1

El corazón de Roy Complain parecía llenar el claro con sus latidos, como el eco de un radar que rebotara en un objeto distante para retornar después a sus orígenes. Se detuvo en el umbral de su compartimiento, escuchando aquel loco martilleo de sus arterias. La voz de Gwenny dijo a sus espaldas:

—¡Bueno, vete, si eso es lo que quieres! ¿No dijiste que te ibas?

Había en esa voz un agudo sarcasmo que le impulsó hacia el claro. Se marchó dando un portazo, sin mirar hacia atrás, con un gruñido sordo en el fondo de la garganta. Enseguida se frotó dolorosamente las manos, en un intento de recobrar el dominio de sí. Tal era la vida en común con Gwenny; reyertas que se iniciaban por nimiedades, demenciales arranques de cólera que le desgarraban como una enfermedad. Ni siquiera se trataba de simples enojos, sino de algo cenagoso, en cuyos peores momentos conservaba la conciencia de que volvería a ella poco después, para humillarse pidiéndole disculpas. Necesitaba a su mujer.

A hora tan temprana del período de vela quedaban aún algunos hombres por allí: más tarde se dispersarían para ocuparse cada cual de lo suyo. Varios jugaban al Viaje Ascendente, sentados sobre cubierta. Complain se acercó malhumorado, con las manos en los bolsillos, para contemplar el juego por entre sus cabezas despeinadas. El tablero estaba pintado directamente en la cubierta y su longitud equivalía a dos veces la de un brazo extendido. Sobre él se veían símbolos y fichas esparcidos. Uno de los jugadores se inclinó para mover un par de cubos.

—Rodeado el cinco —dijo, con una sombría expresión de triunfo.

Levantó la vista hacia Complain y le guiñó un ojo buscando su complicidad. El espectador se marchó sin más interés. Durante largos períodos de su vida aquel juego había ejercido sobre él una atracción casi incontenible; en la adolescencia solía practicarlo hasta que le crujían los miembros de tanto permanecer en cuclillas, hasta que ya no podía fijar la vista sobre los dados de plata. El embrujo del Viaje Ascendente se extendía también sobre casi todos los miembros de la tribu Greene; les proporcionaba una sensación de espacio y de poder, cosas escasas en aquella existencia. Pero Complain se había liberado de esa atracción. En ese momento la echó de menos: le habría venido bien volver a apasionarse por algo.

Avanzó por el claro, ceñudo, desdeñando las puertas que se abrían a cada lado, pero sin dejar de lanzar rápidas miradas sobre los transeúntes como en busca de una señal. Allá iba Wantage a paso rápido, rumbo a las barricadas; mantenía como por instinto el lado izquierdo de la cara fuera de la vista, a fin de ocultar su deformidad. Wantage nunca jugaba ante el largo tablero, porque no podía soportar la presencia de una persona a su izquierda. ¿Cómo era posible que el Consejo lo hubiera dejado con vida al nacer? Para los muchos deformes que nacían en la tribu Greene no cabía otro destino que el cuchillo. Durante su infancia Wantage recibió de los otros niños el apodo de Cara Cortada y fue el blanco de todas sus burlas. Pero a medida que se iba convirtiendo en hombre vigoroso y feroz, los demás decidieron adoptar una actitud más tolerante y acabaron por velar discretamente las pullas.

Sin que Complain tomara mucha conciencia de ello, su falta de rumbo había pasado a tener un propósito definido: se dirigía también hacia las barricadas, siguiendo a Wantage. Allí estaba el mejor de los compartimientos, reservado, como era natural, para uso del Consejo. Una de las puertas se abrio de par en par; por ella salió el teniente Greene, acompañado por dos de sus oficiales. Greene era ya anciano pero mantenía su carácter irritable; algo en su paso espasmódico recordaba el andar impetuoso de su juventud. Patcht y Zilliac, sus oficiales, marchaban altaneramente a su lado, con las pistolas paralizantes bien visibles en el cinturón.

Para diversión de Complain aquella súbita aparición asustó a Wantage, quien se vio impelido a saludar al jefe. Lo hizo con un ademán vergonzoso, como si quisiera llevarse la cabeza a la mano en vez de hacerlo a la inversa; Zilliac respondió con una horrible sonrisa. Casi todo el mundo estaba condenado a la subordinación, aunque el orgullo no les permitiera reconocerlo.

