Adelante no se parecía a ninguna de las regiones que Roy Complain había visto hasta entonces. Ni la grandeza de Escalera-de-Popa, ni la cómoda miseria de Cuarteles, ni el detestable salvajismo de Rutas Muertas, ni siquiera el macabro espectáculo del mar donde fuera capturado por los Gigantes, nada de todo eso lo había preparado para enfrentarse con algo tan distinto como Adelante. Aunque tenía las manos atadas a la espalda, al igual que Fermour y Marapper, su vista de cazador se mantenía atenta y activa en tanto el pequeño grupo avanzaba hacia el campamento.
Pronto fue obvia la diferencia radical entre Adelante y las aldeas perdidas en el ulcerado continente de Rutas Muertas: mientras la tribu Greene y otras como ella se mantenía en un lento avance, Adelante estaba firmemente establecida entre fronteras fijas y constantes. Parecía el resultado de la organización y no un detalle accidental. Complain había tenido siempre un concepto muy vago de esos parajes temibles, tanto más temibles cuanto más vaga era su imagen. En ese momento pudo ver que su extensión superaba en mucho la de una aldea. Era casi una región en sí.
Las barreras mismas diferían de los improvisados artefactos de Cuarteles. El pelotón de inspecciones, tras abrirse paso sin miramientos por entre los pónicos, llegó hasta una pesada cortina cargada con campanillas que resonaron al correrse el paño. Detrás había un sector de pasillo sucio y descascarado, pero sin pónicos, y terminaba en una barricada formada por escritorios y literas, detrás de las cuales estaban apostados varios guardias armados de arcos y flechas.
Después de muchas advertencias y explicaciones en voz alta, el pelotón (constituido por cuatro hombres y dos mujeres) recibió autorización para cruzar esa última barricada. Detrás había otra cortina, ésta de fina malla, que impedía el paso a los mosquitos, hasta allí ubicua plaga de Rutas Muertas. Más allá estaba Adelante propiamente dicha.
Para Complain el rasgo más increíble era la desaparición de los pónicos. También en Cuarteles se abatían los matorrales, naturalmente, pero con poco entusiasmo, pues se sabía que la limpieza era sólo temporaria; con mucha frecuencia se dejaba que el viejo sistema radicular cubriera la cubierta, sus indicios estaban por todas partes, ya fuera el olor amargo-dulzón del miltex que llenaba el aire, los palos secos usados por los hombres o las semillas que los niños empleaban como juguete.
Pero allí los pónicos habían desaparecido sin dejar rastro. Los detritus y el humus que los alimentaban habían sido retirados por completo, así como los dibujos que las raíces dejaban al incrustarse en la cubierta. La luz, libre ya del filtro verde, brillaba con más fuerza. Todo tenía un aspecto extraño: desnudo, rígido y sobre todo geométrico; tanto era así que Complain tardó en aceptar esos corredores, esas puertas y cubiertas como extensión de las otras, pues parecían un reino independiente. El aspecto exterior era tan novedoso que ocultaba su parecido intrínseco con la disposición de Cuarteles.
Los tres prisioneros fueron arrojados a una pequeña celda; se les quitó el equipo y se les soltaron las manos. Después la puerta se cerró con un golpe.
—¡Oh, Conciencia! —gruñó Marapper—. ¡Vaya condición para un pobre y anciano sacerdote! ¡Quiera Froyd pudrir sus almas! ¡Qué hatajo de sucios chupa miltex!
—Al menos te dejaron oficiar los ritos mortuorios para Wantage —dijo Fermour, tratando de quitarse la suciedad del pelo.
Todos le miraron con extrañeza.
—¿Qué otra cosa podían hacer? —preguntó Marapper—. Por lo menos son humanos. Pero eso no quita que puedan usar nuestras tripas de collares antes de la próxima comida.
—Si al menos me hubieran dejado la pistola paralizante… —suspiró Complain.
No sólo les habían quitado las pistolas, sino también los bultos y todas las posesiones. Aburrido y desolado, echó una mirada en torno a la pequeña celda. Estaba casi desnuda, como casi todos los compartimientos de Cuarteles. Junto a la puerta había dos indicadores rotos; otra de las paredes tenía una litera fija y el techo presentaba una rejilla por donde entraba una ligera corriente de aire. No había nada que sirviera como arma.
