3

Henry Marapper, el sacerdote, era un hombre corpulento. Allí estaba, pacientemente acuclillado, con la panza bailoteándole sobre los muslos. No era la posición lo que resultaba poco convencional, sino el momento escogido para su visita. Complain, erguido y tieso, se detuvo ante aquella silueta encogida, aguardando alguna explicación o algún saludo; como no los recibiera se vio obligado a hablar el primero. Pero el orgullo le impidió emitir sino un gruñido. Ante eso Marapper levantó una zarpa mugrienta.

—Expansión a tu yo, hijo.

—A tus expensas, padre.

—Y torbellino en mi id —remató piadosamente el sacerdote, haciendo la acostumbrada genuflexión de la cólera sin molestarse en ponerse de pie.

—Me han azotado, padre —dijo Complain, lentamente, mientras llenaba un jarro con el agua amarillenta de un cántaro; bebió un poco y usó el resto para alisarse el pelo.

—Así me han dicho, Roy, así me han dicho. Confío en que tu mente se haya tranquilizado ante la degradación.

—Sí, a un alto costo para mi espalda.

Empezó a levantar la camisa sobre los hombros, con lentitud, haciendo alguna mueca. Las fibras de la tela, al desprenderse de las heridas, le causaban un dolor casi agradable. La siguiente sueñovela sería peor. Por fin arrojó al suelo aquella prenda ensangrentada y escupió sobre ella. Volvió a irritarse por la indiferencia con que el sacerdote había presenciado sus esfuerzos.

—¿No danzas, Marapper? —preguntó secamente.

—Mis deberes son para con la mente, no para con los sentidos —respondió el otro, con gesto piadoso—. Por otra parte conozco maneras mejores de sumirme en el olvido.

—Por ejemplo, ser víctima de un secuestro en la maraña.

—Me alegra ver que te defiendes con tanto vigor, amigo mío; así lo aconsejarían las Enseñanzas. Temía hallarte enloquecido, pero veo con placer que mis consuelos no son necesarios.

Complain bajó la vista hasta aquel rostro, evitando los ojos blandos. No era hermoso ni agradable. En realidad, en ese momento no parecía un rostro, sino un totem tallado en grasa de cerdo, tal vez un monumento a las virtudes por las que el hombre había logrado sobrevivir: la astucia, la codicia, el egoísmo. Incapaz de ayudarse a sí mismo, Complain sintió una oleada de afecto por él; allí había algo que conocía y con lo cual podía desenvolverse bien.

—Que mi neurosis no te sea ofensiva, padre —dijo—. Ya sabes que he perdido a mi mujer y tengo el ánimo por el suelo. Todo lo que poseía (y bien poco era) me ha abandonado o me será quitado por la fuerza. Vendrán los guardias, esos guardias que ya me han azotado y volverán a hacerlo mañana, y me expulsarán de aquí para que vaya a vivir con los niños y los solteros. ¡No tendré recompensas por mis esfuerzos de cazador, ni consuelo para mi pena! Las leyes de esta tribu son demasiado duras, sacerdote. Las Enseñanzas mismas son una cruel hipocresía. Todo este mundo no es sino una simiente de dolores. ¿Por qué? ¿Por qué no hay oportunidades de ser feliz?, ¡ah, me volveré loco, tal como ocurrió antes con mi hermano; irrumpiré entre esta estúpida multitud y le dejaré grabado el recuerdo de mi descontento!

El sacerdote le interrumpió:

—Ahórrame el resto. Debo atender una parroquia extensa; escucharé tus confesiones, pero en cuanto a tus arranques de cólera, guárdalos para ti.

Se levantó, desperezándose, y ajustó el manto grasiento en torno a sus hombros.

—¿Pero qué nos da la vida en este lugar? —preguntó Complain, luchando contra el impulso de apretar las manos contra aquel cuello gordo—. ¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es la razón de ser de este mundo? Eres sacerdote, dímelo sin más rodeos.

Marapper suspiró ruidosamente y alzó las palmas en un gesto de rechazo.

