Continuaron el viaje. Eso significaba cortar, empujar, abrirse paso entre los pónicos, apretando los dientes. Avanzaron circunspectos por regiones oscuras donde no había luz, donde los pónicos no crecían. Pasaron por zonas saqueadas, en las que los corredores estaban llenos de escombros. Los pocos seres vivientes que encontraron eran tímidos y rehuían todo contacto; pero los había: una cabra salvaje, un ermitaño loco, una patética banda de subhumanos que escapó a la carrera en cuanto Wantage golpeó las palmas. Así era Rutas Muertas; el vacío encerraba ignoradas eras de silencio. Cuarteles había quedado muy atrás y estaba olvidada. Habían olvidado también la nebulosa meta que los arrastraba, pues el presente, con su incesante exigencia sobre su energía física, les demandaba toda su atención.
No siempre era fácil hallar las conexiones subsidiarias entre las distintas cubiertas, aun con la ayuda del plano de Marapper. Los fosos del ascensor solían estar bloqueados y los distintos niveles resultaban a veces callejones sin salida. Pero avanzaron poco a poco, dejando atrás decenas de cubiertas. Y así, ocho velas después de haber abandonado Cuarteles, llegaron a la Cubierta 29.
Por entonces Roy Complain empezaba a creer en la teoría de la nave. Su reeducación había sido imperceptible, pero completa. La inteligencia de las ratas había contribuido en gran parte. Al narrar ante sus compañeros el episodio de su captura por parte de los Gigantes omitió ese incidente; sabía por instinto que esos detalles fantásticos superaban su capacidad descriptiva; sólo habría logrado despertar las burlas de Marapper y Wantage. Pero sus pensamientos volvían una y otra vez hacia aquellas criaturas horripilantes. Había cierto paralelo entre ellas y los humanos, tal como lo demostraba la forma de maltratar al conejo. Las ratas sobrevivían donde les era posible, sin reparar en la naturaleza de los alrededores; hasta entonces Complain habría podido decir lo mismo de él.
Marapper escuchó atentamente la historia de los Gigantes. Por todo comentario preguntó:
—¿Saben ellos dónde está el capitán?
Le interesaban especialmente los detalles del diálogo entre los Gigantes. Repitió varias veces los nombres de Curtis y Randall, como si murmurara un encantamiento.
—¿Quién era ese Pequeño Can con quien deseaban hablar? —preguntó.
—Creo que era un nombre y no un can de verdad —respondió Complain.
—¿Un nombre de qué?
—No lo sé. Te digo que estaba medio inconsciente.
En realidad, cuanto más lo pensaba menos claro le parecía aquel diálogo. El episodio superaba demasiado su experiencia normal como para que le pareciera posible.
—¿Crees que sería el nombre de otro Gigante o el de una cosa? —le urgió el sacerdote, tironeándose del lóbulo de la oreja como para extraer de sí los hechos resueltos.
—¡No lo sé, Marapper! No puedo recordar. Dijeron que hablarían con Pequeño Can y eso es todo… que yo sepa, al menos.
Ante la insistencia de Marapper, los cuatro inspeccionaron el salón llamado «Piscina», donde antes estaba el mar. Estaba totalmente seco. No había señales de Roffery, cosa que los sorprendió, pues del diálogo de los Gigantes se desprendía que el cotizador se recobraría del gas, al igual que Complain. Buscaron por todos los rincones y lo llamaron en voz alta, pero Roffery no apareció.
—A esta altura su bigote ha de estar colgado sobre la litera de algún mutante —dijo Wantage—. ¡Vámonos!
Tampoco encontraron escotilla alguna que pudiera conducirlos hasta el cuarto de los Gigantes. La fosa de inspección en donde Complain y Roffery descubrieran a los Gigantes tenía una tapa de acero muy firme, como si nunca la hubieran abierto. El sacerdote echó sobre Complain una mirada escéptica. No volvieron a tocar el tema. Siguiendo el consejo de Wantage, optaron por proseguir el viaje.
Aquel incidente disminuyó considerablemente el prestigio de Complain. Wantage, presto siempre a sacar ventaja, se convirtió en el segundo jefe indiscutido. Él seguía a Marapper; Fermour y Complain le seguían a su vez. Al menos eso estableció la paz entre ellos y un acuerdo formal.
