17

Laur Vyann, silenciosa y desamparada, contemplaba la furiosa actividad cumplida en la Cubierta 20. Para mantenerse de pie debía sujetarse del marco de una puerta rota, pues las líneas de gravedad habían sido dañadas por el asalto de las tropas. En los tres niveles concéntricos las direcciones habían enloquecido; existían arribas y abajos desconocidos hasta entonces. Por primera vez, Vyann comprendió que los ingenieros constructores de la nave habían trabajado con maravilloso talento. Bajo las condiciones imperantes, media cubierta resultaría inhabitable, pues los cuartos estaban construidos en el cielo raso.

No lejos de allí, varias mujeres adelantinas contemplaban la escena en idéntico silencio. Algunas de ellas tenían ante si sus propios hogares en ruinas.

Scoyt, ya completamente recobrado de los efectos del gas, más tiznado que un carbonero y vestido sólo con unos pantalones, estaba desmantelando la cubierta entera, tal como antes había comenzado a hacer con la 25. Al recibir el mensaje de Complain no tardó en lanzarse a la obra con una ferocidad espeluznante.

Su primera medida fue ejecutar sin pérdida de tiempo a las dos mujeres y a los cuatro hombres descubiertos con anillos octogonales por Pagwam, con su equipo de Supervivencia. Tal como Complain había supuesto, su insensata autoridad había puesto límites a la turbulencia de Hawl y de sus secuaces, aunque sólo para canalizarla por senderos igualmente destructivos, pero más organizados. Al quedar Gregg fuera de combate, con el rostro y un brazo vendados, Hawl tomó su puesto sin demora; el rostro arrugado le brillaba de placer al manejar la pistola calorífera. El resto de la banda trabajaba voluntariosamente a su lado, no porque le obedecieran, sino porque compartían su demoníaca voluntad. Aquella falta de gravedad no parecía molestarles.

Si aquello había sido hasta momentos antes una ordenada colmena de corredores y aposentos, en ese instante parecía, a la luz de las linternas, la imagen de algún fantástico pantano grabada en bronce. Aunque gran parte del metal estaba electrificado y había causado la muerte de cinco hombres, se veía ya un espacio despejado por el que corrían sólidamente las vigas de metal duro, verdadero esqueleto de la nave. De ellas colgaban carámbanos de metales más livianos que habían chorreado al fundirse para quedar después solidificados. Ya través del caos imperante corría el agua de las tuberías destrozadas.

En aquel escenario delirante el agua parecía ser el elemento más extraño. Si bien el impulso la lanzaba hacia adelante en la zona carente de gravedad, mostraba cierta tendencia a quedar flotando sin llegar a ninguna parte, separada en glóbulos. Pero la conflagración iniciada en las Cubiertas 23 y 24 era ya un infierno, desde donde se desplazaban oleadas de aire caliente y arremolinado que hacían girar a los glóbulos, alargándolos como si fueran descabellados peces de cristal.

—¡Creo que tenemos a esos Gigantes acorralados aquí, muchachos! —gritó Hawl—. ¡Este sueño los cocinaremos para la cena!

Con diestra puntería derribó limpiamente otra división. Los hombres agrupados a su alrededor lanzaron gritos de entusiasmo. Trabajaban sin descanso, lanzándose por entre las carcazas de hierro.

Vyann no pudo seguir contemplando a Scoyt. Las arrugas de su rostro, horriblemente destacadas por la luz del fuego y de las linternas, no se habían suavizado al cesar la gravedad. Parecían más profundas que nunca. Para Scoyt esa disección del cuerpo en donde vivía resultaba una experiencia traumática. En eso se había disgregado la inexorable búsqueda del enemigo: el menudo y frenético Hawl era su encarnación externa.

La muchacha se alejó, profundamente entristecida. Echó una mirada a su alrededor en busca de Tregomin, pero no estaba a la vista; quizá soportaba sus emociones a solas, en su cuarto; tenía, como siempre, la verdad en las manos sin poder transmitirla. Vyann comprendió que en ese momento sólo el rostro de Complain tendría para ella la máscara de lo humano. En medio del estruendo de la demolición, en medio de su propio silencio, encontró de pronto la causa de su amor por él; era algo que los dos sabían, aunque nunca hablaban de eso: Complain había cambiado y ella era al mismo tiempo testigo y actor de ese cambio. Muchos estaban cambiando en esos momentos (Scoyt entre ellos); todos se arrancaban los viejos moldes de la represión, tal como Complain lo hiciera, pero ellos se transformaban en seres inferiores; la metamorfosis del cazador, en cambio, lo había convertido en algo superior.

Las Cubiertas 19 y 18 estaban atestadas; la gente agolpada allí aguardaba ominosamente un momento culminante que apenas percibían oscuramente. Más allá los niveles superiores estaban desiertos. Aunque el sueñovela oscuro había terminado, las luces de la nave (hasta entonces tan seguras como la luz del sol) permanecían apagadas; Vyann encendió la linterna de su cinturón y avanzó con la pistola en la mano.

