6

Mientras desayunaban, ya en la vela siguiente, Roffery observó con amabilidad:

—¿Sabes que roncas, sacerdote?

La relación entre los cinco había sufrido un cambio sutil, como si durante el sueño se hubieran puesto en funcionamiento ciertas energías ocultas. Ya no tenían la sensación de ser rivales en el sentido en que todos los hombres lo son; existía entre ellos un tácito reconocimiento de solidaridad contra las fuerzas que los rodeaban. El período de guardia, indudablemente, había actuado benéficamente sobre el alma de Roffery, que parecía casi sumiso. De los cinco sólo Wantage seguía siendo el mismo; su temperamento había sufrido la erosión constante de la soledad y la mortificación, tal como un poste de madera se desgasta contra el fluir de las aguas; ya no quedaba en él nada susceptible de cambio; sólo podía ceder o morir.

—Durante esta vela deberemos avanzar con tanta celeridad como sea posible —dijo Marapper—. El sueñovela siguiente será oscuro, como ya sabéis, y no convendrá viajar entonces, pues las linternas podrían denunciarnos a cualquier posible observador. Sin embargo, antes de partir, me avendré a contaros parte de mis planes. Y para eso es necesario explicaros algo con respecto a la nave.

Miró a sus subordinados con una sonrisa, sin dejar de masticar.

—El primer punto a establecer es que estamos en una nave. ¿Estáis todos de acuerdo?

Su mirada exigía alguna respuesta. Fue un «por supuesto» por parte de Fermour, un gruñido impaciente de Wantage, a quien la pregunta le pareció fuera de tema, un ademán ligero y nada expresivo de Roffery y un «no» por parte de Complain. Marapper dedicó toda su atención a este último.

—Será mejor que lo entiendas de una vez, Roy —dijo—. Y escucha bien, pues tengo fuertes convicciones con respecto a este punto, y si te muestras estúpido y testarudo me harás enojar.

Comenzó a pasearse entre los restos del moblaje, mientras hablaba con mucho énfasis y seguridad, serio el rostro.

—Veamos, Roy. El caso es que no estar en una nave es muy distinto de estar en ella. Tú sólo sabes, como todos nosotros, lo que significa estar en ella; eso nos induce a pensar que sólo la nave existe. Pero hay muchos lugares que no son la nave, enormes en su mayoría. Esto lo sé porque he visto testimonios dejados por los Gigantes, con propósitos que hasta ahora nos son desconocidos.

—He oído ese argumento en Cuarteles —dijo Complain, enfurruñado—. Supongamos que lo creo, Marapper. ¿Y entonces? Que sea una nave o que sea el mundo, ¿cuál es la diferencia?

—No comprendes. ¡Mira!

El sacerdote se inclinó repentinamente para arrancar un puñado de hojas de pónico y las agitó ante la cara de Complain…

—Esto es natural, algo que crece —dijo.

Después se lanzó hacia el cuarto trasero y asestó al lavabo un puntapié que resonó en toda la habitación.

—Esto, en cambio, es artificial, cosa fabricada —prosiguió—. ¿Comprendes ahora? La nave es algo artificial. El mundo es natural. Nosotros somos seres naturales, y nuestro verdadero hogar no es éste. Toda la nave ha sido construida por los Gigantes.

—Pero aunque fuera así…

—Es así. ¡Es así! La prueba está a tu alrededor: corredores, paredes, cuartos… Todo artificial. Pero estás tan habituado que no te parece prueba.

—No te preocupes por lo que a él le parezca —dijo Fermour—. ¿Qué importa?

—Me doy cuenta —replicó Complain, enojado—. Lo que pasa es que no puedo aceptarlo.

—Bueno, siéntate allí quietecito y digiérelo. Mientras tanto nosotros continuaremos —prosiguió Marapper—. He leído varios libros y conozco la verdad. Los Gigantes construyeron esta nave con un propósito. Ese propósito se perdió en algún momento; los Gigantes mismos perecieron. Sólo queda la nave.

Dejó de pasearse y se recostó contra una pared, apoyando la frente contra ella. Cuando volvió a hablar fue en voz baja, como para sí.

