La vela avanzó lentamente; a medida que se acercaba el período de sueño el estómago de Complain se revolvía más y más, como si anticipara la próxima dosis de castigo. Un sueñovela de cada cuatro era oscuro, tanto en Cuarteles como en todos los territorios conocidos de los alrededores. Aquélla no era una oscuridad total, puesto que de trecho en trecho había en los corredores pequeñas luces pilotos que brillaban como lunas cuadradas. Ésta era una ley de la naturaleza y como tal se la aceptaba; en los apartamentos, en cambio, la oscuridad era completa. Algunos ancianos recordaban haber oído decir a sus padres que en sus tiempos de juventud la oscuridad no duraba tanto, pero era evidente que los viejos confundían sus recuerdos y extraían curiosas leyendas de su perdida niñez.
En la oscuridad los pónicos decaían como si fueran de arpillera. Sus tiernos brotes sucumbían y tomaban una coloración negruzca, con la sola excepción de los tallos más suculentos. Era su breve invierno. Con el regreso de la luz surgían nuevos brotes y vástagos que trepaban enérgicamente. Y en un período de cuatro sueñovelas perecerían a su vez. Sólo los más resistentes o los que estaban en condiciones más ventajosas sobrevivían a ese ciclo.
Durante toda esa vela, la mayor parte de los cuartelenses permaneció inerte; casi todos estaban tendidos de espaldas. Todas las grandes festividades acababan en esa quietud general. Todos estaban exhaustos, pero, sobre todo, se sentían incapaces de hundirse nuevamente en los rigores de la rutina. La inercia se había impuesto sobre toda la tribu. Mientras el desaliento cubría como una sábana a los habitantes de la aldea, más allá de las barricadas la maraña de pónicos abría rutas internas por los corredores. Sólo el hambre volvería a ponerlos en pie.
—Uno podría asesinarlos en masa sin que nadie levantara una mano para impedirlo —dijo Wantage, con un brillo similar a la inspiración en el costado derecho de su rostro.
—¿Por qué no lo haces en este caso? —se burló Complain—. Lo dice la Letanía, bien lo sabes: todo deseo maligno reprimido se multiplica y devora la mente que lo alberga. ¡Anda, Cara Cortada!
En un instante se vio apresado por la muñeca; una hoja afilada le pasó horizontalmente a dos centímetros de la garganta. Una mueca terrible lo miraba desde muy cerca, con la mitad derecha retorcida por la furia y la otra mitad contorsionada para siempre en una sonrisa carente de significado. Un enorme ojo gris lo fulminaba con su mirada, como absorto en su propia visión.
—Pobre de ti si vuelves a llamarme así, inmundicia —barbotó Wantage.
Enseguida apartó la cara y dejó caer la mano armada, en tanto el enojo dejaba paso a la mortificación de recordar su deformidad.
—Lo siento.
Complain lamentó esas palabras mientras las pronunciaba, pero el otro no se volvió. El cazador se alejó también, lentamente, con los nervios destrozados por el incidente. Se había encontrado con Wantage a su regreso de la maraña, donde investigaba aquella tribu próxima. No era seguro que establecieran contacto con la tribu Greene, pero de cualquier modo eso sería más adelante. Sin lugar a dudas, los primeros roces se producirían entre los cazadores rivales; eso tal vez significara la muerte. Sería, por cierto, un cambio con respecto a la monotonía. Mientras tanto se reservaría la noticia. Que algún otro, más amante de la autoridad, llevara las nuevas al teniente.
Al dirigirse al cuartel de los guardias para recibir su castigo no encontró sino a Wantage. Aún reinaba la inercia; ni siquiera el Fustigador Público se avino a desempeñar su función.
—Otro sueñovela te castigaré, ¿quieres? —dijo—. ¿Qué apuro tienes? Vete y déjame descansar. Ve a buscarte otra mujer.
Complain volvió a su compartimiento; el estómago se le iba tranquilizando poco a poco. En algún punto de un angosto corredor lateral alguien tocaba un instrumento de cuerdas. Captó la letra cantada por una voz de tenor:
… este continuo… tan prolongado… Gloria.