—Hijo mío, la ignorancia de todos vosotros me deja asombrado. Decís «el mundo» refiriéndoos a esta tribu diminuta e incómoda. El mundo es mucho más que eso. Los pónicos, Rutas Muertas, la gente de Adelante, todo esto está en una especie de envase llamado nave, que se mueve de un extremo a otro del mundo. Lo he dicho una y otra vez, pero no lo entendéis.

—¡Otra vez esa teoría! —exclamó Complain, sombrío—. Para nosotros no representa diferencia alguna que el mundo se llame nave, o nave el mundo.

Por alguna razón, la teoría de la nave, bien conocida en Cuarteles, aunque tratada con desprecio general, preocupaba y atemorizaba al cazador. Apretó los labios y dijo:

—Ahora quisiera dormir, padre. El sueño trae al menos consuelo. Tú sólo traes perturbaciones. A veces te veo en mis sueños, ¿sabes? Siempre me dices algo que debería comprender, pero de lo que no oigo una sola palabra.

—Y no es sólo en tus sueños —respondió el sacerdote, volviéndose para marcharse—. Tenía algo importante que preguntarte, pero tendrá que aguardar. Volveré mañana; espero que para entonces no estés tan a merced de tu adrenalina.

Y así diciendo se marchó.

Por largo rato Complain se quedó con la vista fija en la puerta cerrada, sin percibir los ruidos festivos que venían desde fuera. Por último, ya fatigado, trepó a la cama vacía.

El sueño no llegaba. Su mente recorría las interminables reyertas que él y Gwenny habían sostenido en ese cuarto: la búsqueda del comentario más aplastante y cruel, la futilidad de sus armisticios. A pesar de haber durado tanto tiempo, todo había terminado; desde ese momento en adelante Gwenny dormiría con otro. Complain sintió a la vez pena y placer.

De pronto, al repasar los acontecimientos que llevaran al secuestro de Gwenny, recordó la figura espectral que se desvaneciera entre los pónicos al acercarse ellos. Se irguió en la cama, intranquilizado por algo; no era sólo la extraña facilidad con la que la silueta había desaparecido. Porque más allá de su puerta reinaba un silencio absoluto. Seguramente había permanecido perdido entre sus pensamientos por un tiempo más largo del que suponía; el baile había terminado; los bailarines estaban agotados por el sueño. Sólo él y su conciencia intentaban perforar el velo sepulcral que pendía sobre los corredores de Cuarteles. Si abriera en ese momento su puerta podría escuchar el susurro distante e infinito de los pónicos en crecimiento.

Pero el nerviosismo hacía que la idea de abrir la puerta le pareciera horrible. Recordó velozmente las leyendas acerca de seres extraños que con frecuencia circulaban por Cuarteles.

En primer lugar existían los pueblos misteriosos de Adelante. Se trataba de una zona lejana; sus habitantes poseían armas y costumbres extrañas, así como poderes desconocidos. Estaban avanzando lentamente por la maraña, y acabarían barriendo a todas las tribus menores; al menos, así lo aseguraba la leyenda. Pero por muy terribles que pudieran ser se los sabía humanos.

Los mutantes eran infrahumanos. Vivían como ermitaños o en pequeñas bandas perdidas entre la maraña, después de haber abandonado las tribus. Tenían demasiados dientes, demasiados brazos o muy poco seso. Algunos cojeaban, otros andaban a rastras, otros en cuclillas, debido a las deformidades de las coyunturas. Eran muy tímidos, razón por la cual se les suponía dueños de extraños atributos.

Y también existían los Forasteros. Éstos no eran humanos. Asolaban constantemente los sueños de los ancianos como Eff, pues habían nacido en forma sobrenatural de entre el estiércol de la maraña. Allí donde nadie podía penetrar, allí habían surgido a la vida. No tenían corazón ni pulmones, pero exteriormente se parecían a cualquier otro hombre; eso les permitía vivir entre los mortales sin ser reconocidos; de éstos tomaban energías y les absorbían los poderes, tal como los vampiros absorben la sangre. De tanto en tanto las tribus armaban cacerías de brujas, pero al abrir a los sospechosos se les encontraban siempre corazón y pulmones. Invariablemente los Forasteros escapaban a la identificación, pero todos sabían que estaban allí, y las mismas cacerías de brujas lo probaban.