El trío debió aguardar con intranquila paciencia hasta que volvieron los guardias. Por un rato el silencio fue total, a excepción del molesto gemido que emitían los intestinos del sacerdote. Los tres acabaron por menearse, incómodos.
Cuando la puerta se abrió Marapper luchaba sin mayor interés por quitar un pegote de su manto. Alzó los ojos con ansiedad; en el vano había dos hombres. El sacerdote apartó a Fermour para avanzar hacia ellos.
—Expansión a sus egos —saludó—. Llévenme ante su teniente. Es importante que lo vea cuanto antes. A un hombre como yo no se le hace esperar.
—Todos ustedes vendrán con nosotros —dijo uno de los guardias, con firmeza—. Eso indican nuestras órdenes.
Marapper tuvo el buen criterio de obedecer enseguida, aunque no dejó de elevar sus indignadas protestas durante todo el trayecto. Los condujeron más hacia el centro de Adelante. Complain notó que algunos transeúntes los miraban con enojo. Una mujer madura les gritó:
—¡Ustedes mataron a mi Frank, canallas! ¡Ahora les tocará el turno!
El cazador, estimulado por una sensación de peligro, reparó en cada detalle del recorrido. Allí, al igual que en Rutas Muertas, el Corredor Principal estaba bloqueado en cada cubierta; por lo tanto siguieron un desvío en círculos en torno a los corredores curvos, pasando por las puertas intercomunicadoras entre las distintas cubiertas. En resumen, para avanzar no se podía seguir la trayectoria recta que sigue una bala, sino una espiral cerrada como la de un taladro.
De ese modo cruzaron dos cubiertas. Complain reparó sorprendido algo en el cartel pintado sobre la puerta de intercomunicación: «Cubierta 22»; era un vínculo con los interminables números que encontraran en su recorrido, e implicaba, a menos que Rutas Muertas volviera a empezar más allá de Adelante, que esta zona ocupaba en sí veinticuatro cubiertas.
Era demasiado para que Complain lo creyera. Tuvo que recordarse por la fuerza cuántas cosas aparentemente imposibles habían resultado ciertas. Pero ¿qué habría más allá de la Cubierta 1? Sólo podía imaginar un páramo de superpónicos en lo que Myra, su madre, llamaba «las grandes extensiones de otra oscuridad», donde ardían extrañas linternas. Ni aun la teoría de la nave, apoyada como estaba por evidencia impresa, tenía poder suficiente para desterrar la imagen que él cultivara desde la niñez. Experimentó cierto placer en contraponer las dos teorías; hasta entonces las cosas intangibles no le habían causado más que infelicidad. Por lo visto, desgarraba rápidamente la vaina seca que limitaba los pensamientos de la tribu Greene.
Los guardias interrumpieron su monólogo al empujarlo, junto con Fermour y el sacerdote, hacia un compartimiento amplio. Entraron a su vez y cerraron tras ellos. En la habitación había ya otros dos guardias.
Aquel cuarto se distinguía de los que Complain conociera hasta entonces por dos detalles extraños. Uno de ellos era una maceta con una planta llena de flores, cuyo propósito resultó inescrutable al cazador. El otro era una muchacha. Ésta lo miraba desde el escritorio, con las manos laxas a los costados; vestía un uniforme gris muy limpio. El pelo negro le caía lacio y bien peinado sobre los hombros; los ojos eran grises; el rostro, delgado, pálido y atento (así pensó Complain), un mensaje importantísimo e indescifrable para él. Aunque era joven y dueña de una frente magnífica no impresionaba tanto por su belleza como por su dulzura… siempre que uno no reparara en la mandíbula. Algo en ella advertía que podía ser incómodo conocer a esa muchacha demasiado íntimamente.
Ella, a su vez, examinó a cada uno de los prisioneros. Bajo su mirada, Complain experimentó una extraña inquietud. En la actitud de Fermour había cierta tensión, reveladora de que también se sentía atraído por ella.
—Así que vosotros sois los rufianes de Gregg —dijo ella al fin.
Después de haberlos observado bien parecía no tener más interés en mirarlos; inclinó la cabeza hacia lo alto, fijando los ojos en un sector de la pared.
—Me alegro de que al fin hayamos capturado a algunos de vosotros —prosiguió—. Nos habéis causado muchos problemas innecesarios. Ahora os entregaremos a los torturadores para que os extraigan información. ¿O preferís suministrárnosla voluntariamente ahora mismo?
