5

En Cuarteles, un conocido precepto decía: «Salta antes de mirar». La precipitación era el sendero proverbial de la sabiduría; el astuto actuaba siempre sobre la marcha. Era difícil adoptar otros cursos de conducta, puesto que, al tener pocas razones para actuar, sobre la tribu pendía siempre la amenaza de la desidia. Marapper, adicto a retorcer cualquier máxima para adaptarla a su conveniencia, utilizó tales argumentos para animar a los tres miembros restantes de su expedición.

Lo siguieron a regañadientes; tras recoger algunos envoltorios, abrigos y pistolas paralizantes, avanzaron con aire sombrío por los corredores de la aldea. Pocos los vieron pasar, y esos pocos se mostraron indiferentes, pues las recientes festividades habían dejado una generosa resaca. Marapper se detuvo ante la puerta de su apartamento y buscó la llave.

—¿Por qué nos detenemos? Si nos atrapan nos harán pedazos. Ocultémonos entre los pónicos si queremos huir.

Marapper volvió una mejilla amplia hacia quien lo interrogaba. Por último apartó la cara, sin dignarse contestar. Abrió la puerta.

—Sal, Roy; te presento a tus compañeros.

Con cautela, como todo buen cazador que teme una trampa, Complain apareció con su pistola en la mano. Inspeccionó en silencio a los tres individuos que acompañaban a Marapper. Los conocía bien; Bob Fermour, que sonreía sin comprometerse, con los codos plácidamente apoyados en dos grandes sacos sujetos al cinturón; Wantage, quien hacía girar interminablemente su pequeña estaca entre las manos, y Erri Roffery, el cotizador, desafiante y antipático. Complain los observó durante un rato, mientras ellos aguardaban.

—No pienso huir de Cuarteles con esta gente, Marapper —dijo con firmeza—. Si esto es lo mejor que pudiste hallar, no cuentes conmigo. Creía que hablabas de una expedición, pero es el Show de Punch y Judy[2].

El sacerdote cacareó impaciente, como una gallina dispéptica, y avanzó hacia él. Roffery lo apartó con el brazo para enfrentarse a Complain, listo para extraer la pistola paralizante. Sus bigotes vibraban a quince centímetros de la barbilla del cazador.

—¡Ajá! —dijo—, eso es lo que piensas, mi especialista en reses. Conque no reconoces a tus superiores, ¿eh? Si crees que…

—Eso es lo que pienso —interrumpió Complain—. Y deja de manosear ese juguete que llevas en la funda si no quieres que te cocine los dedos. El sacerdote me habló de una expedición, pero esto promete ser una redada por los barrios de las prostitutas.

—¡Claro que es una expedición! —rugió el sacerdote, interponiéndose entre ellos, mientras volvía la cara enfurecida hacia uno y otro—. Es una expedición, y por ejemplo. me vais a seguir a Rutas Muertas aunque me vea obligado a llevar hasta allí los cuatro cadáveres. Grandísimos tontos, ladrándose en la cara como si fuerais perros, estúpidos protestones, ¿os dais cuenta de que cada uno de vosotros no merece un instante de atención por parte del otro, para no hablar de la mía? Juntad las cosas y moveos si no queréis que llame a los guardias.

Esa amenaza era tan absurda que Roffery rompió a reír burlonamente.

—Me uní a ti para no ver caras hoscas como la de Complain, sacerdote —dijo—. ¡De cualquier modo, tuya es la responsabilidad! ¡Tú eres el jefe: manda!

—Si ésa es tu opinión, ¿por qué perdiste tiempo en hacer escenas estúpidas? —saltó Wantage.

—Porque soy el segundo jefe y puedo hacer las escenas que me dé la gana —fue la respuesta.

—Tú no eres el segundo jefe, Erri —explicó Marapper con amabilidad—. El único jefe soy yo; vosotros me seguiréis en un plano de igualdad.

Ante esto Wantage soltó una carcajada socarrona. Fermour agregó:

—Bien, si habéis dejado de quejaros podemos partir, antes de que alguien nos descubra y solucione sin más todos nuestros problemas.

—No tan rápido —observó Complain—. Aún quiero saber qué hace aquí ese cotizador. ¿Por qué no vuelve a sus cotizaciones? Tiene un trabajo fácil: ¿por qué dejarlo? No tiene sentido; en su lugar no me marcharía.