Durante los largos períodos de silencio, mientras marchaban a lo largo de las interminables cubiertas, Complain se convirtió en un hombre más reflexivo e independiente. Pero también el sacerdote cambió su modo de ser. Su volubilidad había desaparecido, así como la vitalidad de la que ella surgía. Comprendía al fin la real magnitud de la tarea que se había impuesto y se veía forzado a emplear toda su fuerza de voluntad para soportarla.
—Aquí ha habido problemas, hace tiempo —dijo en cierto punto del trayecto.
Se recostó contra la pared y miró hacia adelante, hacia el nivel medio de la Cubierta 29. Los otros se detuvieron junto a él. Las marañas se extendían a lo largo de unos pocos metros; más allá empezaba la oscuridad en donde no podían crecer. La causa de esa falta de luz era evidente: algunas armas antiguas, inexistentes en Cuarteles, habían abierto perforaciones en el techo y en las paredes del corredor. Por el cielorraso asomaba una especie de pesado gabinete; las puertas contiguas habían sido arrancadas de sus correderas. En un radio de varios metros a la redonda se veían extraños socavones y agujeros debidos a la fuerza de la explosión.
—Al menos nos veremos libres de esa maldita maraña por un trecho —comentó Wantage, levantando la linterna—. Vamos, Marapper.
Pero el sacerdote permaneció donde estaba, tironeándose de la nariz.
—Hemos de estar cerca de Adelante —dijo—. Las linternas pueden delatarnos.
—Camina en la oscuridad si eso te gusta —replicó Wantage.
Avanzó varios pasos; Fermour hizo lo mismo. Complain, sin decir palabra, los siguió pasando junto al sacerdote. Éste, ceñudo, marchó tras ellos; nadie era capaz de sufrir las humillaciones con tanta dignidad como él.
Cerca ya de la zona oscura, Wantage encendió la linterna y la dirigió hacia delante. En ese momento comenzó a ocurrir algo muy extraño.
Complain, cuyos ojos estaban adiestrados para reparar en ciertos detalles, notó que los pónicos no crecían según las leyes naturales. Como de costumbre, se tornaban más escasos y achaparrados en las proximidades de la sombra, pero en ese lugar parecían especialmente frágiles y fláccidos, como si no pudieran soportar su propio peso, y se aventuraban a mayor distancia del resplandor.
Entonces dio un paso que no alcanzó el suelo.
Wantage flotaba ya ante él. Fermour, en cambio, caminaba con grandes brincos. Complain se sintió extrañamente indefenso. Las intrincadas marchas de su cuerpo habían perdido su ajuste. Era como si tratara de caminar por el agua, aunque con una inexplicable sensación de ligereza. La cabeza le daba vueltas; la sangre parecía rugirle en los oídos. Le llegó la atónita exclamación de Marapper. Un momento después el sacerdote chocó contra su espalda.
Poco después Complain navegaba en una larga trayectoria, pasando junto al hombro derecho de Fermour. Logró doblarse en dos y golpear la pared con la cadera. El suelo se alzó lentamente a su encuentro; Complain aterrizó sobre el pecho, con los brazos extendidos, y quedó despatarrado. Al mirar en la penumbra, aturdido, vio que Wantage descendía hacia él con mucha lentitud, sin soltar su linterna.
Hacia el otro lado, Marapper flotaba como un hipopótamo, con los ojos desorbitados; abriendo y cerrando la boca sin poder hablar. Fermour lo aferró por el brazo y lo hizo girar con mucha destreza, para empujarlo finalmente hacia la zona segura. Después se lanzó hacia la oscuridad en busca de Wantage, que blasfemaba quedamente cerca del suelo; tomando impulso contra la pared, sujetó a su compañero, extendió un pie a modo de freno y retrocedió suavemente por efecto del rebote. Entonces sostuvo a Wantage, que se tambaleaba como si estuviera borracho.
Complain, arrebatado por esa demostración, comprendió sin tardanza que constituía una forma ideal para viajar.