Al llegar a la Cubierta 15 se detuvo.

Una luz rosada y opaca inundaba el corredor, muy suave y sutil. Surgía de una de las trampas abiertas en el suelo. En tanto Vyann se acercaba para mirar dentro de la fosa una criatura emergió de ella, lenta y dolorosamente: era una rata. En algún momento había sufrido una fractura de columna, llevaba una especie de tosco martillo atado a las ancas y sobre él apoyaba las patas traseras; avanzaba arrastrándose con las delanteras. Vyann pensó: «¿Cuánto tiempo pasará antes de que descubran la rueda?». Y la idea la sorprendió.

Precisamente tras la aparición de la rata aquel resplandor estalló en un fulgor brillante. Una columna de fuego surgió del agujero y sucumbió en un momento, para volver enseguida con menos vacilaciones. Vyann la esquivó, asustada, y prosiguió su camino, lado a lado con la rata. El animal, después de echarle una mirada, apretó el paso sin mayor interés. Una ponzoñosa sensación de tormento compartido alivió la habitual repugnancia que despertaban las ratas en Vyann.

La gente de la nave no solía preocuparse mucho por el fuego. Por primera vez la muchacha comprendió que podía destruirlos por completo… y nadie hacía nada por remediarlo. Se estaba extendiendo entre los niveles como un dedo canceroso. Cuando los otros repararan en el peligro que involucraba sería ya demasiado tarde. Apresuró la marcha, mordiéndose el labio inferior, mientras la cubierta se calentaba rápidamente bajo sus pies.

De pronto la rata, que le llevaba apenas un metro de distancia, tosió y cayó al suelo, paralizada.

—¡Vyann! —dijo una voz a sus espaldas.

Ella se volvió como un ciervo asustado. Allí estaba Gregg, con la pistola en la mano. La seguía en silencio por el corredor, pero no había podido resistir la tentación de disparar contra la rata. Tenía la cabeza cubierta de vendajes y los restos del brazo izquierdo sujetos con vendas al torso. Apenas era posible reconocerlo; no resultaba compañía muy grata en aquella oscuridad rojiza.

Vyann no pudo contener un estremecimiento de miedo ante aquella súbita aparición. Si algo la forzara a gritar pidiendo socorro nadie podría oírla en ese alejado rincón de la nave. Gregg se acercó y posó una mano en el brazo de ella. Los vendajes le dejaban la boca al descubierto.

—Quiero ir contigo, inspectora —dijo—. Te seguí por entre la multitud. Allá no sirvo de nada en estas condiciones.

—¿Por qué me seguiste? —preguntó, apartando el brazo.

Él pareció sonreír por entre las vendas.

—Algo anda mal —dijo, muy quedo.

Y al ver que ella no comprendía, agregó:

—Me refiero a la nave. Esto es el acabose para todos. Uno lo siente hasta en los huesos… Deja que vaya contigo, Laur eres tan… ¡Oh, vamos! El calor aumenta.

Ella avanzó sin hablar. Sin saber por qué tenía los ojos llenos de lágrimas. Estaban en un mismo bote.

Mientras Marapper cumplía sus postraciones frente al cadáver de Zac Deight, Complain revisaba la escotilla, calculando sus posibilidades. Si los Gigantes llegaban armados desde la Tierra habría que defender ese lugar; era el primer punto a tener en cuenta. En una de las paredes había una puerta a nivel que conducía a una antecámara. Complain la abrió. Era sólo un cubículo desde el cual podía regirse la entrada y salida de personas a la esclusa. Allí había un hombre, echado sobre un camastro improvisado.

¡Era Bob Fermour!

Éste saludó aterrorizado a su antiguo compañero. Una válvula de aire abierta le había permitido escuchar cuanto ocurriera en la esclusa. Los ligeros apremios de Scoyt y los suyos, aunque inmediatamente interrumpidos por los Gigantes que llegaron en su rescate, le habían dejado la espalda en carne viva y el espíritu bastante alicaído. Allí lo dejaron sus liberadores al regresar hacia donde estaba Curtis, a la espera de la nave que debía llegar para transportarlo a la Tierra. En ese momento sintió la seguridad de que para él se iniciaba el Largo Viaje.

—¡No me hagas daño, Roy! —suplicó—. Te diré cuanto debes saber, cosas que nunca imaginaste. ¡Entonces no querrás matarme!

—No tengo tiempo para escucharte —dijo Complain sombríamente—. Pero te llevaré directamente ante el Consejo para que lo digas ante ellos. He descubierto que es peligroso ser el único que recibe esa clase de confidencias.

—A la nave no, Roy, te lo pido por favor. Ya he tenido demasiado. No puedo soportar más.

—¡Levántate! —ordenó Complain.

Tomó a Fermour por la muñeca y lo levantó de un tirón. Después lo llevo a empujones hacia la esclusa de aire.