—Sólo queda la nave. Sólo la nave y todas las tribus humanas, atrapadas en ella. Hubo una catástrofe; en algún momento se produjo un error fatal; hemos sido abandonados a un destino terrible. Ese castigo ha caído sobre nosotros por algún pecado imperdonable, imposible de imaginar, que cometieron nuestros antecesores.

—¡Al diezmonos con toda esa charla! —exclamó Wantage, enojado—. ¿Por qué no tratas de olvidar tu oficio de sacerdote, Marapper? Veamos qué relación tiene todo esto con lo que vamos a hacer.

—Tiene mucha relación —respondió Marapper, ceñudo, escondiendo las manos en los bolsillos, tras lo cual se escarbó los dientes con una uña—. Claro que, en realidad, sólo me interesa el aspecto teológico de la cuestión, pero en lo que a vosotros concierne, lo importante es que la nave, por definición, proviene de algún lugar y va hacia otro. Y esos lugares son más importantes que la nave en sí, en ellos deberíamos estar. Son naturales. Todo eso no es ningún misterio, salvo para los tontos; el único misterio es por qué se nos mantiene en la ignorancia de dónde estamos. ¿Qué pasa aquí a nuestras espaldas?

—Algo ha salido mal en alguna parte —respondió apresuradamente Wantage—. Eso es lo que siempre he dicho; algo ha salido mal.

—Bueno, deja de decirlo delante de mí —le espetó el sacerdote, como si su autoridad se debilitara con el acuerdo ajeno—. Hay una conspiración en contra de nosotros. El conductor o capitán de esta nave se ha ocultado en alguna parte y avanzamos bajo su dirección, ignorantes del trayecto y del destino. Es un loco que se mantiene escondido en tanto recibimos el castigo por los pecados de nuestros antecesores.

Aquel concepto pareció a Complain, al mismo tiempo, imposible y horripilante, aunque no más que la idea de habitar un vehículo en movimiento. Por lo visto, aceptar una premisa equivalía a aceptar la otra; por lo tanto prefirió guardar silencio. Se sentía invadido por una terrible inseguridad. Observó disimuladamente a sus compañeros, sin detectar en ellos señales de entusiasta concordancia con el sacerdote: Fermour sonreía con cierto desprecio, Wantage presentaba su habitual expresión de desacuerdo y Roffery se tironeaba impaciente del bigote.

—Vamos a mi plan —prosiguió Marapper—. Lamentablemente me hace falta vuestra cooperación para llevarlo a cabo. Vamos a descubrir el escondrijo de ese capitán, dondequiera que esté. Debe de haberse escondido bien, pero no habrá puerta ni cerradura que lo salve de nosotros. Cuando lo hallemos le daremos muerte… ¡y tomaremos el control de la nave!

—¿Y qué haremos con ella? —preguntó Fermour, en un tono escogido cuidadosamente para contrarrestar el desatado entusiasmo de Marapper.

El sacerdote pareció demudarse, pero sólo por un instante.

—Ya le daremos destino —respondió—. Dejad esos detalles a mi cargo.

—¿Y dónde buscaremos a ese capitán? —inquirió Roffery.

A modo de respuesta el sacerdote se echó el manto hacia atrás y palpó su túnica; con un garboso ademán volvió a extraer el libro que Complain ya había visto. Les puso el título bajo los ojos, pero sólo Roffery sabía leer con fluidez.

Para los otros, aunque las sílabas eran inteligibles, resultaba imposible descifrar sin largos esfuerzos las palabras desconocidas. Marapper volvió a retirarlo y explicó, en tono condescendiente, que se trataba de un «Manual de los Circuitos Eléctricos de la Nave Espacial». También explicó (puesto que esa aclaración le daba la oportunidad de vanagloriarse) de qué modo había llegado el libro a sus manos. Estaba en el depósito en donde los guardias de Zilliac habían encontrado las tinturas; naturalmente fue confiscado y agregado al montón de mercaderías que aguardaba la inspección del Comando. Allí lo vio Marapper; reconociendo instantáneamente su valor, lo guardó en el bolsillo para su propio beneficio. Lamentablemente uno de los guardias lo atrapó con las manos en la masa; sólo pudo comprar el silencio de aquel hombre leal mediante la promesa de que acompañaría a Marapper y gozaría de autoridad propia.

—Presumo que era el guardia muerto por Meller a la puerta de mi cuarto —observó Complain.

