—¿Qué diezmonos estás haciendo aquí, Marapper, viejo cretino grasiento? —preguntó Complain, sorprendido.
El sacerdote, sin parar mientes en tan desagradables palabras (que Complain no habría osado emplear en otros tiempos), se mostró muy dispuesto a explicarse, como siempre. Según dijo, estaba allí con el expreso propósito de torturar a Zac Deight para hacerle revelar el último secreto de la nave. Justo empezaba la tarea, pues le había llevado largo rato reanimar al consejero.
—Pero dijiste en la reunión del Consejo que no lo habías hallado aquí —observo Vyann.
—No quería que lo hicieran pedazos por Forastero antes de que yo pudiera hablar con él —explicó Marapper.
—¿Cuándo descubriste que era Forastero? —preguntó el cazador, suspicaz.
—Cuando lo encontré aquí en el suelo con un anillo octogonal en el dedo —fue la presuntuosa respuesta—. Por de pronto he logrado que me dijera una cosa, con la ayuda del cuchillo que le introduje bajo las uñas: los Gigantes y los Forasteros provienen del planeta que —visteis allá fuera, pero no podrán regresar allí hasta que no venga una nave a buscarlos. Esta nave no puede descender.
—Claro que no —dijo Vyann—. Está fuera de control. Sacerdote Marapper, estás perdiendo el tiempo. Por otra parte no puedo permitirte que tortures a este consejero; lo conozco desde que era niña.
—¡No olvides que iba a matarnos! —le recordó Complain.
Ella no respondió; se limitó a dirigirle una mirada terca, sabiendo, muy al estilo de las mujeres, que su argumento era superior a toda razón.
—No tenía otra alternativa que deshacerme de vosotros —dijo Zac Deight, hosco—. Si me rescatáis de esta horrible criatura haré lo que me pidáis… dentro de un límite razonable.
En el mundo hay pocas situaciones más difíciles que la de quien se encuentra involucrado en una discusión con un sacerdote y una muchacha; Complain no disfrutó de ello. Habría permitido con gusto que Marapper obtuviera toda la información posible por cualquier medio, pero la presencia de Vyann se lo impedía. Y tampoco podía explicar al sacerdote su repentina blandura. Todo desembocó en una reyerta, súbitamente interrumpida por un ruido cercano; un ruido curioso, como de roces y rasguños, imposible de identificar, y por eso mismo atemorizante. Subió en volumen y pronto sonó directamente sobre ellos.
¡Las ratas estaban en marcha! Avanzaban en tropel por el conducto de aire situado sobre ese nivel; muchas patitas rosadas pasaron por la rejilla que Complain había usado poco antes como entrada, arrojando al cuarto una lluvia de polvo. Y con el polvo llegó el humo.
—Esto debe de estar ocurriendo en toda la nave —dijo gravemente el cazador a Zac Deight, cuando la estampida hubo pasado—. El fuego está expulsando a las ratas de sus guaridas. Tarde o temprano estos hombres arruinarán la nave por completo. Acabarán por encontrar el sido donde os ocultáis, aunque nos maten a todos en el intento. Si sabes lo que te conviene, Zac Deight, tomarás ese artefacto y le dirás a Curtis que salga con las manos en alto.
—Estoy seguro de que si lo hiciera no me obedecería —respondió Zac: Deight, agitando sobre el regazo las manos finas como un papel.
—Eso es cosa mía —dijo Complain—. ¿Dónde está ese Pequeño Can? ¿Sobre la superficie del planeta?
Zac Deight asintió tristemente con la cabeza. No cesaba de aclararse la garganta; esa reacción nerviosa traicionaba la tensión que estaba soportando.
—Levántate y di a Curtis que hable con Pequeño Can ahora mismo para que envíe una nave a buscarnos —ordenó el cazador, apuntando a Deight con su pistola.
—¡Yo soy el único que puede disparar aquí! —gritó Marapper—. ¡Zac Deight es mi prisionero!
Y se levantó de un salto para avanzar hacia Complain con su propia pistola en alto. Éste se la arrojó al suelo con un golpe salvaje.
