La caza se había convertido en una verdadera pasión para Gwenny. La liberaba de Cuarteles, puesto que ninguna mujer podía salir de allí a solas, y era una fuente de entusiasmo. Aunque no participaba activamente, se arrastraba como una sombra detrás de Complain, siguiendo a los animales que habitaban las marañas.
A pesar de la proliferación de los animales domésticos y de la consiguiente baja en los precios de los salvajes, en Cuarteles no había aún carne suficiente para satisfacer las necesidades, siempre en aumento. La tribu soportaba un desequilibrio constante; se había formado hacía sólo dos generaciones bajo el mandato del abuelo Greene, y no se bastaría a sí misma hasta dentro de algún tiempo. En realidad, todavía padecía riesgos de perecer ante cualquier accidente serio o inconveniente de gravedad, y en ese caso las familias componentes se verían obligadas a buscar aceptación en otras tribus.
Complain y Gwenny siguieron por un rato cierto sendero que se extendía por entre la maraña desde la barricada; después entraron a la espesura. Cuando hubieron dejado atrás a los dos o tres cazadores con quienes se cruzaron en el camino, sólo quedó en torno a ellos la crepitante soledad de la maraña. Complain decidió trepar por una pequeña escalera de cámara, abriéndose paso por entre los tallos amontonados sin cortarlos, a fin de que el rastro fuera menos visible. Al llegar arriba se detuvieron; Gwenny echó una mirada ansiosa sobre el hombro de su marido.
Cada uno de los pónicos se esforzaba por alcanzar la luz en impulsos de efímera energía, agolpándose en lo alto. Por lo tanto la iluminación general era bastante enfermiza, más adecuada para imaginar cosas que para verlas. A esto se agregaban las nubes de moscas y diminutos mosquitos que volaban como humo entre el follaje; la visibilidad era así limitada y alucinatoria. Empero, sin lugar a dudas, había allí un hombre de pie, observándolos; tenía los ojos saltones y la frente blanca como la tíza.
Estaba a tres pasos de distancia, alerta. Tenía descubierto el pecho amplio, pues sólo vestía unos pantalones. Parecía mirar hacia un punto a la izquierda de la pareja.
Sin embargo la luz era tan insuficiente que, cuanto más miraba uno, menos seguro estaba de los detalles. Pero el hombre estaba allí. Y de pronto no estuvo más.
—¿Era un fantasma? —susurró Gwenny.
Complain, tomando la pistola paralizante, apretó el paso. Era casi posible persuadirse de que lo había engañado un juego de sombras, dada la silenciosa desaparición del espectador. Pero ya no había señales de él, salvo por los brotes aplastados en el sitio donde posara los pies.
—No sigamos —susurró Gwenny, nerviosa—. ¿Y si era un hombre de Adelante, o un Forastero?
—No seas tonta —respondió él—. Sabes que hay hombres salvajes, que se han vuelto locos y viven solos en la maraña. No nos harán daño. Si hubiese querido dispararnos ya lo habría hecho.
De cualquier modo se le erizaba la piel de sólo pensar que ese errabundo podía estar apuntándoles o planeando matarlos, tan segura e invisiblemente como si fuera una enfermedad.
—Pero la cara era tan blanca… —protestó Gwenny.
Él la tomó del brazo con firmeza y la condujo hacia adelante. Cuanto antes se alejaran de ese lugar mejor sería.
Avanzaron con bastante celeridad; tras cruzar un caminito de cerdos pasaron a un corredor lateral. Allí Complain se agachó, con la espalda contra la pared, e indicó a Gwenny que lo imitara.
—Escucha. Fíjate si nos siguen —dijo.
Los pónicos se rozaban, susurrantes; incontables insectos parecían roer el silencio. El ruido resultante dio a Complain la sensación de un estruendo que crecería hasta partirle la cabeza. Y en medio de ese ruido había una nota que no debía escucharse allí.
Gwenny también la había escuchado.
—Nos estamos acercando a otra tribu —susurró—. Hay una por este callejón.