Una vez allí asestó un ligero puntapié en las amplias y episcopales nalgas de Marapper.

—Ya eres demasiado mayor para seguir con esas tonterías, sacerdote —le dijo—. Por otra parte no hay tiempo que perder. Tendremos que traer aquí a Scoyt, a Gregg, a todo el mundo a esta cubierta. Cuando los Gigantes lleguen habrá un ataque en masa. No veo otra salida que apoderarse de la nave que los traiga.

El sacerdote se levantó, con la cara arrebatada, quitándose el polvo de las rodillas y la caspa de los hombros. Supo maniobrar de tal modo que Complain quedó entre él y Fermour; evitaba a este último como si fuera un fantasma.

—Supongo que tienes razón —dijo a Complain—, si bien yo, como hombre de paz, lamento profundamente toda esta masacre. Recemos a la Conciencia para que la sangre derramada sea la de ellos y no la nuestra.

Abandonaron el cuerpo del anciano consejero tal como había caído y salieron de la esclusa, llevando a empujones a Fermour. Se dirigían hacia la puerta-trampa abierta en el derruido pasillo cuando un ruido extraño llegó hasta ellos. Al llegar a la trampa, llenos de aprensión, descubrieron la causa. Allí abajo, como un río hirviente lanzado por la vía de inspección, corría la horda de ratas. Algunas levantaron una mirada rojiza hacia la linterna de Marapper, pero ninguna vaciló en la rápida marcha hacia la proa. Ratas pardas, pequeñas, grises, algunas con objetos atados al lomo, lanzadas por el terror.

—¡No podemos bajar! —exclamó Complain, con el estómago revuelto por la sola idea de hacerlo.

Lo más terrible era la forma determinada en que avanzaban, como si nada pudiera desviarlas, como si fueran a pasar eternamente bajo los pies de los tres hombres.

—¡En la nave ha de ocurrir algo espantoso! —exclamó Fermour.

Aquel horrible arroyo velludo ahogó sus últimos temores hacia quienes en otro tiempo fueran sus amigos. Eso volvía a unirlos.

—En la antecámara de la esclusa hay un equipo de herramientas —observó—. Iré a buscarlo, allí debe de haber una sierra. Con ella podremos abrirnos paso hacia la parte principal de la nave.

Desanduvo el trayecto a la carrera y volvió con una maleta que resonaba al bambolearse. De ella extrajo una sierra de mano atómica, provista de una hoja circular, con la cual deshizo la estructura molecular de una pared ante los ojos de sus compañeros. El instrumento, con un chirrido escalofriante, cortó un círculo irregular en el metal; por allí pasaron, avanzando casi por instinto hacia un sector conocido de la cubierta. Como si la nave hubiese cobrado vida mientras ellos estaban en la esclusa de aire, se oía por doquier un martilleo semejante al latido irregular de un corazón. La cuadrilla de demolición seguía su labor bajo el mando de Scoyt. El aire se tornaba más y más viciado a medida que avanzaban; la oscuridad se llenó de humo.

Una voz conocida llamaba a Complain.

Un momento después, al tomar un recodo, se encontraron frente a Vyann y Gregg. La muchacha se arrojó en sus brazos. Cuando él le hubo comunicado rápidamente las novedades, Vyann le informó a su vez sobre la devastación que se estaba llevando a cabo entre la Cubierta 20 y las siguientes. Precisamente mientras hablaba las luces del cielo raso brillaron con súbito fulgor para apagarse inmediatamente; hasta las luces piloto cesaron por completo. Al mismo tiempo desapareció la gravedad, lanzándolos incómodamente hacia el aire.

Un rugido atronó los confines de la nave, como exhalado por los pulmones de una ballena. Por primera vez percibieron una sacudida en el vehículo.

—¡La nave está condenada! —gritó Fermour—. ¡Esos idiotas la están destruyendo! No tenéis nada que temer con respecto a los Gigantes, pero cuando lleguen aquí no podrán hacer otra cosa que recoger cadáveres disecados.

—Sería imposible arrancar a Roger Scoyt de su tarea —dijo Vyann, ceñuda.

—¡Vir gensanta! —exclamó Complain—. ¡Estamos en una situación desesperada!

—Dejando a un lado los problemas humanos —indicó Marapper— no hay nada desesperante. En mi opinión estaremos más seguros en el Cuarto de Controles. Si logro dominar los pies, allí es donde iré.

—Buena idea, sacerdote —concordó Gregg—. Ya estoy harto del fuego. Vyann también estaría más segura allí.

—¡El Cuarto de Controles! —dijo Fermour—. Sí, por supuesto.

Complain nada dijo; acababa de abandonar sus planes de llevar a Fermour ante el Consejo. Ya era demasiado tarde. Tampoco parecía haber, dadas las circunstancias, esperanza alguna de rechazar a los Gigantes.

