7

En el centro del mecanismo humano reside la voluntad de vivir. Tan delicado es este mecanismo que cualquier experiencia adversa sufrida en los primeros años de la existencia puede originar en él un impulso contrario: el deseo de morir. Ambas fuerzas duermen la una junto a la otra, mientras el hombre va pasando sus días inconsciente de ellas. De pronto se ve ante una crisis violenta; entonces, momentáneamente privado de sus características superficiales, la dualidad fatal se le presenta al desnudo, obligándole a detenerse para luchar con esa grieta interior antes de combatir al enemigo externo.

Así ocurrió con Complain. Tras el desvanecimiento vino el frenético deseo de regresar a la inconsciencia. Pero ésta lo había rechazado, y no tardó en sentir la urgencia de luchar para liberarse de los aprietos en que seguramente estaba. Aun así no experimentaba prisa alguna por escapar, sólo ganas de someterse, de volver a borrarse en la nada. Pero la vida regresó con toda su insistencia.

Abrió los ojos por un instante. Yacía de espaldas en una semipenumbra. A pocos centímetros de la cabeza, un techo gris fluía constantemente hacia atrás, o tal vez era él quien se movía hacia adelante. Como le fuera imposible resolver esa incógnita volvió a cerrar los ojos. Al ir recobrando las sensaciones del cuerpo notó que estaba atado de pies y manos.

Le dolía la cabeza y un olor repugnante le invadía los pulmones; respirar era un tormento. Comprendió entonces que el Gigante le había disparado con alguna cápsula de gases cuyo efecto debía de ser instantáneo, pero inocuo en último término.

Volvió a abrir los ojos. El techo parecía moverse aún hacia atrás, pero una vibración de todo el cuerpo le reveló que viajaba en algún vehículo. En ese preciso instante el movimiento cesó. Un Gigante (presumiblemente el mismo que lo había capturado) se inclinó sobre él, sobre manos y rodillas, para introducir su enorme estatura en aquel lugar reducido. Complain, con los ojos entornados, le vio tantear el techo y pulsar una especie de llave; un sector del techo se abrió hacia arriba.

Desde lo alto llegó un resplandor de luz y el sonido de voces profundas. Más tarde Complain reconocería esa manera de hablar, lenta y pesada, como típica de los Gigantes. Sin haber tenido tiempo para prepararse, se sintió levantado en el aire; lo sacaron del vehículo y lo pasaron sin esfuerzo por la apertura. Unas manos muy grandes lo depositaron, no sin suavidad, contra una pared.

—Está volviendo en sí —comentó una voz, con acento tan extraño que Complain tuvo dificultades en comprender las palabras.

Aquella observación lo preocupó considerablemente, en parte porque creía estar disimulando muy bien el hecho de estar consciente, pero también porque cabía la posibilidad de que volvieran a administrarle otra dosis de gas.

Otro cuerpo fue introducido por la abertura; el Gigante que ya conocía trepó tras él. De la conversación que mantuvieron después, en voz baja, Complain logró entender que era el cuerpo del Gigante muerto por Roffery. El otro explicaba cómo habían sucedido las cosas. Era evidente que hablaba con otros dos, aunque el cazador, desde su sitio, sólo podía ver una pared.

Se dejó caer en un estado de modorra, mientras la respiración iba limpiando aquel sucio olor en sus pulmones.

Otro Gigante entró desde un cuarto lateral; su voz perentoria sugería autoridad. El captor de Complain empezó a explicar nuevamente la situación, pero lo interrumpieron secamente.

—¿Arreglaron la pérdida de agua? —preguntó el recién Regado.

—Sí, señor Curtis. Reemplazamos la llave de cierre oxidada por una nueva y cortamos el suministro. Además solucionamos la obstrucción del drenado y cambiamos parte de la tubería. Estábamos terminando cuando apareció este atontado. La piscina ya debe de estar vacía.

—Muy bien, Randall —dijo la voz perentoria que respondía al nombre de Curtis—. Ahora dígame porque se dedicaron a cazar a estos dos acelerados.

Hubo una pausa; después el otro dijo, como si se disculpara:

—No sabíamos cuántos eran. Podíamos estar sitiados en el foso de inspección. Tuvimos que salir a ver. Si hubiésemos notado desde el principio que eran sólo dos, los habríamos dejado ir sin molestarlos.

Los Gigantes hablaban con tanta lentitud que Complain no tuvo dificultades en entender la mayor parte de aquella conversación, a pesar del acento extranjero. Pero el significado general se le escapaba. Estaba a punto de perder todo interés cuando notó que él se había convertido en el tema principal del diálogo.