—El mismo —confirmó el sacerdote, haciendo automáticamente la señal de duelo—. Después de pensarlo un poco ha de haber decidido que le sería más provechoso revelar el plan a Zilliac.

—¿Quién sabe si no estaba en lo cierto? —comentó Roffery, sardónico.

El sacerdote, ignorando la indirecta, abrió el libro y golpeo un diagrama con el dedo.

—Aquí está la clave de toda mi campaña —dijo, pomposo—. Es un plano de toda la nave.

Para su inmenso fastidio se vio forzado a interrumpir su discurso para explicar qué era un plano, pues el concepto era totalmente nuevo para sus seguidores. Complain tuvo entonces la oportunidad de sentirse superior a Wantage, pues captó rápidamente la idea, mientras que éste no logró comprender la representación bidimensional de un objeto de tres dimensiones tan grande como la nave. Las analogías con las pinturas reducidas de Meller no le sirvieron de nada.

Al fin tuvieron que dar el asunto por sentado, tal como Complain se había visto obligado a hacer con la teoría de la nave.

—Hasta el momento nadie ha tenido un plano completo de la nave —les dijo Marapper—. Fue un golpe de suerte que llegara a mis manos. Ozbert Bergass conocía su disposición mejor que nadie, pero en realidad sólo dominaba la región de Escaleras-de-Popa y parte de Rutas Muertas.

El plano demostraba que la nave tenía forma ovalada, prolongada en forma tal que la parte central era cilíndrica, mientras los extremos acababan en puntas romas. En total contenía ochenta y cuatro cubiertas en forma de corte transversal, cada una de las cuales presentaba las proporciones de una moneda. Con excepción de unas pocas, situadas en ambos extremos, consistían en tres niveles concéntricos; superior, medio e inferior; los corredores de cada nivel estaban conectados por escaleras de cámara o ascensores y a lo largo de ellos se alineaban los apartamentos. Algunos de éstos constituían una serie de oficinas; otros eran tan grandes que cubrían un nivel completo. Todas las cubiertas estaban unidas entre sí por un gran corredor que atravesaba el eje longitudinal de la nave; el Corredor Principal. Pero también había conexiones subsidiarias entre los corredores circulares de una cubierta y los de aquéllas que la flanqueaban.

Un extremo de la nave estaba claramente rotulado como «Popa». En el otro había una pequeña burbuja llamada «Control». Marapper puso un dedo sobre ella.

—Aquí es donde encontraremos al capitán —dijo—. Quien esté aquí tiene el dominio de la nave. Hacia aquí nos dirigiremos.

—Con ese plano será tan sencillo como llevar una cuenta corriente —declaró Roffery, frotándose las manos—. Bastará con avanzar por el Corredor Principal. Tal vez no ha sido una locura seguirte, después de todo.

—No será tan fácil como crees —dijo Complain—. Has pasado cómodamente tus velas en Cuarteles y no sabes cómo son las condiciones allí. El Corredor Principal es bien conocido para los cazadores, pero no lleva a ninguna parte, contrariamente a lo que se espera de todo corredor.

—A pesar de tu ingenua manera de decir las cosas, estás en lo cierto, Roy —concordó el sacerdote—. Pero en este libro he descubierto el motivo por el cual no lleva a ninguna parte. A lo largo del Corredor Principal, entre cubierta y cubierta, hay puertas de emergencia. Cada uno de los círculos ha sido construido de forma tal que cuente con cierta independencia, a fin de que en los momentos críticos sea posible aislarlo sin que sus habitantes perezcan.

Y agregó, mientras hojeaba los complejos diagramas:

—Ni siquiera yo comprendo todo esto, pero es evidente que hubo una emergencia (un incendio, o algo así) y desde entonces las puertas del Corredor Principal permanecen cerradas.

—Es por eso que resulta tan difícil llegar a cualquier parte —agregó Fermour—, dejando a un lado los pónicos. Lo que debemos hacer es buscar las conexiones subsidiarias que siguen abiertas y avanzar por ellas. Eso requerirá desviarnos constantemente en vez de ir simplemente hacia adelante.