Hablaba con el tono frío e indiferente que el orgulloso emplea frente al criminal, como si la tortura fuese el desinfectante natural contra los de su especie. Fermour tomó la palabra para responder.
—¡Puesto que eres una mujer bondadosa, te rogamos que nos evites el tormento!
—No es mi ocupación ser bondadosa, y tampoco tengo intenciones de serlo —respondió ella—. En cuanto a mi sexo… supongo que eso no tiene nada que ver con vosotros. Soy la inspectora Vyanti; estoy encargada de investigar a todos los prisioneros que entran en Adelante; los que se muestran reacios a hablar pasan a apremios. Vosotros, como rufianes que sois, no merecéis nada mejor. Queremos saber cómo apresar al jefe de la banda.
Marapper extendió las manos.
—Puedes creerme; nada sabemos de ese jefe ni de los rufianes que lo siguen. Nosotros somos totalmente independientes; nuestra tribu está situada varias cubiertas más atrás. Soy un humilde sacerdote; no tengo por qué mentirte.
—Conque humilde, ¿eh? —observó ella, levantando su pequeña barbilla—. ¿Qué hacían tan cerca de Adelante? ¿No sabéis que nuestros perímetros son peligrosos?
—No sabíamos que estábamos tan cerca de Adelante. Los pónicos eran muy espesos. Hemos recorrido un largo trayecto.
—¿De dónde venís? Contéstame con exactitud.
Fue la primera de una serie de preguntas formuladas por la inspectora Vyann. Marapper respondió rectamente, con aire desdichado. No se le permitía el menor desvío. La muchacha de uniforme gris, ya hablara o escuchara, dirigía la vista algo hacia un costado. Los ignoraba a medias, como si hubiesen sido tres perros de circo. Aquellos tres hombres (dos silenciosos y el tercero gesticulante, protestón, adelantándose a los otros y apoyando el peso del cuerpo en una pierna y en la otra, sucesivamente) eran para ella meros elementos de azar en un problema que aguardaba solución.
Por la orientación del interrogatorio pronto fue obvio que ella había comenzado por creerlos miembros de una banda de malhechores, pero que ya no estaba tan segura. Al parecer esa banda solía hacer incursiones en Adelante desde una base cercana, simultáneamente con la aparición de otros problemas, aún no especificados.
Desilusionada porque el trío no revestía la importancia que ella pensara, se mostró aún más fría. Cuanto más grueso era el hielo, más voluble se manifestaba Marapper. Su violenta imaginación, fácilmente estimulable, le pintaba la facilidad con la cual esa indiferente mujer podía lanzarlo hacia el Largo Viaje con sólo chasquear los dedos. Al fin dio un paso adelante y apoyó suavemente una mano sobre el escritorio.
—Hay algo que tú no comprendes, señora —dijo, en tono pomposo—; no somos prisioneros comunes. Cuando tu patrulla nos apresó veníamos hacia Adelante trayendo noticias de importancia.
—¿De veras? —exclamó ella, alzando las cejas en señal de triunfo—. Hace un momento me decías que eras sólo el humilde sacerdote de una oscura aldea. Las contradicciones me aburren.
—¡El saber! —dijo Marapper—. ¿Para qué averiguar de dónde viene? Te lo advierto seriamente: soy alguien de importancia.
Vyann se permitió una sonrisa leve y helada.
—Por lo tanto vosotros merecéis vivir, porque tenéis cierta información vital. ¿No es así, sacerdote?
—Dije que yo poseía el conocimiento —señaló Marapper, inflando las mejillas—. Si te dignaras también perdonar la vida de estos pobres e ignorantes amigos, claro está, me sentiría eternamente obligado hacia ti.
—¿Ah, sí?
Por primera vez tomó asiento tras el escritorio; un dejo de humor le suavizaba los labios.
—A ver, tú —dijo, señalando a Complain—. Si no tienes conocimiento alguno que revelarnos, ¿qué puedes ofrecer?
—Soy cazador —replicó Complain—. El amigo Fermour es granjero. Aunque no poseamos conocimientos podemos servirte con nuestra fuerza.
Vyann cruzó las manos sobre el escritorio, sin molestarse en mirarlo.
—Creo que tu sacerdote está en lo cierto: con la inteligencia podrías sobornarnos, pero no con los músculos. En Adelante los tenemos en abundancia.