—En esta discusión no puede haber tres partes, sacerdote —indicó—. Si quieres entrar en el juego quédate quieto. De lo contrario, te vas. Ahora bien, Zac Deight, ¿te has decidido?
Zac Deight se levantó, con el rostro contraído por la indecisión.
—No sé qué hacer. No comprendéis la situación —dijo.
—Tú, Complain, pareces en el fondo un hombre razonable. Si al menos tú y yo…
—¡No soy razonable! —gritó Complain—. ¡Soy cualquier cosa menos razonable! ¡Comunícate con Curtís! ¡Vamos, viejo zorro, muévete! ¡Haz que venga una nave!
—Inspectora Vyann, ¿no puedes…?
—Sí, Roy, por favor… —empezó Vyann.
—¡No! —rugió Complain.
¡Qué diezmonos! Todo el mundo quería hacer su voluntad, hasta las mujeres. El cazador se puso firme.
—Estos miserables son los responsables de todas nuestras desdichas. Ahora tendrán que sacarnos de este embrollo. Y si no…
Aferró el armario por un borde y lo apartó de la pared, en un movimiento colérico. El teléfono estaba allí, en su nicho, silencioso y neutral, listo para transmitir cualquier mensaje que se le confiara.
—Esta vez tengo la pistola graduada en «letal», Zac Deight —advirtió—. Contaré hasta tres para que te comuniques. Uno… Dos…
Zac Deight, con lágrimas en los ojos, levantó el receptor en su mano temblorosa.
—Ponme con Crane Curtís, ¿quieres? —dijo a la voz que respondió.
Complain, a pesar de su furia, no pudo evitar un estremecimiento al pensar que ese artefacto había entrado en conexión con la base secreta de la nave.
Las cuatro personas que estaban en el cuarto oyeron claramente la voz de Curtís al aparato, agudizada por la ansiedad; empezó a hablar de inmediato, sin dar tiempo al consejero para decir una palabra, Hablaba con tanta celeridad que no parecía la voz de un Gigante.
—¿Deight? ¿Dónde te habías metido? —dijo—. ¡Siempre dije que eras demasiado viejo para este trabajo. Esos malditos acelerados han puesto el soldador en acción! ¿No me dijiste que lo tenías tú? Se han vuelto locos, completamente locos. Algunos de los muchachos trataron de recuperarlo, pero no lo consiguieron, y ahora la nave está en llamas cerca de aquí. ¡Esto es obra tuya! Tendrás que tomar la responsabilidad sobre ti.
Durante ese torrente de palabras Zac Deight cambió sutilmente, recuperando en parte su antigua dignidad. La mano que sujetaba el receptor dejó de temblar.
—¡Curtís! —dijo.
El tono autoritario de su voz provocó una súbita pausa en la línea.
—Éste no es momento para recriminaciones. Hay cosas más importantes en juego. Tendrás que comunicarte con Pequeño Can y decirles…
—¡Con Pequeño Can! —gritó Curtís, otra vez desbocado—. ¡No puedo comunicarme con ellos! ¿Por qué no escuchas lo que te digo? Algún acelerado ha estado haciendo locuras con el soldador y ha dañado un cable de energía en el nivel medio de la Cubierta 20, precisamente sobre nosotros.
Toda la estructura está electrificada a nuestro alrededor. Cuatro de nuestros hombres están sin conocimiento debido a la descarga. Han volado la radio y la iluminación. Estamos aislados. No podemos hablar con Pequeño Can ni salir de aquí.
Zac Deight gruñó, abandonando el receptor para volverse hacia Complain.
—Estamos acabados —dijo—. Ya lo oíste.
Complain le clavó la pistola en las costillas:
—Silencio —indicó—. Curtís no ha terminado de hablar.
El teléfono seguía emitiendo ladridos.
—¿Estás ahí, Deight? ¿Por qué no respondes?
—Estoy escuchándote —respondió Zac Deight, fatigado.
—¡Bueno, responde! ¿O crees que te hablo para divertirme? Nos queda una sola oportunidad. En la escotilla del personal de la Cubierta 10 hay un transmisor de emergencia. ¿Entiendes? Aquí estamos todos embotellados como sardinas en lata, pero tú estás fuera. Tendrás que llegar hasta el transmisor y pedir ayuda a Pequeño Can. ¿Puedes hacerlo?