En ese momento podían estar reuniéndose al otro lado de la puerta, tan amenazadores como la figura silente que se había desvanecido entre los pónicos.

Tal era la simple mitología de la tribu Greene; no presentaba variaciones radicales con respecto a las jerarquías fantasmales sostenidas por las otras tribus que avanzaban lentamente a través de esa región denominada Rutas Muertas[1]. También formaban parte de ella, aunque dentro de una especie totalmente distinta, aquellos seres llamados Gigantes. Los adelantinos, los mutantes y los Forasteros existían, y todo el mundo lo daba por sentado; de tanto en tanto atrapaban a algún mutante en la maraña y lo traían a la aldea para que bailara ante la gente; al fin, cansados de él, lo despachaban hacia el Largo Viaje. Muchos guerreros juraban asimismo que habían librado combates solitarios contra los Forasteros y los adelantinos. Pero en estas tres clases de entes había algo de elusivo. Durante la vela, si uno estaba acompañado era fácil descartarlos.

Los Gigantes, en cambio, no se podían descartar. Eran reales. En otros tiempos todo había pertenecido a ellos; el mundo era suyo. Algunos pretendían incluso descender de esa estirpe. Sus trofeos yacían ocultos por todas partes; su grandeza era evidente. Si alguna vez regresaban no habría forma de resistírseles.

Oscuramente, tras todas esas figuras fantasmales, vivía una más, menos figura que símbolo. Su nombre era Dios; no había por qué temerle, pero ya nadie pronunciaba su nombre; en realidad, era extraño que pasara aún de generación en generación. Tenía alguna relación indefinible con la frase «por el amor de ejem», que sonaba enfática sin ofrecer un significado preciso. Dios había acabado en un juramento discreto.

Pero lo que Complain había divisado aquella vela en los pónicos era más alarmante que cualquiera de esos entes. En medio de su ansiedad, Complain recordó algo más: el llanto que él y Gwenny oyeran. Los dos hechos individuales concordaban sin esfuerzo: el hombre y la tribu que se aproximaba. No se trataba de un Forastero ni de nada tan misterioso. Era un cazador de carne y hueso, perteneciente a otra tribu cercana. Algo tan simple, tan obvio…

Complain se recostó, más relajado. Un poco de raciocinio había aclarado toda esa estupidez. Aunque algo fastidiado por el hecho de que algo tan sencillo hubiera podido escapársele, se sintió orgulloso al pensar en su nueva lucidez. Nunca razonaba mucho. Cuanto hacía era demasiado automático, regido por las leyes locales o por las Enseñanzas universales, cuando no por su propio estado de ánimo. Pero ya no volvería a ser así. Desde ese momento en adelante trataría de parecerse más a… Bueno, a Marapper, por ejemplo, que evaluaba las cosas inmateriales, tal como Roffery evaluaba las mercancías.

A modo de experimentación buscó otros hechos para vincularlos. Tal vez si uno lograba juntar un buen número de hechos, hasta la teoría de la nave podía cobrar sentido.

Tendría que haber informado al teniente Greene que se aproximaba otra tribu. Había cometido un error. Si las tribus se encontraban habría una lucha terrible, y los Greene debían estar preparados. Bueno, ese informe podía esperar.

Se durmió casi subrepticiamente. Al despertar no hubo olor a comida que lo saludara. Se irguió rígidamente, gruñendo, rascándose la cabeza, para bajarse de la cama. Por un momento no tuvo otra sensación que la de su desgracia, pero enseguida surgió, por debajo de ese malestar, una cierta adaptabilidad. Se lanzaría a actuar, algo lo impulsaba a ello. De qué modo, eso era una cuestión que se resolvería por sí sola más tarde. Ese gran algo volvía a ofrecerse a él.

Se puso los pantalones y avanzó hasta la puerta para abrirla de par en par. En el exterior había un extraño silencio. Complain lo rastreó hasta el claro.