Una vieja canción, no del todo recordada. La cortó bruscamente al cerrar la puerta. Una vez más, Marapper lo estaba esperando, con la cara grasienta oculta entre las manos y los anillos centelleándole entre los dedos gordos.
Complain tuvo la súbita sensación de saber lo que el sacerdote iba a decir, como si hubiera vivido esa escena anteriormente. Trató de quebrar esa ilusión, similar a una tela de araña, pero le fue imposible.
—Expansión, hijo —dijo el sacerdote, haciendo lánguidamente la señal de la cólera—. Pareces amargado. ¿Es así?
—Muy amargado, padre. Sólo podría calmarme matando a alguien.
Y aunque pretendía decir algo inesperado, perduró en él la sensación de estar repitiendo una escena.
—Hay cosas mejores que matar, cosas que ni siquiera sueñas.
—No me vengas con esas tonterías, padre. Sólo falta que me digas que la vida es un misterio, como mi madre. Necesito matar a alguien.
—Está bien, está bien —le tranquilizó el sacerdote—. Así debes sentirte, jamás has de resignarte, hijo mío; eso es la muerte para todos. Aquí recibimos el castigo de algún pecado cometido por nuestros antepasados. ¡Todos estamos lisiados! Somos ciegos que equivocan el camino…
Complain había trepado cansadamente a su litera. La ilusión de estar reviviendo una escena había desaparecido, y en cuanto desapareció quedó olvidada. Sólo quería dormir. En la vela siguiente lo expulsarían de su cuarto y lo azotarían, pero en ese momento deseaba dormir. Sin embargo el sacerdote había dejado de hablar. Complain levantó la vista: Marapper estaba inclinado sobre su cama y lo miraba fijamente. Sus ojos se encontraron por un instante antes de que Complain apartara apresuradamente los suyos. Uno de los tabúes más fuertes de esa sociedad prohibía mirar a otro hombre directamente a los ojos; las personas honestas y bien intencionadas se dirigían sólo miradas de soslayo. Complain alargó el labio inferior con un gesto truculento.
—¿Qué ejem pretendes, Marapper? —explotó.
Se sentía tentado a decir al sacerdote que conocía el detalle de su bastardía.
—No te aplicaron los seis azotes, ¿verdad, Roy, muchacho?
—¿Y eso qué te importa?
—Los sacerdotes no sabemos de egoísmo. Te lo pregunto por tu propio bien. Por otra parte tengo un interés personal en tu respuesta.
—No, no me azotaron. Están todos agotados, como sabes. El Fustigador Público también.
Los ojos del sacerdote volvían a buscar los suyos. Complain se volvió, incómodo, poniendo la cara hacia la pared. Pero la siguiente pregunta de Marapper lo hizo girar nuevamente.
—¿Alguna vez has sentido deseos de volverte salvaje, Roy?
Complain, a pesar de sí mismo, tuvo una súbita visión: se vio corriendo por Cuarteles con la pistola paralizante en llamas, mientras todos se apartaban con temor, llenos de respeto, dejándole dueño absoluto de la situación. El corazón le palpitaba demasiado. Varios de los mejores hombres de la tribu (entre los que se contaba el propio Gregg, uno de sus hermanos) se habían vuelto salvajes; tras huir de la aldea, algunos habían ido a vivir en zonas inexploradas de la maraña, mientras otros, temerosos de regresar y hacer frente al castigo, buscaban refugio en otras comunidades. Era una salida varonil y hasta honorable, pero no estaba bien que un sacerdote le incitara a adoptarla. Los médicos solían recomendarla cuando alguien estaba mortalmente enfermo; pero los sacerdotes debían unir a la tribu en vez de separarla; y eso se lograba sacando a la superficie las frustraciones ocultas en la mente, donde pudieran fluir sin desembocar en la neurosis.
Por primera vez notó que Marapper luchaba con una crisis privada; se preguntó momentáneamente si acaso tendría algo que ver con la enfermedad de Bergass.