Era imposible descubrir qué había ocurrido en ese corredor; suponía oscuramente que el aire había sufrido algún cambio, aunque seguía siendo respirable. Pero podrían avanzar con mucha celeridad en una serie de brincos. Se levantó cautelosamente, encendió la antorcha e intentó un salto hacia delante.
Soltó un grito de sorpresa que retumbó fuertemente en el corredor vacío: había salvado la cabeza de un golpe gracias a que levantó la mano en el último instante. Pero el gesto le hizo dar un tumbo, de modo tal que aterrizó finalmente sobre la espalda. Estaba marcado; todo había dado vuelta en el aire. De cualquier modo estaba cinco metros más allá del punto de partida. Los otros, iluminados por un haz de luz contra un fondo verde, parecían estar muy lejos. Complain recordó entonces las divagaciones de Ozbert Bergass, una verdad que él, en ese momento, había confundido con delirio: «Donde los pies se convierten en manos y el suelo se aleja de ti, donde vuelas en el aire como los insectos». ¡Hasta allí había llegado el anciano guía! Complain se maravilló al pensar en los kilómetros de peligrosos túneles que separaban ese lugar de Cuarteles.
Se levantó con demasiada prisa y volvió a salir disparado por los aires. Inesperadamente vomitó. Su vómito flotó en el aire hacia delante, en forma de burbujas, chapoteando a su lado en tanto regresaba torpemente hacia sus compañeros.
—¡La nave se ha vuelto loca! —decía Marapper.
—¿Cómo es posible que nada de esto figure en tu mapa? —preguntó Wantage, enojado—. Nunca tuve confianza en ese libro.
—Es obvio que la falta de peso se produjo después de que hicieran el plano —explicó Fermour apresuradamente.
Aquel arranque, tan poco habitual en él, quedó explicado por la ansiedad del comentario siguiente:
—Creo que hemos hecho demasiado barullo; a esta altura todo Adelante estará sobre nuestra pista. Será mejor que retrocedamos enseguida.
—¡Que retrocedamos! —exclamó Complain—. ¡No podemos retroceder! Para cruzar a la próxima cubierta hay que pasar por ahí. Tendremos que entrar por una de estas puertas rotas y avanzar a través de los cuartos, manteniéndonos en sentido paralelo al corredor.
—¿Cómo diezmonos quieres que lo hagamos? —preguntó Wantage—. ¿Tienes algo con que agujerear paredes?
—No hay más remedio que probar; ojalá haya puertas comunicantes —dijo Complain—. Bob Fermour tiene razón. Es una locura permanecer aquí. ¡Vamos!
—Sí, pero… —empezó Marapper.
—¡Oh, vete de Viaje! —replicó el cazador, irritado.
Forzó la puerta más cercana y entró al cuarto, seguido de cerca por Fermour. Marapper y Wantage, tras intercambiar una mirada, fueron tras ellos.
Por suerte habían escogido una habitación amplia. Las luces funcionaban bien; por consiguiente los pónicos crecían espesamente; Complain se abrió paso a furiosos golpes de machete, manteniéndose junto a la pared que daba al corredor. Al avanzar volvieron a verse afectados por la falta de peso, pero allí los efectos no eran tan intensos; además los pónicos les permitían cierta estabilidad.
Al pasar junto a una rendija en la pared, Wantage espió por la abertura del metal en dirección al corredor. A lo lejos parpadeaba una luz circular.
—Alguien nos sigue —dijo.
Todos se miraron intranquilos. Como si se hubiesen puesto de acuerdo aceleraron inmediatamente el paso.
Pronto les cerró el paso un mostrador de metal en el que los pónicos crecían profusamente. Se vieron forzados a dar un rodeo en dirección al centro del cuarto. En tiempos de los Gigantes allí debió de haber funcionado una especie de mesón, pues se veían largas mesas flanqueadas por sillas tubulares de acero. Pero los pónicos, en su lenta energía vegetal, se habían apoderado de todo el moblaje para enredarse en él, elevándolo hasta la altura de la cadera, donde formaba una barrera infranqueable. Cuanto más avanzaban, mayor era la dificultad. Resultó imposible regresar a la pared.