Cuando Complain se vio a su vez en el grupo, adoptó el gesto acostumbrado para pasar ante él: frunció el ceño y volvió la cabeza hacia otro lado. Nadie podía decir que él, un cazador, difería de cualquier otro. Estaba en las Enseñanzas: «Ningún hombre es inferior a otro mientras no sienta la necesidad de mostrarle respeto».

Recobrado ya el ánimo, alcanzó a Wantage y le puso la mano en el hombro. Éste se volvió rápidamente y le apunté con una pequeña estaca contra el vientre; sus movimientos eran breves y veloces, como los de quien se ve rodeado por cuchillos desnudos. La punta del palo se hincó precisamente en el ombligo de Complain.

—Tranquilo —protestó éste, apartando el palo—. ¿Te parece que es manera de saludar a los amigos?

—Creí que… Expansión, cazador. ¿No deberías estar buscando carne?

Y al formular la pregunta apartó la vista de su compañero.

—No, voy a las barricadas contigo. Tengo la cazuela llena y las deudas saldadas. No necesito carne.

Marcharon en silencio. Complain trataba de colocarse a la izquierda de su camarada pero éste eludía invariablemente sus intentos. No era conveniente insistir demasiado; Wantage podía lanzarse contra él. La violencia y la muerte eran en Cuarteles males pandémicos, que constituían el contrapeso natural de la alta proporción de nacimientos; de cualquier modo, nadie está dispuesto a morir en aras de la simetría.

En las proximidades de la barricada el corredor estaba atestado; Wantage se escabulló, murmurando que debía hacer trabajos de limpieza; se alejó caminando muy arrimado a la pared, casi erguido. Había cierta amarga dignidad en su paso.

La barricada frontal era una división de madera con un portón en el medio, con la cual se bloqueaba completamente el corredor. Junto a ella dos guardias montaban vigilancia constante. Allí terminaba Cuarteles y comenzaban los laberintos de pónicos enmarañados. Pero esa barrera constituía una estructura provisional, pues su posición estaba sujeta a cambios.

La tribu Greene era seminómada. Puesto que era incapaz de desarrollar cultivos adecuados y de criar animales domésticos, se veía forzada a cambiar con frecuencia su emplazamiento. Estas mudanzas se realizaban mediante el traslado de la barricada frontal un poco más adelante; después se corrían las traseras, en el otro extremo de Cuarteles, una distancia equivalente. En esos momentos se estaba llevando a cabo uno de esos avances. La maraña de pónicos trabajosamente desmontada delante, volvería a surgir en la zona trasera abandonada; mientras tanto la tribu avanzaba con grandes esfuerzos por los interminables corredores, como un gusano que atravesara la pulpa de una manzana jugosa.

Más allá de las barricadas los hombres trabajaban vigorosamente, hachando los largos tallos de los pónicos; por encima de los machetes saltaba el miltex, la savia comestible. Una vez derribados los tallos se invertían para preservar en lo posible esa sustancia, que sería retirada después; los troncos secos se cortaban según medidas previamente establecidas para aplicarlos a múltiples usos. Y por encima de aquellos atareados filos, otros iban cosechando distintas partes de las plantas: las hojas, para uso medicinal; los brotes tiernos, para preparar comidas exquisitas; las semillas, que se utilizaban como alimento, como botones, para fabricar una especie local de pandereta, como fichas en los tableros de Viaje Ascendente y también para que jugaran los bebés, puesto que eran demasiado grandes como para entrar en aquellas bocas indiscriminantes.

Entre las diversas tareas que representaba el desmonte de los pónicos, la más ardua consistía en romper la estructura de raíces entrelazadas, que yacía como un tejido de acero bajo la tierra arenosa, con los zarcillos inferiores profundamente clavados en la cubierta. Un grupo iba arracándolas a machetazos, mientras otros paleaban el humus, que se guardaba en sacos. En ese lugar la capa de tierra vegetal era muy gruesa; había más de medio metro sobre la cubierta, señal evidente de que nadie había explorado antes esos sectores, vírgenes de otras tribus. Los sacos llenos de humus se llevaban en carretillas a Cuarteles, donde se los emplearía para cubrir campos nuevos.

Otra cuadrilla trabajaba en la barricada. Complain la observó con redoblado interés. Sus miembros pertenecían a una clase superior: eran guardias, reclutados exclusivamente entre los cazadores. Complain tenía a su favor la posibilidad de que un día, con un poco de buena suerte o algún apoyo, lo escogieran para formar parte de ese grupo privilegiado.