—Mírame, Roy. Contesta.
—¿Por qué me hablas así?
Había acabado por sentarse, casi obligado a ello por la urgencia que revelaba la voz del sacerdote.
—Quiero saber de qué pasta estás hecho.
—Ya sabe usted lo que dice la Letanía: somos hijos de cobardes, en el temor vivimos nuestros días.
—¿Y tú lo crees? —preguntó el sacerdote.
—Naturalmente. Lo dicen las Enseñanzas.
—Necesito tu apoyo, Roy. ¿Me seguirías a donde te condujera, aún más allá de Cuarteles, por los parajes de Rutas Muertas?
Todo eso fue dicho en voz sorda y apresurada. Sorda y apresurada latía la indecisión en la sangre de Complain. No hizo esfuerzo alguno por llegar a una decisión consciente; a los nervios les tocaba oficiar de árbitros. La mente no era digna de confianza, pues sabía demasiado.
—Haría falta coraje —dijo al fin.
El sacerdote se golpeó los gruesos muslos con un pequeño alarido de entusiasmo.
—No, Roy, mientes, fiel a todos los mentirosos que se han adueñado de ti. Si nos fuéramos estaríamos escapando, evadiendo las responsabilidades que corresponden a los hombres adultos de esta sociedad. ¡Ja! Nos iremos furtivamente. Será el antiguo retorno a la naturaleza, muchacho, un infructuoso intento de regresar al vientre ancestral. Vamos, huir de aquí sería el colmo de la cobardía. Ahora, ¿vienes conmigo o no?
Más allá de las palabras mismas había cierto significado que fraguó en Complain una decisión: ¡iría! Sobre su comprensión se había cernido siempre esa nube de la que debía escapar. Salió de la cama, tratando de esconder a los ávidos ojos de Marapper esa decisión hasta que supiera algo más de esa aventura.
—¿Qué haríamos los dos solos en las marañas de Rutas Muertas, sacerdote?
El religioso introdujo en una de sus fosas nasales un enorme pulgar hurgador y habló mirándolo por encima del puño.
—No iríamos solos. Otros cuatro vienen con nosotros; son hombres escogidos. Hace tiempo vengo preparando esta aventura y ya la tengo lista. Estás descontento, te han quitado a tu mujer: ¿qué puedes perder? Te aconsejo fervientemente que me sigas. Por tu propio bien, naturalmente, aunque también a mí me convendrá contar con alguien de voluntad débil y vista de cazador.
—¿Quiénes son los otros cuatro, Marapper?
—Eso te lo diré cuando confirmes tu adherencia. Si me traicionaras ante los guardias éstos nos cortarían la garganta en veinte rodajas, especialmente la mía.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Adónde iremos?
Marapper se puso lentamente de pie y se desperezó. Pasó los dedos largos en rastrillo por entre sus cabellos, mientras hacía la mueca más burlona que pudo inventar, retorciendo las dos grandes losas de sus mejillas, una hacia arriba, una hacia abajo, hasta que la boca se enroscó entre ellas como una soga anudada.
—¡Vete solo si tanto desconfías de mi conducción, Roy! ¡Vamos, eres como las mujeres, todo preguntas y dolor de panza! Sólo te diré que mi proyecto es demasiado grande para tu escasa comprensión. ¡Dominar la nave! ¡Eso es, nada menos! Dominar completamente la nave; ni siquiera sabes lo que esa frase significa.
Acobardado por la feroz mueca del sacerdote, Complain se limitó a decir:
—No era mi intención negarme.
—¿Es decir que vendrás?
—Sí.
Marapper le apretó el brazo con fervor sin decir palabra. Las mejillas le relucían.
—Ahora sí, dime quiénes serán los otros cuatro —insistió el cazador, alarmado por el compromiso.
Marapper le soltó el brazo.