Los festejos habían concluido. Los actores, sin molestarse en regresar a sus apartamentos, se habían dejado caer allí donde el sueño los sorprendió, entre las brillantes ruinas de su alegría. Yacían estúpidamente dormidos sobre la dura cubierta; los que estaban despiertos no se molestaban en moverse. Sólo los niños hablaban en voz alta, como siempre, sacudiendo a las madres soñolientas para inducirlas a la acción. Cuarteles parecía un gran campo de batalla, pero los muertos no sangraban y el sufrimiento no había acabado para ellos.

Complain caminó en silencio por entre los durmientes.

En el mesón patrocinado por los solteros podría conseguir comida. Pasó por arriba de un par de amantes tendidos sobre el tablero de Viaje Ascendente. El hombre era Cheap, todavía tenía el brazo en torno a una muchacha regordeta y la mano metida dentro de su túnica; apoyaba la cara sobre la órbita y los pies en la Vía Láctea. Unas pequeñas moscas trepaban por las piernas de la chica, introduciéndose bajo su falda.

Una silueta se aproximaba a él. Complain, no sin disgusto, reconoció a su madre. Las leyes de Cuarteles (aunque no se aplicaban con mucho rigor) indicaban que todo niño debía dejar de comunicarse con sus hermanos al llegar a la altura de la cadera; cuando su estatura alcanzaba la cintura de un adulto dejaba también de alternar con su madre. Pero Myra era gárrula; lo que su cintura proscribía lo descartaba su lengua, y por eso hablaba sin vacilaciones con sus muchos hijos cuando se le presentaba la oportunidad.

—Saludos, madre —gruñó Complain—. Expansión a tu yo.

—A tus expensas, Roy.

—Que tu vientre se expanda igualmente.

—Me estoy haciendo demasiado vieja para esa fórmula, como bien sabes —observó, irritada por tanta formalidad.

—He salido a comer, madre.

—En ese caso es cierto que Gwenny ha muerto. ¡Ya lo sabía! Bealie vio tu castigo y oyó el anuncio. Eso acabará con su pobre padre, ¿sabes? Fue una lástima que no llegara a tiempo para verlo; me refiero al castigo. Pero no me perderé los otros si puedo evitarlo. Lo que ocurre es que conseguí un tono verde maravilloso en la rebatiña. Teñí todo. Mira el blusón que llevo puesto. ¿Te gusta? Es lo más bonito que…

—Oye, madre, me duele la espalda. No tengo ganas de hablar.

—Claro que te duele, Roy, ¿qué pretendías? Me estremezco al pensar cómo estarás cuando acabes con tu castigo.

»Tengo un poco de grasa para frotarte; eso suavizará los poros. Tendrías que hacerte ver por el doctor Lindsey, si tienes un poco de carne para cambiar por sus servicios… Y supongo que tendrás, ahora que no está Gwenny. En realidad nunca me gustó esa chica.

—Oye, madre…

—Oh, si vas al mesón te acompañaré. No iba a ninguna parte. Por cierto oí decir… Muy en secreto, naturalmente; me lo dijo la vieja Toomer Munday, aunque sabrá ejem de dónde lo sacó ella… Oí decir que los guardias encontraron un poco de té y de café en el depósito de tinturas. ¡Como habrás podido ver, eso no lo repartieron! Los Gigantes cultivaban mejor café que el nuestro.

Aquel torrente de palabras lo envolvió mientras comía.

Después ella lo llevó a su propio cuarto y le untó las heridas con grasa, mientras le repetía algunos consejos:

—Recuerda, Roy, que las cosas no siempre te saldrán mal. Estás pasando por una etapa de mala suerte, pero no te dejes abatir.

—Las cosas siempre salen mal, madre. ¿Para qué vivir?

—No debes hablar así. Sé que las Enseñanzas recomiendan no ocultar ninguna amargura, pero tú no miras las cosas como yo lo hago. Como siempre he dicho, la vida es un misterio. El simple hecho de estar vivo…

—¡Oh, conozco todo eso! Por lo que a mí respecta, la vida es inaceptable.