Y agregó, volviéndose hacia Fermour:
—Y tú, grandote, apenas si te he oído pronunciar palabra. ¿Qué don ofreces tú?
Fermour la miró de frente antes de bajar los ojos.
—Mi silencio sólo cubría pensamientos perturbados, señora —dijo suavemente—. En nuestra tribu no hay damas que puedan competir contigo en ningún aspecto.
—Tampoco eso sirve como soborno —respondió Vyann en tono ligero—. Bien, sacerdote. Espero que tu información sea interesante. ¿Y si me dijeras de qué se trata?
Fue un breve instante de triunfo para Marapper. Escondió las manos bajo su manto raído y meneó la cabeza sin vacilar:
—Lo diré ante quien tenga autoridad —dijo—. Lo siento, señora, pero no puedo confiártelo.
Ella no pareció ofendida. Tal vez pudiera tomarse como prueba de su seguridad el hecho de que no apartara las manos del escritorio.
—Haré que venga mi superior —dijo.
Uno de los guardias salió para regresar al poco rato con un hombre maduro.
El recién llegado imponía instantáneo respeto. Tenía la cara surcada de profundas arrugas, como las que cava el agua al correr por una pendiente; este aspecto de erosión se acentuaba con los mechones grises que presentaba el pelo, rubio aún. Los ojos eran grandes y atentos; la boca, autoritaria. Relajó su expresión agresiva para sonreír a Vyann, con quien conferenció en voz baja, en un rincón, lanzando miradas ocasionales a Marapper mientras escuchaba su relato.
—¿Y si escapáramos? —susurró Fermour con voz ahogada.
—No seas tonto —respondió Complain—. Ni siquiera podríamos salir de este cuarto; mucho menos pasar las barreras.
Fermour murmuró algo inaudible; parecía con ganas de intentarlo por su cuenta. En ese momento el hombre que hablaba con Vyann dio un paso hacia adelante.
—Queremos someteros a ciertas pruebas —dijo—. Tú, sacerdote, volverás aquí dentro de un rato. Mientras tanto… Guardias, lleven a los prisioneros a la Celda Tres, por favor.
Los guardias obedecieron con presteza. A pesar de las protestas de Fermour, los tres fueron sacados del cuarto y encerrados en otro, a pocos metros de allí. Marapper parecía muy incómodo; su reciente intento de salvarse a costa de sus compañeros podía haberlo privado de alguna buena voluntad. Por lo tanto trató de conservar su posición haciendo intentos por animarlos.
—Bueno, bueno, hijos míos —dijo, extendiendo los brazos hacia ellos—. El Largo Viaje siempre ha comenzado, como dicen las Escrituras. Estas gentes de Adelante son mucho más civilizadas que nosotros, y sin duda nos aguarda un horrible destino. Permitidme entonar para vosotros un último rito.
Complain se volvió y tomó asiento en un rincón alejado. Fermour hizo otro tanto. El sacerdote los siguió; tras sentarse sobre sus gruesas ancas apoyó los brazos sobre las rodillas.
—¡No te acerques a mí, sacerdote! —dijo Complain—. ¡Déjame en paz!
—¿Qué te pasa? ¿No tienes respeto? —preguntó el sacerdote, con voz tan espesa como melaza fría—. ¿Crees que las Enseñanzas pueden dejarte en paz en tus últimos instantes? Debes entrar en Conciencia por última vez. ¿Por qué te echas allí, lleno de desesperación? ¿Acaso tu sórdida vida vale siquiera una maldición? ¿Qué hay en tu mente tan precioso que no pueda extinguirse sin remordimientos? Estás enfermo, Roy Complain, y necesitas de mis cuidados.
—Recuerda que ya no estoy en tu parroquia, ¿quieres? —repuso Complain, fatigado—. Sé cuidarme solo.
El sacerdote se volvió hacia Fermour haciendo una mueca.
—Y tú, amigo, ¿qué dices?
Fermour sonrió. Ya había recuperado el dominio de sí.
—Me gustaría pasar una hora a solas con esa deliciosa inspectora Vyann —respondió—. Después no me importaría emprender el Viaje. ¿Me harías ese favor, Marapper?
Antes de que Marapper hubiera tenido tiempo de hallar una respuesta moral adecuada se abrió la puerta; por ella asomaron una cara fea y una mano que llamó al sacerdote con una seña. Éste se levantó, alisándose tímidamente las ropas.
—Diré una palabra en vuestro favor, hijos —dijo.