—Ya conoces el viejo refrán, Roy: la verdad nunca ha liberado a nadie. Pronto sabrás lo suficiente. Es mejor que por ahora no te diga nada. Mi plan es partir temprano durante el sueño que viene. Ahora me marcho; tengo aún trabajo pendiente. Ni una palabra a nadie.
Ya casi fuera del cuarto se detuvo e introdujo una mano en la túnica. Sacó de allí algo que agitó en el aire con ademán de triunfo. Complain reconoció el objeto como un libro, esos conjuntos de lecturas utilizados por los extintos Gigantes.
—¡Ésta es nuestra llave para alcanzar el poder! —dijo Marapper, dramático, volviendo a guardarlo.
Y cerró la puerta tras de sí. Complain quedó en el medio de la habitación, inmóvil como una estatua. En la cabeza le giraba un torbellino de ideas que no llevaban a ninguna parte. Pero Marapper era el sacerdote, Marapper tenía conocimientos que los otros no podían compartir, Marapper debía ser el jefe.
Al cabo se dirigió hacia la puerta y la abrió para mirar hacia afuera. El sacerdote había desaparecido. Sólo Meller, el barbudo artista, andaba por allí, pintando un fresco brillante en la pared del corredor, junto a su cuarto. Con una expresión astutamente absorta, daba pequeños brochazos con las variadas tinturas que recogiera el sueñovela anterior. Un gato enorme trepó por la pared junto a su mano. El pintor no reparó en Complain.
Se estaba haciendo tarde. Complain fue a comer en el mesón casi desierto. Cenó en una especie de trance. Al regresar, Meller seguía pintando como un poseso. El cazador cerró la puerta y se preparó lentamente para acostarse. El vestido gris de Gwenny aún colgaba de una percha junto a la cama; lo quitó de un tirón para arrojarlo tras un armario, donde no se viera. Después se tendió y dejó que el silencio se estirara.
De pronto Marapper irrumpió en el cuarto, bulboso, monumentalmente agitado. Cerró con un portazo, jadeante y tironeó de la túnica que se le había enganchado en el marco de la puerta.
—¡Escóndeme, Roy! ¡Pronto! ¡Rápido, no te quedes ahí mirándome, tonto! Levántate, saca el cuchillo. Los guardias entrarán enseguida, con Zilliac. Me vienen siguiendo. Masacraran a este pobre sacerdote en cuanto lo vean.
En tanto hablaba corrió hacia la litera de Complain, la apartó de la pared y comenzó a arrastrarse debajo.
—¿Qué has hecho? —preguntó Complain—. ¿Por qué te persiguen? ¿Por qué esconderte aquí? ¿Por qué me complicas en esto?
—No es por hacerte un cumplido. Tu cuarto era el más próximo, y mis piernas no están hechas para correr. Mi vida corre peligro.
Marapper miraba desesperadamente a su alrededor mientras hablaba, como en busca de un escondrijo mejor, pero pareció decidirse por ése. Echó una manta en el otro extremo de la cama para que no se le viera desde la puerta.
—me vieron entrar —dijo—. No es que me importe gran cosa mi pellejo, pero tengo planes. Incluí a uno de los guardias en nuestros proyectos y él no perdió tiempo en denunciarme ante Zilliac.
—¿Y por qué yo…?
Complain no concluyó su acalorada frase. Una breve batahola, del otro lado de la puerta, fue toda la advertencia. Enseguida la puerta se abrió de par en par y rebotó sobre sus goznes. Estuvo en un tris de golpear al cazador, que estaba detrás.
Aquella crisis azuzó su inspiración. Se cubrió rápidamente la cara con las manos y se inclinó hacia adelante, aullando, tambaleándose, como si el filo de la puerta lo hubiese alcanzado. Por entre los dedos pudo ver que Zilliac, la mano derecha del teniente y candidato al comando, entraba a toda prisa y cerraba la puerta de un puntapié. Echó una mirada intensa y disgustada a Complain.
—¡Acaba, hombre! —gritó—. ¿Dónde está el sacerdote? Le vi entrar aquí.
