—Tenemos que salir de esta nave de algún modo —murmuró Vyann.
Hablaba con los ojos cerrados, con el pelo negro sobre la almohada. Complain se deslizó suavemente hasta el corredor; ella estaría dormida antes de que cerrara la puerta, a pesar de la batahola cuyos ruidos llegaban desde dos cubiertas más allá. Se quedó ante la puerta, temeroso a medias de irse, mientras se preguntaba si la ocasión era propicia para preocupar al Consejo o a Scoyt con las noticias de que los controles estaban destrozados. Acarició indeciso la pistola calorífera sujeta a su cinturón, en tanto sus pensamientos retrocedían gradualmente a consideraciones más personales.
No podía dejar de preguntarse cuál era su papel en el mundo que lo rodeaba; puesto que no sabía aún qué deseaba de la vida, parecía ir y venir en la marea de los acontecimientos. La gente más cercana a él parecía tener objetivos bien determinados: Marapper no se preocupaba por nada salvo por el poder; Scoyt parecía contento mientras tuviera a su cargo los interminables problemas de la nave; y su amada Laur sólo quería verse libre de las limitaciones que imponía la vida de a bordo. ¿Y él? Deseaba a Laur, pero había algo más, ese algo que se había prometido cuando niño sin hallarlo jamás, ese algo que no podía expresar en palabras, ese algo demasiado inmenso como para imaginarlo…
—¿Quién es? —preguntó de pronto, sobresaltado por un ruido de pasos.
La luz cuadrada de la lámpara piloto más próxima reveló la presencia de un hombre alto vestido con una túnica blanca; cuando habló su voz sonó profunda y lenta:
—Soy el consejero Zac Deight —dijo—. No te asustes. Eres Roy Complain, el cazador venido de Rutas Muertas, ¿verdad?
Complain observó aquel rostro melancólico enmarcado en pelo blanco y se sintió instintivamente atraído por ese hombre. El instinto no siempre es aliado de la inteligencia.
—Lo soy, señor —respondió.
—Tu sacerdote, Henry Marapper, tiene una alta opinión de ti.
—¿De veras? ¡Por ejem!
Marapper solía hacer el bien a escondidas, pero siempre a sí mismo.
—De veras —dijo Zac Deight, y enseguida cambió de tono—. Supongo que tú podrías explicarme qué es ese agujero que veo en la pared del corredor.
Y así diciendo señaló el destrozo que habían hecho Complain y Vyann un rato antes.
—Sí, puedo. Lo hice con esta arma —respondió Complain.
Mostró la pistola al anciano consejero, preguntándose qué pasaría a continuación. Zac Deight la examinó por todos lados con mucho interés.
—¿Has hablado con alguien más de esto? —preguntó.
—No. La única que lo sabe es Laur… la inspectora Vyann; en este momento está durmiendo.
—Deberías haberla entregado al Consejo para que la empleáramos lo mejor posible —dijo suavemente Zac Deight—. ¿Cómo no te diste cuenta de eso? Si quieres venir a mi cuarto, me contarás el resto.
—Bueno, señor —empezó el cazador—, no hay mucho que decir.
—Ya ves que esta arma puede ser muy peligrosa si cae en manos mal intencionadas…
En la voz del anciano consejero había una nota autoritaria. Se volvió para avanzar por el corredor, y Complain siguió tras aquella espalda gótica, a desgana pero sin protestar.
Tomaron un ascensor para descender al nivel inferior; después recorrieron cinco cubiertas para llegar al departamento del consejero. Allí todo estaba desierto, silencioso y oscuro. Zac Deight extrajo una llave magnética común y abrió la puerta, haciéndose a un lado para que Complain pasara. En cuanto éste entró la puerta se cerró bruscamente tras él. ¡Había caído en una trampa!
Complain giró sobre sus talones y se lanzó contra la puerta con toda la furia de un animal salvaje. Fue inútil. Era demasiado tarde; además, Zac Deight tenía la pistola calorífera con la que habría podido abrirse paso y ganar la libertad. Encendió su linterna para revisar la habitación. A juzgar por el polvo que lo cubría todo, debía de tratarse de un cuarto deshabitado desde hacía mucho tiempo; era ascético y anónimo, como la mayoría de cuantos componían la nave.