Myra miró la cara de su hijo, mientras las arrugas de la suya se reacomodaban en una expresión más suave.

—Cuando quiero consolarme —dijo— pienso en una gran extensión negra que se esparce en todas direcciones. Y en esa negrura hay una serie de farolillos que comienzan a arder. Esos farolillos son nuestras vidas, que arden con bravura. Nos muestran lo que nos rodea, pero lo que significan esas cosas, quién enciende las lámparas y por qué fueron encendidas…

Suspiró, concluyendo:

—Cuando se apague nuestra lámpara y emprendamos el Largo Viaje, tal vez entonces sepamos algo más.

—¿Y dices que eso te consuela? —preguntó Roy, despectivo.

Llevaba mucho tiempo sin escuchar de su madre la parábola de los farolillos; aunque en ese momento se sentía tranquilizado al recordarla, no podía demostrarlo ante ella.

—Sí. Sí, me consuela. Ya ves, nuestros farolillos están ardiendo juntos aquí. Y señaló un punto de la mesa con su pequeño dedo, para agregar enseguida:

—Me alegro de que el mío no esté ardiendo solo allí, en lo desconocido. E indicó otro sitio extendiendo el brazo.

Complain se levantó, meneando la cabeza.

—No sé por qué —confesó—. Bien podría ser que allá fuera todo anduviese mejor.

—¡Oh, sí, podría ser! Pero sería diferente. Eso es lo que temo. Todo sería diferente.

—Supongo que tienes razón. Pero a mí me gustaría que las cosas fueran distintas aquí mismo. A propósito, madre, mi hermano Gregg, el que abandonó la tribu para perderse en la maraña…

—¿Sigues acordándote de él? —preguntó la anciana, con ansiedad—. Gregg era de los buenos, Roy; habría llegado a guardia si se hubiese quedado.

—¿Crees que aún pueda estar vivo?

Ella meneó decididamente la cabeza.

—¿En las marañas? Puedes estar seguro de que los Forasteros lo capturaron. Una pena, realmente una pena. Gregg habría sido buen guardia. Siempre lo dije.

Cuando Complain iba a marcharse, ella dijo apresuradamente:

—El viejo Ozbert Bergass aún respira. Dicen que llama a su hija Gwenny. Tu deber es ir a visitarlo.

Por una vez había dicho una verdad irrebatible. Y por una vez el deber venía coloreado con algo grato; Bergass era un héroe dentro de la tribu.

El manco Olwell, con un pato muerto sobre el hombro del brazo bueno, saludó a Complain con gesto hosco; aparte de él no había un alma por los alrededores. Los cuartos que constituían la vivienda de Bergass estaban cerca de la barricada trasera; en otros tiempos constituían la parte frontal de Cuarteles, pero a medida que la tribu avanzaba fueron quedando atrás. Por el tiempo en que estaban en el medio de la aldea Ozbert Bergass alcanzó la cumbre de su poder. Ahora, ya en su edad provecta, habían quedado alejados de todos los demás. Junto a sus puertas se levantaba la última barrera, el límite entre la humanidad y Rutas Muertas. En realidad, varios cuartos vacíos lo separaban de sus vecinos más próximos: quienes los ocuparan antes, gente delicada y enfermiza, se habían trasladado hacia el centro. Él, en cambio, permanecía allí, alargando las líneas de comunicación, en gloriosa decadencia, con un inusitado número de mujeres.

Los festejos no habían llegado hasta allí. En contraste con la temporaria alegría que se detectaba en el resto de Cuarteles, el pasillo de Bergass tenía un aspecto helado y siniestro. Probablemente esos parajes habían sufrido los efectos de una explosión hacía mucho tiempo, tal vez en la época de los Gigantes. Las paredes estaban ennegrecidas en un buen trecho, y en la cubierta superior había un agujero cuyo diámetro superaba la estatura de un hombre. No había luces ante la puerta del anciano guía.

El avance constante de la tribu había contribuido a esa decadencia; unos cuantos pónicos habían lanzado sus semillas sobre la barricada trasera y allí crecían, velludos y achaparrados, a lo largo de la cubierta sucia.