—Seré yo quien dé las instrucciones, gracias —dijo secamente el sacerdote—. Puesto que todos vosotros parecéis tan inteligentes, emprenderemos la marcha sin mayor demora. ¡Échate ese bulto a la espalda, Fermour, y vamos ya!

Todos se levantaron, obedientes. Más allá del compartimiento estaba Rutas Muertas; la idea no resultaba tentadora.

—Tendremos que pasar por la zona de Adelante para llegar a los controles —observó Complain.

—¿Tienes miedo? —se burló Wantage.

—Así es, Cara Cortada.

Wantage se volvió, resentido, pero demasiado preocupado como para pelear, aun por el uso de su apodo.

Avanzaron en silencio por entre las marañas. La marcha era lenta y agotadora. Un cazador solitario podía, en su propia zona, arrastrarse por entre los pónicos sin cortarlos, manteniéndose bien cerca de la pared. Pero al marchar en fila este método resultaba poco atrayente, pues las ramas apartadas solían volver a su sitio como un latigazo, golpeando a quien caminara detrás. Eso se podía evitar dejando un trecho entre uno y otro, pero habían acordado mantenerse tan juntos como fuera posible, pues alteraba los nervios verse expuesto, ya fuera al frente o en la retaguardia. Además, la marcha junto a las paredes tenía otro inconveniente: allí eran más abundantes las semillas quitinosas de los pónicos, pues caían a los pies de la pared tras chocar contra ella y formaban una capa que crujía ruidosamente bajo los pies. Complain, con su experiencia de cazador, vio en ello una señal de que había pocos animales salvajes en la zona, puesto que esas semillas constituían un manjar para los perros y los cerdos.

Las moscas no parecían mermar; zumbaban interminablemente junto a los oídos de los viajeros. Roffery, que llevaba la delantera, abriendo paso a golpes de machete, solía balancearlo con frecuencia en torno a la cabeza, en peligroso intento de alejar esas molestias.

La primera conexión subsidiaria entre las cubiertas estaba claramente marcada. La hallaron en un breve corredor lateral; consistía en dos puertas metálicas simples, situadas a una distancia de medio metro, cada una de las cuales podía cerrar por completo el pasillo, aunque al presente estaban bloqueadas por aquel ubicuo verdor. Ante una se leía «Cubierta 61»; la otra rezaba «Cubierta 60». Marapper gruñó, lleno de satisfacción, aunque estaba demasiado sudoroso como para hacer otro comentario. Complain, en sus cacerías, había pasado por conexiones similares, sin que significaran nada para él; en esa oportunidad trató de integrar los conocimientos anteriores al concepto de una nave en movimiento, pero la idea le seguía pareciendo inaceptable.

En la Cubierta 60 se encontraron con otros hombres.

Fermour llevaba la delantera, abriéndose paso estoicamente con el machete; de pronto se vieron junto a una puerta abierta. Las puertas abiertas eran señal de peligro, pero no tenían más remedio que pasar junto a ella; por lo tanto se agruparon para avanzar en conjunto. Hasta entonces no habían tropezado con nada fuera de lo normal, pero en esa oportunidad se encontraron frente a una anciana.

Yacía desnuda en el suelo, junto a una oveja atada, mirando hacia el lado opuesto. Pudieron ver claramente la oreja izquierda de la mujer. Bajo el capricho de alguna extraña enfermedad, ésta se había hinchado como una esponja y le sobresalía del cráneo, apartando una masa de pelo gris y rancio. En contraste con la palidez del rostro, aquel tejido presentaba un fuerte tono rosado.

Ella volvió lentamente la cabeza para fijar en ellos dos ojos de búho. Sin alterar su expresión abrió la boca en un alarido hueco. Complain notó, mientras tanto, que la oreja derecha era normal. La oveja despertó asustada y corrió hasta donde la soga se lo permitía, entre balido y balido.

Antes de que el grupo pudiera alejarse, aquellos gritos atrajeron a dos hombres que estaban en un compartimiento trasero. Ambos acudieron a plantarse tras la mujer, en ademán defensivo.

—¡No nos harán daño! —exclamó Fermour, aliviado.

Eso era obvio. Los dos eran ancianos; uno estaba casi doblado en dos por la promesa del Largo Viaje que pronto iniciaría; el otro era patéticamente flaco y le faltaba un brazo, perdido quizás en una antigua pelea a cuchillo.