Complain tomó una silla y la hizo pedazos contra la puerta cerrada. Después se sintió en mejores condiciones de pensar. De pronto le asaltó un recuerdo: volvió a verse junto a Vyann, espiando por una mirilla, mientras Scoyt dejaba solo a Fermour en el cuarto de interrogatorios; éste había trepado a un banquillo para tratar de alcanzar la rejilla del techo. Era obvio que eso constituía una vía de escape. Ahora bien, suponiendo que…
Corrió la cama hasta el centro del cuarto, puso un arcón encima y trepó rápidamente para examinar la rejilla. Era similar a todas las que había en la nave: un metro de lado, cruzada con barrotes delgados, lo bastante espaciados como para que pasara un dedo por entre ellos. La linterna reveló que esos espacios estaban llenos de polvo pegajoso, como ojos cuajados de legañas; la brisa que entraba al cuarto era muy leve.
Complain trató de levantar la rejilla. No cedía.
Pero debía ceder. Si Fermour había trepado al banquillo, estirando todo el cuerpo hacia ella, no era sólo para hacer ejercicio. Y ese detalle podía explicar también la forma en que habían huido los Forasteros previamente capturados por Scoyt. Complain introdujo los dedos por entre los barrotes y tanteó el borde interior, mientras la esperanza y el miedo se alternaban fríamente en sus venas.
Pronto el índice tocó un cierre simple en forma de lengüeta. Complain lo soltó. Había otros similares en la cara superior de los tres bordes restantes. Los soltó también, uno a uno. La rejilla se levantó con facilidad; inclinándola hacia un lado, logró bajarla y la dejó silenciosamente en la cama.
El corazón le palpitaba con violencia. Se colgó de los bordes y alzó el cuerpo hasta la apertura.
Apenas había espacio para moverse. Creía que aquello desembocaría en las vías de inspección, pero se encontró en el sistema de ventilación. Inmediatamente adivinó que esa tubería corría a lo largo del extraño mundo comprendido entre las diversas cubiertas de las vías de inspección. Apagó la antorcha y forzó los ojos para inspeccionar el conducto, ignorando la brisa que le soplaba constantemente en el rostro.
Había sólo una luz en el túnel; se filtraba hacia lo alto desde la rejilla más cercana. Complain, aunque se sentía como un corcho en una botella, se arrastró hacia delante para mirar por aquella boca de luz.
Era la rejilla del cuarto de Zac Deight. El consejero estaba solo y hablaba ante un instrumento. Éste estaba instalado en un nicho de la pared, que normalmente había de quedar oculto por un armario alto, en ese momento corrido hasta el medio de la habitación. El cazador, fascinado por aquel espectáculo, olvidó por un momento prestar atención a lo que decía Zac Deight. Enseguida las palabras le llegaron en tropel:
… fulano Complain está provocando muchos problemas —decía el consejero al teléfono—. ¿Recuerdas que hace algunas semanas ese tal Andrews perdió un soldador? No sé cómo, pero ha ido a parar a manos de Complain. Lo descubrí por casualidad: encontré un agujero en la pared del departamento de Laur Vyann, en la Cubierta 22… Sí, Curtis, ¿me oyes? Esta línea funciona peor que nunca…
Por un momento Deight guardó silencio, escuchando lo que decía su interlocutor al otro lado de la línea. Complain dijo para sí: «¡Curtis!». Era el nombre del Gigante al mando de la cuadrilla que lo había capturado. Al observar al consejero, Complain notó de pronto que llevaba en un dedo aquel anillo revelador. ¿En qué horrenda telaraña de intrigas había ido a parar?