Y salió dignamente al corredor, siguiendo al guardia. Un minuto después estaba frente a la inspectora y a su superior.
Este último, sentado en una esquina del escritorio, dijo inmediatamente:
—Expansión a ti. Eres Henry Marapper, sacerdote, según tengo entendido. Yo soy Scoyt, el maestre Scoyt, y estoy a cargo de las investigaciones sobre Forasteros. Todos los prisioneros que entran en Adelante deben presentarse ante mí y ante la inspectora Vyann. Si sois lo que decís no sufriréis daño alguno, pero de Rutas Muertas nos llegan cosas extrañas y debemos tomar precauciones. Me dicen que tú has venido especialmente a traernos cierta información.
—He recorrido un largo camino, a través de muchas cubiertas —dijo Marapper— y no me gusta la recepción que se me ha hecho aquí.
El maestre Scoyt inclinó la cabeza.
—¿Qué información traes? —preguntó.
—Sólo puedo divulgarla ante el capitán.
—¿Capitán? ¿Qué capitán? ¿El capitán de la guardia? No hay otro aquí.
Eso puso a Marapper en una posición incómoda, pues no quería emplear la palabra «nave» mientras la situación no estuviera madura para ello.
—¿Quién es tu superior? —preguntó.
—La inspectora Vyann y yo respondemos sólo ante el Consejo de los Cinco —respondió Scoyt, con la voz cargada de enojo—. No podrás ver al Consejo mientras no hayamos valorado la importancia de tu información. Vamos, sacerdote, ¡tengo otros asuntos entre manos! La paciencia es una virtud pasada de moda que no figura entre las mías. ¿Cuál es ese conocimiento que en tanto aprecias?
Marapper vaciló. La situación, decididamente, no estaba Madura. Scoyt se había levantado como para marcharse y Vyann parecía incómoda. De cualquier modo no podía seguir demorando las cosas.
—Este mundo —empezó, grandilocuente—, todo Adelante, Rutas Muertas y las lejanas regiones de Popa, son un solo cuerpo, la nave. Y la nave es obra humana; se mueve en un medio llamado espacio. De esto tengo pruebas.
Se detuvo para observar la expresión de sus interlocutores. Scoyt, lo miraba con gesto ambiguo. Marapper continuó con elocuencia, explicando las ramificaciones de su teoría. Acabó diciendo:
—Si confiáis en mí, si me otorgáis confianza y poder, pondré esta nave (que tal es, podéis estar seguros) hacia su destino; entonces todos nos veremos libres de ella y de su opresión, para siempre jamás.
Y se detuvo bruscamente. Ambos parecían divertidos; intercambiaron una mirada y soltaron una risa breve, casi burlona. Marapper, intranquilo, se frotó la barbilla.
—No tenéis fe en mí porque provengo de una tribu pequeña —murmuró.
—No es así, sacerdote —explicó la muchacha.
Abandonó su asiento para acercarse a él, y le explicó:
—Verás; en Adelante hace tiempo que sabemos lo de la nave y del viaje por el espacio.
Marapper quedó boquiabierto.
—Entonces… El capitán de la nave… ¿Lo habéis encontrado? —logró preguntar.
—El capitán no existe. Ha de haber partido en el Largo Viaje muchas generaciones atrás.
—Y… la cabina de control… ¿la habéis hallado?
—Tampoco existe —dijo la muchacha—. No tenemos más que una leyenda sobre ella.
Marapper pareció súbitamente entusiasmado.
—Oh, en nuestra tribu hasta la leyenda ha desaparecido. Tal vez porque estábamos más lejos que vosotros de su presunta ubicación. ¡Pero debe de existir! ¿La habéis buscado?
Scoyt y Vyann volvieron a mirarse; Scoyt asintió, como respondiendo a una pregunta no formulada. La muchacha explicó:
—Puesto que, según parece, has descubierto parte del secreto, será mejor que te digamos el resto. Comprende, no se trata de algo sabido por todo el mundo, ni siquiera aquí, en Adelante; nosotros, los de la élite, lo mantenemos en secreto para que no provoque alarma ni violencias. Tal como afirma el proverbio, la verdad nunca ha liberado a nadie. La nave es una nave, tal como dices. Pero no hay Capitán. La nave avanza sin guía por el espacio, sin escalas. La única suposición posible es que se ha perdido. Suponemos que viajará eternamente hasta que todos los de a bordo hayan hecho el Largo Viaje. No se la puede detener, pues aunque hemos revisado todo Adelante en busca del Cuarto de Controles, éste no existe.