Con torpeza, con desesperante lentitud, recorrieron las nueve cubiertas que los separaban de aquella burbuja donde estaban los controles en ruinas. Finalmente treparon jadeando la escalera de caracol y pasaron por el agujero que Vyann y Complain habían hecho poco antes.

—Es curioso —observó Marapper—. Partimos cinco desde Cuarteles para llegar a este lugar; tres de nosotros lo hemos logrado al mismo tiempo.

—Para lo que nos ha servido… —protestó Complain—. Nunca supe por qué te seguía, sacerdote.

—Los líderes innatos no dan razones —respondió Marapper con cierta modestia.

—No, aquí es donde debíamos estar —exclamó Fermour, excitado.

Iluminó con la linterna los distintos rincones de la vasta cámara, revisando la masa de tableros fundidos.

—Detrás de esta cubierta ruinosa los mandos siguen intactos. En algún lugar hay un artefacto que cierra todas las puertas entre cubierta y cubierta; están hechas con el mismo metal del casco y resistirán bien al fuego. Si pudiera hallar ese dispositivo…

Y acabó la frase con un ademán, mientras comenzaba a buscar el panel que necesitaba.

—¡Hay que salvar la nave! —dijo—. Y tal vez podamos hacerlo si logramos separar las cubiertas.

—¡Al diezmonos con la nave! —replicó Marapper—. Lo que hace falta es mantenernos unidos hasta que podamos salir de aquí.

—Vosotros no podéis salir de aquí —dijo Fermour—. Será mejor que lo comprendáis. Ninguno de vosotros puede bajar a la Tierra. Pertenecéis a la nave y debéis permanecer en ella. Éste es un viaje sin destino; no hay término para el Viaje.

Complain se volvió bruscamente hacia él.

—¿Por qué dices eso?

Su voz estaba tan cargada de emociones que sonó inexpresiva.

—No es culpa mía —se apresuró a aclarar Fermour, olfateando la violencia—. Ocurre que esta situación es demasiado formidable para cualquiera de vosotros. La nave está en órbita alrededor de la Tierra, y allí debe quedar. Así lo indica un edicto del Gobierno Mundial, que dio a Pequeño Can autoridad para mandar sobre la nave.

El gesto de Complain fue colérico. El de Vyann, suplicante:

—¿Por qué? —dijo ella—. ¿Por qué dejar la nave aquí? Es tan cruel… Somos de la Tierra. Ese terrible viaje de ida y vuelta hasta Proción ha sido cumplido, y parece que de algún modo sobrevivimos a él. ¿No deberían…? ¡Oh, no sé qué ocurre en la Tierra, pero creo que allí deberían recibirnos con alegría, felices, entusiasmados!

—Cuando Gran Can, esta nave (llamada así en alusión a la constelación Pequeño Can, a la cual se dirigía), fue detectada en los telescopios terrestres, todo el mundo se sintió como tú dices: alegre, maravillado y lleno de entusiasmo.

Fermour hizo una pausa. Ese hecho había ocurrido antes de que él naciera, pero la épica historia le había sido relatada con frecuencia.

—Se enviaron señales a la nave —prosiguió—; no hubo respuesta. Sin embargo se dirigía rápidamente hacia la Tierra. Parecía inexplicable. Hemos superado ya la fase tecnológica de nuestra civilización, pero de cualquier modo se construyeron fábricas a toda prisa, a fin de crear una flota de naves pequeñas que volaron al encuentro de Gran Can. Había que averiguar lo que ocurría a bordo.

Ajustaron su velocidad a la de este gigantesco vehículo y la abordaron. Así descubrieron… Bueno, descubrieron todo esto; sobre toda la nave se había abatido una especie de Edad Media como consecuencia de una antigua catástrofe.

—¡La «peste de los Nueve Días»! —susurró Vyann.

Fermour asintió, sorprendido al ver que ella estaba enterada.

—No se podía permitir que la nave prosiguiera —continuó—. Habría proseguido eternamente su viaje a través de la noche galáctica. Los controles fueron descubiertos tal como los veis: arruinados; obra quizá de algún pobre loco, nacido en generaciones pasadas. Se cerró el suministro de energía y las naves pequeñas remolcaron al vehículo hasta ponerlo en órbita, empleando la gravedad a manera de cables para remolque.

—Pero ¿por qué nos dejaron a bordo? —preguntó Complain—. ¿Por qué no nos llevaron a Tierra cuando la nave estuvo en órbita? ¡Tal como Laur ha dicho, eso era cruel e inhumano!

Fermour meneó la cabeza a desgana.

—Lo inhumano estaba aquí, en la nave —dijo—. Puesto que estáis enterados de la «peste de los Nueve Días», comprenderéis que los sobrevivientes a la enfermedad sufrieron una ligera modificación fisiológica; la nueva proteína, al penetrar en cada célula viva de a bordo, acelera su metabolismo. Esa aceleración, imperceptible al comienzo, ha ido en aumento con cada generación; así es que vosotros vivís ahora a una velocidad cuatro veces mayor que la normal.