La pistola azuzaba las costillas de Zac Deight.
—Lo intentaré —dijo.
—¡Anda, hazlo! Es nuestra única esperanza. Y oye, Deight…
—¿Qué?
—Por el amor de Dios, diles que vengan armados… y pronto.
—Está bien.
—Entra a las vías de inspección y toma un trole.
—De acuerdo, Curtis.
—Y date prisa, hombre. Por todos los santos, date prisa.
Zac Deight cortó la comunicación. Se produjo entonces un largo y jugoso silencio.
—¿Me permitiréis llegar hasta la radio? —preguntó Deight.
Complain asintió, agregando:
—Voy contigo. Haremos que venga una nave a buscarnos.
Se volvió hacia Vyann. La muchacha había traído un vaso de agua que el viejo consejero aceptó con gratitud.
—Laur, haz el favor, ve a decir a Roger Scoyt que el escondite de los Gigantes está en algún sitio de la Cubierta 20, en el nivel superior. A estas alturas ya ha de estar repuesto; dile que vaya con cuidado: hay peligro allí. Y dile… dile que hay un Gigante en especial, llamado Curtis, a quien convendría lanzar muy lentamente hacia el Largo Viaje. Cuídate, Laur. Yo volveré en cuanto pueda.
Vyann preguntó:
—¿No podría ir Marapper en mi…?
—Quiero que el mensaje llegue enseguida y sin alteraciones —replicó él, cortante.
—Por favor, cuídate.
—No le pasará nada —intervino Marapper—. A pesar de sus insultos pienso acompañarlo. Algo me dice que se está cultivando algo muy feo.
Las luces cuadradas de las lámparas piloto fueron como un saludo al salir al corredor. Esos parches azules e intermitentes no aliviaban en mucho la oscuridad, y Complain vio alejarse a Laur Vyann con alguna inquietud. Se volvió con desgana para avanzar chapoteando tras Marapper y Zac Deight; éste bajaba ya por una de las trampas abiertas, seguido por el mohíno sacerdote.
—¡Un momento! —dijo Marapper—. ¿Qué hacemos con las ratas que hay allí abajo?
—Tú y Complain tenéis pistolas paralizantes —observó Zac Deight suavemente.
Pero eso no pareció tranquilizar a Marapper por completo.
—¡Vaya, creo que esta trampa es demasiado pequeña para mí! —exclamó—. Soy muy corpulento, Roy.
—Muy mentiroso, eso eres —rezongó Complain—. Vamos, baja. Tendremos que estar alerta por si aparecen las ratas. Si tenemos suerte estarán demasiado ocupadas como para molestarnos.
Bajaron a las vías de inspección, avanzando sobre manos y rodillas hacia el doble riel que transportaba las vagonetas por ese nivel, de extremo a extremo de la nave. No había vehículo alguno. Se arrastraron por las vías, a través de la estrecha abertura en el metal de la cubierta. Tuvieron que cruzar otras dos cubiertas antes de encontrar una vagoneta. Bajo las indicaciones de Zac Deight treparon a la plataforma y se echaron sobre ella.
Con sólo tocar los controles la vagoneta partió, ganando más y más velocidad. Las intersecciones de las cubiertas pasaban a pocos centímetros de sus cabezas. Marapper gruñía, tratando de aplanar el vientre. Poco después aminoraron la velocidad, ya en la Cubierta 10. El consejero detuvo la vagoneta y todos volvieron a salir.
Abundaban allí las huellas dejadas por las ratas en forma de excrementos e hilachas. Marapper no cesaba de lanzar el rayo de su linterna hacia un lado y el otro.
La vagoneta estaba detenida precisamente en el interior de la cubierta, donde había espacio suficiente como para ponerse de pie. Por encima y alrededor las vías de inspección se convertían allí en una arandela entre dos ruedas de cubierta, cruzada por una verdadera maraña de alcantarillas, tuberías y conductos y recorrida por los inmensos tubos que soportaban los corredores de la nave. Por sobre sus cabezas había una escalerilla de acero que trepaba hacia la oscuridad.