—Porque tienes los sesos de un mosquito —gruñó Roffery, avanzando contra el brazo extendido del sacerdote—. Todos tenemos nuestras razones para salir de este manicomio; la mía no es cosa de tu incumbencia.

—¿Por qué haces tanto barullo por nada, Complain? —gritó Wantage—. ¿Para qué has venido? ¡Yo no tengo el menor interés en tu compañía!

De pronto la espada corta del sacerdote se alzó entre ellos, sus nudillos estaban pálidos sobre la empuñadura.

—Juro por mi condición de hombre sagrado —rugió—, por cada gota de sangre rancia que haya caído en Cuarteles, que enviaré al Largo Viaje a quien se atreva a decir una palabra más.

Todos guardaron silencio, tensos por la hostilidad.

—Dulce filo concertador de paz —susurró Marapper.

Después, en un tono más ordinario, agregó, mientras soltaba el lío que llevaba al hombro:

—Ponte esto a la espalda, Roy, y anímate. Erri, deja en paz tu pistola; pareces una niña con una muñeca nueva. Todos vosotros, a tranquilizarse. Seguidme. Manteneos en grupo. Debemos pasar por una de las barreras para salir a Rutas Muertas. Traten de seguirme. No será fácil.

Cerró la puerta de su compartimiento, echó a la llave una mirada pensativa y la deslizó en un bolsillo. Sin hacer a los otros señal alguna, inició la marcha por los corredores. El grupo vaciló sólo por un instante antes de seguirlo. Marapper mantenía su mirada de hierro fija hacia el frente, relegando a sus acompañantes a un universo inferior.

En la siguiente encrucijada de corredores giró hacia la izquierda; siguió en línea recta hasta el segundo cruce, y allí volvió a girar hacia la izquierda. Eso los condujo a un breve corredor sin salida, donde una puerta corrediza cerraba uno de los extremos. Se trataba de una barrera lateral, custodiada por un guardia. Éste se había sentado sobre una caja, con la barbilla apoyada en una mano, tranquilo, pero alerta. En cuanto los tuvo a la vista se levantó de un salto y les apuntó con la pistola paralizante.

—Dispararía con gusto —gritó, presentando el desafío de costumbre.

Pero miraba en una forma tal que aquello no sonó como frase hecha.

—Y yo con gusto moriría —replicó amablemente Marapper—. Guarda tu arma, Twemmers, no somos Forasteros. Me pareces un poquito nervioso.

—¡Deténganse o dispararé! —amenazó Twemmers, el guardia—. ¿Qué buscan? ¡Alto ahí, ustedes!

Marapper no detuvo su avance; los otros le seguían lentamente. Aquella escena poseía para Complain una extraña fascinación que no acertaba a explicarse.

—Te estás volviendo muy corto de vista para ese puesto, amigo mío —dijo el sacerdote—. Haré que Zilliac te reemplace. Soy Marapper, tu sacerdote, el vigía de tu dudosa cordura, en compañía de algunas personas bien intencionadas. No tendrás sangre esta noche, amigo mío.

—Dispararé contra cualquiera —amenazó Twemmers en tono feroz, mientras apuntaba el arma hacia ellos, aunque retrocedía hacia el portón.

—Bueno, reserva el disparo para un blanco mejor… aunque jamás lo tendrás tan amplio. Aquí tengo algo que puede interesarte.

Durante ese diálogo Marapper no había interrumpido su avance. Ya estaban casi sobre el guardia. Éste vacilaba, inseguro; con un solo grito podía atraer a otros guardias, pero si daba una falsa alarma podía recibir una azotaina. Esos pocos instantes de indecisión le fueron fatales. El sacerdote estaba ante él.

Marapper extrajo rápidamente la espada corta de bajo el manto y la clavó con un gruñido en el estómago de Twemmers, retorciéndola. Después sostuvo el cuerpo con el hombro hasta que sintió el roce de aquellas manos fláccidas contra la parte baja de la espalda. Entonces volvió a emitir un gruñido insatisfecho.

—¡Qué trabajo limpio, padre! —observó Wantage, impresionado—. ¡Yo mismo no lo habría hecho mejor!

—¡Soberbio! —exclamó Roffery, respetuosamente.

Era un placer encontrarse con un sacerdote tan capaz de llevar a cabo lo mismo que predicaba.