Deight volvió a hablar:
—Tuve oportunidad de entrar al cuarto de Vyann mientras todos estaban ocupados con tu artimaña, y allí encontré algo más: un diario cuya existencia desconocíamos, escrito por el primer hombre que capitaneó la nave en el trayecto de retorno. Contiene mucho más de lo que los acelerados pueden saber; hará que comiencen a poner en duda una buena cantidad de cosas. Por un golpe de suerte he logrado apoderarme del diario y del soldador… Gracias. Pero hay otro aspecto en el que hemos tenido buena suerte; sólo Complain y esa muchacha Vyann saben de esas dos cosas. Ahora bien, ya conozco la opinión de Pequeño Can con respecto a que los acelerados son intocables, pero ellos no están en el problema. Se nos está haciendo más difícil de hora en hora. Si quieren que su precioso secreto quede a salvo nos queda sólo una salida. Tengo a Complain encerrado en el cuarto vecino… No, por supuesto, nada de violencia; entró solito a la trampa como un ángel. Vyann duerme en su habitación. Lo que te pido, Curtis, es tu autorización para matar a Complain y a Vyann… Sí, a mí tampoco me gusta, pero es la única forma de mantener el statu quo, y preferiría hacerlo ahora, antes de que sea demasiado tarde…
Zac Deight guardó silencio y escuchó con un gesto de impaciencia en su cara larga.
—No hay tiempo de hablar por radio con Pequeño Can —dijo, evidentemente interrumpiendo al interlocutor—. Demorarían demasiado la respuesta. Tú estás a cargo de todo esto, Curtis, y bastará con tu autorización… Así me gusta más… Sí, lo juzgo indispensable sin lugar a dudas. ¿Crees que me atrae la perspectiva? Les aplicaré una descarga de gas a través de los ventiletes de sus habitaciones, como he hecho en casos similares. Al menos sabemos que no sufrirán.
Cortó la comunicación y volvió el armario a su sitio. Por un momento quedó inmóvil, vacilando; se mordía los nudillos y tenía el rostro contraído por el disgusto. Abrió el armario y sacó de él un cilindro largo. Después levantó la mirada pensativa hacia la rejilla del cielo raso.
El disparo de Complain le dio de lleno en la cara. Su frente palideció en un segundo; dejó caer la cabeza sobre el pecho y quedó tendido en el suelo, despatarrado.
Complain permaneció donde estaba por un momento, mientras se esforzaba por ajustar la mente a los acontecimientos. Una horrible sensación lo volvió al presente. Era un pensamiento extraño, ajeno, filtrado de algún modo entre los suyos, como si alguien le lamiera el cerebro con una lengua cubierta de gruesa pelambre. Una enorme polilla revoloteaba ante sus ojos, según pudo descubrir al encender la linterna. Medía unos quince centímetros de envergadura; el tapetum lucidum de sus ojos reflejaba la luz como dos puntas ígneas.
Se sintió asqueado. Le lanzó un golpe, pero no dio en el blanco. La polilla aleteó rápidamente, alejándose por el conducto de aire. Complain pensó: «Ese poder que tienen los conejos… tal vez las polillas lo compartan en menor grado. Y las ratas parecen tener la capacidad de comprenderles… ¡Tal vez éstas polillas sean una especie de exploradores alados para los ejércitos de ratas!».
La idea le asustó mucho más que las palabras de Zac Deight, un momento antes, al pronunciar su sentencia de muerte. En un arrebato de pánico levantó las cuatro lengüetas que sujetaban la rejilla de Zac Deight, apartó el enrejado y se dejó caer hacia el interior del cuarto. Después arrastró una mesa para trepar a ella y colocar nuevamente la rejilla en la posición correcta.
Zac Deight no estaba muerto, pues la pistola paralizante estaba graduada a sólo la mitad de su poder; pero había recibido la descarga desde una distancia lo bastante corta como para permanecer inconsciente durante largo rato. Así, caído sobre la cubierta, con el pelo cubriéndole la frente pálida, parecía inofensivo y hasta benévolo. Complain se apoderó de sus llaves sin el menor remordimiento y abrió la puerta para salir al silencioso corredor.
