Capítulo 1

Cuando mis padres conquistaron Granada tenía trece años. Fue en 1492, el periodo de los milagros, cuando trescientos años de supremacía morisca se rindieron ante el poderío de nuestros ejércitos, y la España fraccionada en reinos por fin se reunificó.

He participado en cruzadas desde que vine al mundo. Es más, a menudo he escuchado que los dolores de parto que experimentó mi madre mientras se preparaba para reunirse con mi padre en una plaza sitiada, la obligaron a dar a luz en Toledo. Era una interrupción impropia que no fue de su agrado, por lo que al cabo de unas horas me confió a una niñera y reanudó sus batallas. Junto a mi hermano Juan y a mis cuatro hermanas, sólo conocí el caos de una corte peripatética que iba de un lado a otro según las exigencias de la Reconquista, la cruzada contra los moros. Me dormía y me despertaba con el ensordecedor clamor de miles de almas cubiertas con armaduras, bestias de carga arrastrando catapultas, torres de asedio, cañones primitivos e innumerables carros cargados de ropa, muebles, víveres y utensilios. Raras veces he podido disfrutar de la sensación del mármol bajo los pies descalzos o de un techo sobre mi cabeza. La vida consistía en una serie de pabellones levantados sobre terreno rocoso, rodeada de ansiosos tutores que farfullaban las lecciones y se arrastraban serviles mientras las flechas llameantes zumbaban por encima de nuestras cabezas y grandes pedruscos diezmaban una plaza fuerte en la distancia.

La conquista de Granada lo cambió todo, para mí y para España. Aquella codiciada ciudadela era la joya más hermosa del evanescente mundo de los moros. Y mis padres, Isabel y Fernando, sus majestades los Reyes Católicos de Castilla y Aragón juraron reducirla a cenizas antes de sufrir el continuo desafío de los herejes.

Todavía puedo verlo como si estuviera en la entrada del pabellón: las filas de soldados flanqueando el camino, los rayos de sol invernales reflejándose en los petos abollados de las armaduras y en las lanzas. Permanecían de pie como si nunca hubieran conocido las dificultades, con el delgado y adusto rostro levantado, y sin pensar en las múltiples privaciones y las incontables muertes de aquellos diez largos años de guerra.

Sentí un escalofrío. Contemplé la caída de Granada desde la seguridad de la cima donde estaban colocadas nuestras tiendas. Seguí la trayectoria de las llameantes piedras bañadas en alquitrán que eran arrojadas contra los muros de la ciudad y observé la excavación de fosos de agua contaminada para que nadie pudiera cruzarlos. A veces, cuando el viento soplaba de esa dirección, también escuché los gemidos de los heridos y de los moribundos. De noche, mientras la ciudad ardía lentamente, una sobrecogedora mezcla de luces y sombras se filtraba por las paredes de lona del pabellón y todas las mañanas, al despertar, nos encontrábamos polvo de cenizas en el rostro, las almohadas, los platos, en todo cuanto comíamos o tocábamos.

Apenas pude creer que se había acabado. Cuando volví a entrar, advertí con ceño que mis hermanas todavía no se habían vestido del todo. Había sido la primera en levantarme y en ponerme el nuevo vestido de brocados escarlata que mi madre había encargado para nosotras. De pie, golpeé el suelo impaciente mientras nuestra dueña, doña Ana, sacudía las mantillas que siempre teníamos que llevar en público.

—¡Pardiez! —exclamó—. Hay polvo hasta en el lino. Estoy impaciente por que llegue la hora en que esta guerra acabe.

Me eché a reír.

—¡Esa hora ha llegado! Hoy Boabdil entregará las llaves de la ciudad. Mi madre ya nos aguarda en el campo de batalla. Por todos los santos, Isabel, ¿no irás a vestirte de negro en un día como el de hoy?

Desde debajo de la toca negra, los ojos de mi hermana mayor lanzaron chispas.

—¿Qué sabrás tú, una simple niña, de mi dolor? Perder al marido es la peor tragedia que puede sufrir una mujer. Nunca dejaré de llorar a mi amado Alfonso.

Isabel tenía inclinación a lo dramático y me negué a seguirle la corriente.

—Apenas estuviste casada con tu amado príncipe seis meses antes de que se cayera del caballo y se rompiera el cuello. Hablas así sólo porque nuestra madre ha dicho que te iba a prometer en matrimonio a su primo, claro, si alguna vez dejas de actuar como una viuda desconsolada.