Cuando se volvió, pistola en mano, para revisar el cuarto, Complain asió el banquito de madera de Gwenny por una pata y lo descargó sobre el cráneo de Zilliac, directamente contra el cuello tenso. Hubo un delicioso crujir de madera y huesos; Zilliac cayó cuan largo era. Marapper salió de su escondrijo en cuanto le vio tocar la cubierta y dio un empujón a la cama, lanzándola sobre el hombre caído.
—¡Listo! —exclamó—. ¡Por los clavos de ejem, ya está!
Con movimientos muy ágiles para su corpulencia, recogió la pistola de Zilliac y se volvió hacia la puerta.
—¡Abre, Roy! Sin duda habrá otros fuera. Si queremos salir de ésta con la garganta en condiciones de respirar, es ahora o nunca.
Pero la puerta se abrió en ese preciso instante sin intervención de Complain. Allí estaba Meller, el artista, pálido como una gallina hervida, envainando un cuchillo.
—Aquí tiene un obsequio, sacerdote —dijo—. Será mejor que lo entre antes de que pase alguien.
Tomó por los tobillos a un guardia que yacía encogido en el corredor. Complain acudió en su ayuda juntos arrastraron el cuerpo inmóvil y cerraron la puerta. Meller se recostó contra la pared, secándose la frente.
—No sé qué es lo que planeas hacer, sacerdote —dijo—, pero cuando este hombre oyó el barullo que había aquí dentro salió para advertir a sus compañeros. Creí conveniente despacharlo antes de que tuvieses problemas.
—Que haga en paz el Largo Viaje —pronunció Marapper débilmente—. Bien hecho, Meller. Por cierto, todos nos hemos portado bien para ser aficionados.
—Tengo un cuchillo de arrojar —explicó Meller—. Por suerte, porque me disgusta luchar cuerpo a cuerpo. ¿Puedo sentarme?
Complain, como aturdido, se arrodilló entre los dos cuerpos para buscarles el pulso. Se había iniciado la acción directa y el Complain cotidiano había dejado paso a otro, un hombre automático de movimientos diestros e impulsos seguros. Era el que se hacía cargo de las cosas durante la caza. Y era su mano la que revisaba a Zilliac: y al guardia, sin hallar pulso alguno en ellos.
La muerte era en las tribus pequeñas tan común como las cucarachas. «La muerte es la mayor parte del hombre», decía un poema popular. Ese prolongado espectáculo, con el cual uno se encontraba con tanta frecuencia, era tema para muchas de las Enseñanzas; había que contar con una forma de enfrentarla. Inspiraba temor, y el temor no era permisible en el hombre. El individuo automático de Complain al verse ante la muerte, se lanzó directamente en el primer gesto de prosternación, como se le había enseñado a hacer.
Aquello actuó como pie; Marapper y Meller se le unieron instantáneamente, mientras Marapper lloraba suavemente en voz alta. Sólo cuando hubieron acabado con aquella intrincada ceremonia, cuando hubieron dicho la plegaria del Largo Viaje, recobraron en parte la normalidad.
Entonces se sentaron frente a frente, mirándose asustados, tímidamente triunfantes, por encima de los cuerpos inmóviles. Fuera todo era silencio; sólo la indolencia provocada por las recientes festividades les salvó de tener en torno una multitud de espectadores. Complain, lentamente, recuperó el uso de la palabra.
—¿Y el guardia que denunció tus planes a Zilliac? —preguntó—. Nos causará problemas muy pronto, Marapper, si nos quedamos aquí.
—No nos causaría el menor problema aunque nos quedáramos para siempre, como no fuera el de ofender nuestro olfato —dijo el sacerdote—. Lo tienes ante ti.
Y así diciendo señaló al hombre que Meller trajera a las rastras, agregando:
—Eso me hace pensar que mis planes no fueron más divulgados. Es una suerte; aún disponemos de un rato antes de que noten la falta de Zilliac. Sospecho que él mismo tenía sus proyectos secretos, de lo contrario habría venido con escolta. Mejor para nosotros. Ven, Roy, debemos irnos de inmediato. Cuarteles ha dejado de ser un lugar saludable para nosotros.