Intranquilo, Complain llamó a la puerta de Bergass. Al abrirse dejó paso a una babel de ruidos y vapor, que aleteó como una nube de insectos en torno a la cabeza de Complain.

—Tu yo, madre —dijo cortésmente a la vieja bruja asomada a la puerta.

—Tus expensas, guerrero. ¡Oh, eres tú, Roy Complain! ¿Qué buscas? Creía que todos esos tontos jóvenes estaban ebrios. Será mejor que pases. No hagas ruido.

Era un cuarto amplio; gran cantidad de tallos secos de pónicos, alineados contra las paredes, le daban el aspecto de un bosque muerto. En otros tiempos Bergass tenía la obsesión de echar abajo el tejido mismo del mundo en que vivían, paredes y cubierta, para vivir en las marañas, en chozas construidas con esos tallos. Llevó a cabo su idea a modo de experimento en una amplia zona de Rutas Muertas y logró sobrevivir, pero nadie más quiso adoptar ese proyecto.

El cuarto olía a caldo; en un rincón, una muchacha revolvía el guiso en un caldero humeante. A través del vapor Complain vio otras mujeres en la habitación. Para su sorpresa, el anciano Ozbert Bergass estaba sentado en el medio, sobre una alfombra, pronunciando un discurso que nadie escuchaba, pues todas las mujeres parecían ocupadas en su propia charla. Era inexplicable que alguien hubiese oído su llamada.

Se arrodilló junto al anciano. La raíz trepadora estaba ya muy avanzada. Partía de su estómago, como era habitual, para describir su corto trayecto hasta el corazón. De la carne le surgían pequeñas varillas, tan largas como la mano de un hombre, que daban a su cuerpo marchito el aspecto de un cadáver atravesado por ramitas podridas.

—… y así la nave fue perdida y el hombre fue perdido y la misma pérdida se perdió —dijo el anciano, oscuramente, con los ojos inexpresivos fijos en la cara de Complain—. Yo he trepado por entre las ruinas y sé, y digo que cuanto más tiempo pasa, menores son nuestras oportunidades de encontrarnos a nosotros mismos. Vosotras, tontas mujeres, no comprendéis; no os importa, pero he dicho muchas veces a Gwenny que él lleva mal a la tribu. «Haces mal», le he dicho, «cuando destruyes todo lo que se te pone delante porque crees que alguien podría usarlo contra ti. Estas cosas contienen secretos que deberíamos conocer», le he dicho, «y eres un tonto. Deberíamos estar recomponiendo las cosas, no destruyéndolas. Te digo que he viajado por más cubiertas de las que tú conoces siquiera de nombre», dije… ¿Qué buscas aquí, señor?

Puesto que esta interrupción al monólogo parecía estarle dedicada, Complain respondió que había venido a ofrecer sus servicios.

—¿Servicios? —preguntó Bergass—. Siempre me he defendido solo. Y mi padre lo hizo antes que yo. Mi padre fue el mejor de todos los guías. ¿Sabes por qué esta tribu ha llegado a ser lo que es? Te lo diré. Cuando yo era jovencito, mi padre salió un día conmigo de investigación y descubrió lo que los Gigantes llamaban «armería». ¡Sí, cámaras repletas de pistolas paralizantes! De no haber sido por ese descubrimiento los Greene no habrían llegado a tanto; a estas alturas ya habrían muerto. Sí, podría llevarte ahora mismo a esa armería, si te atrevieras a acompañarme. Lejos, hacia el centro de Rutas Muertas, donde los pies se convierten en manos y el suelo se aleja de ti, donde vuelas en el aire como los insectos.

«Está chocheando», pensó Complain. Era inútil comunicarle la desaparición de Gwenny si estaba pensando en locuras tales como pies que se convertían en manos. Pero el viejo guía se interrumpió bruscamente para decir:

—¿Qué haces aquí, Roy Complain? Dame otro poco de caldo; tengo el estómago más seco que la madera.