La mojigata María, un año más joven que yo y poseedora de una madurez sin gracia, terció:

—Juana, por favor, debes ser respetuosa con Isabel.

Eché la cabeza hacia atrás.

—Deja que primero sea ella quien muestre respeto por España. ¿Qué pensará Boabdil cuando vea a una infanta de Castilla vestida de cuervo?

Doña Ana saltó.

—Boabdil es un hereje. Su opinión no cuenta. —Depositó una mantilla en mis manos—. Dejad de hablar y ayudad a Catalina.

Nuestra dueña era agria como un queso rancio, aunque supongo que debería haber pensado en los padecimientos que la cruzada debía de haber causado en sus envejecidos huesos. Me acerqué a mi hermana Catalina. Al igual que Isabel, nuestro hermano Juan y, hasta cierto punto, María, Catalina se parecía a nuestra madre: era rolliza y de baja estatura, de hermosa piel nacarada y ojos del color del mar.

—Estás preciosa —le dije retirándole la mantilla bordada del rostro.

—Tú también —susurró la pequeña Catalina en respuesta—. Eres la más bonita.

Sonreí. Catalina tenía ocho años y aún no dominaba el arte de hacer cumplidos. No podía saber cómo sus palabras aliviaban mi conciencia de que yo era única entre mis hermanos. Había heredado el aspecto de la familia de mi padre, incluidas una ligera bizquera en uno de mis ojos color ámbar y una tez oliva, nada a la moda. Era la más alta de mis hermanas, y la única con una cabellera de rizos cobrizos.

—No, tú eres la más bonita —dije y besé a Catalina en la mejilla, cogiéndola de la mano mientras las trompetas sonaban a lo lejos.

Doña Ana nos hizo señas.

—¡Deprisa! Su majestad espera.

Juntas, salimos a un gran prado carbonizado donde habían levantado un estrado con un dosel.

Allí, de pie, se encontraba mi madre. Llevaba puesto su vestido malva con gorguera y una corona ceñía su redecilla. Como siempre que estaba en su presencia, me encontré doblando ligeramente las rodillas para disimular mi creciente estatura.

—¡Ah! —exclamó, haciéndonos un gesto con una mano ensortijada—. Acercaos. Isabel y Juana, os pondréis a mi derecha. María y Catalina, a mi izquierda. Llegáis tarde. Empezaba a preocuparme.

—Disculpadnos, majestad —dijo doña Ana con una profunda reverencia—. Había polvo en los baúles. He tenido que airear los vestidos y las mantillas de sus altezas.

Mi madre nos examinó.

—Estáis espléndidas. —Frunció el ceño y añadió—: Isabel, hija mía, ¿otra vez de negro?

Se giró para dirigirse a mí.

—Juana, ponte derecha.

Mientras la obedecía nos llegó el toque de otra trompeta, esta vez mucho más cerca. Mi madre subió al estrado y se sentó en el trono. La comitiva de grandes, los nobles españoles con títulos más antiguos e importantes, apareció por el camino en medio de un revuelo de estandartes. Quise gritar de la emoción. Mi padre cabalgaba delante de ellos, con su jubón negro y la inconfundible capa roja que acentuaba sus anchos hombros. Su caballo de guerra avanzaba entre cabriolas, enjaezado con los colores rojo y dorado de Aragón. Detrás de él iba mi hermano Juan, con su cabellera de color rubio-ceniza, alborotada sobre el rostro delgado y encendido.

Su aparición provocó una ovación espontánea entre los soldados.

—¡Viva el infante! —gritaron los hombres, golpeando las espadas contra los escudos—. ¡Viva el rey!

Los clérigos los seguían solemnes. No logré ver al prisionero que viajaba en medio de ellos hasta que alcanzaron el prado y los hombres se apartaron. A una señal tie mi padre, el hombre que iba en un burro fue obligado a desmontar y lo empujaron entre estruendosas carcajadas. Tropezó.

Sentí un nudo en la garganta. Iba descalzo y le sangraban los pies, pero cuando desenrolló su sucio turbante, lo arrojó al suelo y dejó que su cabellera negra le rodara sobre los hombros, su linaje real no dejó lugar a dudas. No era lo que yo esperaba, no era el califa hereje que llenaba nuestras pesadillas, cuyas hordas habían arrojado brea ardiendo y disparado flechas encendidas desde las murallas de Granada contra nuestros ejércitos. Era alto, delgado y con la piel bronceada. Al verlo cruzar el prado en dirección a donde le aguardaba mi madre, con pasos medidos, como si se paseara ante un público vestido con sus mejores galas, cualquiera hubiera dicho que era un noble de Castilla. Cuando se arrodilló delante de su trono, distinguí fugazmente sus cansados ojos de color verde esmeralda.