Se levantó; como sintiera las piernas súbitamente vacilantes volvió a dejarse caer.
—Para ser un hombre de sensibilidad —dijo a la defensiva, mientras se ponía en pie con mayor cuidado—, me desempeñé bastante bien con esa litera, ¿verdad?
—Todavía no sé por qué te perseguían, sacerdote —dijo Meller.
—Mayor crédito para ti, por la celeridad de tu ayuda —respondió suavemente Marapper, mientras se dirigía hacia la puerta.
Meller le impidió el paso, insistiendo:
—Quiero saber en qué andas metido. Me parece que ahora también estoy complicado en ello.
Marapper no respondió. Complain, obedeciendo a un impulso, propuso:
—¿Por qué no le permitirnos venir con nosotros, Marapper?
—Es decir… —exclamó el artista, reflexionando—. ¡Vosotros os marcháis de Cuarteles! Buena suerte, amigos. Espero que encontréis lo que buscáis. Por mi parte, prefiero permanecer aquí, a salvo, con mis pinturas. Gracias por la invitación.
—Dejando a un lado el detalle de que no hubo tal invitación, estoy de acuerdo contigo —replicó Marapper—. Te presentaste a tiempo, amigo mío, pero sólo necesito verdaderos hombres de acción; y me basta con un puñado; no necesito un ejército.
Meller se hizo a un lado. Marapper tomó el picaporte.
—Nuestras vidas —dijo, más ablandado— son un momento microscópicamente breve, pero creo que te las debemos, pintor. Ahora vuelve a tus pinturas con nuestro agradecimiento, y no digas una palabra a nadie.
Y avanzó por el corredor, mientras Complain se apresuraba para alcanzarlo. El sueño se había cerrado sobre la tribu. Pasaron junto a un centinela tardío que se encaminaba hacia las barricadas traseras. Dos parejas jóvenes vestidas con trapos brillantes se esforzaban por recuperar el espíritu de los festejos pasados. Con excepción de ellos, el sitio estaba desierto.
Marapper giró bruscamente hacia un corredor lateral, en dirección hacia su propio alojamiento. Tras echar una mirada furtiva a su alrededor sacó una llave magnética y abrió la puerta, empujando a Complain para que entrara.
Era un cuarto amplio, pero estaba atestado con las adquisiciones de toda una vida; miles de artículos recibidos como soborno o a fuerza de súplicas; objetos carentes de significado desde la extinción de los Gigantes, convertidos en ídolos fascinantes de una civilización más avanzada que la propia. Complain miró a su alrededor, casi desolado, todas aquellas cosas que no podía reconocer; un ventilador eléctrico, una cámara fotográfica, rompecabezas, libros, interruptores, manojos de llaves, dos tubos de óleo, un rollo etiquetado «Mapa de la Luna (Sector de Artefactos)», un teléfono de juguete y un cajón lleno de botellas con un sedimento espeso rotulado «champú». Botín, todo un botín, que quizá no tenía más valor que el de su curiosidad.
—Quédate aquí mientras voy a buscar a los otros tres rebeldes —indicó Marapper, aprestándose para partir—. Enseguida nos marcharemos.
—¿Y si te traicionaran como lo hizo el guardia?
—No lo harán. Cuando los veas sabrás por qué —respondió el sacerdote en tono seco—. Sólo incluí al guardia porque me descubrió con esto.
Y golpeó con el pulgar el libro que llevaba bajo la túnica.
Complain oyó el chasquido de la cerradura magnética que volvía a su lugar. Si algo salía mal en los planes del sacerdote, se vería atrapado allí con muchas cosas extrañas que explicar cuando lo liberaran. Probablemente lo mataran por el asesinato de Zilliac. Aguardó en medio de una gran tensión, pellizcándose nervioso una zona irritada en la mano. Cuando miró mejor comprobó que tenía una diminuta astilla clavada en la palma. Las patas del banquito de Gwenny siempre habían sido ásperas.