En el curso de una vela, esa gran noticia había llegado a todos los adelantinos (hombres, mujeres y niños) en alguna de sus distorsionadas versiones. Cada uno quería discutirla con los demás. La única excepción era el maestre Scoyt. En su opinión, el incidente carecía de mayor importancia; era casi un paso atrás en la tarea prioritaria de vencer a los Gigantes y a sus aliados, los Forasteros. No había hallado a Gigante alguno. Tras dormir una breve siesta y comer un bocado se lanzó de lleno sobre el nuevo plan.
Éste era muy simple. El hecho de que exigiera causar a la nave un perjuicio enorme no le preocupaba en absoluto. Desmantelaría completamente la Cubierta 25.
La Cubierta 25 era la primera ocupada por Rutas Muertas al salir de Adelante. Quitándola se obtendría una perfecta tierra de nadie, imposible de atravesar sin ser visto. Una vez creado ese gigantesco equivalente de la trinchera, se pondría ante ella una guardia constante, para iniciar la cacería por todas las vías de inspección. Los Gigantes se verían imposibilitados de escapar.
La tarea se inició de inmediato. Los voluntarios se presentaban en tropel para ayudar a Scoyt en lo que estuviera a su alcance. Las cadenas humanas trabajaban incansables, retirando todo objeto móvil desde la cubierta condenada hacia atrás, donde lo harían pedazos; cuando la destrucción no era posible se arrojaba el objeto en cualquier habitación desocupada. Sudorosos guerreros formaban los primeros eslabones de la cadena; en su mayoría eran los hombres de Gregg, que tenían experiencia en la tarea de hachar y desarraigar pónicos. Detrás venían los encargados de despejarlo todo.
Tan pronto como se limpiaba un cuarto aparecía el maestre Scoyt en persona con la pistola calorífera, para fundir los bordes de las paredes hasta que éstas caían; se las sacaba de en medio en cuanto estaban lo bastante frías como para asirlas sin quemarse. El soldador lo fundía todo, con excepción del metal que separaba efectivamente una cubierta de otra; debía ser, evidentemente, el mismo de la esclusa de aire.
Poco después de iniciar los trabajos se descubrió una guarida de ratas en un cuarto grande llamado «Lavandería». Al abrir una caldera, dos de los hombres de Gregg pusieron al descubierto un increíble laberinto de construcciones, toda una aldea de roedores. Dentro de la caldera éstos habían construido diferente niveles y planos de una complejidad pasmosa, utilizando huesos, basuras, latas y toda clase de desechos. Había jaulas diminutas que contenían criaturas muertas de hambre: ratones, conejillos de Indias, conejos y hasta un pájaro. Había allí muchísimas polillas que levantaron vuelo en una nube. Y estaban las ratas, ya fuera en habitaciones infantiles, en caballerizas, armerías o mataderos. Scoyt apuntó hacia la diminuta ciudad el calor de su pistola, prendiéndole fuego. Sus habitantes salieron en tropel, dispuestos al ataque.
Scoyt se protegió con el soldador, manteniéndolas a distancia mientras retrocedía, pero Gregg perdió a dos de sus hombres, que murieron con la garganta destrozada antes de que llegaran los refuerzos armados de pistolas paralizantes. Mientras los cadáveres seguían el curso de la cadena humana, la demolición prosiguió.
Por entonces en todas las cubiertas, entre la 24 y la 13, todas las puertas-trampa estaban abiertas en los tres niveles; junto a cada una había un guardia.
—La nave se está tornando inhabitable —protestó el consejero Tregormin—. Esto equivale a destruir por el mero gusto de destruir.
Eso fue ante una reunión a la que habían sido citados todos los personajes de cierta importancia. Estaban allí los consejeros Billyoe, Dupont y Ruskin, Pagwam y otros funcionarios del Equipo de Supervivencia, Gregg y Hawl, Complain y Vyann. Hasta Marapper había logrado filtrarse. Sólo faltaban Scoyt y Zac Deight.
El primero de éstos había enviado mensaje con los mensajeros comisionados para citarlo, diciendo que estaba «demasiado ocupado». Marapper, a petición de Tregomin, bajó a buscar a Zac Deight, pero volvió diciendo que no estaba en sus habitaciones. Ante aquella novedad, Complain y Vyann (ya enterada del siniestro papel desempeñado por el consejero) intercambiaron una muda mirada. Habría sido un alivio revelar la noticia de que Zac Deight era un traidor, pero ¿acaso no podía haber allí otros traidores? En todo caso era preferible no alarmarlos.