Boabdil bajó la cabeza, se quitó la cadena de oro con una llave de hierro que llevaba colgada del cuello y la depositó a los pies de mi madre, como símbolo de derrota.

De la tropa llegaron aplausos burlones e insultos. Con el rostro impasible, que manifestaba un absoluto desdén y un infinito despecho, Boabdil esperó a que decayeran los aplausos antes de elevar su ensayada petición de tolerancia. Al acabar, aguardó, lo mismo que todos los presentes, mientras todas las miradas estaban puestas en la reina.

Mi madre se puso en pie. Pese a su corta estatura, la piel fláccida y las ojeras, su voz recorrió el prado imbuida de la autoridad de la soberana de España.

—He escuchado esta capitulación y acepto la sumisión del moro con humilde gracia. No deseamos causar más sufrimiento a él ni a su pueblo. Han luchado con bravura y en recompensa ofrecemos a todos aquellos que se conviertan a la verdadera fe el bautismo y la aceptación en nuestra Santa Iglesia. A aquellos que lo rechacen, se les concederá el regreso, sanos y salvos, a África, siempre que abandonen España para siempre.

Mi corazón dio un brinco cuando presencié cómo se estremecía Boabdil. En aquel momento lo comprendí. Esto era peor que la pena de muerte. Había entregado Granada y puesto fin a siglos de dominación musulmana en España. No había logrado defender la ciudad y ansiaba una muerte honorable. Pero en lugar de eso debería soportar la humillación y el exilio hasta el fin de sus días.

Miré a mi madre. Tenía los labios apretados en un rictus de satisfacción. Lo sabía. Lo había planeado: al concederle el perdón cuando menos se lo esperaba, había destruido el alma del moro.

Con el rostro lívido, Boabdil se puso de pie. Tenía las rodillas manchadas de tierra quemada.

Los nobles lo rodearon, guiándolo. Aparté la mirada. Sabía que si hubiera salido victorioso no hubiera dudado en ordenar las muertes de mi padre y de mi hermano, de todos los nobles y de todos los soldados que habían combatido en aquel campo. Nos habría encarcelado a mis hermanas y a mí, y habría difamado y ejecutado a mi madre. Él y los suyos hacía demasiado tiempo que desafiaban a España. Finalmente, nuestro territorio estaba unido bajo un trono, una Iglesia y un Dios. Su sometimiento debería llenarme de alegría.

Sin embargo, lo que más anhelaba era consolarlo.

Entramos en Granada en resplandeciente procesión, con el desvencijado crucifijo que había enviado Su Santidad para consagrar a los herejes musulmanes en alto delante de nosotros, seguidos de la nobleza y el clero.

Gemidos discordantes desgarraban el aire. Los almacenes judíos habían sido incautados. Repletos de especias aromáticas, yardas de sedas y terciopelos y cajones de hierbas medicinales, el mercado representaba la verdadera riqueza de Granada, y mi madre había ordenado salvaguardar las mercancías del pillaje. Más tarde haría un inventario, cuadraría las cuentas y las vendería para reponer las arcas del tesoro de Castilla.

Cabalgando junto a mis hermanas y nuestras damas, observé con incredulidad la ciudad saqueada. Los esqueletos de edificios destruidos se erguían vacíos, chamuscados por las llamas. Nuestras catapultas habían derribado muros enteros y el aire transportaba el hedor a carne podrida desde los escombros de piedras deshechas. Contemplé a un niño escuálido que permanecía inmóvil junto a un animal podrido, insertado en un asador. A nuestro paso, mujeres demacradas se arrodillaban entre las ruinas. Sus impenetrables miradas se cruzaron con la mía. No descubrí odio, miedo ni remordimiento, era como si la vida misma se hubiese consumido dentro de ellas.

Entonces empezamos a ascender el camino que conducía a la Alhambra, el legendario palacio construido por los moros en su arrebato de gloria. No pude resistir el impulso de alzarme desde mi silla para atisbar entre las humaredas de polvo que levantaban los caballos, con la esperanza de ser la primera en divisar sus legendarios muros.

Se escuchó un grito.

Las mujeres detuvieron sus caballerías. Miré a mi alrededor, perpleja, antes de volver la mirada al camino que teníamos por delante.

Me quedé paralizada.