—No necesito decirle que está usted metido en problemas, Randall —dijo la voz severa—. Ya conoce las normas; esto significa la corte marcial. En mi opinión le costará probar que fue en defensa propia, especialmente considerando que el otro se ahogó.

—No se ahogó. Lo saqué del agua y lo puse en la escotilla de inspección cerrada, para que se recobrara a su debido tiempo —respondió Randall, malhumorado.

—Dejemos eso a un lado. ¿Qué piensa hacer con el espécimen que ha traído?

—Se habría ahogado si lo hubiese abandonado allí.

Otro de los Gigantes intervino por primera vez desde la llegada de Curtis.

—¿No podríamos lanzarlo afuera y dar el asunto por terminado, señor Curtis?

—Ni pensarlo. Acto criminal. Además, ¿sería usted capaz de matar a un hombre a sangre fría?

—Es sólo un acelerado, señor Curtis —dijo la voz, a la defensiva.

—¿Y si lo enviáramos a rehabilitación? —sugirió Randall, como deslumbrado por su propia idea.

—¡Es demasiado mayor, hombre! Ya sabe que sólo aceptan a niños. ¿Cómo demonios se le ocurrió traerlo aquí?

—Bueno, como le decía, no me atreví a abandonarlo allá, y después de rescatar a su compañero, yo… Bueno, aquello es horrible y… me pareció oír algo. Por eso… opté por traerlo conmigo para que estuviera a salvo.

—Es obvio que se dejó ganar por el pánico, Randall —dijo Curtis—. Pero no nos beneficia en nada tener a un acelerado aquí. Tendrá que llevarlo de regreso; eso es todo.

La voz era seca y decidida. Complain se sintió más animado; nada le vendría mejor que regresar. No porque temiera a los Gigantes; ahora que estaba entre ellos le parecían lentos, suaves, carentes de malicia. Aunque no comprendía la actitud de Curtis, le convenía desde todo punto de vista.

Hubo algunas discusiones sobre los métodos a emplear para llevar de regreso a Complain. Los amigos de Randall se pusieron de parte de éste contra el jefe, hasta que Curtis perdió la paciencia.

—Muy bien —espetó—, vamos todos a la oficina y llamaremos a Pequeño Can para que la autoridad decida.

—¿Está usted perdiendo el coraje, Curtis? —preguntó uno de los otros.

Entraron a la otra habitación con aquel paso lento y absurdo característico de los Gigantes y cerraron bruscamente la puerta, sin mirar siquiera a Complain. El primer pensamiento del cazador fue que habían cometido una tontería al dejarlo allí sin custodia; le sería fácil escapar a través de la abertura del suelo por donde lo habían pasado. Esa ilusión se quebró en el momento mismo en que trató de girar sobre sí mismo. En cuanto movió los músculos sintió un dolor agudo y el vapor que le llenaba los pulmones pareció tornarse sólido. Volvió a acostarse con un gruñido apoyando la cabeza en la pared curva.

No permaneció solo por mucho tiempo. Un instante después oyó un ruido de uñas a la altura de sus rodillas. Al doblar ligeramente el cuello pudo ver que una pequeña parte de la pared se abría, dejando un agujero irregular de unos quince centímetros de lado. Por allí emergieron varias figuras de pesadilla.

Eran cinco; salieron a toda velocidad para rodear a Complain, saltaron sobre él y regresaron al agujero con la celeridad de un relámpago. Por lo visto, su mensaje fue tranquilizador, pues otras tres siluetas surgieron a la vista, haciendo señas a otras para que las siguieran. Eran ratas.

Las cinco exploradoras llevaban collares de púas; eran pequeñas y flacas. Una de ellas había perdido un ojo; en la cuenca vacía quedaba un cartílago que se retorcía a la par del órgano sobreviviente. De las tres que aparecieran a continuación, una era negra como la tinta y parecía dirigir a las otras; se mantenía erguida sobre las patas traseras, arañando el aire con las manitas de color de malva. Aunque no llevaba collar, la parte superior de su cuerpo estaba protegida con un conglomerado de trocitos metálicos: un anillo, un botón, un dedal, varios clavos; todo ello parecía oficiar de armadura. En torno a la cintura lucía un cinturón del que colgaba algo similar a una pequeña espada. Ante sus furiosos chillidos, las cinco exploradoras volvieron a rodear a Complain, corriendo a lo largo de sus piernas, asomándosele a los ojos, trepándole al cuello para deslizarse después por su camisa.

Las dos guardaespaldas de la jefa aguardaban dando muestras de nerviosidad: miraban hacia atrás furtivamente y se atusaban los bigotes. Todas caminaban en cuatro patas y llevaban sólo jirones de tela a modo de mantos.