—Deberíamos matarlos —dijo Wantage, iluminada la mitad de su cara—. Sobre todo a esa bruja monstruosa.

Ante aquellas palabras la mujer dejó de gritar y dijo, apresuradamente:

—Expansión al ego de cada uno; están viendo la plaga; tóquennos y la maldición que nos aqueja caerá sobre ustedes.

—Expansión a tu oreja, señora —replicó Marapper, sombrío—. Vamos, mis valientes; no hay por qué demorarse aquí. Prosigamos antes de que alguien de más cuidado venga a averiguar el porqué de sus gritos.

Volvieron a la maraña. Los tres ocupantes del cuarto los contemplaron sin moverse. Debían de ser los últimos sobrevivientes de alguna tribu de Rutas Muertas o, cosa más probable, fugitivos que llevaban una trabajosa existencia en la espesura.

Desde ese punto en adelante encontraron varias señales de mutantes y ermitaños. Los pónicos estaban pisoteados con frecuencia, lo cual facilitaba el avance, pero aumentaba la tensión nerviosa, pues se veían obligados a vigilarlo todo. Sin embargo no se cruzaron con peligros reales.

Al llegar a la siguiente conexión subsidiaria la encontraron cerrada; la puerta de acero, fuertemente encajada, resistió a todo intento.

—Tiene que haber una forma de abrirla —dijo Roffery, enojado.

—Di al sacerdote que la busque en su maldito libro —replicó Wantage—. Por mi parte pienso sentarme aquí a comer.

Marapper quería insistir, pero los otros estuvieron de acuerdo con Wantage. Comieron en silencio.

—¿Qué pasará si llegamos a una cubierta donde todas las puertas estén así? —preguntó Complain.

—Es imposible —respondió Marapper con firmeza—. De lo contrario nunca habríamos conocido la existencia de Adelante. Es obvio que hay una ruta, o más de una, hacia ese sector. Tenemos que ir hasta otro nivel y buscar otra puerta.

Al fin lograron pasar a la Cubierta 59; después, con alentadora rapidez, entraron a la 58. Ya se estaba haciendo tarde; el sueñovela oscuro estaba casi sobre ellos. La intranquilidad creció.

—¿Habéis notado una cosa? —observó Complain, que estaba nuevamente a la cabeza, chorreante de miltex y de sudor—. Los pónicos están cambiando.

Era cierto. Los tallos elásticos se habían tornado más carnosos, menos flexibles. El follaje parecía reducido y las flores, verdes y cerosas, más visibles. También el suelo era distinto; por lo común era firme, entrelazado por un sistema radicular altamente organizado que absorbía toda la humedad disponible; en esos parajes se caminaba con más suavidad, pues la tierra era oscura y húmeda.

Cuanto más avanzaban, tanto más se acentuaban esas tendencias. Pronto se encontraron chapoteando en el lodo. Pasaron junto a una planta de tomate y a otro tipo de frutal que no conocían; entre los pónicos, visiblemente debilitados, crecían varias clases de vegetales. Este cambio era lo bastante inusitado como para preocuparlos. De cualquier modo Marapper ordenó un alto, pues si no hallaban a corto plazo un sitio donde dormir los alcanzaría la oscuridad.

Entraron a un cuarto lateral que ya había sido abierto por otra persona. Estaba atestado con rollos de un material pesado, que parecía cubierto por intrincados diseños. El rayo investigador de Fermour alborotó a un enjambre de polillas que abandonaron el tejido, dejándolo sin diseños, pero lleno de agujeros. Muchas revolotearon por el cuarto, mientras otras se perdían por el corredor. Era como caminar en medio de una tormenta de polvo.

Complain agachó la cabeza para esquivar una gran polilla que se lanzaba contra su cara. Le pasó junto a la oreja, pero el cazador tuvo una sensación alucinada que recordaría más tarde; fue como si el insecto se le hubiera hundido directamente en el cerebro; le pareció sentirlo en la mente, con todo su tamaño; enseguida desapareció.

—No creo que pudiéramos dormir mucho aquí —dijo, malhumorado, mientras volvía a avanzar por el lodoso corredor.