En el último instante se detuvo y volvió al cuarto. Al dirigir su linterna hacia la rejilla vio que unas pequeñas manos rosadas tironeaban de los barrotes. Diez rostros afilados lo miraron con odio. Complain sintió que se le erizaban los cabellos de la coronilla, apuntó la pistola hacia arriba y disparó. Los ojillos relucientes perdieron de inmediato su fulgor y las manitas rosadas aflojaron la tensión. Unos chillidos siguieron a Complain en su marcha por el corredor, indicando que también había refuerzos alados ocultos.
Mientras caminaba, las ideas se sucedían por su cerebro con toda velocidad. De una cosa estaba seguro: nadie debía saber cual era el papel del consejero Zac Deight en todo ese asunto, ni qué había dicho por teléfono a Curtis (¿dónde estaría ese Curtis?) mientras no hubiese analizado todo eso con Vyann. Ya no estaba claro quién era el enemigo y quién el aliado.
—Y si la misma Vyann… —dijo en voz alta.
Pero apartó velozmente ese horrible pensamiento. Había cierto punto más allá del cual la desconfianza se convertía en demencia.
Existía un aspecto práctico que lo preocupaba, pero no lograba formularlo por completo. Tenía algo que ver con el rescate de Fermour… No, tendría que dejarlo a un lado por el momento. Estaba demasiado ansioso como para razonar fríamente. Más tarde lo pensaría mejor. Mientras tanto quería dar esa pistola calorífera (o soldador, como la había llamado Zac Deight) a alguien que sabría usarla mejor: el maestre Scoyt.
En torno a Scoyt la excitación había alcanzado alturas gloriosas; él estaba precisamente en el centro de un torbellino de actividad. Las barreras entre Adelante y Rutas Muertas habían caído. Unos hombres sudorosos derribaban trabajosamente las barricadas, disfrutando de la tarea destructiva.
—¡Quítenlas! —gritaba Scoyt—. Creíamos que custodiaban nuestras fronteras, pero ahora que nuestras fronteras están por todos lados resultan inútiles.
La tribu de Gregg pasó a través de las barreras deshechas. Harapientos y sucios, hombres, mujeres y hermafroditas, sanos o heridos, a pie o en camillas improvisadas, todos se lanzaron entusiasmados entre los espectadores adelantínos. Llevaban bultos, sacos de dormir, cajas y mochilas; algunos llevaban a rastras una especie de tosco trinco con el que habían atravesado los pónicos. Una mujer llevaba sus pertenencias sobre el lomo de una oveja descarnada. Con ellos llegaron los mosquitos negros de Rutas Muertas. Tal era la fiebre de nerviosismo que pendía sobre Adelante que esa animada turba de mugrientos recibió sonrisas de bienvenida y algunos vivas ocasionales. Ellos correspondieron agitando las manos. Roffery había sido abandonado; estaba casi muerto y no valía la pena cargar con un peso inútil.
Al menos una cosa estaba clara: los descastados, a pesar de haber sido heridos en su mayoría en el combate contra las ratas, estaban listos para luchar. Cada uno de los hombres cargaba pistolas, cuchillos y mazos improvisados.
Cuando Complain llegó, el mismo Gregg, acompañado por Hawl, su extraño brazo derecho, conferenciaba con Scoyt, Pagwam y Ruskin, el consejero, a puertas cerradas. Él se abrió paso hasta la habitación y entró sin mayor ceremonia. Disfrutaba de una confianza sin precedentes, que ni siquiera pudieron menoscabar los gritos despertados por su intromisión.
—He venido a ayudarles —dijo, dirigiéndose a Scoyt, que parecía el jefe—. Tengo dos cosas que decirles, y la primera es una información. Hemos descubierto que hay trampas en cada nivel de todas las cubiertas; pero ésa es sólo una de las rutas de escape con las que cuentan los Gigantes y los Forasteros. ¡También tienen una salida a mano en cada habitación!
Subió a la mesa de un salto y les mostró cómo se abría una rejilla. Después bajó sin más comentarios, disfrutando la sorpresa que revelaban las caras de sus espectadores.
—Ahí tienes otra cosa a vigilar, maestre Scoyt —dijo.