Como en medio de una pesadilla, se abrieron paso por entre sillas y mesas, casi cegados por los mosquitos, que se alzaban en nubes de entre el follaje para posarse sobre la cara. La maleza se tornó más impenetrable. Macizos enteros de pónicos habían caído bajo el peso de los muebles y se pudrían en delgados manojos, sobre los cuales crecían más plantas, pegajosas al tacto, que pronto les dificultaron el manejo de los cuchillos.
Complain, sudoroso y jadeante, echó una mirada a Wantage, que trabajaba a su lado. La mitad normal de su cara estaba tan hinchada que el ojo apenas se veía. Le chorreaba la nariz. Parecía murmurar algo para sí, pero al sentir la mirada del cazador rompió en monótonas maldiciones.
Complain no respondió. El calor y la aflicción eran demasiado grandes.
Avanzaron a través de un muro de vegetación. La marcha era lenta, pero al fin lograron llegar al otro extremo del cuarto. ¿Qué extremo era? Había perdido todo sentido de la dirección. Marapper se dejó caer sentado y apoyó la espalda contra el muro, instalándose pesadamente entre las semillas de pórtico.
—No voy a dar un paso más —jadeó, secándose la frente con ademán exhausto.
—No podrías aunque quisieras —le espetó Complain.
—No olvides que no fui yo quien sugirió todo esto, Roy.
Complain aspiró una bocanada de aire. La sensación fue asquerosa, como si los pulmones se le llenaran de mosquitos.
—Hay que abrirse camino a lo largo de la pared hasta llegar a una puerta —dijo—. Por aquí será más fácil.
Y entonces, a pesar de su determinación, cayó junto al sacerdote.
Wantage empezó a estornudar. Cada estornudo lo doblaba en dos. El lado deforme de su cara estaba tan hinchado como el bueno, y aquella nueva afección ocultaba completamente el defecto. Al séptimo estornudo las luces se apagaron.
Complain se levantó inmediatamente, iluminando el rostro de Wantage con su linterna.
—¡Deja de estornudar! —gruñó—. Hay que guardar silencio.
—¡Apaga esa linterna! —saltó Fermour.
Permanecieron en indeciso silencio, agitados por el palpitar de sus corazones. El calor les daba la impresión de estar en una jarra de jalea.
—Tal vez sea una simple coincidencia —observó Marapper, intranquilo—. Recuerdo que otras veces han fallado las luces en diversas secciones.
—Son los adelantinos —susurró Complain—. ¡Nos están siguiendo!
—Hay que abrirse camino en silencio a lo largo de la pared hasta la puerta más cercana —dijo Fermour, repitiendo casi textualmente las palabras pronunciadas por Complain un momento antes.
—¿En silencio? —se burló Complain—. Nos oirían de inmediato. Será mejor permanecer quietos. Tened las pistolas listas. Tal vez traten de alcanzarnos sin ser vistos.
Allí se quedaron, cubiertos de sudor. La noche era un aliento cálido lanzado sobre ellos desde el vientre de una ballena.
—Dinos la Letanía, sacerdote —rogó Wantage con voz temblorosa.
—¡Ahora no, por amor de ejem! —gruñó Fermour.
—¡La Letanía! ¡Dinos la Letanía!
Oyeron que el sacerdote se ponía de rodillas. Wantage lo imitó, respirando pesadamente en aquella penumbra espesa.
—¡Arrodillaos, bastardos! —siseó.
Marapper empezó a recitar con voz monótona la Creencia General. Complain, abatido por una sensación de futilidad, pensó: «Aquí estamos, en un callejón sin salida, y el sacerdote reza; no sé cómo pude creerlo hombre de acción». Acarició la pistola, aguzando el oído hacia la noche, uniéndose a medias a las respuestas de la plegaria. Las voces subían y bajaban. Al acabar todos se sintieron algo mejor.
—… y descargando así nuestros impulsos mórbidos podamos vernos libres de conflicto interior —entonó el sacerdote.
—Y vivir en psicosomática pureza —replicaron ellos.
—Para que esta vida antinatural pueda ser entregada al Fin del Viaje.
—Y propagada la cordura.
