompañado de Margarita y de un puñado de hijos a su lado.
Sólo tenía diecinueve años.
Felipe se acercó. Me llevé una mano a la boca. No pude ahogar un sollozo. Cerré los ojos mientras mi esposo me abrazaba y escuchaba el suave llanto de Beatriz.
No se me ocurrió pensar que la muerte de Juan me situaba un paso más cerca del trono.