A medida que iba cayendo la sólida pared de tallos enmarañados, nuevas puertas iban revelando sus caras negras a los espectadores. Los cuartos que cerraban ocultarían muchos misterios: mil artículos extraños, útiles, inútiles o carentes de sentido, que en otros tiempos habían pertenecido a la extinta raza de los Gigantes. Era responsabilidad de los guardias abrir aquellas antiguas tumbas y requisar cuanto ocultaran para bien de la tribu, es decir, para ellos mismos. A su debido tiempo el botín sería distribuido o incinerado, según el capricho del Consejo. Gran parte de lo que así llegaba a Cuarteles era declarado peligroso por el Comando y echado, por lo tanto, a las llamas.

La tarea de abrir esas puertas no carecía de peligros, si no reales al menos imaginarios. Se decía en Cuarteles que, entre las pequeñas tribus diseminadas en la maraña laberíntica, muchas habían desaparecido silenciosamente después de abrir sus puertas.

No sólo Complain había quedado cautivo de la eterna fascinación que ofrece contemplar el trabajo ajeno. Junto a la barricada había varias mujeres, cada una con su buena cantidad de hijos, estorbando el paso a quienes llevaban el humus y los tallos de pónicos. Al constante gemido de las moscas, nunca ausente en Cuarteles, se agregaba el parloteo de aquellas pequeñas lenguas. En medio de tal coro, los guardias derribaron la puerta más próxima. Hubo un instante de silencio. Hasta los trabajadores hicieron una pausa para contemplar la apertura, algo temerosos.

El nuevo cuarto fue una desilusión. Ni siquiera gozaron de la fascinación y el horror de encontrar allí el esqueleto de algún Gigante. Era sólo un pequeño depósito lleno de estantes, donde se alineaban bolsitas de polvos multicolores. Al caer dos de ellos, uno amarillo brillante y otro de color escarlata, se rompieron sobre la cubierta formando dos abanicos en el suelo y sendas nubes entremezcladas en el aire. Los niños, que pocas veces habían visto tal despliegue cromático, rompieron en gritos de placer; ante aquello los guardias los apartaron con rudas órdenes. Enseguida formaron una cadena para llevar las cosas descubiertas hasta el carro que aguardaba en la barricada.

Complain, invadido por una vaga sensación de desencanto, se alejó de la multitud. Tal vez fuera de caza, después de todo.

—Pero ¿por qué hay luz en la maraña, si allí no vive nadie a quien le haga falta?

La pregunta llegó a sus oídos a través de la bulla general. Un grupo de niños se había reunido en torno a cierto hombre corpulento, sentado en cuclillas; uno de ellos había pronunciado aquella frase. Dos o tres madres sonreían indulgentes, mientras apartaban las moscas con lánguidos ademanes de las manos.

—Los pónicos necesitan luz para crecer, igual que tú —fue la respuesta.

Quien hablaba era Bob Fermour, un hombre lento que sólo servía para trabajar en los campos de cultivo. Era mucho más afable de lo que las Enseñanzas aconsejaban, y por lo tanto gozaba de popularidad entre los niños. Complain recordó que se le tenía por cuentista; de pronto experimentó el deseo de que alguien lo entretuviera. Desaparecido el enojo se sentía vacío.

—¿Qué había antes de que aparecieran los pónicos? —preguntó una niñita.

Era evidente que los pequeños, a su modo, intentaban arrancarle un cuento.

—Cuéntales la historia del mundo, Bob —aconsejó una de las madres.

Fermour lanzó hacia Complain una mirada interrogadora.

—Por mí no te preocupes —dijo éste—. Las teorías me importan menos que las moscas.

Las autoridades de la tribu no aprobaban las cavilaciones que no se basaran en asuntos estrictamente prácticos. Eso explicaba la vacilación de Fermour.

—Bueno —empezó Fermour—, son sólo suposiciones, puesto que no tenemos testimonio alguno de lo que ocurrió en el mundo antes de la aparición de la tribu Greene. Y cuando encontramos alguno parece carecer de sentido.

Miró rápidamente a los adultos incluidos entre su público y agregó:

—Porque hay cosas mucho más importantes que preocuparse por las viejas leyendas.

—¿Cómo es la historia del mundo, Bob? ¿Es interesante? —preguntó un niño, impaciente.

Fermour le apartó el flequillo de los ojos y respondió:

—Es el cuento más interesante que existe, puesto que nos concierne a todos y a nuestro modo de vida. El mundo es un lugar maravilloso. Está compuesto de capas y más capas de cubierta, como ésta. Y estas capas no tienen fin, pues describen un círculo cerrado. Uno podría caminar eternamente sin llegar al fin del mundo. Y esas capas están llenas de lugares misteriosos, algunos buenos, algunos malos; todos los corredores están bloqueados por los pónicos.