En su voz se notaba una medrosa piedad, pero sólo halló en ellos incredulidad.

—Estás mintiendo —dijo Gregg, con los ojos centelleantes entre los vendajes.

—No miento. El promedio de vida para un humano normal es de ochenta años; vosotros vivís sólo veinte. Pero ese factor no cubre el período de vida en forma homogénea: según parece, vosotros crecéis con más celeridad durante la infancia, lleváis una existencia adulta bastante normal y sucumbís bruscamente en la vejez.

—¡Es un vil engaño! —aulló Marapper—. ¡Si fuera así nos habríamos percatado!

—No —replicó Fermour—, no podíais. Aunque las señales os rodeaban por doquier, no podíais notarlo porque no teníais puntos de comparación. Por ejemplo, vosotros aceptáis el hecho de que un sueñovela de cada cuatro sea oscuro. Puesto que vivís a una velocidad cuatro veces mayor, cuatro de vuestros días o sueñovelas constituyen uno de los normales. En el viaje de ida hacia Proción las luces se apagaban automáticamente en todo el vehículo entre la medianoche y las seis, en parte para provocar una familiar ilusión de noche, y en parte para permitir que los obreros de reparación trabajaran entre bambalinas. Ese breve período de seis horas es para Vosotros un día completo.

Empezaban a comprender. Cosa extraña: la explicación parecía venir desde dentro hacia fuera, como si en un sentido místico la verdad hubiese estado siempre atrapada en ellos. Fermour prosiguió, invadido por el horrible placer de revelarles lo peor, a ellos, los que le habían torturado. De pronto sentía verdaderas ansias por hacerles conocer toda la maldición que pesaba sobre ellos.

—Por esa razón los terráqueos normales os llamamos «acelerados»; vosotros vivís a tal velocidad que provocáis vértigos. ¡Pero eso no es lo peor! Imaginad esta inmensa nave, que aún funciona automáticamente a pesar de la falta de capitán. Proporciona todo lo necesario, con excepción de las cosas que, dada su naturaleza, no puede proporcionar: vitaminas frescas, aire fresco, luz solar. Cada una de las generaciones sucesivas nace aquí más pequeña; la naturaleza sobrevive como puede; en este caso, reduce los requerimientos de los elementos escasos. Otros factores tales como la consanguinidad, os han cambiado hasta un punto tal que… bueno, se os consideró prácticamente como raza aparte. En realidad os habéis adaptado tan bien a este medio que difícilmente podríais sobrevivir en la Tierra.

Ya estaba; lo habían digerido por completo. Fermour apartó la vista de aquellas caras atónitas, avergonzado por la sensación de triunfo que experimentaba, y recomenzó la metódica búsqueda del panel correspondiente. Cuando lo halló sus compañeros seguían allí, silenciosos. Fermour empezó a trabajar con la sierra para quitar la cobertura dañada.

—De modo que no somos humanos —exclamó Complain, como para sí—. Eso es lo que nos has dicho. Todo lo que hemos sufrido, deseado, amado o hecho no era real. Somos sólo cosas mecánicas y curiosas, que se agitan frenéticamente; muñecos activados por productos químicos… ¡Oh, Dios mío!

Al morir su voz todos oyeron el ruido. Era el mismo que habían escuchado junto al cuarto del personal: el ruido de millones de ratas que avanzaban irresistiblemente por la dura colmena de la nave.

—¡Vienen hacia aquí! —chilló Fermour—. ¡Vienen hacia aquí! Es un callejón sin salida. ¡Nos arrollarán, nos harán pedazos!

Había logrado quitar la cubierta y la apartó con las dos manos, arrojándola hacia atrás. Allí había ochenta y cuatro extremos dobles de cable. Fermour utilizó un costado de la sierra para unir los pares a golpes frenéticos. Saltaron chispas por doquier y…

El terrible sonido del ejército en marcha cesó bruscamente. Cada cubierta había sido separada de la siguiente; todas las puertas de intercomunicación en los distintos niveles estaban firmemente cerradas, cortando todo contacto.

Fermour retrocedió tambaleándose y tosiendo. Había trabajado a tiempo. De pronto imaginó la muerte horrible a la que habían escapado por tan poco y vomitó en el suelo.

—¡Míralo, Roy! —gritó Gregg, señalándolo con un gesto de desprecio—. ¡Estabas errado con respecto a nosotros! Somos tan buenos como él, o mejores aún. Se ha puesto verde…

Avanzó hacia Fermour cerrando el puño sano; Marapper lo siguió, armado con un cuchillo.

—Alguien debe ser sacrificado por toda esta horrible equivocación —dijo el sacerdote con los dientes apretados—. Y serás tú, Fermour. ¡Harás el Largo Viaje por cuenta de las veintitrés generaciones que aquí han sufrido! Será un hermoso gesto de tu parte.