—El cuarto del personal está en el nivel superior, naturalmente —dijo Zac Deight.
Se cogió de los peldaños y empezó a subir. Complain, al seguirlo, notó que a cada lado había muchas señales de daños, como si se hubieran producido antiguas detonaciones en los cuartos que cerraban aquel espacio. En el preciso momento en que pensaba la palabra «detonación» se oyó un ruido intenso que retumbó por las vías de inspección, arrancando resonancias y gemidos a las tuberías, hasta que todo pareció sonar como una orquesta.
—Esa gente sigue destrozando la nave —dijo Zac Deight, fríamente.
—¡Ojalá maten a unos cuantos pelotones de Gigantes! —replicó Marapper.
—¡Pelotones! —exclamó el consejero—. ¿Cuántos «Gigantes», como vosotros los llamáis, creéis que hay en la nave?
Y al no obtener respuesta aclaró:
—Son exactamente doce, pobres diablos. Trece, contando a Curtis.
Por un momento Complain logró ver la situación con los ojos de un hombre a quien no conocía: los de Curtis.
Imaginó a aquel afligido funcionario encerrado en algún cuarto destrozado, en la oscuridad, mientras los ocupantes de la nave buscaban enloquecidos ese escondite. No era una imagen muy reconfortante.
Pero no hubo tiempo para pensar más. Habían llegado al nivel superior, donde tuvieron que arrastrarse nuevamente en sentido horizontal hasta alcanzar la puerta-trampa más cercana. Zac Deight insertó en ella su anillo octogonal y la abrió. Una lluvia de diminutas polillas se cernió sobre ellos, aleteando en torno a sus hombros, para perderse después por el corredor oscuro. Complain se apresuró a dispararles una carga de su pistola; la linterna de Marapper le indicó, para su gran satisfacción, que la mayor parte había caído sobre la cubierta.
—Espero que no escape ninguna —dijo—. juraría que actúan como exploradoras para las ratas.
Aquella zona estaba tan dañada como todas las que Complain y Marapper habían visto hasta entonces. No había prácticamente una pared que estuviera derecha; una gruesa capa de vidrios y escombros cubría la cubierta, excepto donde había sido barrida para formar un sendero estrecho. Por ese camino avanzaron, con los sentidos alerta.
—¿Qué lugar era éste? —preguntó Complain—. Cuando estaba entero, quiero decir.
Zac Deight siguió caminando sin responder, pálido y absorto.
—¿Qué era esto, Zac Deight? —repitió el cazador.
—Oh, casi toda esta cubierta correspondía a Investigaciones Médicas —respondió Zac Deight, como si estuviera preocupado—. Creo que después estalló aquí una computadora. No se puede llegar hasta aquí por los ascensores y los corredores comunes de la nave. Está completamente aislada, como una tumba dentro de la tumba.
Complain sintió un estremecimiento interior. ¡Investigaciones Médicas! Ése era el sitio donde June Payne, veintitrés generaciones atrás, había descubierto la payinina. Trató de imaginarla encorvada sobre un banco, pero sólo pudo pensar en Laur.
Así llegaron a la escotilla del personal. Parecía una versión reducida de la escotilla de carga; la cerraban puertas provistas de ruedas similares y letreros de advertencia. Zac Deight se dirigió hacia una de las ruedas, con expresión ausente.
—¡Espera! —exclamó Marapper—. Roy, como la astucia es mi guía, juro que este infame se trae algo sucio en la manga. Nos lleva hacia un peligro.
—Si hay alguien esperando allí dentro, Zac Deight —dijo Complain—, tú y quien sea haréis el Viaje sin más demora. Te lo advierto.
Zac Deight se volvió para mirarlos de frente. En otro momento, con otros acompañantes, la insoportable tensión que le contraía el rostro podría haber provocado lástima.
—No hay nadie allí —dijo, aclarándose la garganta—. No hay por qué temer.
—La… la radio ésa, ¿está allí?
—Sí.
Marapper tomó a Complain por el brazo, apuntando el rayo de su linterna hacia el rostro del consejero.