—¿Y la gente de Adelante? —preguntó el muchacho—. ¿Tienen verde la cara?

—A eso voy —continuó Fermour, bajando la voz para que su pequeño público se acercara más a él—. Ya os he dicho qué pasa cuando uno se mantiene en los corredores laterales del mundo. Pero si uno pudiera entrar en el corredor principal descubriría una carretera que conduce a los lugares más distantes del mundo. Y por allí se puede llegar al territorio de Adelante.

—¿Es cierto que tienen dos cabezas? —preguntó una niñita.

—Claro que no —dijo Fermour—. Son más civilizados que nuestra pequeña tribu…

Y repitió su rápida inspección de las personas Mayores, para proseguir después:

—Pero sobre ellos sabemos muy poco, pues hay muchos obstáculos entre su tierra y la nuestra. Todos vosotros, cuando crezcáis, debéis tratar de descubrir nuevas cosas con respecto a nuestro mundo. Recordad que es mucho lo que no sabemos, y en el exterior pueden existir otros mundos que ahora ni siquiera imaginamos.

Los niños parecieron impresionados, pero una de las mujeres se echó a reír.

—Gran ventaja sacarán, investigando algo de cuya existencia nadie está seguro.

Complain se sintió íntimamente de acuerdo con ella, mientras empezaba a alejarse del grupo. Últimamente circulaban muchas teorías como aquélla, todas diferentes, todas perturbadoras, ninguna apoyada por las autoridades. Se preguntó si denunciando a Fermour podría mejorar su prestigio; por desgracia nadie daba importancia a ese hombre; era demasiado lento. La vela anterior, precisamente, lo habían azotado públicamente en los campos de cultivo, como castigo por su pereza.

El problema más inmediato de Complain era ir de caza o no. Un recuerdo lo tomó desprevenido; últimamente solía andar con frecuencia de ese modo, inquieto, yendo y viniendo entre la barricada y su casa. Apretó los puños. El tiempo pasaba, escaseaban las oportunidades, y siempre faltaba algo. Una vez más, como venía haciéndolo desde la infancia, rebuscó furiosamente en su cerebro, tratando de apresar aquel factor que parecía estar allí, pero jamás estaba. Sintió oscuramente que se estaba preparando, aunque sin quererlo, para una crisis. Era como incubar alguna fiebre, pero mucho peor que las conocidas.

Echó a correr. El pelo renegrido y largo le bailoteó sobre los ojos, enormes y preocupados. Habitualmente su rostro juvenil presentaba perfiles vigorosos y agradables bajo su ligera redondez; la línea de la mandíbula era sincera, heroica la boca en reposo. Sin embargo sobre él trabajaba una amargura devastadora; tal desolación era común a casi todos los miembros de la tribu. Por eso las Enseñanzas indicaban que nadie debía mirar a los ojos a los otros hombres.

Complain corrió casi a ciegas; el sudor le resbalaba por la frente. Siempre hacía calor en Cuarteles, durante el sueño o durante la vela. Su carrera no despertó el interés de nadie: en aquella tribu era habitual correr porque sí, huyendo de los fantasmas interiores. Complain sólo sabía que necesitaba volver junto a Gwenny. Las mujeres poseían el bálsamo del olvido.

Al irrumpir en el compartimiento la encontró allí, inmóvil, con una taza de té en la mano. Ella fingió no reparar en él, pero toda su actitud se alteró de inmediato; los pequeños planos del rostro se le pusieron tensos. Su constitución era vigorosa; el cuerpo robusto contrastaba con la delgadez de su rostro. En ese momento pareció acentuar su firmeza, como si se preparara para un ataque físico.

—No te pongas así, Gwenny. No soy tu enemigo mortal.

No era lo que deseaba decir; el tono no fue lo bastante conciliatorio. Pero al verla había recuperado parte de su enojo.

—¡Sí que eres mi enemigo mortal! —dijo ella claramente, sin mirarlo—. Te odio.

—Entonces dame un trago de ese té, y roguemos ambos que me envenene.

—¡Ojalá! —replicó ella, maligna, mientras le pasaba la taza.

Él la conocía bien. Sus rabietas no eran como las suyas. Él debía dominarlas lentamente; las de ella, en cambio, desaparecían de un momento a otro. Ella era capaz de hacer el amor un segundo después de haberlo abofeteado; en realidad era entonces cuando mejor lo hacía.