Una elevada torre se alzaba contra el cielo como un espejismo. En su ajimez, divisé un diminuto grupo de figuras. El viento agitaba sus velos y sus ligeros mantos, mientras sus vestidos entretejidos de hilos metálicos brillaban a la luz del sol.

Detrás de mí, doña Ana siseó:

—¡Deprisa, cubrid la cara de la niña! ¡No debe verlo!

Me giré en la silla para mirar a Catalina. Los ojos de mi hermana se encontraron con los míos, llenos de temor y confusión, antes de que una de las damas le cubriera el rostro con su mantilla. Tiré de las riendas con fuerza para dar la vuelta. Un grito de aviso atenazó mi garganta al ver, paralizada de miedo, cómo las figuras se arrojaban al vacío desde la ventana como si fueran pájaros emprendiendo el vuelo.

A mi alrededor, las damas lanzaron un grito ahogado al unísono. Durante un instante imposible, las concubinas flotaron en el aire ingrávidas, rodeadas por sus velos. Después se desplomaron hacia el suelo como si fueran piedras.

Cerré los ojos y me obligué a respirar.

—¿Lo habéis visto? —dijo riendo doña Ana—. Es el harén de Boabdil. Se negaron a abandonar el palacio. Ahora sabemos el motivo. Esas rameras infieles arderán en el infierno toda la eternidad.

«Toda la eternidad». Las palabras resonaron en mi cabeza. Un castigo terrible que no podía imaginar. ¿Por qué lo habían hecho? Mis ojos, escocidos, siguieron viendo aquellas frágiles mujeres que permanecían detrás de mis párpados cerrados, y mientras cruzábamos las puertas de la Alhambra, no señalé ni me reí con las otras mujeres de los cuerpos mutilados, diseminados por las rocas que había más abajo.

Mis padres, Fernando e Isabel, se adelantaron para unirse a la nobleza. María, Catalina y yo nos mantuvimos detrás con nuestras damas. Cogí a Catalina de la mano y tras acallar sus ansiosas preguntas, porque sabía que algo terrible había sucedido, contemplé la ciudadela. A la luz del mediodía, que volvía bermeja su fachada de ladrillo, parecía manchada de sangre, un lugar de muerte y destrucción. Y aun así me sentí abrumada por su esplendor.

La Alhambra no se parecía a ningún palacio que hubiera visto. En Castilla, las residencias reales se asemejaban a las fortalezas, salvaguardadas por murallas y rodeadas por fosos. Al palacio morisco lo protegía la garganta de la montaña y por eso se asentaba indolente como un león, entre cipreses y pinos.

Doña Ana hizo una señal a María. Entramos en la sala de audiencias acompañadas de nuestras damas de compañía. Con la mano de Catalina todavía cogida, capté enseguida cuanto me rodeaba. Con el corazón latiendo acelerado, empezaba a comprender la magnificencia del mundo musulmán.

Un espacio inmenso, de color perla y azafrán, se abrió ante mí. No había puertas marcadas, escaleras agobiantes ni pasadizos estrechos. En su lugar, airosos arcos abrían paso a habitaciones donde podía vislumbrar paredes con estucados octogonales y secretas terrazas de mosaico. Jarrones de porcelana velaban bajo tapices de todos los tonos imaginables, oscurecidos por el humo; almohadones mullidos y divanes estaban diseminados por las estancias como si sus ocupantes acabaran de retirarse. A mis pies, un pañuelo retorcido yacía encima del suelo embaldosado. Temí tocarlo, pensando que podría haberlo dejado caer una de las concubinas en su siniestra carrera a la torre.

Había vivido en la ignorancia. Nadie me había dicho que los herejes podían crear algo tan hermoso. Levanté la vista para contemplar una cúpula invertida. Alrededor de su perímetro, las caras pintadas de los califas muertos me miraban fijamente con un lacónico reproche. Me removí en mi sitio, abrumada. Ahora comprendía el motivo por el que las concubinas habían escogido la muerte. Como Boabdil, no soportaban la idea de vivir lejos de este paraíso que había sido su hogar.

Un olor a almizcle me invadió. Oía correr el agua por todas partes, un murmullo constante que recorría los canalillos labrados en los suelos de mármol, desaguando en las piletas de alabastro para bailar en las fuentes de los patios.

Me detuve. Un suspiro recorrió las pilastras erizándome los pelos de la nuca. Catalina susurró:

—¿Qué ocurre, hermana? ¿Qué has oído?

Sacudí la cabeza. No podía explicarlo.

¿Quién me habría creído si hubiera dicho que había escuchado el lamento del moro?