—Hay que desmontar la nave antes de que los Gigantes nos desmonten a nosotros —gritó Hawl—. Es obvio. ¿Por qué discutir ese tema?
—No comprendes —protestó el consejero Dupont—. ¡Si desmontamos la nave moriremos todos!
—De cualquier modo servirá para deshacerse de las ratas —dijo Hawl, y soltó una carcajada sorda.
Desde un principio tanto él como Gregg habían estado de pique con los miembros del Consejo; a ninguna de las partes le gustaba los modales de la otra. Pero fue otro motivo el que desorganizó la reunión: nadie podía decidir qué era lo más importante: si discutir las medidas tomadas por Scoyt o analizar el descubrimiento del extraño planeta.
Por último, Tregomin trató de integrar esas dos facetas de la situación.
—En resumen, las cosas son así. Las medidas de Scoyt pueden ser aprobadas si tienen éxito. Para eso no bastará con que capture a los Gigantes, sino que también deberá conseguir que nos enseñen a conducir la nave para descender a la superficie de ese planeta.
Hubo un murmullo de asentimiento general.
—Sin duda los Gigantes han de saber —dijo Billyoe—, puesto que fueron ellos los constructores de la nave.
—En ese caso sigamos con el proyecto —indicó Gregg—. Vamos a prestar nuestro apoyo a Scoyt.
—Antes de que os vayáis quisiera decir algo más —observó Tregomin—. Hasta ahora hemos discutido asuntos puramente materiales, pero creo que también tenemos una justificación moral. La nave es para nosotros un objeto sagrado. Sólo podemos destruirla con una condición: que el Largo Viaje esté cumplido. Y esa condición, por suerte, está satisfecha. Tengo esperanzas de que el planeta visto por algunos de vosotros sea la Tierra.
El tono piadoso de su discurso provocó el desprecio de Gregg y de algunos miembros del Equipo. Otros, en cambio, mostraron su entusiasmo con aplausos; se oyó decir a Marapper que Tregomin debió haber sido sacerdote. Pero la voz de Complain se elevó sobre las otras:
—¡Ese planeta no es la Tierra! —exclamó—. Siento desilusionaros, pero cuento con cierta información desconocida para el resto de los presentes. Hemos de estar muy lejos de la Tierra. En esta nave han vivido veintitrés generaciones: ¡debíamos llegar a destino en siete!
Inmediatamente se vio rodeado por multitud de voces enojadas, lastimeras o exigentes. Había decidido que todos debían conocer la verdad y enfrentar los hechos tal como eran. Debían enterarse del ruinoso estado de los controles, de lo que decía el diario del capitán Complain, de la traición cometida por Zac Deight. Debían saberlo todo; el problema era ya demasiado urgente como para que un solo hombre, fuera quien fuese, cargara con él. Pero antes de que pudiera pronunciar otra palabra la puerta de la cámara se abrió de par en par. Dos hombres estaban ante ellos, con la cara distorsionada por el miedo, gritando:
—¡Los Gigantes nos atacan!
El humo cegador y maloliente inundaba todas las cubiertas de Adelante. Todos los desechos retirados de la Cubierta 25 hacia la 24 y la 23 se habían incendiado. A nadie parecía importarle. Todos se habían convertido súbitamente en piromaníacos. En la mayor parte de la nave había artefactos automáticos que extinguían los incendios mediante un procedimiento muy simple consistente en cerrar el cuarto en llamas y retirar todo el aire. Lamentablemente el fuego se había iniciado en los corredores abiertos y en un cuarto donde los artefactos estaban descompuestos.
Scoyt y sus compañeros trabajaban sin quejas entre la humareda. Un observador imparcial habría dicho, al verlos, que estaban poseídos por una furia interior; el odio acumulado durante toda la vida por la nave que los aprisionaba parecía haber encontrado al fin un modo de expresión, y se liberaba así con fuerza incontenible.
Los Gigantes eligieron bien el momento para atacar.
Scoyt acababa de echar abajo la pared de un pequeño cuarto de baño y descansaba a un lado mientras tres de sus hombres retiraban el mamparo, de modo tal que éste les ocultaba la silueta del jefe. En ese instante la rejilla del cielo raso fue retirada bruscamente. Un Gigante disparó contra Scoyt una cápsula de gas. El maestre la recibió en plena cara y cayó sin un gemido.