Y en ese momento comprendió sin esfuerzo el aspecto que le preocupaba en la huida de Fermour. De inmediato otro pedazo del acertijo quedó solucionado.
—Los Gigantes deben de tener sus cuarteles en algún lugar de esta nave —dijo—. Allí me llevaron al atraparme, pero no sé dónde era, pues estaba bajo los efectos del gas. De cualquier modo, tiene que ser un sector de una cubierta o un nivel entero al que no podamos entrar, dispuesto así deliberadamente o desde la fabricación de la nave. Hay muchos lugares así; tendremos que buscarlos.
—Ya hemos decidido eso —dijo Gregg, impaciente—. El problema es que todo está muy confuso; en la mayor parte de las cubiertas no sabemos si hay conexiones o no. Podría haber un ejército entero escondido tras cualquier mamparo.
—Les diré dónde hay uno de esos sitios a mano —replicó el cazador, muy tenso—. Encima de la celda donde encerraron a Fermour, en la Cubierta 21.
—¿Qué te hace pensar así, Complain? —preguntó Scoyt, intrigado.
—Simple deducción. Los Gigantes, como notamos, se habían tomado mucho trabajo para hacer que todos despejaran los corredores, a fin de poder rescatar a Fermour por las puertas-trampa. Pero habrían podido ahorrarse toda esa molestia sacándolo sencillamente por la rejilla de su celda. Eso no les habría llevado más de un minuto y podían hacerlo sin ser vistos. ¿Por qué no lo hicieron? Mi idea es que no podían. Porque algo ha caído en el nivel superior, bloqueando esa rejilla. En otras palabras, allí arriba puede haber cámaras a las cuales no tenemos acceso. Deberíamos ver qué hay en ellas.
—Te digo que hay cien lugares así… —empezó Gregg.
El consejero Ruskin, a su vez, dijo:
—Parece que vale la pena investigar.
Pero Scoyt los interrumpió a todos.
—Supongamos que tienes razón, Complain —interrumpió Scoyt—. Si la rejilla está bloqueada, ¿cómo haremos para pasar?
—¡Así!
Complain dirigió la pistola calorífera hacia la pared más próxima, moviéndola en un arco horizontal. La pared comenzó a derretirse. Cuando apagó la energía se había formado una curva irregular. Todos guardaron silencio bajo su mirada desafiante. Al fin Gregg clamó:
—¡Por los clavos de e=mc2! ¡Ésa es la pistola que yo te di!
—Sí, y ahora sabes cómo se usa. No es un arma, como tú pensabas, sino un lanzallamas.
Scoyt se levantó con el rostro arrebatado.
—Vayamos a la Cubierta 21 —dijo—. Pagwam, que tus hombres sigan levantando puertas-trampa con tanta celeridad como puedan. Complain, hiciste bien. Probaremos enseguida ese artefacto que trajiste.
Avanzaron como una sola persona, con Scoyt, a la cabeza, llevando a Complain por el brazo con aire de gratitud.
—Si disponemos de tiempo podremos desmontar completamente esta maldita nave con esa arma —dijo.
Pasaría largo rato antes de que Complain comprendiera todo el alcance de ese comentario.
En el nivel medio de la Cubierta 21 reinaba el caos. Todas las fosas de servicio estaban abiertas y cada una custodiada por un guardia; las tapas habían sido arrojadas a un lado en desordenados montones. Las pocas personas que vivían allí (en su mayoría hombres de las barricadas con sus familias) estaban evacuando las habitaciones en prevención de mayores problemas, estorbando el paso y confundiéndose con los centinelas. Scoyt se abrió paso entre ellos a empellones y codazos, empujando a las criaturas, que caían chillando.
Mientras abrían la puerta de la celda donde había estado Fermour, Complain sintió que una mano se apoyaba en su brazo. Allí estaba Vyann, fresca, brillantes los ojos.
—¿No estabas durmiendo? —exclamó él, encantado de verla allí.