Lo que escuchaban era el inevitable llanto de los bebés, que anunciaba la presencia de una tribu mucho antes de llegar a sus barricadas, aun antes de que su olor fuera perceptible. Sólo unas pocas velas antes, esa zona, ese territorio estaba habitado exclusivamente por los cerdos; por lo visto alguna tribu se aproximaba lentamente a las reservas de caza de los Greene, proveniente de algún otro nivel.
—Informaremos sobre esto cuando regresemos —dijo Complain, mientras conducía a su mujer por otro camino.
Avanzó con facilidad, contando los recodos a medida que los tomaba, a fin de no perderse. Al fin apareció una arcada de baja altura a su izquierda; pasaron por ella y hallaron el rastro de un cerdo. Estaban en la zona conocida como Escaleras-de-Popa, donde una gran colina conducía a los niveles inferiores. Por encima del borde del barranco les llegó el ruido de algo roto y un chillido inconfundible: ¡cerdos!
Complain indicó a Gwenny con un gesto que permaneciera donde estaba. Enseguida tomó diestramente el arco colgado en su hombro y lo armó con una flecha para iniciar el descenso, despierto ya su corazón de cazador, olvidadas todas sus preocupaciones, moviéndose como un fantasma. Los ojos de Gwenny le irradiaron un ignorado mensaje de solidaridad.
Los pónicos del nivel inferior, al encontrar espacio para desarrollar toda su estatura, habían alcanzado el tamaño de árboles delgados, arqueándose en la parte superior. Complain se deslizó hasta el borde para mirar por entre ellos. Un animal se movía allá abajo, hozando satisfecho entre las raíces; el chillido escuchado un momento antes parecía el de una criatura pequeña, pero no se veían crías por allí.
Mientras descendía cautelosamente la cuesta, cubierta asimismo por la maraña ubicua, sintió una pasajera punzada de dolor por la vida que robaría. ¡La vida de un cerdo! Sofocó inmediatamente aquel sentimiento: las Enseñanzas no aprobaban la blandura.
Junto a la cerda había tres lechoncillos. Dos eran negros; el restante, pardo. Eran animales peludos y zanquilargos, con el aspecto de lobos, de hocicos prensiles y mandíbulas espatuladas. La cerda, con toda gentileza, ofreció el gordo flanco a la flecha lista. Enseguida alzó la cabeza en señal de sospecha y filtró la mirada de sus ojillos por entre los tallos que la rodeaban.
—¡Roy! ¡Roy! ¡Socorro!
El grito llegó desde lo alto, penetrante. Era la voz de Gwenny, en la clave aguda del terror.
La familia porcina se asustó instantáneamente. La madre echó a correr por entre los tallos, mientras los pequeños se esforzaban por seguirle el paso. Pero los susurros de la huida no llegaron a cubrir el ruido de una lucha sobre la cabeza del cazador.
Complain no vaciló. En la primera sorpresa había dejado caer la flecha, pero no intentó recogerla. Se colgó rápidamente el arco, extrajo la pistola paralizante y trepó a toda prisa la cuesta de Escaleras-de-Popa. Sin embargo, no es fácil subir a la carrera una pendiente cubierta de maleza. Cuando llegó a la cima, Gwenny había desaparecido.
Oyó un ruido de ramas quebradas hacia la izquierda y como en esa dirección. Corría agachado, para presentar tan poco blanco como fuera posible. Al fin pudo ver que dos hombres barbudos se llevaban a Gwenny. Ella no se debatía; los hombres debían haberla desmayado.
Pero había un tercer captor, a quien Complain no vio, y fue él quien estuvo a punto de derribarlo. Se había quedado atrás, entre los tallos, para cubrir la retirada. En ese momento lanzó a lo largo del corredor una flecha que pasó como un latigazo junto a la oreja de Complain. Éste se echó instantáneamente al suelo para esquivar un segundo proyectil y retrocedió de prisa por la huella. Nada ganaría perdiendo la vida.