Y contempló a Marapper con silenciosa simpatía mientras éste digería la desagradable información. Era demasiado horrible para aceptarla.
—… alguna terrible equivocación de nuestros antepasados —murmuró, cruzando supersticiosamente el índice sobre la garganta.
Enseguida recuperó el ánimo y exclamó:
—¡Pero al menos el Cuarto de Controles debe existir! ¡Mirad, tengo pruebas!
Y extrajo de su túnica mugrienta el libro con los diagramas de circuitos.
—En las barreras te registraron —dijo Scoyt—. ¿Cómo lograste retener esto?
—Digamos que fue gracias a… un excesivo crecimiento del vello axilar —respondió el sacerdote, dedicando un guiño a Vyann.
Había vuelto a impresionarlos y se sintió nuevamente en forma. Desplegó el libro sobre el escritorio y señaló en ademán dramático el diagrama que ya había mostrado a Complain. La pequeña burbuja del Cuarto de Controles estaba claramente indicada en la parte frontal de la nave. Ante la fija mirada de los otros, explicó de qué modo había conseguido el libro.
—Es obra de los Gigantes —explicó—. Indudablemente fueron los dueños de la nave.
—Eso lo sabemos —dijo Scoyt—. Pero este libro es valioso. Ahora tenemos una pista definida para buscar el Cuarto de Controles. Vamos, mi querida Vyann, busquémoslo de inmediato.
Ella abrió un cajón del escritorio y sacó de él un cinturón y una pistola que sujetó a su fina cintura. Era la primera pistola paralizante que Marapper veía allí desde su llegada; indudablemente estaban escasos de armas. Recordó entonces que si la tribu Greene estaba tan bien armada era sólo gracias a que el padre del anciano Bergass había dado con una provisión en Rutas Muertas, a muchas cubiertas de Adelante.
Cuando estaban a punto de partir se abrió la puerta y entró un hombre alto. Vestía una túnica fina y llevaba el pelo largo y limpio. Como si mereciera gran respeto, Scoyt y Yyann se levantaron para saludarlo.
—Me he enterado de que tienes prisioneros, maestre Scoyt —dijo lentamente el recién llegado—. ¿Acaso hemos atrapado al fin a algunos hombres de Gregg?
—Temo que no, consejero Deight —dijo Scoyt—. Son sólo tres vagabundos apresados en Rutas Muertas. Éste es uno de ellos.
El consejero miró fijamente a Marapper, quien desvió la vista.
—¿Y los otros dos? —urgió el consejero.
—Están en la Celda Tres —respondió Scoyt—. Los interrogaremos más tarde. En este momento la inspectora Vyann y yo estamos probando a éste.
El otro pareció vacilar un instante. Después asintió con la cabeza y se retiro en silencio. El sacerdote, impresionado, siguió mirándolo hasta que desapareció… y era muy difícil que él se impresionara. Scoyt, explicó:
—Ése era el consejero Zac Deight, del Consejo de los Cinco. Cuida tu comportamiento cuando estés frente a ellos, especialmente en lo que a Deight se refiere.
Vyann se guardó en el bolsillo el libro de circuitos. Salieron del cuarto a tiempo para ver al anciano consejero que desaparecía tras la curva del corredor. Entonces iniciaron una larga marcha hacia el extremo de Adelante, donde, según las indicaciones del diagrama, debía de estar la Cabina de Controles. Si aquel trayecto hubiese estado lleno de pónicos y obstáculos habrían tardado varios días en cubrirlo, especialmente sin la ayuda del mapa.
Marapper, a pesar de estar absorbido por sus planes para el futuro (pues sin duda el descubrimiento de los controles lo pondría en una elevada posición), no dejaba de observar con mucho interés los alrededores. Pronto comprendió que Adelante distaba mucho de ser el sitio maravilloso pintado por los rumores que corrían en Rutas Muertas. Se cruzaron con mucha gente, entre la cual había numerosos niños. Había muchos menos que en Cuarteles: la poca ropa que vestían estaba muy limpia, al igual que todo lo demás, pero todos eran muy delgados, casi piel y huesos. Por lo visto escaseaba la comida. Marapper dedujo, con mucha sagacidad, que al mantener menor contacto con la maraña los cazadores serían más escasos y menos diestros. También descubrió durante el trayecto que de todo el sector dominado por Adelante, entre la Cubierta 24 y el extremo de la 1, sólo estaban habitadas las comprendidas entre la 22 y la 11, y aun ésas lo estaban en parte.