—No le dejarás que hable con Pequeño Can, ¿verdad? ¿Para que nos envíen una guardia armada?
—¿Me crees tonto, sacerdote? —protestó Complain—. ¿Sólo porque nací en tu parroquia? Zac Deight transmitirá el mensaje que nosotros le ordenemos. ¡Abre, consejero!
La puerta se abrió. Allí estaba la esclusa de aire, un cuarto de cinco pasos de lado; de una pared colgaban seis trajes metálicos espaciales, similares a seis armaduras. Aparte de esos trajes había un solo objeto en la habitación: la radio, era un aparato pequeño, portátil, con manijas para llevarla y antena telescópica.
También allí había una ventana. Las únicas portillas de la nave estaban en las dos esclusas de carga y en las cuatro para el personal, sin contar la cúpula de observación, por entonces cerrada. Puesto que tenían un coeficiente de dilatación distinto del resto de la nave, representaban un punto débil en su estructura; de ahí que sus constructores las hubieran instalado solamente donde era indispensable contar con vista al exterior. En el caso de Marapper, aquélla era la primera oportunidad en que se encontraba frente a tal panorama.
Tal como les había ocurrido a los otros, quedó sobrecogido, atónito. Contempló sin aliento aquel vacío imponente, por primera vez desprovisto de palabras.
El planeta exhibía en esos momentos un cuarto creciente más amplio. Había blancos y verdes mezclados al cegador azul, y todos centelleaban bajo la capa de atmósfera como nunca centelleara un color hasta entonces. A cierta distancia de ese cuerpo imponente, reducido a algo diminuto por comparación, había un sol más brillante que la vida misma.
Marapper lo señaló, fascinado.
—¿Qué es eso? ¿Un sol? —preguntó.
El cazador asintió.
—¡Vir gensanta! —exclamó Marapper, apabullado—. ¡Es redondo! Siempre pensé que sería cuadrado, como las lámparas piloto.
Zac Deight estaba ya ante la radio; le temblaban las manos.
—Será mejor que lo sepáis —dijo, volviéndose hacia los otros—. Pase lo que pase, bien puedo decirlo ahora. ¡Ese planeta es la Tierra!
—¿Cómo? —exclamó Complain, asaltado por multitud de preguntas—. ¡Mientes, Zac Deight! No puedo creerte. ¡Es imposible que sea la Tierra! ¡Lo sabemos bien!
El anciano había estallado en sollozos; dos largos surcos salobres le corrían por las mejillas. Trató en vano de dominarse.
—Debimos explicarlo —dijo—. Todos vosotros habéis sufrido mucho, demasiado. Eso que está allá fuera es la Tierra…, pero no podéis bajar. El Largo Viaje debe continuar para siempre. Es cruel, lo sé.
Complain lo aferró por la garganta apergaminada.
—Escucha, Zac Deight —bramó—. Si eso es la Tierra, ¿por qué no estamos allá? ¿Y quiénes sois vosotros, los Forasteros, los Gigantes? ¿Quiénes sois todos vosotros, eh? ¿Quiénes sois?
—Somos… somos de la Tierra —murmuró Zac Deight.
Hizo un ademán desolado ante el rostro contraído de Complain, estremeciéndose como un tallo de pónico invertido. Marapper gritaba al oído de Complain, sacudiéndolo por los hombros. Los dos gritaban a la vez. Bajo la presión de aquellos dedos apretados a su garganta, Zac Deight sintió la cara encendida. Fueron a dar contra los trajes espaciales colgados en la pared; dos de ellos cayeron al suelo con terrible estruendo. Al fin el sacerdote logró que Complain le soltara la garganta.
—¡Estás loco, Roy! ¡Te has vuelto loco! ¡Ibas a estrangularlo!
—¿No oíste lo que dijo? —gritó el cazador—. ¡Somos víctimas de alguna horrible conspiración…!
—Que hable primero con Pequeño Can. Hazlo hablar antes que nada: ¡es el único que sabe operar esa radio! Hazlo hablar por radio, Roy. Después podrás matarlo o hacerle las preguntas que quieras.