Silencio. El incesante rumor de las plantas en crecimiento demencial. Tampoco ganaba nada conservando la vida. Los hechos se presentaron uno a uno ante su conciencia para golpearlo después en bloque. Había perdido los cerdos, había perdido a Gwenny; tendría que presentarse ante el Consejo para explicar por qué en el futuro habría una mujer menos. Por un instante el aturdimiento oscureció el problema principal; había perdido a Gwenny. Complain no la amaba; con frecuencia llegaba a odiarla; pero era suya y necesaria.
Un enojo consolador le bulló en la mente, ahogando cualquier otra emoción. ¡El enojo! Tal era el bálsamo que indicaban las Enseñanzas. Arrancó varios puñados de raíces y los arrojó lejos, contorsionando la cara, elaborando su enojo, batiéndolo como crema en un cuenco. Furioso, furioso, furioso… Se aplastó contra el suelo, golpeando la tierra con los puños, estallando en coléricas maldiciones. Pero siempre en silencio.
Cuando aquello pasó, Complain volvió a sentirse vacío. Permaneció largo rato allí, sentado, mano sobre mano, dejando que el cerebro se le lavara hasta quedar como el barro de las mareas. Ya no quedaba sino levantarse y volver a Cuarteles. Tenía que presentar su informe.
Podría quedarme aquí para siempre (decían en su mente agotados pensamientos). La brisa es leve y uniforme, la luz se oscurece sólo ocasionalmente. Los pónicos crecerían y sucumbirían para pudrirse a mi alrededor No me cabría otro daño que el de la muerte.
Sólo si conservo la vida podré encontrar ese algo que me falta, ese algo enorme. Algo que me prometí siendo niño. Tal vez jamás lo halle; quizá Gwenny pudo haberlo descubierto para mí. No, no podía; era sólo un sustituto, debo admitirlo. Tal vez eso no existe siquiera. Pero cuando algo tan grande carece de existencia, eso es una existencia en sí. Un agujero, una pared. Como dice el sacerdote, ha habido una calamidad.
Casi puedo imaginar algo. Es grande. Grande como… No hay nada más grande que el mundo; sería el mundo mismo. Mundo, nave, tierra, planeta… Las teorías de otros no son asunto mío: las teorías nada resuelven. Son sólo revoltijos, más revoltijos lamentables, rumores, suposiciones.
Levántate, tonto, débil.
Se levantó. Si bien no había razones para regresar a Cuarteles, tampoco las había para permanecer allí sentado. Quizá lo que más demoraba el regreso era la precognición de la indiferencia habitual: un cauteloso apartar la vista, alguna sonrisa burlona ante el probable destino de Gwenny, el castigo por la pérdida. Inició lentamente el camino de regreso a través de la maraña.
Antes de surgir a la vista, en el claro situado frente a la barricada, advirtió su presencia con un silbido; una vez identificado pudo entrar a Cuarteles. Durante el corto período de su ausencia se había producido un cambio sorprendente; no pudo dejar de notarlo, a pesar de su aturdimiento.
Para la tribu Greene la vestimenta era un verdadero problema, tal como lo demostraba la variedad de ropas usadas. No había dos personas que vistieran de modo parecido; puesto que entre ellos no se fomentaba el individualismo, aquello se debía más a la necesidad que a las preferencias personales. Para la tribu las ropas no servían tanto para abrigar el cuerpo como para dos funciones opuestas; proteger el pudor y exhibirse; además era una muestra simple y evidente de la importancia social. Sólo el grupo más selecto, los guardias, los cazadores y algunos personajes como el cotizador, podían vestir algo similar a un uniforme. El resto se las componía con variadas telas y pieles.
Pero en ese momento lo viejo y lo gris lucía tan brillante como las prendas más nuevas. ¡Hasta el más bajo de los trabajadores llevaba harapos de un verde deslumbrante!
—¿Qué demonios pasa aquí, Btitc? —preguntó Complain a un hombre que pasaba.
—Expansión a tu yo, amigo. Los guardias encontraron hace un rato cierto depósito de tinturas. ¡Ve a darte un baño! Habrá una gran celebración.