—Anímate —dijo él—. Sabes que estuvimos disputando por nada, como siempre.

—¿Por nada? ¿Acaso Lidia es nada? Sólo porque murió al nacer… Nuestro único bebé, y dices que es nada.

—Prefiero creerla nada antes que usarla como arma entre los dos.

Mientras Gwenny volvía a tomar la taza, él le deslizó la mano por el brazo desnudo hasta introducir diestramente los dedos bajo su blusa.

—¡Basta! —gritó ella, debatiéndose—. ¡No seas puerco! ¿No puedes pensar en otra cosa cuando te hablo? ¡Déjame, inmundo!

Pero él no la dejó; seguidamente le echó el otro brazo en torno a la cintura para acercarla más. Gwenny trató de asestarle un puntapié; él le pegó limpiamente tras la rodilla con la suya y los dos rodaron por el suelo. Cuando Complain arrimó la cara ella intentó morderle la nariz.

—¡Quítame las manos de encima! —Jadeó.

—Gwenny, Gwenny… Vamos, tesoro —murmuró él, halagador.

Ella cambió bruscamente; el ojeroso desvelo de su rostro se convirtió en súbita ensoñación.

—¿Prometes llevarme después a cazar?

—Sí. Lo que quieras.

Sin embargo, lo que Gwenny quisiera o no quisiera tuvo poca importancia sobre el irresistible curso de los sucesos. Ansa y Daise, dos parientas políticas lejanas de Gwenny, llegaron sin aliento para anunciarle que Ozbert Bergass, su padre, estaba empeorando y quería verla. Hacía un sueñovela había caído enfermo con el mal de la raíz trepadora; Gwenny había ido ya una vez hasta su distante apartamento para visitarlo. Al parecer no viviría mucho tiempo; quienes caían enfermos en Cuarteles solían durar muy poco.

—Debo ir a verlo —dijo Gwenny.

La independencia que los hijos debían mantener con respecto a sus padres se atemperaba en los momentos finales; la ley permitía que visitaran a los progenitores enfermos.

—Fue un gran hombre para la tribu —dijo Complain, solemne.

Ozbert Bergass había sido guía mayor durante muchos sueñovelas; su pérdida sería sentida. De cualquier modo Complain no ofreció acompañarla en la visita: el sentimentalismo era una de las debilidades que la tribu Greene se esforzaba por erradicar. En cambio, cuando Gwenny se hubo marchado, fue a ver a Erri Roffery, el cotizador, a fin de averiguar el precio de la carne.

En el trayecto pasó junto a los corrales. Había en ellos más animales que nunca; se trataba de bestias domésticas, más grandes y tiernas que las presas conseguidas por los cazadores. Puesto que Roy Complain no era gran pensador, para él aquello entrañaba una paradoja incomprensible. La tribu prosperaba como nunca y las granjas medraban felizmente; hasta el último de los trabajadores podía comer carne una vez cada cuatro sueñovelas. Sin embargo él, Complain, estaba más pobre que antes. Salía de caza con más frecuencia, pero traía menos presas y le pagaban menos por ellas. Muchos otros cazadores, en las mismas circunstancias, ya habían dejado la profesión para dedicarse a otras labores.

En su simpleza, Complain atribuía este lamentable estado de cosas a cierta inquina de Roffery, el cotizador, contra el clan de los cazadores, pues no podía relacionar los precios reducidos que ofrecía con la abundancia de animales de corral. Por eso se abrió paso a través de la multitud que atestaba el mercado para saludar al cotizador con gesto ceñudo.

—Expansión a tu yo —dijo, malhumorado.

—A tus expensas —respondió el cotizador con simpatía, apartando los ojos de la inmensa lista que estaba redactando—. La carne de caza ha bajado hoy, cazador. Haría falta una res de buen tamaño para ganar seis hogazas.

—¡Gran ejem! ¡Y me dijiste que el trigo había bajado la última vez que estuve aquí, grandísimo canalla!

—Habla con buenos modos, Complain; tu propio cuerpo no vale un centavo en lo que a mí respecta. Conque te dije que el trigo había bajado. Bien, así es… Pero la carne de caza ha bajado más aún.