Mientras indicaba por señas a una de las mujeres que trajera un cuenco Complain explicó:

—Vine a ver cómo estabas. Eres un gran hombre; me apena encontrarte así.

—Un gran hombre —murmuró el otro estúpidamente.

Y enseguida, en un arranque de energías, estalló:

—¿Dónde está mi caldo? ¡Por los clavos de ejem! ¿Qué están haciendo esas rameras? ¿Lavándose el culo en él?

Una joven se apresuró a pasarle un cuenco de caldo, mientras dedicaba a Complain un guiño lleno de picardía. Bergass estaba demasiado débil para servirse por sí mismo. Complain le dio en la boca aquel líquido grasiento. Los ojos del anciano guía buscaban los suyos, como si tuvieran un secreto que transmitirle; según se decía, los moribundos trataban siempre de mirar a los ojos, pero la costumbre hizo que Complain rechazara aquella mirada brillante. Se volvió, consciente de pronto de la mugre que lo rodeaba. Había en la cubierta polvo en cantidades tales que podían crecer pónicos allí.

—¿Cómo es que no ha venido el teniente? ¿Dónde está Lindsey, el médico? —estalló, furioso—. ¿No tendrías que recibir la atención de Marapper, el sacerdote? Necesitas una mejor atención.

—Despacio con esa cuchara, mocito. Un momento, espera un momento que voy a orinar… Ah, mi maldita barriga. Dura, muy dura… El médico… hice que mis mujeres lo echaran. El viejo Greene no vendrá; tiene miedo de contraer la raíz. Además se está poniendo tan viejo como yo; Zilliac lo derribará cualquier sueñovela de éstos y se hará cargo del poder… Ése sí es un hombre…

Al ver que Bergass volvía a divagar, Complain dijo, desesperado:

—¿Puedo traer al sacerdote?

—¿El sacerdote? ¿Quién, Henry Marapper? Acércate y te diré algo. Que quede entre los dos. Es un secreto. Nunca se lo dije a nadie. Despacio… Henry Marapper es hijo mío. ¡Sí! No creo en su sarta de mentiras más de lo que creo en…

Se interrumpió con una especie de cacareo que Complain tomó por exclamaciones de dolor; enseguida comprendió que se estaba riendo; entre carcajada y carcajada decía:

—¡Hijo mío!

No tenía sentido quedarse allí. Complain se dirigió secamente a una de las mujeres y se levantó, disgustado, mientras Bergass reía tan violentamente que los brotes del estómago chocaban uno contra otro. Las otras siguieron charlando sin prestarle atención, con las manos sobre el regazo o haciendo el perpetuo ademán de abanico para ahuyentar las moscas. A oídos del cazador, que se retiraba, llegaron fragmentos del diálogo.

«… y de dónde sacó todas esas ropas, me gustaría saber. Es sólo un obrero de granja. Te digo que es espía».

«Eres demasiado liberal con tus besos, joven Wenda. Créeme, cuando llegues a mi edad…».

«el mejor plato de sesos que he comido en mi vida… que mamá Cullindram tuvo una camada de siete; todos nacieron muertos menos un pobre chiquillo. La última vez fueron quintillizos, ¿recuerdas? Se lo dije directamente: “Tienes que ser firme con tu hombre…”».

«… apostando todo lo que gana…».

«… mentía…».

«… nunca me reí tanto…».

Ya en el corredor oscuro se recostó por un instante contra la pared, con un suspiro de alivio. No había hecho nada, ni siquiera dar a Bergass la noticia de la muerte de Gwenny; sin embargo algo había pasado en su interior. Era como si un gran peso avanzara por su cerebro; le causaba dolor pero también le permitía ver con mayor claridad. Supo instintivamente que de él surgiría alguna especie de culminación.

En el cuarto de Bergass hacía mucho calor; Complain chorreaba sudor. Desde allí se oía aún el murmullo de las voces femeninas, si uno prestaba atención. De pronto tuvo una visión de Cuarteles tal como en verdad era: una gran caverna, llena hasta la saturación con el gorjeo de muchas voces. No había una acción auténtica; sólo voces, voces moribundas.