Sólo el resplandor ocasional de una lámpara piloto iluminaba los enrevesados kilómetros del corredor. En un extremo de la nave los pónicos empezaban a sucumbir en la muerte irremediable de cada sueñovela oscuro; en el otro extremo, el maestre Scoyt seguía conduciendo a sus hombres en la búsqueda del Gigante, ya a la luz de las linternas. El pelotón de Scoyt, que trabajaba en los niveles inferiores, había revisado implacablemente las veinte cubiertas de Adelante. La oscuridad sorprendió a Henry Marapper, el sacerdote, mientras se dirigía desde el cuarto del consejero Tregomin al suyo desprovisto de linterna. Había estado haciendo lo posible por ganarse los favores del bibliotecario, en vistas al día en que el Consejo de los Cinco se convirtiera en el Consejo de los Seis; naturalmente Marapper pensaba ser el sexto miembro. En esos momentos caminaba fatigosamente a través de la penumbra, medio temeroso de que algún Gigante, pudiera brotar frente a él.
Y eso fue, casi exactamente, lo que ocurrió.
Frente a él se abrió violentamente una puerta y la luz inundó el corredor. Marapper se echó hacia atrás, sorprendido. Aquella luz se agitó misteriosamente, transformando las sombras en murciélagos asustados; el portador de la linterna avanzó rápidamente para atender sus asuntos nocturnos. Un momento después aparecieron dos grandes figuras que llevaban entre ellas a una persona más menuda, encorvada como si estuviera enferma. Eran Gigantes, sin lugar a dudas; medían más de un metro ochenta.
La luz, de excepcional poder, surgía de cierto artefacto sujeto a la cabeza de uno de ellos; cuando el portador se inclinó hacia el suelo volvieron a revolotear las sombras intranquilas. El más menudo se inclinó también, medio arrastrado por el otro. Se habían detenido a cinco o seis pasos de la puerta, en medio del corredor; allí se arrodillaron, sin reparar en Marapper. En ese momento la luz cayó de lleno sobre el rostro del hombre más bajo. ¡Era Fermour!
Éste se inclinó hacia delante, diciendo algo a los Gigantes, y apoyó los nudillos contra la cubierta, en un gesto extraño. Por un instante la linterna iluminó tan sólo su mano, con las puntas de los dedos dirigidas hacia lo alto; después, como si respondiera a su presión, un sector de la cubierta se levantó, dejando al descubierto una gran fosa de inspección. Los Gigantes ayudaron a Fermour a bajar y entraron a su vez, cerrando la tapa sobre sus cabezas. El corredor volvió a quedar iluminado tan sólo por el resplandor cuadrado de la lámpara piloto.
Marapper logró recuperar la voz.
—¡Auxilio! —gritó—. ¡Auxilio! ¡Me persiguen!
Llamó a golpes de puño a las puertas más próximas, abriéndolas de par en par al no obtener respuesta. Eran habitaciones de obreros, en su mayoría desiertas, pues sus propietarios habían seguido a Scoyt y al Equipo de Supervivencia. En uno de los cuartos Marapper descubrió a una mujer que amamantaba a su bebé junto a una lámpara. Tanto ella como el niño comenzaron a aullar de miedo.
El alboroto pronto despertó un rumor de pies en carrera y el destello de las linternas. Marapper se vio rodeado de gente e inducido a cierta coherencia. En su mayoría el grupo estaba constituido por hombres que regresaban de la gran cacería, con la sangre ardiendo por tanta excitación inusitada; en cuanto supieron que los Gigantes habían estado allí, en medio de ellos, gritaron con más ganas que Marapper. La multitud creció, el ruido fue en aumento. Marapper se encontró aplastado contra la pared, mientras repetía incesantemente su historia a todo un desfile de funcionarios, hasta que un frío personaje llamado Pagwam se abrió camino por entre la gente; era el co-capitán del Equipo de Supervivencia. Abrió rápidamente un espacio libre en torno a Marapper y ordenó:
—Muéstrame ese agujero por donde dices que desaparecieron los Gigantes.
—Esto habría aterrorizado a alguien menos valiente que yo —indicó Marapper, temblando todavía.
Una línea rectangular apenas visible señalaba la trampa por donde habían escapado los Gigantes; tenía el grosor de un cabello. Dentro del rectángulo, en un extremo, había una curiosa depresión octogonal, de apenas un centímetro de diámetro. Era lo único que permitía distinguir la cubierta de la fosa.
Bajo las órdenes de Pagwam, dos hombres trataron de levantarla, pero la ranura era tan fina, que no pudieron siquiera introducir las uñas en ella.
—No podemos, señor —dijo uno de ellos.