Fermour dejó caer la sierra, desamparado, sin moverse ni decir palabra; era casi como si comprendiera el punto de vista del sacerdote. Marapper y Gregg siguieron su marcha mientras Complain y Vyann permanecían inmóviles.

En el preciso momento en que Marapper alzaba la hoja, un clamor inesperado llenó la cúpula que los cobijaba. Las persianas, cerradas desde los días del Capitán Gregory Complain, se alzaron misteriosamente para revelar las ventanas. En un abrir y cerrar de ojos las tres cuartas partes de la gran esfera quedaron convertidas en espacio. El universo se filtró en ellos a través del tungsteno transparente. A un costado de la nave, el sol ardía alto y fuerte; en el otro se veían la Tierra y su luna como globos radiantes.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Vyann, al cesar los ecos repiqueteantes.

Echaron a su alrededor una mirada intranquila. Todo estaba muy quieto.

Marapper, bastante acobardado, apartó su cuchillo. El espectáculo era demasiado poderoso como para mancharlo con sangre. También Gregg se apartó de Fermour. La luz del sol parecía ensordecerlos. Al fin Fermour logró articular la voz.

—Todo saldrá bien —dijo, sereno—. No hay por qué preocuparse. Vendrá la nave de Pequeño Can; ellos apagarán el fuego, matarán las ratas y lo compondrán todo. Cuando volvamos a abrir las cubiertas podréis volver a vivir en ellas como siempre.

—¡Jamás! —gritó Vyann—. Muchos de nosotros hemos dedicado la vida a salir de este sepulcro. ¡Preferiríamos morir antes que permanecer aquí!

—Eso es lo que yo temía —murmuró Fermour, como para sí—. Siempre supimos que llegaría este momento. No nos sorprende completamente desprevenidos; otros descubrieron secretos vitales antes que vosotros, pero siempre logramos silenciarlos a tiempo. Ahora… Bien, tal vez vosotros podáis sobrevivir en la Tierra; hemos llevado algunos bebés acelerados y todos se desarrollaron bien, pero nosotros siempre…

—¡Nosotros! —exclamó Vyann—. ¡Nosotros, dices! Pero eres un Forastero, aliado de los Gigantes. ¿Qué relación tenéis vosotros con los verdaderos terráqueos?

Fermour se echó a reír.

—Los Forasteros y los Gigantes son los verdaderos terráqueos —dijo—. Cuando Gran Can fue puesto en órbita, nosotros, los de la Tierra, comprendimos la gran responsabilidad que teníamos para con vosotros. Necesitabais antes que nada médicos y maestros. Hacían falta sacerdotes que contrarrestaran la religión pervertida de las Enseñanzas, que empero os habían ayudado a sobrevivir. Pero había dificultades: esos médicos y maestros no podían pasar por las esclusas y mezclarse con vosotros, por fácil que pareciera emplear las vías de inspección y las marañas de plantas hidropónicas para ocultarse. Hubo que entrenarlos en el Instituto del Pequeño Can; allí se les enseñó a hablar y a moverse a toda velocidad, a dormir en siestas breves a…, en resumen, a actuar como los acelerados. Además debían soportar el encierro espantoso de la nave. Y también, por supuesto, debían ser anormalmente bajos de estatura, puesto que ninguno de vosotros supera el metro cincuenta.

»Vosotros conocéis y apreciáis a algunos de los que están aquí, cumpliendo misiones peligrosas. El doctor Lindsey y Meller, el artista, son terráqueos residentes en Cuarteles; Forasteros, sí, pero amigos.

—Y tú también —dijo Complain.

Movió la mano en abanico ante la cara; una polilla revoloteaba por allí.

—Soy antropólogo —dijo Fermour—, aunque yo también traté de expandir la luz. Tengo varios colegas a bordo. Es una oportunidad inigualable para descubrir los efectos de un medio cerrado sobre el ser humano; esto nos ha enseñado más sobre el hombre y la sociedad de lo que hemos podido aprender en la Tierra durante muchos siglos.

El jefe de todos los Forasteros de a bordo era Zac Deight. Nuestro período habitual de trabajo a bordo es de dos años; el mío está prácticamente cumplido, pero ya no puedo quedarme aquí. Volveré a la Tierra y escribiré una tesis sobre lo que significa ser Forastero. El trabajo de investigación tiene sus recompensas; es arduo, pero no particularmente peligroso, a menos que uno tropiece con alguien muy eficiente, como Scoyt. Zac Deight sentía gran cariño por los acelerados. Se quedó en la nave mucho después de cumplido su período, para tratar de mejorar las condiciones de vida y guiar los pensamientos de Adelante por vías más normales. Y tuvo bastante éxito, como se puede ver al comparar las condiciones de Adelante con las de una tribu de Rutas Muertas, Cuarteles, por ejemplo.

Zac Deight fue un hombre maravilloso, un verdadero humanista, tal como Schweitzer en el siglo veinte o Turnball en el veintitrés. Tal vez escriba su biografía cuando haya acabado con mi tesis.