—Gracias —barbotó Marapper—, pero bajad la voz o tendremos a los galgos pegados a nuestros talones. Fermour, toma esto, ¿quieres?

El cadáver pasó a las espaldas de Bob Fermour. Éste medía un metro setenta y sobrepasaba casi en una cabeza a todos sus compañeros; por lo tanto podía manejarlo con facilidad. Marapper limpió su espada en la chaqueta de Complain, con toda pulcritud; después de envainarla volvió su atención a la ancha puerta corrediza.

En uno de sus voluminosos bolsillos llevaba unas tijeras de cortar alambre. Con ellas cortó una de las conexiones del portón; al tironear de la manivela, ésta cedió una pulgada, pero enseguida se trabó. Por mucho que el sacerdote empujó y tironeó no consiguió moverla.

—Permíteme —dijo Complain.

Lanzó todo su peso contra la puerta, poniendo el hombro, y logró que se abriera con un chirrido escalofriante sobre sus oxidados soportes. Detrás había un hoyo, un pozo oscuro y tan profundo que parecía no tener fin. Todos se echaron hacia atrás, consternados.

—Este ruido ha debido de alarmar a todos los guardias de Cuarteles —observó Fermour, mientras inspeccionaba un letrero.

Estaba fijado a un costado del pozo; decía: «Para subir oprima el botón».

—¿Y ahora, sacerdote?

—Para empezar, arroja ese guardia aquí —indicó Marapper—. ¡Pronto!

El cuerpo cayó en aquella negrura; un momento después tuvieron la satisfacción de oír un golpe sordo.

—¡Repulsivo! —exclamó Wantage con entusiasmo.

—Aún estaba caliente —susurró Marapper—. No hay necesidad de efectuar los ritos fúnebres; mejor así: podremos sostener nuestro derecho a la vida. Ahora bien, no hay por qué temer, hijos míos. Este pozo oscuro es obra humana. Según tengo entendido, en otros tiempos había una especie de vehículo que lo recorría hacia arriba y hacia abajo. Seguiremos el ejemplo de Twemmers, aunque no con tanta celeridad.

En el centro de la abertura colgaban algunos cables. El sacerdote se inclinó hacia adelante para tomarlos. Después se descolgó diestramente, poco a poco, hasta el nivel inferior, que estaba a cuatro metros y medio más abajo. El foso del ascensor abría su enorme bocaza bajo sus pies, pero él se balanceó hasta alcanzar el borde angosto. Aferrándose a la malla con una mano, aplicó las tijeras con la otra. Después afirmó un pie a un saliente y tironeó con cuidado hasta abrir la puerta lo suficiente como para pasar el cuerpo.

Los otros le siguieron uno a uno. Complain fue el último en abandonar el nivel superior. Tras despedirse de Cuarteles sin la menor simpatía, bajó por el cable y se unió al resto del grupo. Los cinco aguardaron en silencio en medio de aquella crujiente penumbra, echando miradas furtivas a los alrededores.

Estaban en territorio extraño, pero cualquier maraña de pónicos se parecía a las otras. Marapper cerró limpiamente la puerta a sus espaldas y miró hacia adelante, cuadrando los hombros, mientras se acomodaba la túnica.

—Para una sola vela ya es bastante acción, tratándose de un sacerdote viejo como yo —dijo—, a menos que queráis reiniciar la discusión con respecto a quién es el jefe.

—Eso nunca estuvo en discusión —replicó Complain, lanzando una mirada desafiante que pasó junto a la oreja de Roffery.

—No me provoques —advirtió el otro—; seguiré a nuestro padre, pero haré pedazos a quien busque problemas.

—Ya tendremos bastantes problemas como para dar gusto al más pendenciero —profetizó Wantage, volviendo el lado malo de su cara contra el muro de pónicos—. Sería mejor que reserváramos las fuerzas para los enemigos.

Todos concordaron, aunque a desgana.

Marapper alisó su manto corto, ceñudo y pensativo; tenía el dobladillo manchado de sangre.

—Ahora debemos dormir —dijo—. Entraremos al primer cuarto conveniente y lo usaremos como campamento. Será nuestra rutina de todos los sueños; no podemos permanecer en los corredores, pues estaríamos muy expuestos. En un compartimiento, en cambio, podremos montar guardia y dormir tranquilos.

—¿No sería mejor alejarnos más de Cuarteles antes de dormir? —preguntó Complain.