Por la rejilla apareció una escala de cuerdas. Uno de los Gigantes descendió por ella para apoderarse de la pistola calorífera que Scoyt tenía aún en la mano fláccida. En ese momento la pared retirada cayó sobre él por descuido de quienes la llevaban, dejándolo aturdido. Los tres portadores quedaron mirándolo en completa sorpresa. Entretanto otros tres Gigantes volvieron a echar la escala y dispararon contra ellos; después recogieron al compañero, tomaron la pistola calorífera y trataron de escapar.
Pero otros habían visto la escena a pesar del humo.
Uno de los asesinos más hábiles con que contaba Gregg, un individuo llamado Black, saltó hacia adelante. El último de los Gigantes, que acababa de llegar a la rejilla, se precipitó hacia abajo con un cuchillo clavado en la espalda, soltando el instrumento en cuestión. Black pidió ayuda a gritos y, tras recobrar su cuchillo, saltó hacia la escalerilla. También él cayó bajo un disparo de gas. Pero otros habían corrido en su auxilio y saltaron por encima de él para tomar la escala y trepar hacia la rejilla.
Se inició entonces una terrible lucha en el reducido espacio de las vías de inspección. Los Gigantes habían cortado camino por el conducto de aire para entrar a la vía de inspección propiamente dicha, pero el compañero herido les dificultaba la retirada. Uno de los vehículos de inspección, similar a aquél en que Complain había viajado, llegó en auxilio de ellos. Mientras tanto los adelantinos los hostigaban en número creciente.
Era un sitio extraño para la lucha. Las vías de inspección corrían en torno a todos los niveles y entre las cubiertas contiguas. No había iluminación alguna; las antorchas que en esos momentos centelleaban erráticamente producían una misteriosa telaraña de sombras entre las vigas. El lugar era ideal para un fugitivo solitario, pero para una multitud era el infierno: ya no se podía distinguir allí el aliado del enemigo.
En ese punto estaban las cosas cuando Gregg llegó desde la cámara del consejo para hacerse cargo del mando. No tardó en poner orden sobre aquella gresca imposible. Hasta los adelantinos obedecieron sus órdenes, puesto que Scoyt estaba momentáneamente fuera de acción.
—¡Que alguien me traiga esa pistola calorífera! —bramó—. Los demás seguidme a la Cubierta 20. Si bajamos por las fosas de inspección que hay allí podremos atacar a los Gigantes desde la retaguardia.
La idea era excelente. La única retirada posible (y eso explicaba cómo hacían los Gigantes para seguir moviéndose sin ser vistos, a pesar de que todas las puertas-trampa habían sido retiradas) la constituían las vías de inspección extendidas por toda la circunferencia de la nave, en torno al casco, que rodeaban los cuartos de los niveles superiores. Sólo al comprender ese detalle se podía bloquear el movimiento de los Gigantes. La nave era mucho más compleja de lo que Gregg había creído. Sus hombres, al lanzarse enloquecidos por las puertas-trampa, no dieron con el enemigo.
Gregg siguió los dictados de su naturaleza salvaje: se abrió camino con el soldador, fundiendo cuanto obstáculo encontró a su paso.
Hasta entonces las vías de inspección nunca habían sido abiertas a los habitantes de la nave, ningún loco había enarbolado un soldador entre esos delicados capilares del vehículo. Tres minutos después Gregg había roto ya una alcantarilla y una de las tuberías principales. El agua surgió con fuerza, volteando a un hombre que avanzaba de rodillas, jugueteó salvajemente sobre él, lo ahogó y se lanzó en cascada sobre todo lo demás, avanzando entre las cubiertas.
—¡Apaga eso, chiflado! —gritó uno de los adelantinos a Gregg, presintiendo el peligro.
Por toda respuesta Gregg dirigió hacia él la energía del soldador.
Después fue un cable eléctrico. El alambre pelado siseó ondulante como una cobra y fue a dar contra los rieles por donde corrían los vehículos de inspección. Dos hombres murieron sin un suspiro.
A continuación falló la gravedad. Toda la cubierta quedó en caída libre. Nada produce tan instantáneamente el pánico como la sensación de caer, y en aquel sitio estrecho se provocó una estampida que no hizo sino empeorar las cosas. El mismo Gregg, aunque había experimentado la gravedad cero, perdió la cabeza y soltó la pistola, que rebotó suavemente dirigida hacia él. Con la barba en llamas, aullando, logró apartar la boca del arma con el puño cerrado.