Ante aquello Complain se sintió molesto; le dolió recordar la forma en que él y Marapper habían disparado contra el viejo consejero sin el menor remordimiento.

—¿Eso significa que los Gigantes son sólo humanos grandes? —preguntó, desviando el tema de la conversación.

—Humanos normales —corrigió Fermour—, de uno ochenta o más. No hacía falta seleccionarlos entre los de baja estatura, puesto que vosotros no teníais por qué verlos, a diferencia de lo que ocurría con los Forasteros. Formaban el equipo de mantenimiento; vinieron a la nave cuando ésta fue puesta en órbita; desde entonces trabajan secretamente para que este lugar sea más cómodo y adecuado para la vida. Fueron ellos quienes clausuraron estos controles, por si alguien llegaba hasta aquí y comenzaba a plantearse algunas dudas.

Pues, aunque siempre tratamos de alentar en vosotros la noción de que estabais en una nave, para que llegado el caso pudieseis abandonarla, el equipo de mantenimiento se encargo de ocultar todas las pruebas directas; así nadie se vería inducido a investigar por cuenta propia, dificultando el trabajo de ellos.

Sin embargo su labor fue principalmente constructiva. Reparaban los conductos de agua y de aire, por ejemplo; Roy, tú recordarás que sorprendiste a Jack Randall y a Jock Andrews reparando una pérdida en la piscina. También mataron muchas ratas…, pero éstas son muy astutas; tanto ellas como algunas otras especies han cambiado mucho desde que la nave partió de Proción. Ahora que la mayoría están atrapadas en la Cubierta 2 podremos exterminarlas.

Los anillos que usamos, tanto nosotros como los que vosotros llamáis Gigantes, son réplicas del que usaban los obreros de mantenimiento de la tripulación original en el Viaje de ida. Gracias a ellos y a las vías de inspección ha sido posible convivir con ustedes. Nos permiten mantener un cuartel general secreto dentro de la nave, con alimentos y baños, donde podemos retirarnos ocasionalmente. Allí es donde Curtis está ahora; agonizando, probablemente, a menos que se haya salvado al cerrarse las cubiertas.

Curtis no es la persona adecuada para este puesto; es demasiado nervioso. Bajo su dirección se han producido muchos errores y faltas de disciplina. Ese pobre tipo que Gregg apuñaló, el dueño de ese soldador que ha provocado tantos daños, estaba trabajando solo en Rutas Muertas; las normas estipulan que todos deben trabajar en parejas. Ése fue uno de los errores cometidos por Curtis. De cualquier modo confío en que esté a salvo.

—¡Así que vosotros nos cuidabais! —exclamó Gregg—. ¡Así que no deseabais asustarnos!

—Claro que no —replicó Fermour—. Nuestras órdenes eran estrictas: no matar nunca a un acelerado; ni siquiera llevamos armas letales. La leyenda de que los Forasteros se generaron espontáneamente en los desechos de la maraña es sólo una superstición. No hemos hecho nada para causar alarma y sí para ayudaros.

Gregg soltó una risa seca.

—Ya veo —dijo—. Erais sólo un grupo de nodrizas para estos pobres imbéciles, ¿verdad? ¿Y nunca se os ocurrió pensar, grandísimos bastardos, que mientras nos mimabais y nos estudiabais nosotros vivíamos un verdadero infierno? ¡Mírame! ¡Mira a mi compañero Hawl! ¡Y a los pobres diablos que tengo bajo mis órdenes! Para no hablar de quienes nos llegaron tan deformes que preferimos despeñarlos, allá en Rutas Muertas. A ver, siete de veintitrés… Sí, vosotros habéis dejado que dieciséis generaciones vivieran y murieran aquí, tan cerca de la Tierra, sufriendo tales torturas, ¡y todavía creéis que merecéis una medalla por eso! Dame ese cuchillo, Marapper; quiero echar un vistazo a las tripas de este pequeño héroe.

—¡Has comprendido mal! —gritó Fermour—. Complain, ¡explícale tú! Ya os he dicho que vosotros vivís con mayor rapidez. Las generaciones de acelerados son tan breves que ya habían pasado veinte antes de que Gran Can fuera abordado y puesto en órbita. Desde entonces están estudiando los problemas principales en los laboratorios de Pequeño Can, puedo jurarlo. En cualquier momento hallarán un agente químico que, una vez inyectado en vosotros, pueda quebrar las cadenas pépticas extrañas. Entonces podremos dejaros libres. Aún ahora…

Se interrumpió súbitamente. Todos siguieron la dirección de su mirada, incluso Gregg. Por una de las aberturas que presentaban los paneles rotos se filtraba una especie de humo, dirigiéndose hacia la cegadora luz del sol.

—¡Fuego! —dijo Fermour.

—¡Pamplinas! —respondió Complain.