—Lo que yo digo es siempre lo mejor —dijo Marapper—. ¿Crees que alguno de esos hijos de su madre va a arriesgar el pellejo entrando a una zona desconocida, donde corre el riesgo de encontrar una emboscada? No vale la pena hacerme gastar saliva contestando a proposiciones tontas; haced lo que os indico. Eso es lo que significa estar unidos, y si no estamos unidos no somos nada. Aferraos a esa idea y todos sobreviviremos. ¿Está claro? ¿Roy, Erri, Wantage, Fermour?

El sacerdote miró de frente a cada uno, como en una rueda de identificación. Todos bajaron la vista, como cuatro piojos aturdidos.

—Ya dijimos una vez que estábamos de acuerdo —dijo Fermour, impaciente—. ¿Qué más quieres, que te besemos las botas?

Aunque todos estaban de acuerdo con él hasta cierto punto, le dirigieron un gruñido de enojo, puesto que presentaba mejor blanco para los rezongos que el sacerdote.

—Podréis besarme las botas sólo cuando os hayáis ganado ese privilegio —replicó Marapper—. Pero hay algo más que quiero pediros. Quiero que me obedezcáis implícitamente, pero también que juréis no volveros unos contra otros. No os pido que os tengáis mutua confianza; sería una estupidez. Tampoco pido que quebréis los cánones de las Enseñanzas: si hemos de hacer el Largo Viaje, lo haremos en forma ortodoxa. Pero no podemos estar siempre entre peleas y reyertas; ya no estamos en medio de la seguridad que ofrecía Cuarteles.

»Conocemos algunos de los peligros que podemos encontrar: mutantes, Forasteros, gente de otras tribus, y al fin los terribles adelantinos. Pero habrá también, sin duda, peligros de los que nada sabemos. Cuando sintáis ojeriza hacia uno de vuestros compañeros, reservad esa chispa brillante para lo desconocido: os hará falta.

Y volvió a mirarlos fijamente.

—Juradlo —ordenó.

—Está bien —farfulló Wantage—. Estoy de acuerdo, claro, pero eso significa sacrificar… bueno, nuestro carácter propio. Si lo hacemos, Marapper, es justo que tú también lo hagas y dejes a un lado todos estos discursos. Dinos lo que quieres de nosotros y lo haremos sin necesidad de que nos sermonees.

—De acuerdo —se apresuró a decir Fermour, antes de que surgiera otra discusión—. Por el amor de ejem, juremos y busquemos dónde dormir.

Todos acordaron prescindir del privilegio de pelear entre sí; después avanzaron lentamente por entre los pónicos, con el sacerdote al frente, enarbolando un enorme manojo de llaves magnéticas Algunos metros más allá encontraron la primera puerta. Allí se detuvieron; el sacerdote comenzó a probar sus llaves, una a una, en la pequeña impresión de la cerradura. Mientras tanto Complain avanzó un poco más; un momento después regresó diciendo:

—Allá hay una puerta que ya ha sido violada —dijo—. Es evidente que por aquí ha pasado otra tribu. Podríamos entrar a ese cuarto y ahorrarnos molestias.

Todos avanzaron tras él, apartando las cañas repiqueteantes. Entre la puerta y su marco había sólo el espacio de un dedo; por allí espiaron con alguna aprensión. Cada puerta representaba un desafió, una incursión en lo desconocido. Todos habían oído contar leyendas sobre la muerte agazapada en esos cuartos cerrados, y el temor se había grabado en ellos desde la niñez.

Roffery, con la pistola paralizante lista para disparar, asestó un violento puntapié a la puerta, que se abrió de par en par. En el interior sonó un brevísimo rumor de carrera y se hizo el silencio. El cuarto era amplio, pero estaba oscuro; la fuente de luz se había roto. ¿Cuánto tiempo haría de ello? Si hubiese estado iluminado, los pónicos habrían forzado inexorablemente la puerta, en su insaciable sed de luz, pero los rincones oscuros les resultaban aún menos acogedores que a los hombres.

—No hay más que ratas aquí —dijo Complain, algo agitado—. Entra, Roffery, ¿qué esperas?

A modo de respuesta, Roffery tomó una linterna de su atado y la encendió, para avanzar hacia el interior del cuarto. Los otros se agruparon detrás de él.