—¡Gracias a ejem! —exclamó Marapper, que ya imaginaba toda una invasión de Gigantes.
A esa altura de los acontecimientos alguien había hecho venir a Scoyt. La cara del maestre estaba más tensa que nunca; se acariciaba incesantemente las arrugas de las mejillas con los largos dedos y parecía muy cansado. Tras escuchar a Pagwam y a Marapper, sus palabras revelaron que, a pesar de la fatiga, estaba más alerta que el resto de los presentes.
—Está muy claro —dijo—. Estas trampas están dispuestas en el suelo guardando una distancia de cien pasos entre sí; nunca las hemos reconocido como tales porque nunca las vimos abiertas, pero los Gigantes lo hacen sin dificultad. Ya no ponemos en duda que existen, aunque en otros tiempos hayamos creído lo contrario. Por razones que sólo ellos conocen han permanecido ocultos durante mucho tiempo, pero ahora han vuelto. ¿Y qué propósito los traería, sino el de recuperar el mando de la nave?
—Pero esta trampa… —observó Marapper.
—Esta trampa —interrumpió Scoyt— es la clave de todo el asunto. Recuerda: cuando tu amigo Complain fue capturado por los Gigantes, lo entraron por un agujero para llevarlo por un sitio bajo y cerrado, que no se parecía a los lugares conocidos de la nave. Obviamente era un espacio entre cubiertas, y lo bajaron por una trampa como ésta. Todas las trampas se han de intercomunicar… ¡Y si los Gigantes pueden abrir una las abrirán todas!
Un intranquilo balbuceo se elevó de la muchedumbre que aguardaba en el corredor. Todos tenían los ojos brillantes y las linternas veladas; parecieron apretarse más unos a otros, como en busca de consuelo. Marapper se aclaró la garganta e insertó la punta del meñique en la oreja, como si eso fuera todo lo que podía despejar.
—Esto significa… Ejem sabe qué significa: que estamos rodeados por una especie de mundo angosto al que los Gigantes tienen acceso y nosotros no. ¿Verdad?
Scoyt asintió secamente.
—No es un pensamiento muy agradable, ¿eh, sacerdote? —dijo.
—Pagwam le tocó el brazo y Scoyt se volvió, impaciente. Tres de los consejeros estaban tras él. Eran Billyoe, Dupont y Ruskin; parecían fastidiados y sombríos.
—Por favor, no continúes hablando, maestre Scoyt —dijo Billyoe—. Ya hemos oído la mayor parte, y no nos parece que sea conveniente discutirlo en público. Será mejor que lleves a este… sacerdote contigo al cuarto del consejo; allí hablaremos.
Scoyt no vaciló.
—Por el contrario, consejero Billyoe —replicó con toda claridad—. Este asunto afecta a todos los presentes a bordo. Todos deben saberlo cuanto antes. Me temo que nos enfrentamos a una crisis.
Aunque estaba contradiciendo al Consejo, el rostro de Scoyt revelaba tal sufrimiento que Billyoe prefirió no llamar la atención sobre el caso. En cambio preguntó:
—¿Por qué hablas de crisis?
Scoyt extendió las manos.
—Fijaos —dijo—: un Gigante aparece súbitamente en la Cubierta 14 y ata a la primera muchacha que encuentra, pero lo hace en forma tal que ella escapa en un momento. ¿Por qué? Para que dé la alarma. Después vuelve a aparecer en los pisos superiores…, con poco riesgo, permitidme agregarlo, porque puede escapar por una de estas trampas en cuanto se le ocurra. Ahora bien, de tanto en tanto hemos tenido informes sobre la aparición de Gigantes, pero en esos casos el encuentro era obviamente accidental, mientras que en éste parece no serlo. Por primera vez un Gigante ha querido hacerse ver; de lo contrario no se puede explicar que haya atado a esa muchacha.
—Pero ¿qué interés podría tener en que lo vieran y lo persiguieran? —preguntó el consejero Ruskin, quejoso.
—Yo sí lo sé, consejero —dijo Marapper—. Quería provocar una confusión mientras estos otros Gigantes rescataban a Fermour de su celda.
—Exacto —confirmó Scoyt, sin ningún agrado—. Todo esto ocurrió precisamente cuando comenzábamos a interrogar a Fermour; apenas empezábamos a ablandarlo. Todo fue una treta para sacarnos de en medio mientras Fermour huía con su ayuda. Ahora los Gigantes saben que nosotros sabemos, y se verán forzados a hacer algo… ¡a menos que nosotros actuemos los primeros! Sacerdote Marapper, arrodíllate y haz exactamente lo que hizo Fermour para abrir la puerta.
Marapper, bufando, hizo lo que se le indicaba. Todas las linternas se dirigieron hacia él. El sacerdote se arrodilló en una esquina de la trampa con expresión de duda.