—Por si no te has dado cuenta —replicó ella—, llevamos ya una guardia de vela, Además me dijeron que están por ocurrir cosas importantes. Vine a vigilar para que no te mezcles en problemas.
Complain le oprimió la mano.
—Ya me he mezclado en muchos y salido de ellos, mientras dormías —dijo alegremente.
Gregg estaba ya en el medio de la celda, de pie sobre el maltratado cajón que servía como silla, y espiaba por el enrejado.
—¡Roy estaba en lo cierto! —anunció—. Hay una obstrucción encima de esto. Aquí veo un trozo de metal abollado. Dame esa pistola calorífera y probaremos suerte.
—¡Sal de abajo! —le advirtió Complain—. De lo contrario te rociarás con el metal derretido.
Gregg tomó la pistola que Scoyt le alcanzaba y oprimió el botón. El transparente arco de calor mordió el cielo raso, dibujando en él un Verdugón rojizo que fue ensanchándose, El ciclo raso cedió; el metal caía como fragmentos de carne pulverizada. A través de aquel agujero lívido asomó otro metal. También ése comenzó a brillar con una luz morada. El cuarto se llenó de ruidos; el humo bajaba sobre ellos en cascada y salía al corredor; era un humo amargo que irritaba los ojos. Por encima del estruendo se oyó la explosión de algo que se quiebra; hubo una serie de relámpagos efímeros de inesperado fulgor. Enseguida se apagaron.
—¡Ya está! —exclamó Gregg, con gran satisfacción, bajando del cajón para mirar el agujero. La barba se le estremecía de entusiasmo.
—En verdad creo que deberíamos reunir al Consejo en pleno antes de llevar a cabo una medida tan drástica, maestre Scoyt —dijo lastimeramente el consejero Ruskin, mientras contemplaba aquella ruina.
—Llevamos años sin hacer otra cosa que reunir al Consejo —replicó Scoyt—. Es hora de actuar.
Salió al corredor; con un par de gritos furiosos convocó en pocos segundos a diez o doce hombres armados e hizo traer una escalera. Complain, sintiéndose más ducho en esa clase de cosas, fue a buscar un cántaro de agua al cercano cuartel de guardias y lo arrojó sobre el metal torturado para enfriarlo. En medio de una nube de vapor Scoyt puso la escalera en su sitio y trepó con la pistola preparada. Los otros le siguieron con tanta celeridad como les fue posible; Vyann se mantenía muy cerca de Complain. Muy pronto el grupo entero estuvo en el cuarto extraño que estaba sobre la celda.
Hacía allí un calor aplastante; el aire era casi irrespirable. A la luz de las linternas pudieron descubrir el motivo de que la rejilla estuviera bloqueada y la vía de inspección hundida: el suelo de esa cámara había sufrido los efectos de una terrible explosión en tiempos lejanos. Allí había estallado una máquina (que tal vez no había sido reparada desde los tiempos de la peste, según pensó Complain), y el estallido había hecho trizas todo lo que estaba cerca. En el suelo se veían incontables fragmentos de madera y vidrio. Las paredes mostraban agujeros de metralla. Pero no había rastros de los Gigantes.
Scoyt avanzó hacia una de las dos puertas, hundiéndose hasta los tobillos en la capa de escombros que cubría el suelo.
—¡Vamos! —dijo—. ¡No perdamos más tiempo aquí!
La explosión había torcido la puerta de modo tal que era imposible abrirla. La fundieron con la pistola calorífera y pasaron por el agujero. Más allá de los rayos emitidos por las linternas, la noche se cernía amenazadora. El silencio cantaba como un cuchillo arrojado hacia el blanco.
—No hay señales de vida —observó Scoyt, con un eco de alarma en la voz.
Estaban en un corredor lateral, separado del resto de la nave como si fuera una tumba; los rayos de las linternas se paseaban convulsivamente. Hacía tanto calor que les ardían los ojos. En un extremo del breve pasillo había una puerta doble que exhibía un letrero. Todos corrieron a leer lo que decía:
ENTRADA RESERVADA AL PERSONAL
AUTORIZADO
ESCLUSA DE AIRE - ESCOTILLA DE CARGA
PELIGRO
En cada una de las puertas había una cerradura a volante junto a la cual se leía:
NO ABRIR ANTES DE RECIBIR LA SEÑAL CORRESPONDIENTE.