—Para que la nave llegue a destino.
El sacerdote había pronunciado la última palabra. Se arrastró de uno a otro en medio de la penumbra, ya restaurada su confianza gracias al oficio, y les estrechó la mano deseándoles la expansión del yo. Complain lo apartó bruscamente.
—Reserva eso para cuando hayamos salido del aprieto —dijo—. Tenemos que salir de aquí. Si marchamos en silencio podré oír a cualquiera que se nos aproxime.
—No servirá de nada, Roy —dijo Marapper—. Estamos clavados aquí y yo me siento muy cansado.
—¿Has olvidado el poder que buscabas?
—¡Sentémonos aquí! —rogó el sacerdote—. La maraña es demasiado espesa.
—¿Qué opinas tú, Fermour? —preguntó Complain.
—¡Escuchad!
Todos escucharon, aguzando el oído. Los pónicos crujían ante la falta de luz, relajándose para morir. Los mosquitos zumbaban en torno a ellos. El aire, aunque vibraba en ruidos diminutos, era casi irrespirable; el muro de plantas enfermas los aislaba de todo el oxígeno liberado por las sanas.
De pronto Wantage enloqueció, tan súbitamente que todos se asustaron. Se lanzó contra Fermour, que cayó con un grito. Ambos rodaron sobre los desechos debatiéndose con desesperación. Complain, sin decir palabra, se arrojó sobre ellos y apresó la fibrosa estructura de Wantage; Fermour, debajo de él, luchaba por quitarse las manos que le oprimían la garganta.
El cazador aferró a Wantage por los hombros y tiró de él. Éste soltó un feroz golpe de puño que no dio en el blanco y buscó la pistola. Logró sacarla, pero Complain lo agarraba por la muñeca. Se la retorció cruelmente hasta hacerlo retroceder. Entonces le asestó un golpe de puño en la mandíbula. En la oscuridad no dio en el blanco, sino en el pecho de Wantage, quien se liberó con un grito, agitando los brazos.
Complain volvió a apresarlo. Esta vez su golpe estuvo mejor dirigido, y la víctima cayó inmóvil entre los pónicos.
—Gracias —dijo Fermour.
Fue todo lo que pudo pronunciar.
Después de haber gritado los cuatro como locos hicieron silencio y volvieron a prestar atención. Sólo se oía el crujir de los pónicos, ese ruido que los acompañaba durante toda la vida y que proseguiría cuando ellos iniciaran el Largo Viaje.
Complain alargó la mano para tocar a Fermour, que temblaba violentamente.
—¿Por qué no usaste la pistola contra Wantage? —preguntó.
—Él me la hizo caer con un golpe. Ahora la he perdido.
Se agachó para buscarla, tanteando en una pulpa de tallos y miltex. También el sacerdote se había inclinado; encendió una linterna, pero Complain se la quitó bruscamente. De cualquier modo logró encontrar a Wantage, que gruñía levemente, y se arrodilló junto a él.
—He visto muchos casos como éste —susurró—. Pero las fronteras entre cordura y demencia siempre fueron inestables para el pobre Wantage. Es lo que los sacerdotes llamamos hiperclaustrofobia. Supongo que todos padecemos de ello en cierto grado. Causa muchas muertes entre la tribu Greene, aunque no todos los casos son tan violentos como éste. La mayoría se apagan como una linterna.
E hizo chasquear los dedos como demostración.
—La historia clínica no importa, sacerdote —dijo Fermour—. En el nombre de la dulce razón, ¿qué vamos a hacer con él?
—Dejémoslo aquí y sigamos adelante —sugirió Complain.
—No comprendéis lo interesante que es este caso para mí —les reprochó el sacerdote—. Conozco a Wantage desde que era niño. Ahora va a morir en la oscuridad. Es algo maravilloso y sobrecogedor observar la vida de un hombre en su totalidad. La obra de arte está completa, la composición ha sido redondeada. El hombre inicia el Largo Viaje, pero deja tras de sí una historia en la mente de los otros.