Durante todo ese proceso Complain hizo varias muecas involuntarias. Estaba habituado a las ratas, pero en ésas había una organización que lo perturbaba. Por otra parte, poco podría hacer en su defensa si ellas decidían vaciarle los ojos.

Pero las ratas parecían buscar otra cosa. Apareció la retaguardia: cuatro ratas machos jadeantes, que llevaban una pequeña jaula. Bajo las órdenes sibilantes de la rata jefe, ésta fue colocada ante la cara de Complain, quien tuvo abundantes oportunidades de inspeccionar su contenido y de aspirar su olor.

Era un animal de mayor tamaño que las ratas, de piel aparentemente suave; el cráneo oval presentaba dos largas orejas; el rabo, en cambio, era sólo un pompón de pelusa blanca. Aunque Complain nunca había visto una criatura de esa especie, la reconoció por las descripciones de los cazadores más ancianos: era un conejo, animal escaso debido a que constituía la víctima predilecta de las ratas. Lo observó con interés, la criatura lo miró fijamente, inquieta.

Mientras acercaban el conejo, las cinco ratas exploradoras se instalaron frente a la puerta interior para vigilar el regreso de los Gigantes. La rata jefe avanzó rápidamente hacia la jaula; el conejo retrocedió, pero tenía las cuatro patas atadas a los barrotes. La jefa agachó la cabeza hacia el cinturón y volvió a erguirse con una pequeña guadaña entre los incisivos; la inclinó con avidez en dirección al cuello del conejo.

Una vez cumplida esta amenazadora pantomima volvió a envainar la hoja y se lanzó entre la jaula y el rostro de Complain, haciendo múltiples gesticulaciones. El conejo pareció comprender lo que deseaba. El cazador, que lo observaba intrigado, vio que las pupilas del animal se ensanchaban notablemente. Hizo un gesto de rechazo, con cierta molestia. Esa incómoda sensación persistió, filtrándosele en el cerebro con el cauteloso avance de un charco entre adoquines redondos. Trató de sacudir la cabeza, pero aquella misteriosa percepción pareció fortalecerse. Buscaba algo a tientas, como un hombre moribundo que vagara entre cuartos oscuros sin hallar el interruptor de la luz. Complain empezó a sudar y apretó los dientes en un esfuerzo por repeler aquel contacto repugnante. Pero éste halló entonces la entrada correcta.

La mente del hombre floreció en un inmenso grito de interrogación:

POR QUÉ ESTÁN… QUIÉN ES…

QUÉ HACEN…

COMO PODEMOS…

ACASO…

PUEDEN…

QUERRÍAN…

Complain soltó un alarido de angustia.

De inmediato cesó aquel balbuceo desolado y se apagaron las preguntas informes. Las exploradoras se apartaron de un salto y corrieron a auxiliar a las cuatro portadoras, que ya empujaban la jaula hacia la pared. La jefa, espoleándolas sin misericordia, cerró la marcha con su guardia personal. Un momento después el fragmento de pared volvió a su lugar… justo a tiempo: un Gigante irrumpía ya en la habitación para averiguar la causa del grito.

Empujó a Complain con el pie; el cazador lo miró fijamente, desesperado, tratando de hablar. El Gigante, ya tranquilizado, volvió al cuarto vecino dejando abierta la puerta de comunicación.

—El acelerado tiene dolor de cabeza —anunció.

Desde allí podía escuchar claramente sus voces. Parecían estar hablando ante una especie de máquina. Pero él estaba totalmente absorbido por su ordalía con las ratas. ¡Por un momento había tenido un hombre demente dentro del cráneo! Las Enseñanzas advertían que la mente era un sitio repugnante. La trinidad sagrada, Froyd, Yung y Bassit, habían cruzado a solas las terribles barreras del sueño, hermano de la muerte, para encontrar allí… no la nada, como se creía antiguamente, sino grutas, laberintos subterráneos llenos de fantasmas necrófagos y tesoros malignos, sanguijuelas y lujurias que ardían como ácidos. El Hombre se presentaba desnudo ante sí mismo: era una criatura de infinita complejidad y horror. Las Enseñanzas estaban encaminadas a conducir la mayor parte de esa miasma hacia la superficie, pero ¿y si las Enseñanzas nunca habían profundizado lo suficiente?

Hablaban, alegóricamente, de conciencia y subconsciente. Si en verdad había un verdadero Subconsciente, ¿era un ser capaz de apoderarse de la mente humana? ¿Acaso la trinidad había recorrido todos aquellos corredores estrechos? ¿Era ese tal Subconsciente el hombre que gritara en su interior?