Al salir de la Cubierta 11 el sacerdote descubrió una explicación a ese detalle. Los circuitos de iluminación habían fallado en tres cubiertas completas. El maestre Scoyt encendió una luz instalada en su cinturón; los tres prosiguieron en la oscuridad parcial. Si en Rutas Muertas la penumbra era opresiva, allí lo era doblemente, pues los pasos retumbaban como sonido hueco y nada se movía. Al entrar en la Cubierta 7, donde la luz brillaba nuevamente con cierta intermitencia, el panorama no resultó más alegre, pues el eco aún los perseguía y todo estaba devastado a diestra y siniestra.
—¡Mira! —indicó Scoyt, señalando un sector de la pared completamente cortado y enroscado contra el mamparo—. En otros tiempos hubo en esta nave armas capaces de hacer eso. Ojalá tuviéramos algo que atravesara las paredes. Así pronto hallaríamos el modo de salir al espacio.
—Si al menos hubiera ventanas en alguna parte no se habría olvidado el propósito original de la nave —dijo Vyann.
—Según el plano —comentó Marapper— en el Cuarto de Controles hay ventanas bien grandes.
Se hizo el silencio. Los alrededores eran lo bastante horribles como para aniquilar todo intento de conversación. Casi todas las puertas estaban abiertas, revelando cuartos llenos de máquinas, silenciosas, destrozadas, cubiertas por el polvo de muchas generaciones.
—En esta nave ocurren muchas cosas extrañas de las que no tenemos conocimiento alguno —dijo Scoyt, sombríamente—. Los fantasmas están entre nosotros y trabajan para derrotarnos.
—¿Fantasmas? —preguntó Marapper—. ¿Crees en ellos, maestre Scoyt?
—Lo que Roger quiere decir —explicó Vyan— es que aquí nos vemos frente a dos problemas. Existe el problema de la nave: ¿hacia dónde va y cómo detenerla?; ése es un problema de fondo, eternamente presente. El otro va en aumento; nuestro abuelos no lo conocieron, pero nosotros sí: en la nave hay una raza extraña que antes no estaba aquí.
El sacerdote la miró fijamente. Ella espiaba cautelosamente en el interior de cada cuarto en tanto avanzaban; Scoyt demostraba la misma prudencia. Marapper sintió que se le erizaban los cabellos de la coronilla.
—¿Te refieres a… los Forasteros? —preguntó.
—Una raza sobrenatural que toma el aspecto humano. Sabes mejor que nosotros que las tres cuartas partes de la nave están cubiertas por la jungla. Desde la escoria caliente de las marañas, de algún modo, en algún sitio, ha nacido una nueva raza con aspecto humano. No son hombres; son enemigos. Viene desde sus escondrijos secretos para espiarnos y acabar con nosotros.
—Hay que estar siempre alerta —agregó Scoyt.
Desde entonces en adelante también Marapper miró detrás de cada puerta.
En cierto punto la disposición cambió. Los tres corredores concéntricos de cada cubierta se redujeron a dos y la curva se tornó más cerrada. La Cubierta 2 consistía en un solo corredor con un anillo de cuartos en torno a él: en el medio estaba la gran escotilla del Corredor Principal, cerrada para siempre. Scoyt la palpó ligeramente, diciendo:
—Si estuviera abierto este corredor, el único recto de la nave, podríamos caminar desde la Popa hasta el otro extremo del vehículo en menos de una vela.
Sólo quedaba hacia delante una escalera en espiral cerrada. Marapper tomó la delantera, con el corazón palpitante; el Cuarto de Controles debía de estar en la punta, si el diagrama estaba en lo cierto.
Arriba se encontraron en una habitación circular apenas iluminada; era pequeña y tanto las paredes como el suelo carecían de moblaje. Estaba desnuda. Marapper se lanzó hacia los mamparos en busca de una puerta. Nada. Estalló entonces en lágrimas de cólera.
—¡Mintieron! —gritó—. ¡Mintieron! Todos somos víctimas de una monstruosa… de una monstruosa…
Pero no se le ocurrió ninguna palabra lo bastante expresiva.