»Cuando Wantage nació su madre vivía en las marañas de Rutas Muertas, expulsada por mi propia tribu. Había cometido una doble infidelidad; uno de los hombres involucrados se marchó con ella y cazaba para mantenerla. Era una mala mujer. Cuando el amante murió en una cacería ella no pudo seguir viviendo sola en la maraña, de modo que buscó refugio en Cuarteles.
»Por entonces Wantage comenzaba a caminar; era una criatura pequeña con una enorme deformidad. La madre, como suele ocurrir con las mujeres abandonadas, se convirtió en una de las rameras de los guardias; la mataron en una reyerta de borrachos antes de que el hijo llegara a la pubertad.
—¿Qué parece que esa historia tranquiliza los nervios? —preguntó Fermour.
—En el temor no hay expansión; recibimos la vida sólo en préstamo —dijo Marapper—. Ved cómo ha sido la existencia de nuestro pobre camarada. Como suele ocurrir, el final es un eco del comienzo; la rueda ha dado una vuelta completa y se quiebra. Cuando niño, Wantage no recibió de los otros más que tormentos; burlas por la inmoralidad de su madre, burlas por su deformidad. Acabó por identificar ambos males como si fueran uno. Por eso caminaba con el lado deforme contra la pared, por eso ahogó deliberadamente el recuerdo de su madre. Pero al verse aquí, en la maraña, recobró sus recuerdos de la infancia. Se sintió abrumado por la vergüenza de su madre y por los temores infantiles a la penumbra y a la inseguridad.
—Ahora que has terminado con tu pequeña lección sobre los beneficios de la sinceridad para con uno mismo —observó Complain—, tal vez quieras recordar que Wantage no ha muerto. Aún vive, y puede representar un peligro para nosotros.
—Precisamente iba a acabar con él —dijo Marapper—. Enciende la linterna y cúbrela. No es cosa de que chille como un cerdo.
Complain se inclinó con tiento, luchando contra el terrible dolor de cabeza que le provocaba la sangre al agolparse contra el cráneo. Por un instante sintió el impulso de hacer como Wantage: echar a un lado la molestia de la razón y cargar ciegamente contra la maleza, en un solo segundo. Sólo más tarde se preguntó por qué había obedecido automáticamente al sacerdote en ese momento peligroso. Pensándolo bien, era obvio que Marapper había hallado una especie de refugio mental, en medio de la crisis, en retomar la rutina de su sacerdocio. Aquella exhumación de la infancia de Wantage no había sido más que un disfraz para encubrir la búsqueda de sí mismo.
—Me parece que voy a estornudar otra vez —comentó Wantage desde el suelo, con una voz muy razonable.
Había recobrado la conciencia sin que nadie lo supiera. Bajo el fino rayo de luz que se filtraba entre los dedos de Complain, su rostro era apenas reconocible. Su aspecto normal, pálido y delgado, había dado lugar a una masa hinchada y sofocada por la sangre; podría haber servido como modelo para una máscara de vampiro a no ser por los ojos, que no estaban helados por la muerte, sino arrebatados por el ardor. Cuando la luz de la linterna cayó sobre él se levantó de un salto.
Complain, tomado por sorpresa, cayó bajo su ataque frontal. Pero Wantage, agitando brazos y piernas, se detuvo sólo para lanzarlo fuera del paso y huyó por entre la maraña, alejándose del grupo.
La linterna de Marapper recorrió el follaje y captó difusamente la espalda de Wantage.
—¡Apágala, sacerdote estúpido! —bramó Fermour.
—Lo mataré con la pistola —gritó Marapper.
Pero no le acertó. Wantage había avanzado sólo un corto trecho cuando se detuvo y giró sobre sus talones. Complain oyó claramente el ruido sibilante de su respiración.
Por un segundo el silencio fue completo. Después Wantage volvió a emitir aquel silbido y avanzó tambaleante hacia el rayo de la linterna. Resbaló y cayó al suelo, tratando de acercarse más, sobre manos y rodillas.
A un metro de Marapper rodó sobre sí mismo, encogido, y permaneció inmóvil. Sus ojos inexpresivos miraban incrédulos el cabo de flecha que le asomaba por el plexo solar.
Aún contemplaban pasmados aquel cadáver cuando los guardias de Adelante surgieron de entre las sombras y les hicieron frente.