Todos contemplaron estúpidamente los letreros.
—¿Qué hacemos? —chilló Hawl—. ¿Pensáis esperar a que aparezca la señal? ¡Funde la puerta, capitán!
—¡Un momento! —exclamó Scoyt—. Aquí debemos andar con cuidado. Me gustaría saber qué es una esclusa de aire. Conocemos las cerraduras magnéticas y los anillos para cerraduras octogonales, pero ¿qué es una esclusa de aire?[3]
—¡Qué importa eso! ¡Fúndela, capitán! —repitió Hawl, alzando la cabeza grotesca—. Esta podrida nave es tuya. ¡Haz como si estuvieras en tu casa!
Gregg encendió el soldador. El metal de la puerta se encendió en un rosado opaco, pero no cedió. Tampoco sirvieron de nada las maldiciones volcadas sobre él. Al fin Gregg bajó el arma, confundido.
—Debe de ser un metal especial —dijo.
Uno de los hombres armados se adelantó hasta una de las puertas e hizo girar el volante. De inmediato la hoja metálica se retiró suavemente, hacia el interior de la pared. La tensión cedió. Alguien soltó una risita aguda y Gregg tuvo la gentileza de mostrarse avergonzado.
La entrada a la esclusa de aire estaba ya libre. Pero nadie entró. Habían quedado aturdidos por un torrente de luz que los envolvía sin misericordia. La esclusa de aire era sólo una cámara regular, pero lucía en la pared opuesta algo que nunca habían visto hasta entonces. Algo que, para aquellos ojos pasmados, alargaba infinitamente los límites de ese cuarto. Era una ventana: una ventana al espacio.
No se trataba de la magra ranura entrevista por Vyann y Complain en el Cuarto de controles, sino de un amplio cuadrado. De cualquier modo, la pareja estaba algo más preparada que el resto por esa experiencia previa. Fueron, por lo tanto, los primeros en apartarse del grupo para lanzarse hacia aquel espectáculo glorioso, mientras los otros permanecían a la entrada como si hubiesen echado raíces.
Más allá de aquel cuadrado, sembrado al azar de estrellas prodigiosas, como si fueran las joyas de un manto imperial, rugía el infinito silencio del espacio. Aquello superaba toda comprensión. Era la más inextricable de las paradojas, pues, aunque parecía de una negrura impenetrable, cada sector relucía con multicolores estallidos luminosos.
Nadie fue capaz de pronunciar una palabra; había que beber esa visión en completo silencio. Y aunque todos sentían deseos de sollozar ante la serenidad del espacio, fue algo enclavado en él lo que finalmente atrajo todas las miradas y las retuvo para sí. Era el dulce cuarto creciente de un planeta, tan limpiamente azul como los ojos de un gatito recién nacido. Su tamaño no superaba el de una hoz sostenida con el brazo alargado; en el centro titilaba un blanco deslumbrante, algún sol parecía estar a punto de asomar tras él. Por fin surgió, ciñendo su terrible corona.
Aun entonces el grupo continuó en silencio, contemplando aquel cuarto creciente que se iba ensanchando, el sol espléndido que se desprendía de él. Era demasiado milagroso como para pronunciar palabra. Estaban mudos, sordos, aturdidos por su magnificencia.
Fue Vyann quien habló al fin.
—¡Oh, querido Roy! —susurró—. ¡Después de todo hemos llegado a alguna parte! ¡Todavía nos queda una esperanza, todavía hay alguna esperanza para nosotros!
Complain se volvió a mirarla, tratando de forzar su garganta entumecida para pronunciar una respuesta. Pero no pudo hacerlo. Acababa de descubrir qué era ese algo inmenso que había deseado durante toda su vida.
No era inmenso en absoluto. Era algo simple, pequeño: ver el rostro de Laur a la luz del sol.