—Creo que Fermour estaba aquí —dijo—. Y entonces se inclinó hacia adelante así… y puso el puño sobre la cubierta así, con los nudillos contra el suelo, de este modo. Y después… ¡No, por ejem, ya sé lo que hizo! ¡Mira, Scoyt!
Marapper movió la mano cerrada. Se oyó un chasquido muy leve y la puerta-trampa se levantó. El camino de los Gigantes estaba abierto.
Laur Vyann y Roy Complain regresaron lentamente a la parte habitada de Adelante. La impresión de encontrarse con los controles destrozados había estado a punto de aplastarlos. Complain volvía a sentir, con más insistencia que nunca, el deseo de morir; se sentía invadido por una sensación de vacío total. El breve respiro tomado en Adelante, la felicidad que hallaba junto a Vyann, desaparecían por completo ante la frustración que había sufrido desde su nacimiento.
Volvía a hundirse en su destructiva pena cuando algo lo rescató: las viejas Enseñanzas cuartelenses, que un momento antes había creído superadas. A sus oídos volvieron los ecos del sacerdote:
«Somos hijos de cobardes, en el temor pasamos nuestros días… El Largo Viaje siempre ha comenzado: démonos a la cólera mientras podamos, y descargando así nuestros impulsos mórbidos podamos vernos libres de conflicto interior…».
Complain hizo instintivamente el gesto formal de la cólera. Dejó que el enojo brotara desde el fondo de su angustia, acalorándolo en la penumbra marchita. Vyann sollozaba sobre su hombro, y el hecho de que ella sufriera agregó leña a la hoguera.
La furia hirvió en su interior con violencia creciente, distorsionándole la cara, evocando todo el daño que él y los otros habían sufrido desde siempre. Una furia cenagosa, sangrienta, que le aceleró el corazón.
Después se sintió mucho más cuerdo, capaz de consolar a Vyann y de conducirla hasta donde vivían los suyos.
Al acercarse a la zona habitada les llegó un ruido retumbante, cada vez más potente; era un estruendo curioso, carente de ritmo, ominoso, que los obligó a apretar el paso, en tanto intercambiaban una mirada ansiosa.
La primera persona con quien se encontraron era un granjero. Al verlos se acercó rápidamente a ellos.
—Inspectora Yvann —dijo—, el maestre Scoyt te está buscando. ¡Anda gritando por todas partes!
—Parece que estuvieran desarmando la nave para encontrarnos —dijo irónicamente la muchacha—. Gracias; vamos hacia allá.
Caminaron más deprisa. Al fin dieron con Scoyt en la Cubierta 20, donde Fermour había sido rescatado. El co-capitán Pagwam, con una patrulla, avanzaba a grandes pasos por el corredor, inclinándose de trecho en trecho para abrir una serie de trampas en la cubierta. Las grandes tapas, al caer de costado, producían el estruendo escuchado por Yyann y Complain. Cada vez que se descubría un agujero, un hombre quedaba allí de guardia mientras los otros corrían hacia el siguiente. Scoyt dirigía las operaciones.
En cierto momento se volvió. Por primera vez no hubo en sus labios sonrisa de bienvenida para Vyann.
—Venid aquí —indicó, abriendo la puerta más próxima.
Era la habitación de alguien, pero estaba casualmente vacía. Scoyt, cerró la puerta tras ellos y los enfrentó lleno de enojo.
—Tengo ganas de arrojaros a una celda —dijo—. ¿Cuánto hace que volvisteis de la guarida de Gregg? ¿Por qué no os presentasteis directamente ante mí o ante el Consejo, como se os había indicado? ¿Dónde habéis estado, quisiera saber?
—Pero Roger… —protestó Vyann—. ¡No hace mucho rato que hemos regresado! Además todos habían salido a perseguir al Gigante cuando llegamos. Si hubiéramos sabido que era tan urgente…
—Un momento, Laur —interrumpió Scoyt—. Será mejor que te ahorres las excusas: estamos ante una crisis. Todo eso no importa. No me interesan los detalles, contadme qué pasó con Gregg.
Complain, viendo la expresión herida y furiosa de Vyann, dio un paso hacia adelante y presentó un breve resumen de la entrevista con su hermano. Al acabar él, Scoyt asintió, algo más tranquilizado.
—Mejor de lo que me atrevía a esperar —dijo—. Enviaremos exploradores para que traigan a Gregg y a los suyos en cuanto puedan. Es urgente que vengan enseguida.
—No, Roger —exclamó Vyann—, no pueden venir. Con todo el respeto debido a Roy, su hermano no es más que un bribón. Su gente es una chusma infame. Ellos y sus mujeres están lisiados y presentan mutaciones. No nos traerían más que problemas sin fin. No sirven más que para pelear.