Más allá se había reunido una verdadera multitud que charlaba con entusiasmo. Sobre cubierta habían alineado una serie de cocinas; encima, como otros tanto calderos de brujas, borboteaban las cacerolas más grandes que había en existencia. Amarillo, escarlata, rosado, malva, negro, azul marino, azul celeste, verde y cobrizo: cada uno de los líquidos hervía y burbujeaba en medio del vapor, mientras la gente pululaba por allí, sumergiendo aquí una prenda, allá otra. La desacostumbrada animación parecía algo estridente en medio del espeso vapor.
No era ése el único empleo dado a las tinturas. Cuando se hubo decretado que no eran de ninguna utilidad para el Consejo, los guardias arrojaron los envases para que cualquiera se apropiara de ellos. Muchos abrieron las bolsitas para lanzarlas contra las paredes o el suelo. Toda la aldea estaba decorada con redondeles o abanicos de colores brillantes.
La danza había comenzado. Hombres y mujeres se tomaron por las manos para girar en los espacios abiertos, como arco iris rastreros entre los charcos parduscos. Un cazador trepó de un salto a un cajón y empezó a cantar. Una mujer de túnica amarilla se instaló a su lado para batir palmas al compás. Otra agitó una pandereta. Más y más gente se unía al enjambre y cantaba, y golpeaba los pies en torno a los calderos, por la cubierta, y giraba sobre sí, todos jadeantes pero arrebatados por la alegría. Estaban ebrios de color; muchos de ellos lo disfrutaban casi por primera vez.
También los artífices y algunos de los guardias se agregaron a la fiesta, incapaces de resistir el entusiasmo que permeaba el aire húmedo. Los hombres salían en tropel de los cuartos de cultivo o regresaban desde las distintas barricadas, ansiosos por compartir el placer.
Complain observó todo aquello con aire sombrío; giró sobre sus talones y se dirigió al Comando para presentar su información.
Un oficial escuchó su relato sin decir palabra; después le ordenó secamente presentarse ante el teniente Greene en persona.
Eso de perder una mujer podía ser un asunto grave. La tribu Greene contaba con unas novecientas almas, de las cuales casi la mitad eran menores; del resto sólo unas ciento treinta pertenecían al sexo femenino. Dentro de Cuarteles eran muy comunes los duelos para formar pareja.
Lo llevaron frente al teniente. El anciano estaba sentado ante un antiguo escritorio, flanqueado por dos guardias, con los ojos cautelosamente ocultos bajo las cejas espesas. Se las compuso para expresar su desagrado sin hacer un gesto.
—Expansión a tu yo, señor —saludó Complain, humilde.
—A tus expensas —fue la respuesta, según lo acostumbrado.
Enseguida el anciano gruñó:
—¿Cómo hiciste para perder a tu mujer, cazador Roy Complain?
Entre dudas y pausas, él relató como la habían raptado en la cima de Escaleras-de-Popa.
—Fue obra de adelantinos, sin duda —sugirió.
—No vengas con esas idioteces —ladró Zilliac, uno de los ayudantes de Greene—. Ya nos han contado esas leyendas de razas superiores, pero no creemos en ellas. La tribu Greene domina todo este sector de Rutas Muertas.
A medida que Complain avanzaba en su relato, el teniente se enojaba más y más. Comenzaron a temblarle los miembros, los ojos se le llenaron de lágrimas y la boca se le contorsionó hasta cubrir la barbilla de saliva; las fosas nasales se le llenaron de moco. El escritorio se balanceaba al compás de su furia, mientras él se mecía entre gruñidos; bajo el escaso pelo blanco su piel había tomado un pálido tono parduzco. Complain, a pesar de su miedo, se vio forzado a admitir que la presentación era magnifica y sobrecogedora.
El momento culminante llegó cuando el teniente, vibrando como una trompa bajo la ira que lo invadía, cayó repentinamente al suelo y, permaneció inmóvil. De inmediato Zilliac y Patcht, su compañero, se irguieron sobre el cuerpo, con las pistolas paralizantes listas y el rostro contraído por un recíproco enojo.