Y entonces encontró la respuesta, sencilla, aunque increíble: el animal enjaulado había puesto su mente en contacto con la de él. Al repasar aquel bullente cuestionario, Complain comprendió que no provenía de alguna horrible criatura interior, sino del conejo. Y la ordalía se hizo insoportable: a los conejos se los puede matar, puesto que no sabía cómo hacerlo, con auténtica filosofía cuartelense, optó por olvidar el asunto.

Permaneció acostado, tratando de descansar y de quitarse aquel olor persistente de los pulmones. Un rato después volvieron los Gigantes. Randall, el que lo capturara, lo levantó sin más y abrió la puerta-trampa; según parecía la discusión había resultado en favor de Curtis. Randall bajó con su carga hacia el túnel, puso a Complain en el vehículo y, a juzgar por el ruido, trepó a él detrás de su prisionero. Dijo una palabra en voz baja a los Gigantes que observaban desde lo alto y puso el motor en marcha. El techo gris volvió a fluir hacia adelante, cruzado por tuberías y cables en zigzag.

Al fin se detuvieron. El Gigante presionó los dedos contra el techo y abrió una tapa cuadrada. Sacó por allí a Complain, lo llevó varios metros más allá y lo dejó detrás de una puerta. Para el cazador, aquellos olores eran inconfundibles: estaba nuevamente en Rutas Muertas. El Gigante se inclinó sobre él sin decir palabra, como una sombra entre las sombras, y desapareció.

La oscuridad del sueñovela sin luces cobijó a Complain como los brazos de una madre. Estaba nuevamente en su tierra, entre los peligros que el entrenamiento le había enseñado a evitar. Se quedó dormido.

Fantasmagóricas legiones de ratas bulleron sobre él, clavándolo al suelo. Vino el conejo; se introdujo en su cabeza y se deslizó por las prolongadas madrigueras de su cerebro.

Despertó gruñendo, humillado por la bestialidad de su sueño. Aún estaba oscuro. La rigidez que en sus miembros dejara la cápsula de gas había cedido y tenía los pulmones limpios. Se levantó cautelosamente.

Cubrió su linterna de modo tal que el rayo luminoso fuera apenas un susurro y avanzó hacia la puerta para observar la oscuridad. A su alrededor parecía extenderse un abismo infinito. Salió a hurtadillas; hacia la derecha encontró a tientas una hilera de puertas. La linterna le permitió comprobar que estaba sobre un suelo de mosaicos húmedos. Entonces adivinó dónde estaba; cierta oquedad del silencio confirmó su presunción; el Gigante lo había llevado de regreso al sitio que Roffery llamara «mar».

Complain encendió cautelosamente la linterna para orientarse. El mar había desaparecido. La fosa en donde Roffery había caído estaba casi seca. Roffery había desaparecido. Las paredes del pozo mostraban festones de herrumbre de color sangriento.

Complain se alejó de esa cámara, cuidando de no despertar ecos, y se dirigió hacia el campamento de Marapper; el suelo aún retenía cierta humedad que hacía ruidosos los pasos. Se abrió camino por entre los restos decadentes de los pónicos y llegó a la puerta del campamento. Desde allí emitió un silbido ansioso. ¿Quién estaría de guardia? ¿Marapper? ¿Wantage? ¿Fermour? Pensó en ellos casi con amor, mientras murmuraba para sí un viejo proverbio cuartelense, pero invirtiendo su fórmula: «Más vale malo conocido que bueno por conocer».

Su señal quedó sin respuesta. Entró al cuarto con el cuerpo en tensión; estaba desierto. El grupo se había marchado, dejándolo a solas en Rutas Muertas.

En ese momento perdió el dominio de sí. Había soportado demasiadas cosas: Gigantes, ratas, conejos… Todo eso era soportable, pero no la peligrosa soledad de Rutas Muertas. Corrió por la habitación, repartiendo puntapiés y maldiciones entre las maderas astilladas. Salió al corredor, juró en voz alta, se abrió paso arrancando a manos llenas la maraña vegetal, aullando blasfemias.

Un cuerpo se lanzó contra él desde atrás. Complain cayó despatarrado en la maraña; mientras se debatía salvajemente para arrojar de sí a su atacante, una mano firme le cerró la boca.

—¡Cállate, idiota malparido! —barbotó una voz junto a su oído.

Dejó de luchar. Una luz cayó sobre él, mientras tres siluetas se inclinaban para verle.

—¡Creía… creía que os había perdido! —dijo.

Súbitamente se echó a llorar. La reacción lo convertía nuevamente en una criatura. Dejó caer los hombros, mientras las lágrimas le inundaban las mejillas. Marapper le asestó una bofetada.