El siguiente cuarto disponible les ofreció un magnífico lugar para establecer campamento. Era una especie de taller, un cuarto grande lleno de bancos, tornos y otros artefactos que no les despertaron el menor interés. Un grifo les ofreció un inestable chorro de agua que, una vez liberado, no pudieron cortar; siguió derramándose por el lavabo hasta el vasto sistema de recuperación que funcionaba en algún sitio, por debajo de la cubierta en la que estaban. Ya fatigados, los expedicionarios se lavaron, bebieron y consumieron algunas provisiones. Precisamente cuando terminaban se hizo la oscuridad, aquella oscuridad natural que sobrevenía un sueñovela de cada cuatro.

Esta vez nadie pidió una plegaria y el sacerdote tampoco la ofreció. Estaba cansado; además, lo perturbaba la misma idea que afligía a los otros. Habían cruzado tan sólo tres cubiertas; les restaba una larga caminata hasta llegar a Controles. Marapper se daba cuenta, por primera vez, de que ni siquiera con la ayuda del plano podía comprender la verdadera magnitud de la nave.

Entregaron a Complain el precioso reloj; debía despertar a Fermour cuando la manecilla grande hubiese cubierto un recorrido completo. El cazador observó con envidia a los otros, que se acomodaban en los bancos para dormir. Por su parte, permaneció tesoneramente de pie durante un rato al fin la fatiga lo forzó a sentarse. Su mente recorrió activamente cien preguntas, hasta cansarse también. Se apoyó entonces contra un banco, fijos los ojos en la puerta cerrada; un círculo de vidrio esmerilado inserto en ella le permitía divisar el pálido resplandor de la lámpara piloto encendida fuera, en el pasillo. Ese círculo pareció crecer más y más ante su vista, vibrando, rotando, hasta que Complain cerró los ojos.

Despertó sobresaltado, presa de una gran aprensión. La puerta estaba abierta de par en par. En el corredor los pónicos, privados de casi toda luz, morían rápidamente. La parte superior de cada uno había sucumbido; se amontonaban unos contra otros, tal como una hilera de ancianos vencidos arrodillados sobre una frazada. Erri Roffery no estaba en el cuarto.

Complain extrajo su pistola paralizante y se acercó a la puerta, aguzando el oído. No parecía probable que alguien se hubiese llevado a Roffery; el ruido de la lucha habría despertado a los otros. Por lo tanto, era de suponer que se había marchado por propia voluntad, pero ¿por qué?, ¿acaso había oído ruidos en el corredor?

Había un rumor distante, por cierto, como el de agua que corre. Cuanto más atención prestaba Complain, más audible parecía. Echó una mirada a sus tres compañeros dormidos y se deslizó hacia fuera para buscar el origen del sonido. Prefería enfrentarse a esa alarmante aventura antes que despertar al sacerdote y explicarle que se había adormecido.

Una vez en el corredor encendió cautelosamente una linterna para buscar las huellas de Roffery en el cieno; apuntaban hacia un sector inexplorado de ese nivel. Ahora era mucho más fácil caminar entre la maraña, que se marchitaba rápidamente en el centro. Complain avanzó con lentitud, ocultando el rayo luminoso, con la pistola preparada para actuar.

Se detuvo en un cruce de corredores; el rumor líquido volvió a orientarlo. Los pónicos raleaban, dejando a la vista la cubierta desnuda, donde una corriente de agua había barrido la tierra. Complain avanzó por el arroyuelo, moviendo las botas con cuidado para no chapotear. Aquélla era una experiencia nueva.

Al frente brillaba una luz. Al acercarse vio que iluminaba una vasta cámara cerrada por dos puertas de vidrio. Ante ellas, un cartel rezaba: «Piscina». Repitió la palabra para sí, sin comprenderla. Detrás había una escalera de peldaños bajos, en cuya parte superior se alzaban varios pilares. Detrás de un pilar divisó la silueta oscura de un hombre.

Complain se agachó de inmediato. Al notar que el otro no se movía comprendió que no lo había visto; seguía con la vista fija en otro punto. Parecía Roffery. El cazador, con mucha prudencia, abrió una de las puertas y recibió contra las piernas una verdadera ola. El agua caía por los escalones, convirtiéndolos en una cascada.

—¡Roffery! —llamó Complain, apuntando su pistola hacia la silueta.