Scoyt observó sombríamente:
—Para eso precisamente los queremos. Será mejor que te enteres de los acontecimientos, Laur.
Y le informó rápidamente sobre lo que Marapper había visto y lo que sucedía en esos momentos. Complain preguntó:
—¿Habíais dañado a Fermour?
—No, sólo había recibido una paliza para ablandarlo.
—En Cuarteles lo tenían acostumbrado a esas cosas, pobre diablo —observó Complain, mientras su propia espalda le escocía ante el recuerdo.
—¿Ya qué viene la urgencia de tener aquí a la banda de Gregg? —preguntó Vyann.
El maestre Scoyt suspiró pesadamente y respondió en tono enfático:
—Porque tenemos por primera vez pruebas definitivas de que los Forasteros están aliados a los Gigantes… contra nosotros.
Y los miró duramente mientras su frase iba penetrando en ellos.
—Bonita posición la nuestra, ¿eh? —dijo con ironía—. Ésa es la razón por la cual estoy haciendo levantar todas las trampas de la nave y las dejo con custodia. Tarde o temprano cazaremos al enemigo; juro no descansar mientras no lo hayamos hecho.
Complain silbó suavemente, comentando:
—Sin duda alguna los rufianes de Gregg harán falta aquí; el problema crucial consistirá en tener suficientes hombres. Pero ¿cómo se las compuso Marapper para abrir la trampa?
—Siendo como es, diría yo —comentó Scoyt, riendo—. Supongo que allá en la tribu sería todo un ratero, ¿verdad?
—Cogía todo lo que se pusiera a su alcance —confirmó Complain, recordando la acumulación de objetos que el gordo sacerdote guardaba en su cuarto.
—Una de las cosas que cogió fue un anillo; un anillo con una piedra octogonal, que anteriormente alguien debió de sustraer a algún cadáver. En realidad no es una piedra; es un pequeño artefacto mecánico que calza exactamente en una especie de cerradura que hay en cada puerta-trampa. Antes de la catástrofe todo aquél cuya tarea se desarrollaba en esas trampas debía de tener uno de esos anillos. El consejero Tregomin, dicho sea de paso, dice que esos sitios entre cubiertas se llaman «vías de inspección»; en su revoltijo encontró cierta referencia a ellos. Y eso es precisamente lo que vamos a hacer: ¡inspeccionarlos! Vamos a rastrillar cada centímetro de esas vías. Ahora mis hombres están trabajando con el anillo de Marapper para abrir todas las trampas de a bordo.
—¡Y Bob Fermour tenía uno similar! —exclamó Complain—. Recuerdo habérselo visto con frecuencia.
—Creemos que todos los Forasteros los usan —agregó Scoyt—. Eso explicaría cómo podían eludirnos con tanta facilidad. Explicaría muchas cosas…, aunque no cómo hacían para salir de las celdas custodiadas desde el exterior. Sobre la premisa de que cuantos usan esos anillos son nuestros enemigos, he puesto a algunos de los miembros del Equipo a revisar nuestra población, buscando esa señal. ¡Quien sea capturado con un anillo de ésos hará el Viaje! Ahora debo irme. ¡Expansiones!
Y los urgió a salir al ruidoso corredor. De inmediato se vio rodeado por subordinados que pedían órdenes; poco a poco se fue separando de Complain y de Vyann. Le escucharon escoger a un oficial menor para que llevara las noticias a Gregg; después se volvió y ya no oyeron su voz.
—Una alianza con Gregg… —dijo Vyann, estremecida—. ¿Y ahora qué vamos a hacer? Parece que Roger no tiene intenciones de darme más trabajo.
—Tú te vas a acostar —dijo Complain—. Estás exhausta.
—No pensarás que puedo dormir con todo este ruido, ¿verdad? —inquirió ella, con una sonrisa fatigada.
—Creo que debes tratar.
Se sorprendió al ver que ella, sumisa, le permitía llevarla hacia su cuarto, aunque sintió que se ponía rígida al ver a Marapper, que vagabundeaba por un corredor lateral.
—Con que eres el héroe del momento, sacerdote —observó la muchacha.
El rostro de Marapper mostraba una expresión lóbrega; el resentimiento lo rodeaba como un manto.
—Inspectora —dijo con amarga dignidad—. Te burlas de mí. He pasado la mitad de esta miserable vida mía con un invalorable secreto en el dedo, y no lo sabía. Y cuando al fin lo comprendo… Ten en cuenta que fue en un momento de extraordinario pánico, nada corriente en mí… ¡se lo doy por nada a tu amigo Scoyt!