Mientras se desarrollaba este pandemónium, Complain y Vyann permanecían junto al maestre Scoyt, a quien habían llevado a su cuarto en una camilla. Complain recordaba perfectamente los efectos del gas y se sentía, por lo tanto, solidario con el maestre, desmayado aún. Percibió el olor del gas impregnado en el pelo de Scoyt… Y olor a quemado. Alzó la vista; un zarcillo de humo se filtraba por las rejillas del cielo raso.
—¡El incendio que esos tontos provocaron dos cubiertas más allá! —exclamó dirigiéndose a Vyann—. ¡Los conductos de aire llevarán el humo a todas partes! Hay que detenerlo.
—Si pudiéramos cerrar las puertas de intercomunicación entre las cubiertas —exclamó ella—. ¿No deberíamos sacar a Roger de aquí?
En ese mismo instante Scoyt se movió y emitió un gruñido. Ambos se dedicaron a echarle agua a la cara y a masajearle los brazos. Estaban demasiado ocupados como para prestar atención al griterío del corredor. Los gritos eran tantos que un poco más podía pasar desapercibido. Pero de pronto se abrió la puerta violentamente, dando paso al consejero Tregomin.
—¡Motín! —dijo—. ¡Un motín! Mucho me lo temía. ¡Oh, ejem! ¿Qué será de nosotros? Dije desde un comienzo que no debíamos permitir la entrada a la banda de Rutas Muertas. ¿No podéis reanimar a Scoyt? ¡Él sabría qué hacer! Yo no soy hombre de acción.
Complain le dirigió una mirada hosca. El menudo bibliotecario danzaba casi de puntillas, con la cara descompuesta por la excitación.
—¿Cuál es el problema? —preguntó.
Tregomin, con visible esfuerzo, se irguió ante aquella mirada de disgusto.
—Están destrozando la nave —dijo con más serenidad—. Hawl, ese loco, el de la cabeza pequeña, se ha apoderado de la pistola calorífera. Tu hermano, Complain, ha sido herido. En estos momentos la mayor parte de la banda, y muchos de los nuestros también, no hacen sino destrozarlo todo. Les ordené que se detuvieran y entregaran la pistola, pero se echaron a reír.
—A Scoyt lo obedecerán —afirmó Complain con expresión sombría, mientras sacudía al maestre.
—Roy, tengo miedo —dijo Vyann—. No puedo evitarlo. Siento que algo terrible va a ocurrir.
Bastó una mirada para que Complain adivinara cuánta era su preocupación. Se irguió junto a ella y le acarició el brazo.
—Sigue tratando de reanimar al maestre Scoyt, consejero —indicó a Tregomin—. Pronto se recuperará lo suficiente como para solucionarte todos los problemas. Nosotros volveremos enseguida.
Y se llevó a Vyann hacia el corredor. Un delgado hilo de agua corría por la cubierta, filtrándose por las puertas trampa.
—¿Y ahora? —preguntó Vyann, sorprendida.
—Fui un tonto al no pensarlo antes —replicó él—. Hemos tenido que correr el riesgo de arruinar la nave para llegar hasta los Gigantes porque no había otro medio. Pero lo hay. Zac Deight tiene en su cuarto un instrumento por el cual habló con Curtis, el jefe de los Gigantes.
—¿No recuerdas? Roy Marapper dijo que Zac Deight se había marchado.
—Tal vez logremos descubrir cómo funciona el instrumento. O quizás encontremos alguna otra cosa que nos sea útil. Nada ganaremos quedándonos aquí.
Su voz se había vuelto irónica: seis adelantinos que huían silenciosamente pasaron junto a ellos. Todo el mundo parecía escapar de algo; sin duda el áspero olor a quemado los obligaba a darse prisa. Complain tomó la suave mano de Vyann y la condujo rápidamente por la Cubierta 17 hasta el nivel inferior. Las puertas-trampa parecían lápidas olvidadas, pero los guardias encargados de la custodia las habían abandonado para buscar acción en otra parte.
El cazador se detuvo ante el cuarto donde había dejado al consejero desvanecido, levantó la linterna y abrió la puerta de un golpe.
Allí estaba Zac Deight, sentado en un banquillo de metal. También estaba Marapper, relajado en la silla el voluminoso cuerpo, con una pistola paralizante en la mano.
—Expansiones, hijos míos —dijo—. Entra, entra, Roy. ¡Y también tú, inspectora Vyann, querida mía!