Avanzó hacia la nube, que crecía más y más. Estaba compuesta por polillas, cientos y miles de polillas que volaban hacia lo alto de la cúpula, hacia los inesperados rayos solares. Tras aquella primera falange de insectos pequeños vino otra formada por polillas más grandes, que salían con mucho esfuerzo por el agujero del panel.

Aquellos escuadrones interminables volaban a la cabeza de los roedores aliados y habían logrado llegar a las proximidades del cuarto de control antes que las ratas alcanzaran esa cubierta. En ese momento surgían en número creciente. Marapper sacó la pistola y comenzó a matarlas.

Todos ellos tuvieron una extraña sensación mental, como si velludos fantasmas semisapientes emanaran de aquella turba mutada. Marapper, aturdido, cesó de disparar y las polillas siguieron pasando. Tras los paneles había crujidos de alto voltaje, allí donde otras hordas de insectos se agolpaban sobre las conexiones desnudas, provocando cortocircuitos.

—¿Pueden causar algún daño grave? —preguntó Vyann a Complain.

Él meneó la cabeza, intranquilo, indicando que no lo sabía; mientras tanto luchaba contra la sensación de tener el cráneo relleno de muselina.

—¡Aquí viene la nave! —dijo Fermour con alivio.

Junto al bulto del planeta padre asomaba una astilla luminosa; apenas parecía avanzar hacia ellos.

Vyann, con la mente hecha un torbellino, contempló la masa de su propia nave, la Gran Can. Desde aquella burbuja tenían una espléndida vista del lomo arqueado. Tomó impulso y se lanzó hacia arriba, hacia lo alto de la cúpula, donde la vista era aún más clara. Complain la siguió. Ambos se aferraron a uno de los caños estrechos formados por las persianas enroscadas. Quizá las mismas polillas habían puesto en funcionamiento el mecanismo de las persianas al forcejear tras los mandos. Los insectos aleteaban en torno a ellos irradiando esperanza.

Vyann miró aquel planeta con deseo y angustia; era como un dolor de muelas; tuvo que apartar la vista.

—Pensar que vendrán hasta aquí desde la Tierra y nos volverán a apartar del sol —dijo.

—No…, no podrán —dijo Complain—. Fermour es sólo un tonto; no sabe nada. Cuando vengan los otros, Laur, comprenderán que nos hemos ganado la libertad y el derecho a intentar la vida sobre la Tierra. No son crueles; eso es obvio; de lo contrario no se habrían tomado tantas molestias por nosotros. Ellos sabrán comprender que preferimos la muerte antes que vivir aquí.

Por debajo se produjo una horrible explosión. El cuarto se llenó con esquirlas de metal proveniente de los tableros, mezcladas con humo y polillas muertas. Vyann y Complain vieron que Gregg y Fermour se alejaban flotando del peligro, hacia un rincón apartado; el sacerdote los siguió con mayor lentitud, pues el manto le envolvía la cabeza. Hubo otra explosión; más polillas muertas mezcladas con las que aleteaban en el aire. En poco tiempo el Cuarto de Controles quedaría atestado por ellas. Con la segunda explosión se inició un lejano tronar hacia el centro de la nave, perceptible aún a pesar de tantas puertas cerradas. Parecía expresar el tormento de todos esos años pasados. Fue en aumento, más y más, hasta que Complain sintió el cuerpo estremecido.

Vyann, sin decir una palabra, señaló la parte exterior de la nave. Por todo el casco iban apareciendo fisuras similares a franjas. Después de cuatro siglos y medio, Gran Can se estaba haciendo pedazos; aquel tronar era su grito de agonía, poderoso y patético a un tiempo.

—¡Es el dispositivo de emergencia! —gritó Fermour; su voz parecía llegar desde muy lejos. ¡Las polillas han activado el dispositivo de emergencia! ¡La nave se está dividiendo en las cubiertas que la componen!

Estaba a la vista. Las fisuras de aquel noble lomo se ensancharon hasta formar cañones. Los cañones se convirtieron en abismos. Y enseguida la nave dejó de existir. Había sólo ochenta y cuatro grandes monedas que menguaban en la distancia al alejarse más y más entre sí, cayendo para siempre en un sendero invisible. Y cada moneda era una cubierta, y cada cubierta era ya un mundo propio. Y cada uno de esos mundos, con su carga de hombres, animales y pónicos, navegaba serenamente en torno a la Tierra, boyando como un corcho en un mar insondable.

Para esa ruptura no habría solución.

—Ahora no tendrán más remedio que llevarnos a la Tierra —dijo Vyann, en voz muy baja, mirando a Complain.

Como suelen hacer las mujeres, trató de imaginar todas las novedades que les aguardaban. Trató de imaginar las exquisitas presiones que implicaría el ajuste de cada habitante de la nave a las cosas sublimes de la Tierra. Era como si todos volvieran a nacer.

Y sonrió al rostro despierto de Complain. Los dos pertenecían a la misma especie; nunca habían estado seguros de lo que deseaban; por lo tanto, eran los más aptos para descubrirlo en ese mundo futuro.