La habitación era bastante más grande que las más comunes; medía unos ocho pasos por cinco y estaba vacía. El ojo nervioso de la linterna centelleó duramente contra la rejilla del techo, los muros y el suelo, llenos de escombros. Las sillas y los escritorios habían sufrido el ataque de un hacha, los cajones estaban abiertos y el contenido esparcido por todos lados. Había también varios muebles de archivo de acero fino con la superficie mellada, boca abajo en el suelo. Los cinco hombres se detuvieron en el umbral, suspicaces, preguntándose oscuramente cuándo se habían hecho esos estragos; tal vez sentían en el aire un recuerdo de aquel acto salvaje, pues el vandalismo, a diferencia de la virtud, perdura mucho tiempo después de que ha muerto quien lo practicó.

—Aquí podemos dormir —dijo secamente Marapper—. Roy, echa una mirada a esa puerta.

En el otro extremo de la habitación había una puerta cerrada a medias. Complain esquivó un escritorio tumbado para llegar hasta ella. Al abrirla pudieron ver un pequeño lavabo cuya porcelana estaba quebrada; la tubería había sido arrancada de cuajo. La pared mostraba una senda de óxido antiguo, pero hacía tiempo ya que el agua había cesado de fluir. Mientras Complain observaba esos detalles, una rata blanca y peluda salió de entre los fragmentos de madera y pasó a su lado en veloz carrera. Fermour le lanzó un puntapié que no dio en el blanco; el animal se desvaneció en la maraña de pónicos del corredor.

—Este cuarto servirá —repitió Marapper—. Comeremos aquí y después echaremos suertes para ver a quién le toca montar guardia.

Mientras comían frugalmente de las provisiones que llevaban en sus atados, discutieron sobre la necesidad de montar guardia. Complain y Fermour decían que era indispensable; Roffery y Wantage sostenían que no. Por lo tanto, las opiniones estaban equilibradas, y el sacerdote no se sintió obligado a dar la suya. Comió en silencio, se limpió delicadamente las manos, y finalmente dijo, con la boca llena todavía:

—Roffery, tú serás el primero en montar guardia; después tú, Wantage. Así los dos tendréis la primera oportunidad de demostrar que teníais razón. En el próximo sueño les tocará el turno a Fermour y a Complain.

—Dijiste que lo echaríamos a suertes —observó Wantage, enojado.

—He cambiado de opinión.

Lo dijo en tono tan cortante que Roffery abandonó sin más esa línea de ataque, para comentar enseguida:

—¿Tú jamás montarás guardia, padre?

Marapper extendió las manos con expresión de inocencia infantil.

—Queridos amigos, el sacerdote monta guardia por vosotros en todo momento, dormido o despierto.

Metió la mano bajo el manto y sacó un objeto redondo.

—Con este instrumento —dijo, cambiando el tema—, que he tenido la precaución de quitar a Zilliac, podremos regular científicamente los períodos de guardia de modo tal que nadie duerma menos que sus camaradas. Veréis que tiene aquí un círculo de números y tres agujas o manecillas. Se llama reloj, y sirve para regular el período de guardia. Los Gigantes lo crearon con ese propósito, lo cual indica que también ellos debían cuidarse de los Forasteros y de los dementes.

Complain, Fermour y Wantage inspeccionaron el reloj con gran interés. Roffery, que ya había tenido oportunidad de verlos en su condición de cotizador, se apartó con gesto desdeñoso. El sacerdote recobró su posesión y comenzó a hacer girar un pequeño botón en el costado.

—Hago esto para que funcione —explicó en tono pomposo—. De las tres manecillas, la más pequeña marcha con mucha celeridad; podemos descartarla. Las otras dos tienen diferentes velocidades, pero no necesitamos preocuparnos más que por la más pequeña. Ya veis que ahora está tocando la cifra ocho. Tú, Erri, permanecerás despierto hasta que toque el nueve; entonces despertarás a Wantage. Y tú, Wantage, nos despertarás a todos cuando la manecilla toque el diez, para empezar la jornada. ¿Está claro?

—¿Adónde vamos? —preguntó Wantage, ceñudo.

—Ya hablaremos de eso cuando hayamos dormido —replicó Marapper, como para cortar toda discusión—. Lo primero es dormir. Despertadme si oís ruidos en el corredor…, pero ¡nada de falsas alarmas! Suelo irritarme cuando perturban mi sueño.