Lenta, muy lentamente, tembloroso, el teniente volvió a su silla, exhausto por el ritual obligatorio. «Algún día se matará con esas representaciones», se dijo Complain, algo reconfortado por el pensamiento.
—Ahora debo decidir tu castigo según la ley —dijo el anciano, con un hilo de voz.
Y echó una mirada en torno al cuarto, con expresión desolada.
—Gwenny no era una mujer digna de la tribu, a pesar de ser hija de un hombre brillante —observó Complain, humedeciéndose los labios—. No podía tener hijos, señor. Tuvimos tino, una niña, que murió antes de respirar. No podía tener más, señor… Así lo dijo Marapper el sacerdote.
—¡Marapper es un tonto! —exclamó Zilliac.
—Tu Gwenny era una muchacha bien formada —agregó Patcht—. Buen físico. Agradable para la cama.
—Ya sabes lo que las leyes establecen, Joven —dijo el teniente—. Mi abuelo las creó al crear la tribu. Siguen a las Enseñanzas en orden de importancia en nuestro… en nuestra vida. ¿Qué significa todo ese barullo Zilliac? Sí, fue un gran hombre, mi abuelo. Recuerdo que en el día de su muerte me hizo llamar…
Las glándulas del miedo trabajaban sutil y copiosamente en Complain, pero en un repentino arranque de objetividad se vio a sí mismo y a los otros tres, cada uno siguiendo su propio y exclusivo Sendero, consciente de los otros sólo en su papel de interpretaciones o manifestaciones de sus propios temores. Todos estaban aislados y cada uno alzaba la mano contra su prójimo.
—¿Cuál será la sentencia? —graznó Zilllac, interrumpiendo las reminiscencias del teniente.
—¡Oh, ah, veamos! Ya estás castigado con el hecho de haber perdido a tu mujer, Complain. No hay otra disponible para ti por ahora. ¿Por qué hay tanto ruido fuera?
—Si no lo castiga usted —sugirió Patcht, hábilmente—, se dirá que está perdiendo su mano de hierro.
—¡Oh, claro, claro! Pero si iba a castigarlo; tu sugerencia es innecesaria, Patcht. Cazador… eh, este… Complain, en los próximos seis sueñovelas recibirás seis latigazos, que serán administrados por el capitán de guardias antes de cada sueño, a partir de ahora. Bien. Puedes irte. Y tú, Zilliac, por el amor de ejem, ve a ver qué es ese barullo.
Y así Complain se encontró nuevamente afuera, ante un muro de ruido y color. Todo el mundo parecía estar allí, bailando insensatamente en una orgía de diversión. En tiempos normales él mismo se habría lanzado a la rueda, pero en su presente estado de ánimo se limitó a dar un rodeo para esquivar la multitud, escapando a todas las miradas.
De cualquier modo no quiso regresar de inmediato a su compartimiento. (Lo echarían de allí, ahora que no tenía mujer; los solteros no tenían cuartos propios). Fue a gandulear tímidamente por las márgenes del bullicio, con el estómago atenazado por la proximidad del castigo, mientras la ronda pasaba, centelleante. Varios grupos se separaron del principal al modo bíparo, para bailotear frenéticamente al son de los instrumentos de cuerda. El barullo era incesante; en aquellos movimientos alocados sacudidas de cabeza, retorcerse de brazos) cualquier observador habría hallado motivos para la alarma, pero los observadores eran pocos; uno era Lindsey, el médico alto y saturnino; otro, Fermour, demasiado lento para ese torbellino; también estaban Wantage, que apartaba de la multitud el lado deforme de la cara, y el Fustigador Público. Éste tenía compromisos que cumplir, y a su debido tiempo apareció ante Complain con una escolta. Le arrancaron rudamente las ropas de la espalda y se le administró la primera cuota de castigo.
Por lo común esos espectáculos atraían mucho público, pero en esa oportunidad había cosas mejores en que entretenerse; Complain sufrió casi en privado. La siguiente aplicación merecería más espectadores.
Volvió a su compartimiento, casi descompuesto, bajándose la camisa sobre las heridas. Al entrar se encontró con Marapper, el sacerdote, que lo aguardaba allí.