Aquellas tres sílabas retumbaron estruendosamente y se repitieron varias veces por aquella caverna oscura antes de apagarse; detrás dejaron un silencio hueco, que parecía una resonancia en sí.

—¿Quién es? —preguntó la silueta, en un susurro.

A pesar de su miedo, Complain logró pronunciar su nombre en otro susurro. El hombre le hizo señas de que se aproximara. Tuvo que repetirlas antes de que el cazador se atreviera a trepar lentamente los peldaños. Al llegar al tope comprobó que se trataba efectivamente del cotizador. Éste lo aferró por un brazo.

—¡Estabas durmiendo, estúpido! —siseó.

Complain asintió sin decir palabra, temeroso de volver a despertar los ecos. Roffery olvidó el tema; señaló hacia adelante, en silencio, y su compañero siguió la dirección de su dedo, intrigado por la expresión de su cara.

Ninguno de ellos se había visto nunca en un espacio tan grande. Parecía extenderse infinitamente en la oscuridad, iluminado tan sólo por una sola bombilla que ardía hacia la izquierda. El suelo era una lámina de agua con un ligero y lento oleaje, con reflejos metálicos. Hacia el otro extremo, quebrando aquella suave planicie, se elevaban varios tubos que sostenían varias planchas suspendidas sobre el agua a diversas alturas. A cada lado se elevaba una hilera de casillas, apenas visibles entre las sombras.

—¡Es hermoso! —susurró Roffery—. ¿Verdad que es hermoso?

Complain lo miró fijamente, atónito. La palabra «hermoso» tenía un matiz erótico y se aplicaba sólo a mujeres especialmente deseables. Sin embargo aquel espectáculo requería un término especial. Volvió los ojos al agua; aquello sobrepasaba toda su experiencia. Hasta entonces el agua era sólo un chorro angosto surgido de un grifo, las gotas de una manguera o el charco en el fondo de un cuenco. Se preguntó vagamente para qué podía servir tanta cantidad. Pero aquel espectáculo siniestro, misterioso, tenía también otra característica, y eso era lo que Roffery intentaba describir.

—Ya sé de qué se trata —murmuró el cotizador.

Miraba el agua como si estuviera hipnotizado, con los músculos de la cara tan relajados que su aspecto era distinto.

—He leído acerca de esto en viejos libros que me trajeron para cotizar; tonterías, ensoñaciones sin valor, sin sentido hasta ahora.

Hizo una pausa; después citó:

—«Entonces los muertos no tornan a levantarse jamás, y hasta el río más largo se vuelve en algún punto hacia el mar». Éste es el mar, Complain; hemos tropezado con el mar. Con frecuencia he leído sobre eso. Para mí es prueba de que Marapper está equivocado al creer que esto es una nave, estamos en una ciudad subterránea.

Para Complain eso tenía escaso significado; no le interesaban los rótulos. Lo que le sorprendía era comprender algo que lo había intrigado hasta entonces: el motivo que indujera a Roffery cuando abandonó su seguridad para seguir al sacerdote en aquella azarosa expedición. Era un motivo parecido al propio: la nostalgia por aquello que nunca conociera, por lo que no tenía nombre alguno. Pero en vez de sentirse ligado a Roffery por esa similitud, decidió que debía vigilarlo más que nunca, puesto que la concordancia de sus objetivos aumentaba las posibilidades de choque entre los dos.

—¿Por qué viniste hasta aquí? —preguntó, siempre en voz baja para evitar la resonancia.

—Desperté mientras roncabas y oí voces en el corredor. Vi pasar a dos hombres a través del vidrio… pero eran demasiado grandes para ser hombres. ¡Eran Gigantes!

—¡Gigantes! Los Gigantes han muerto, Roffery.

—Eran Gigantes, te digo, con sus buenos dos metros de estatura. Vi las cabezas por el vidrio de la puerta.

Complain leyó en sus ojos el recuerdo fascinado e intranquilo.

—¿Y los seguiste? —preguntó Complain.

—Sí. Los seguí hasta aquí.

Complain volvió a examinar las sombras.

—¿Estás tratando de asustarme? —preguntó.

—No te pedí que vinieras a buscarme. ¿Por qué temer a los Gigantes? Una pistola paralizante acaba con un hombre, por muy alto que sea.