El cotizador se atusó los grandes bigotes y estalló en una carcajada. Otros hombres que andaban ganduleando por allí le imitaron. Uno de ellos era un sujeto macizo y maloliente llamado Cheap; llevaba una pila de latas redondas para permutar en el mercado. Complain hizo volar aquellas latas con un salvaje puntapié. Cheap, bramando de cólera, se lanzó al rescate entre quienes ya se estaban apoderando de ellas. Ante aquella escena Roffery rió más aún, pero la marea de su humor había cambiado y ya no se volvía contra Complain.

—Sería peor si vivieras en Adelante —dijo, consolador—. Allá hacen milagros. Crean animales para comer a partir del aliento. Los cazan en el aire, de veras. No necesitan cazadores.

Y agregó, asestando una violenta palmada a una mosca posada en su cuello:

—Además se han deshecho de esta maldición, de los insectos alados…

—¡Bobadas! —exclamó un anciano que estaba cerca.

—No me contradigas, Eff —replicó el cotizador—, o pensare que tus chocheces no valen una boñiga.

—¡Claro que son bobadas! —afirmó Complain—. Sólo un tonto puede imaginar un lugar libre de moscas.

—Yo puedo imaginar un lugar libre de Complain —rugió Cheap.

Ya había recobrado sus latas y se erguía feroz junto al hombro de su atacante. Ambos se miraron de frente, listos para la reyerta.

—Anda, dale —azuzó el cotizador, dirigiéndose a Cheap—. Hazle entender que los cazadores no deben meterse en mis asuntos.

El viejo Eff, ante aquello, preguntó al público en general:

—¿Desde cuándo un ratero de latas vale más que un cazador? Les prevengo que se avecinan malos tiempos para esta tribu. Por suerte no estaré aquí para verlos.

Desde todos los sectores se alzaron gruñidos despectivos y palabras de oposición. Complain, súbitamente cansado de aquella gente, se alejó de allí. Pronto notó que el anciano lo seguía y le saludó cautelosamente inclinando la cabeza.

—Lo tengo ante mis ojos —dijo Eff, ansioso por continuar con sus malos presagios—. Nos estamos volviendo blandos. Pronto nadie será capaz de salir de Cuarteles sin desmontar los pónicos. No habrá incentivos. No quedarán hombres valientes; todos estarán dedicados a comer y a jugar. Llegarán las enfermedades, la muerte, los ataques de tribus enemigas; lo veo tan claramente como te veo a ti. Muy pronto sólo la maraña crecerá allí donde estuvo la tribu Greene.

—He oído decir que el pueblo de Adelante es bueno —observó Complain, interrumpiendo su discurso—. Dicen que emplean la inteligencia, no las artes mágicas.

—Veo que has estado escuchando a ese Fermour —replicó Eff, gruñón—, o a algún otro del mismo jaez. Algunos hombres intentan cegarnos para que no identifiquemos a nuestros verdaderos enemigos. Hombres, he dicho, pero no lo son. En realidad son… los Forasteros. Eso es, cazador: Forasteros, entidades sobrenaturales. Yo los mataría, si de mí dependiera. Organizaría una cacería de brujos. Sí, de veras. Pero ya no se organizan cacerías de brujos. Cuando era niño eran una costumbre. ¿No te digo? La tribu entera se está volviendo blanda. Si de mí dependiera…

Aquella voz cascada se quebró, tal vez seca ante alguna antigua visión megalómana de masacres. Complain se alejó sin que él lo notara; había visto que Gwenny se aproximaba por el claro.

—¿Y tu padre? —preguntó.

Ella hizo un débil ademán con la mano.

—Ya sabes cómo es la raíz trepadora —dijo, inexpresivamente—. Emprenderá el Largo Viaje antes de que pase otro sueñovela.

—En medio de la vida nos encuentra la muerte —comentó él con solemnidad, puesto que Bergass era un hombre de honor.

—Y el Largo Viaje siempre ha comenzado —concluyó ella, terminando la cita de la Letanía—. No hay nada que hacer. Mientras tanto, yo tengo la fibra de mi padre y has prometido llevarme a cazar. Vamos ahora mismo, Roy. Llévame contigo a los pónicos…, por favor.

—La carne de caza ha bajado a seis hogazas la res —observó Complain—. No vale la pena ir, Gwenny.

—Con una hogaza se pueden comprar muchas cosas. Una vasija para el cráneo de mi padre, por ejemplo.

—Eso corresponde a tu madrastra.

—Quiero ir a cazar contigo.

Ese tono de voz le era conocido. Se volvió furioso sobre los talones para dirigirse a la barricada frontal sin otro comentario. Gwenny le siguió con mucha gravedad.