Se echó en un rincón, apartó de un puntapié un pequeño banco roto y se acomodó para dormir. Los otros le imitaron sin mucha vacilación, con excepción de Roffery, que los observó sin el menor cariño.

Ya estaban todos acostados cuando Wantage dijo, indeciso:

—Padre, ¿no rezarás una plegaria por nuestra seguridad?

—Estoy demasiado exhausto como para rezar por la seguridad de nadie —repuso Marapper.

—Una plegaria breve, padre.

—Como queráis. Hijos míos, expansión a vuestro yo. Oremos.

Empezó a orar sin levantarse, echado en el suelo polvoriento; sus palabras fueron indiferentes en un principio, pero poco a poco adquirieron energía, en tanto el sacerdote tomaba interés en el curso de sus propias ideas.

—Oh, Conciencia, los aquí reunidos somos doblemente indignos de ser tus vehículos, pues nos sabemos imperfectos y nada hacemos por mejorar. Somos indignos e indigna es nuestra vida; empero, puesto que te contenemos, hay esperanza para nosotros. Oh, Conciencia, guía especialmente a estos cinco hombres entre tus vehículos, pues hay más esperanza para nosotros que para quienes quedaron atrás, y hay, por lo tanto, más sitio en nosotros para ti. Sabemos que cuando no estás aquí sólo es en nosotros el enemigo, el Subconsciente; haz que nuestros pensamientos naden solamente en ti. Haz nuestras manos más veloces, más fuertes nuestros brazos, más aguda nuestra vista, nuestro temperamento más fiero; que podamos así vencer y matar a quienes se nos opongan. ¡Que podamos herir y dividirlos! ¡Que podamos esparcir sus entrañas a lo largo de la nave! Así llegaremos al fin a la completa posesión del poder, a la completa posesión de ti, y estaremos bajo tu completa posesión. Y quiera tu chispa alentar en nosotros hasta el último instante, el instante horrible en que el adversario nos reclame y también nosotros iniciemos el Largo Viaje.

En tanto pronunciaba las últimas frases, el sacerdote se había puesto de rodillas para extender las manos sobre la cabeza. Por último se cruzó la garganta con el índice en ademán simbólico y ritual, mientras los otros cuatro copiaban sus movimientos.

—Ahora callaos todos —dijo con voz normal, acomodándose nuevamente en su rincón.

Complain se acostó con la espalda contra una pared, con el atado como almohada. Solía dormir como un animal, sin estados intermedios entre el sueño y la vela. Sin embargo en esa oportunidad permaneció un rato con los ojos entornados, tratando de pensar. Pensó tan sólo en imágenes generales; la litera vacía de Gwenny, Marapper, triunfante, de pie ante Zilliac, Meller, entre cuyos dedos crecía el animal listo para el salto, un caldo grasiento en donde la vida de Ozbert Bergass reventaba como una burbuja, los músculos tensos del cuello de Wantage, listos para apartar la cara de miradas curiosas; Twemmers, el guardia, cayendo pesadamente entre los brazos de Marapper. Y detrás de esas imágenes se ocultaba un hecho trascendente; todas ellas se referían sólo a lo pasado; del porvenir no tenía imagen alguna, pues se encaminaba hacia parajes desconocidos: avanzaba en dirección a aquella otra oscuridad, la que su madre nombrara con temor.

No extrajo de ello ninguna conclusión ni perdió tiempo en preocuparse; en realidad sentía cierta esperanza, pues, como decía un refrán de la aldea, el mal que se ignora puede vencer al que se conoce.

Antes de quedarse dormido contempló por un momento el cuarto devastado a la escasa luz que se filtraba desde el corredor; a través de la puerta exterior se veía también un sector de la maraña infinita. Al influjo de aquel calor incesante y homogéneo, los pónicos crujían sin cesar; de tanto en tanto se oía el leve chasquido de una semilla lanzada hacia el interior del cuarto. Las plantas crecían con tanta rapidez que, al despertar Complain, las plantas más jóvenes se habrían alargado varios centímetros; las más viejas, en cambio, se marchitaban ya contra las mamparas. Tanto las lozanas como las decadentes perecerían durante la próxima oscuridad. De cualquier modo, Complain no alcanzó a percibir similitud alguna entre esa lucha incesante y las vidas humanas que lo rodeaban.