—Será mejor que regresemos, Roffery. No tiene sentido permanecer aquí; además, se supone que estoy de guardia.

—Podrías haber pensado antes en eso —respondió Roffery—. Más tarde volveremos con Marapper para ver qué opina del mar. Pero antes quiero mirar por allí. En ese sitio desaparecieron los Gigantes.

Indicó un punto no muy apartado, junto a las cabañas, donde una especie de borde se alzaba unos diez centímetros sobre el nivel del agua. Aquella luz solitaria parecía haber sido momentáneamente colgada allí por los Gigantes para iluminar el sitio.

—Detrás de ese borde hay una puerta-trampa —susurró Roffery—. Los Gigantes bajaron y la cerraron tras ellos. Ven, vayamos a ver.

Aquello pareció muy arriesgado a Complain, pero no se atrevió a criticarlo.

—Bueno, pero mantengámonos en la sombra por si entra alguien —se limitó a decir.

—El mar no cubre más que el tobillo. No temas mojarte.

Parecía extrañamente entusiasmado, como una criatura, con el mismo desprecio inocente por el peligro que suelen mostrar los niños. De cualquier modo obedeció la indicación de Complain y se mantuvo al abrigo de las paredes. Avanzaron uno tras otro por las márgenes del mar, con las armas listas; así llegaron hasta la puerta-trampa, que estaba seca tras el arcén protector.

Roffery, dedicando a su compañero un gesto burlón, se inclinó para levantar lentamente la escotilla. Una luz suave surgió de la apertura. Había una escalera de hierro que descendía hacia las profundidades de un pozo lleno de tubos. Dos siluetas vestidas con monos trabajaban en silencio en el fondo del pozo, maniobrando con una llave de cierre. Al abrirse la escotilla debieron de oír el rumor ampliado del agua que corría por la cámara, pues levantaron la vista, fijando en Roffery y en Complain una mirada atónita. Eran Gigantes, sin lugar a dudas; morenos, monstruosamente altos y corpulentos.

Roffery sintió que su ánimo lo abandonaba de pronto. Dejó caer la escotilla con estruendo y echó a correr. Complain lo siguió de cerca, chapoteando. Un segundo después Roffery desapareció, tragado por el agua. Complain se detuvo bruscamente: a sus pies, bajo la superficie del agua, se veía el borde de un pozo oscuro. Roffery volvió a surgir entre burbujas, a medio metro de allí, dentro del pozo, batiendo el agua con las manos. Su rostro se veía apoplético en la oscuridad. Complain alargó la mano hacia él, inclinándose tanto como pudo. El otro luchó por alcanzarla, se debatió y volvió a hundirse en un loco burbujeo. Los ecos se levantaron ensordecedores en la vasta caverna.

Roffery volvió a aparecer. Había encontrado un sitio donde hacía pie; el agua le llegaba a la cintura. Entre jadeos y maldiciones avanzó hasta alcanzar la mano de Complain. Al mismo tiempo se abrió la puerta-trampa.

Los Gigantes estaban saliendo del pozo. En el momento en que Complain giraba sobre sus talones cobró conciencia de que Roffery se detenía para tomar la pistola; era sumergible. Notó también el absurdo dibujo de un rayo de luz contra el techo, por encima de ellos. Disparó su propia pistola, sin hacer puntería, contra una cabeza que asomaba por el foso. El rayo se amplió. El Gigante se lanzó contra ellos y Complain dejó caer su pistola, presa del pánico. Mientras se inclinaba para recobrarla, Roffery disparó por encima de su espalda encorvada, con mejor puntería.

El Gigante se tambaleó y cayó con un violento chapoteo que resonó por la estancia. Por lo que Complain pudo recordar más tarde, el monstruo no estaba armado.

El segundo Gigante lo estaba. Al ver la suerte corrida por su compañero se agachó en la escalerilla, protegido por el borde elevado y disparó dos veces. El primer disparo dio a Roffery en pleno rostro. El cotizador, sin emitir un gemido, se deslizó bajo el agua.

Complain se lanzó al suelo, levantando múltiples salpicaduras, pero presentaba un blanco fácil. El segundo disparo le dio en la sien. Cayó indefenso hacia adelante, sumergiendo la cara en el agua.

El Gigante salió del foso y se acercó, sombrío.