Aquellas palabras se filtraron lentamente en la inteligencia de Complain, apartando el enojo y la frustración como si formaran una marea carmesí. Marapper tenía razón; siempre la tenía cuando su propia seguridad estaba en juego. El joven hizo un esfuerzo por recobrar el dominio de sí.
Después se levantó y tironeó de Zac Deight hasta ponerlo en pie.
—¿Qué es eso de Pequeño Can? —preguntó.
—Es… es el nombre codificado de un instituto de la Tierra, organizado para estudiar a los nativos de esta nave —explicó Zac Deight, frotándose la garganta.
—¡Para estudiarnos! Bien, comunícate con ellos y diles que… que algunos de tus hombres están enfermos y que deben enviar inmediatamente una nave para llevarlos a la Tierra. Si dices cualquier otra cosa te haré pedazos para que te coman las ratas. ¡Anda!
—¡Ah! —exclamó Marapper, frotándose las manos con aire apreciativo, mientras se acomodaba el manto—. Eso es hablar como un verdadero creyente, Roy. Eres uno de mis pecadores favoritos. Y cuando la nave llegue hasta aquí someteremos a la tripulación para volver en ella a la Tierra. ¡Todos, todos! Cada hombre, mujer o mutante de los que habitan entre este punto y Popa.
Zac Deight sujetó el aparato en el hueco del brazo y lo encendió. Enseguida, desafiando el enojo de sus captores, volvió a enfrentarlos.
—Quiero deciros algo —empezó con mucha dignidad—. Pase lo que pase (y las consecuencias de todo esto me parecen terribles), no olvidéis lo que voy a deciros. Vosotros vivís sufriendo entre las estrechas paredes de esta nave. Pero dondequiera que viváis, en cualquier sitio o momento, no os veréis libres del sufrimiento. Para todos los que habitan el universo la vida es un viaje largo y difícil. Si acaso…
—Está bien, Deight —interrumpió Complain—. Nadie pretende el paraíso; sólo queremos el derecho a elegir el lugar de nuestros sufrimientos. Comienza a llamar a Pequeño Can.
Zac Deight, resignado y pálido, inició la llamada, consciente de la pistola que le apuntaba desde medio metro escaso. Un momento después, una voz nítida surgió de la caja metálica.
—¡Hola, Gran Can! Aquí Pequeño Can. Le oigo perfectamente. Corto.
—¡Hola, Pequeño Can! —dijo Zac Deight.
Se interrumpió para aclararse dolorosamente la garganta; el sudor le corría por la frente. Complain le agitó el arma bajo la nariz y el consejero recomenzó, con la mirada perdida en el sol, llena de angustia.
—¡Hola, Pequeño Can! ¿Pueden enviar una nave de inmediato? ¡Los acelerados se han desmandado! ¡Socorro, socorro! ¡Los acelerados se han desmandado! ¡Vengan armados! ¡Los acelerados… aaal-rhhh!
El disparo de Complain le dio en los dientes; el de Marapper, en la espalda. Se dobló hacia adelante. La radio cayó tras él, parloteando. Ni siquiera llegó a apagarla; estaba muerto antes de tocar la cubierta. Marapper levantó el instrumento.
—¡Muy bien! —aulló ante ella—. ¡Vengan a atraparnos, roñosos! ¡Vengan si se atreven!
Y estrelló la radio contra el mamparo. Después, con uno de sus característicos cambios de humor, cayó de rodillas ante el cuerpo de Zac Deight para iniciar los ritos de postración.
Complain, con los puños apretados, contemplaba aturdido el perfil del planeta. No pudo unirse al rito del sacerdote. La compulsión a efectuar los gestos rituales ante los muertos le había abandonado; parecía haber dejado atrás toda superstición, pero había algo que lo pasmaba por completo, algo que Marapper, evidentemente, no había comprendido, pero que acababa con toda esperanza.
Tras mil demoras descubrían que la Tierra estaba próxima. La Tierra era su verdadero hogar. Y según Zac Deight admitiera poco antes, estaban en manos de los Gigantes y de los Forasteros. Precisamente contra esa revelación había estallado vanamente la cólera de Complain.